Publicado en Emilio López Adán et alii: Conciencia social y desarrollo personal. I.P.E.S.ikastaroak. Cuadernos de Formación, nº 22, Bilbao, octubre 1996, páginas 91-134.
1. Introducción
Estimado público: estamos aquí para debatir sobre las relaciones entre el desarrollo personal e individual y el colectivo. Un ejemplo práctico de la profunda fuerza humana que nos aconseja sumergirnos en el excitante mundo de lo colectivo e individual, lo tenemos en su asistencia a este debate. Admiro en ustedes su lúcida determinación personal e inalienable para aguantar estoicamente mi exposición. Ustedes podrían estar ahora poteando, o en alguna reunión, deleitándose con Gurido o Usandizaga, leyendo con fruición la «Lógica» de Hegel o siguiendo la preciosa controversia científica sobre la materia oscura del universo. También podrían estar apareándose lascivamente con sus amantes. Pero están aquí. ¿Qué les ha impulsado a escoger esto último?. A lo largo de esta charla y del debate posterior intentaremos entre todos, colectivamente, encontrar una respuesta coherente al enigma que, por otra parte, es tan viejo como nuestra especie.
¿Tan viejo? Desde luego que sí: uno de los problemas esenciales que pretende ser resueltos definitivamente por las primeras epopeyas, narraciones mitológico-religiosas y reglamentaciones sociales es precisamente este, el de las relaciones del individuo con y dentro del colectivo. Esa cuestión recorre subrepticia o abiertamente la doble tensión mítico-religiosa y político-económica entre, de un lado, la dependencia de la especie humana hacia el dios concreto del texto concreto y, de otro, las relaciones específicas entre los seres humanos. En la Epopeya de Gilgamesh dicha tensión es palpable, apareciendo claramente en el Código de Hammurabi y en los Proverbios Asirios, en el Génesis aparece entremezclada al igual que en el Corán. ¿Y para qué hablar del zoroastrismo, de Buda, Confucio y Lao Tse? Una cuestión vieja, es cierto, pero permanente y, por tanto, siempre actual, siempre nueva. Lo viejo y lo nuevo: una contradicción que sólo se comprende desde el materialismo histórico, como veremos.
Una cuestión permanente porque durante los miles de años transcurridos desde aquellos textos está irresuelta una situación opresiva estructurante que determina y condiciona esencialmente todo el problema de las relaciones de lo colectivo con lo individual: la opresión, explotación, dominación y alienación del sexo-género femenino por el masculino. Es más, los textos citados y otros muchos, todos los restantes, no son, no fueron neutrales en dicha cuestión. Fueron, son instrumentos fundamentales de legitimación, reforzamiento y endurecimiento de la opresión de un sexo-género por otro. Por tanto, el mismo enunciado y exposición global del tema que pretendemos analizar aquí está viciado y condicionado de origen: lleva el sello patriarcal.
Aquellos textos se limitaron a escriturar lo que ya era en su tiempo más que una realidad material: una definición de la ontología social de la especie humana existente desde el musteriense. La paleoantropología ha descubierto que todos los enterramientos musteriense marcan una clara división marginalizadora -¿opresiva ya entonces?- entre mujeres y hombres, en beneficio de 2 a 1 a favor del hombre, práctica constante en los enterramientos neandertaloides y cromañonoides. La paleontología también ha confirmado una clara marginación alimentaria, ahora ya podemos hablar taxativamente de opresión global, en detrimento de la mujer y en beneficio del hombre. Todo el impresionante arte rupestre enseña y refleja el proceso de marginación y opresión de la mujer, llegando a su culmen con la imaginería escultórica centrada en la subsunción de la capacidad procreadora de la mujer en el orden patriarcal.
Desde entonces, todo debate sobre lo individual y lo colectivo, con sus innumerables ramificaciones analíticas, choca con lo innominable que decía E.A. Poe. Parafraseando a este autor, que con su bella prosa terrorífica solo comparable con la de Lovecraft, algunos trozos del Apocalipsis y el Libro de los Muertos, me ayuda a dormir en las noches de insomnio, podríamos decir que la llamada peyorativamente «cuestión femenina» en verdad es lo innominable, lo que no se puede nombrar, como hacen algunos judíos con respecto a Jehová, en cualquier debate sobre el tema que nos trae aquí. Hablando de mujeres, vacíos supersticiosos y silencios tergiversadores, tenemos el mito judaico de Lilith, la mujer que no se humilló ante dios. La primera rebelión fue, pues, la de la mujer. Si aceptásemos la tesis jungiana del inconsciente colectivo de la Humanidad, encontraríamos que aquella rebelión primera impactó tanto en el orden patriarcal que desde entonces todo lo relacionado con la mujer causa pánico verdadero, ese miedo paralizador que el dios Pan genera en los humanos. Pan es el dios de lo innombrable, de lo que causa pavor y aterra a los humanos simplemente con insinuar lo que está más allá de lo que se ve y se palpa. Para el orden patriarcal que se ha mantenido en esencia durante milenios, adecuándose a los cambios de y en las formaciones sociales históricas, todo lo relacionado con la Otra es tabú.
Es innegable la actualidad del tema. Una actualidad tanto más cierta cuanto que ustedes están aquí para discutir sobre ella: me atrevo a pensar que una de las razones que les trae es precisamente comprender no solo la permanencia del problema durante tanto tiempo, también su actualidad cuando, en apariencia y oficialmente, tendría que haber desaparecido ya, muerto y sepultado. Basta mirar superficialmente la prensa del poder, o sea, la inmensa mayoría de ella, para ver dos cosas: una, que desde comienzos de los 80 con la ofensiva contrarrevolucionaria neoliberal del reagan-thatcherismo y otra, que desde finales de los años 80 y sobre todo a raíz de la implosión y desaparición de la URSS, sufrimos un plomizo diluvio ultraindividualista en el peor reaccionarismo imaginable. Una apología del ultraindividualismo aislacionista más fanático que, estoy seguro, hace las delicias de Friedrich von Hayek y Murray Rothbard, por citar solo dos teóricos actuales de esta corriente. Bajo la catarata, ahogados por ella, es muy difícil, casi imposible, ver que sucede fuera, en la calle, en la sociedad. Pero algo debe pasar, algo debe resistir, latir siquiera, para que semejante campaña propagandística no consiga empero triunfar.
Tengo el convencimiento de que si hubiera triunfado el aplastante ultraindividualismo oficial, hoy no estarían ustedes aquí para debatir ni más ni menos que sobre eso. Nuestra especie, que es la más animal de todas y ello dicho en el mejor sentido ético y científico, solo se plantea los problemas que están ya anunciados germinalmente como resolubles. Se habrán dado cuenta que he parafraseado a Marx, al que volveremos dentro de poco. Quiero decir que ahora mismo debatimos una realidad palpitante, un intrincado y multifacético campo cotidiano de batalla, de lucha entre ese ultraindividualismo autoritario, que se remite en definitiva a un colectivismo gregario y alienado, y un conjunto de prácticas resistentes, conscientes y orgullosas de sí mismas que reivindican una ágil dialéctica de lo individual dentro de lo colectivo y de esto, lo colectivo, como constituyente de lo individual. Lo sometemos a debate porque es un tema vivo, candente y permanente: no ha desaparecido y todos los que aquí estamos sabemos que no desaparecerá, ya que, si así ocurriera, nosotros mismos, uno a uno y todos a la vez, desapareceríamos de inmediato.
Por eso, porque queremos vivir y, encima, vivir mejor, por eso y para eso nos planteamos el debate actual. Admito que en esta última andanada he introducido el factor de la consciente voluntad de ser algo, contraviniendo abiertamente los dogmas positivistas y neopositivistas; pero han de convenir conmigo que la voluntad, al fusionarse con la esperanza, es una fuerza material, un factor impulsor de la historia. Tenía razón Dante cuando dijo que el peor y más insufrible castigo de su infierno no era otro que la definitiva pérdida de la esperanza. Y es que la esperanza anida en la voluntad de ser individual y colectivamente. En este sentido, y punto de discusión, es obvio que prefiero a Dante que a Nietzsche. En el frontispicio de algunos campos de exterminio nazis estaba escrito: «el trabajo os hará libres». Frase de claras resonancias bíblicas -«ganarás el pan con el sudor de tu frente»- y desde luego típicamente calvinista. Todos sabemos que intramuros del frontispicio desaparecía toda libertad, el individuo era aniquilado aunque sobreviviera un tiempo como ente físico, la colectividad era reducida a su expresión más alienante y la esperanza, exterminada. Ahora bien, ¿toda esperanza y toda dialéctica colectivo-individual? No. Sabemos que en esas atroces condiciones se formaron, resistieron y crecieron organizaciones clandestinas armadas: la vida dentro de la muerte. Ernst Bloch ha hablado muy bien sobre la esperanza como uno de los principios fundantes de la praxis.
A buen seguro que entre ustedes hay familiares o amigos de los prisioneros vascos sometidos a rigurosos y científicamente planificados sistemas de exterminio lento en las cárceles españolas y francesas. Soy de los que piensa -y en el debate posterior espero demostrarlo- que la praxis revolucionaria y militante de los abertzales prisioneros muestra de forma inequívoca la capacidad humana para elevar la dialéctica de lo individual-colectivo a uno de sus niveles más grandiosos y bellos. En sí, esa dialéctica es operativa dentro mismo de los eternos instantes y de los densamente duros días de la tortura, práctica común en nuestra historia y cotidiana en nuestro presente. Entre otros muchos, J. Jervis y M. Foucault han profundizado sobre el particular y entre nosotros tenemos a J.M. Biurrun. Pero antes de la tortura, antes de la detención, en la praxis revolucionaria abertzale clandestina, semilegal o legal, en la lucha diaria, el y la militante desarrollan la, para mí, como marxista que soy, forma y contenido más rico y totalizante de la dialéctica colectivo-individual: la militancia revolucionaria.
V. Serge tiene escrito un pequeño texto que debiéramos publicar y divulgar masivamente: «Lo que todo revolucionario debe saber acerca de la represión». Es un libro típicamente marxista: la dialéctica como método genético-estructural de análisis sistémico y la propuesta práctica como síntesis histórico-genética resultante. No es una obra filosófica en el sentido oficial, pero es profundamente filosófica en la decisiva cuestión del comportamiento individual que asume consciente y libremente los peores riesgos en aras de ampliar las impresionantes potencialidades omnilaterales y pluridimensionales de nuestra especie. Al fin y al cabo, hacia eso va encaminada la praxis revolucionaria. Leonardo da Vinci, un revolucionario renacentista, tenía como modelo aquel uomo totale tan bien pintado por Miguel Ángel en la Capilla Sixtina cuando inmortaliza a la mano humana independizándose de la garra divina. Eso y no otro es la finalidad de la praxis revolucionaria. El hombre total, mejor decir la nueva especie humana, empezará a desarrollarse con el comunismo, algo que es mucho más que una utopía y ucronía, es una necesidad.
Para llegar a él, como estación de tránsito y acopio de fuerzas, la obtención de una Euskal Herria independiente, euskaldun, reunificada, socialista y no patriarcal es un logro ineludible. Vemos así la continuidad en el tiempo de las aspiraciones y necesidades humanas. En este sentido, para un servidor, ETA es más que una organización política: es una muestra más de la dialéctica ascendente del desarrollo individual dentro del desarrollo colectivo, y de lo colectivo como fuerza objetiva -subjetivizada- impulsora de la individualidad. Al poner a ETA como ejemplo introduzco el vital problema de la función de la organización militante que engloba a los revolucionarios. Gramsci habló del partido como intelectual orgánico y en muchas cosas tenía razón.
Pero muchas veces por razones que no podemos exponer ahora, ese partido genera una militancia que diluye su individualidad creativa y solidaria en una masa obediente y sumisa. La dirección usurpa el poder a la militancia, se burocratiza e impone una línea claudicacionista, o sencillamente, con la excusa de los golpes represivos y de la repetida tesis de la «inexistencia de condiciones objetivas», liquida la organización aceptando el orden de cosas existente. La dirección ha ido desmoralizando, desmotivando y desorientando a la militancia, de modo que el grueso o una parte de ella le sigue, le secunda en la claudicación. Durante el proceso la dirección ha cuidado con especial atención que la militancia no se autoorganizase, que desapareciera toda iniciativa individual y colectiva de crítica, que la militancia se convirtiera en mera masa informe y obediente. Aún y todo así, siempre hay militantes que resisten, que se enfrentan plantando cara.
Pero también hay que ver el tema desde el lado opuesto, cuando los militantes sometidos a durísimas situaciones carcelarias, de clandestinidad y exilio, viviendo bajo un diluvio desinformativo avasallador, mantienen la coherencia estratégica, asumen en su individualidad más esencial todos los costos y sacrificios personales. Si hacemos bien en valorar el criterio propio en las situaciones de desviación derechista y burocratización interna, también hemos de valorar ese criterio propio cuando decide seguir dentro de la organización en las peores condiciones imaginables. La individualidad creativa, libre y solidaria se despliega en ambos momentos: para criticar y oponerse al amansamiento y para continuar sin doblegarse en la brecha, reforzando la organización.
En ambos casos, la dialéctica individuo-colectivo opera plenamente. En el primero, esa individualidad se opone a la rendición en nombre de sí misma y de los derechos y necesidades colectivas, que siempre están por encima de los privilegios de la burocracia claudicacionista. En el segundo, se reafirma en el valor de su colectivo organizado y lo impulsa y refuerza mediante su militancia personal. En ambos la individualidad militante es decisiva para levantar y reestructurar la organización dañada por los golpes represivos o por el abandono de una parte de su dirección que ha arrastrado a una parte de la militancia.
Como en otros muchos aspectos, en el del desarrollo personal y colectivo, los marxistas y los revolucionarios en general han preferido hablar con su práctica antes que escribir con su pluma. Por eso, y sin discutir ahora lo acertado o no de semejante proceder, nos vemos en la necesidad de una larga investigación de una práctica sistemática que desde Marx hasta cualquier marxista de hoy mantiene las mismas constantes. Lo que sigue es eso, rastrear a partir de mediados del siglo XIX comportamientos prácticos, muchas veces no escritos y generalmente desconocidos y sumergidos en el olvido. Sí dispondremos de algunos textos, pero nunca serán lo que se dice «acabados».
2. Marx y la praxis colectiva (1): 1837-1844
Uno de los obstáculos más serios con él nos enfrentamos a la hora de profundizar en todo el pensamiento de Marx, es el de la influencia castradora del llamado «marxismo soviético». En el tema sobre el que aquí debatimos, el desarrollo personal y colectivo, el estalinismo ha destruido el legado de Marx mediante dos vías: una, prohibir y reprimir en la práctica de masas los fundamentales e irrenunciables, criterio marxistas al respecto y otra, simultáneamente, tergiversar y ocultar el pensamiento de Marx en concreto y de todos los marxistas críticos. No podemos extendernos ahora sobre el particular, aunque en sí lo haremos en otra ocasión, cuando debatamos en serio sobre el marxismo, su actualidad y perspectivas de futuro.
Volviendo al tema que nos ocupa, tengo que decir que casi la totalidad de las tesis marxistas occidentales sobre el ser humano están castradas por el estalinismo en su forma más burda y tosca. Incluso los esfuerzos más serios de alejamiento de ese dogma, como los de Lukács y toda su escuela, por citar a uno de los más conocidos, choca con una muralla interna que se aprecia ya definitivamente en las tesis actuales de Agnes Heller. Más palpable es aún el caso del Adam Schaff, quien tras mantener un tímido enfrentamiento puramente intelectualista con la burocracia, ha terminado legitimando a la socialdemocracia.
Comparto la afirmación de A. Schaff en «La concepción marxista del individuo» (1978) de que Marx no pudo concluir una especie de teoría del ser humano, aunque sí pudo enunciar sus tres componentes básicos: la concepción del individuo como parte constitutiva de la naturaleza; la del individuo como miembro de la sociedad y, por último, la del individuo como elemento clave en la autoconstrucción colectiva de la especie, en su autogénesis.
Estoy de acuerdo en los tres componentes, pero pienso que Marx avanzó más que eso llegando a enunciar un cuarto componente: el individuo como causa-efecto de la desalienación. Schaff no ha prestado la atención suficiente al problema de la alienación, aunque en su libro «La alienación como fenómeno social» (1979) profundiza en problemas por entonces tabúes para la dogmática estalinista. Sin embargo, Schaff al no plantear el cuarto componente, la desalienación como praxis revolucionaria global, deja abierta la puerta por la que más tarde entra gloriosamente en la socialdemocracia.
Es cierto que Marx escribió su teoría sobre la especie humana de forma fragmentada, a trozos y con desesperantes lapsos de tiempo, sin decir nada del tema entre un escrito y otro. Pero tanto en su vida como de su obra, en su praxis, vistas unitaria y globalmente, en perspectiva y desde el interior de sus primeros hasta sus últimos escritos, desde esa profundidad tan enmarañada y abigarrada emerge una clara luz que ilumina su concepción de la especie humana. Realmente aquí tenemos una cuestión problemática que recorre cualquier debate o pregunta sobre el marxismo el general, sobre cualquiera de sus respuestas a los problemas humanos: ¿cuál es el estatus «científico» del marxismo? Pero no podemos ahora entrar a este tema.
Carecemos de espacio para desarrollarla en su totalidad abierta e inconclusa, lo que precisamente es uno de los secretos de su vigencia y de su entronque con el tumultuoso caudal de la emancipación humana, especialmente en el vital campo teórico de la alienación, pero sí vamos a extendernos en lo que concierne a la dialéctica de lo individual y lo colectivo tal cual va apareciendo de múltiples formas a lo largo de su vida.
Nos limitaremos a dos momentos de su recorrido: el del impropia y erróneamente llamado Marx «joven» y el no menos equívoco Marx «maduro». En el primero analizaré el período 1843-1844, justo hasta la publicación de «La ideología alemana», texto que supone no un salto cualitativo, pero sí una profundización muy importante en la obra marxista; en el segundo, de 1860 hacia adelante y, de por medio, como puente, citaré dos textos de la época del Manifiesto.
Como sustentación de mi crítica a esa incorrecta parcialización de Marx en «joven» y «viejo», con una especie de «corte epistemológico» entre ambos, me remito simplemente a J. Zeleny: «La estructura lógica de ‘El Capital’ de Marx» (1974); E. Mandel: «La formación del pensamiento económico de Marx» (1974); R. Rosdolsky: «Génesis y estructura de ‘El Capital’ de Marx (estudio sobre los ‘Grundrisse’)» (1978); L. Silva: «La alienación como sistema. La teoría de la alienación en la obra de Marx» (1983) y, por último, D. Harvey: «Los límites del capitalismo y la teoría marxista» (199O).
Sin embargo, no puedo pasar por alto un período tan importante en la formación y evolución del pensamiento marxista como es el de 1837-1841 en el que Marx estudia con sistemática minuciosidad a los clásicos griegos, fundamentalmente Demócrito y Epicuro, de decisivas repercusiones, junto a Platón, en todos los debates posteriores sobre la ontología de nuestra especie. F. Markovits en un valioso texto «Marx en el jardín de Epicuro» (1975) analiza además de las relaciones entre la «Disertación» de 1840 y El Capital, también los siete borradores en cuadernos de notas que Marx garabateó mientras profundizaba ensimismado en las filosofías epicúrea, estoica y escéptica, enseñando cómo el explícito método usado en El Capital permite reconocer en esos textos tan iniciales el trabajo subterráneo de su constitución; un esfuerzo primero que echa por los suelos las aparentes discontinuidades entre la «Disertación» y El Capital.
Sin entrar en precisiones, podemos dar por válida la tesis de la existencia de dos grandes corrientes filosóficas en el pensamiento ético desde los griegos hasta hoy, la de Demócrito, en la que se inserta Epicuro, y la de Platón. Marx opta clara y radicalmente por la primera, no sin comprender las aportaciones de la segunda, como buen dialéctico que es. La concepción marxista del ser humano, de la multiplicación de sus potencialidades, de su autogénesis y desalienación histórica, empieza a formularse en los densos borradores sobre los clásicos escritos por un Marx militante y subversivo que nunca dejaría de ser «joven de espíritu».
Ya en una obra tan temprana como «Crítica de la filosofía del Estado de Hegel» escrita en 1843, plantea abiertamente cuestiones centrales de la dialéctica individuo-colectivo. Empieza denunciando la debilidad de su maestro: «Hegel olvida que la esencia de la ‘personalidad particular’ no consiste en su barba, su sangre y su abstracta natura, sino en su ‘ser social’, y que los asuntos del Estado, etc. no son, sino formas en que existen y actúan las cualidades sociales del hombre». Luego ataca directamente a la privacidad egoísta: «Porque el ‘egoísmo privado’ se traiciona como «‘secreto del patriotismo de los burgueses’» y como la «profundidad y fuerza del Estado» en la «convicción». Sigue: «La burocracia se tiene a sí misma por el último fin del Estado (…) es un círculo del que nadie puede escapar. Su jerarquía es una ‘jerarquía de saber’. La cúspide confía a los círculos inferiores el conocimiento de lo singular, mientras que los círculos inferiores confían a la cúspide el conocimiento de lo general; y así se engañan mutuamente (…) El espíritu general de la burocracia es el ‘secreto’, el misterio guardado hacia dentro por la jerarquía, hacia fuera por la solidaridad de Cuerpo (…) La ‘autoridad’ es por tanto el principio de su saber y la divinización de su autoridad su ‘convicción’. Sólo que en el seno de la burocracia el ‘espiritualismo’ se convierte en ‘craso materialismo’ (…) de la obediencia pasiva, de la fe en la autoridad, del ‘mecanismo’ de una acción formal fija, de principios, opiniones y costumbres innobles». Ahondando en la desigualdad social, es tajante: «Así como los cristianos son iguales en el cielo y desiguales en la tierra, los individuos que componen un pueblo son ahora ‘iguales’ en el cielo de su mundo político, desiguales en la existencia terrena de la ‘sociedad’».
Desde los inicios de su prolongada vida revolucionaria, Marx critica sin piedad todo intento de borrar, subsumir y aniquilar al individuo crítico dentro de la «persona particular» desarraigada de su encuadre social. Se niega a aceptar como genérico el «egoísmo privado», la obediencia pasiva a la burocracia. Denuncia la «jerarquía del saber» anticipando magistralmente muy actuales concepciones del conocimiento como instrumento de dominio. Denuncia la mixtificación de la «igualdad política» e insiste en la desigualdad real. En marzo de 1843 escribe a Ruge estas impresionantes palabras: «Le aseguro que, por muy poco orgullo nacional que se tenga, la vergüenza nacional se siente hasta en Holanda. Incluso el último holandés es un ciudadano comparado con el primero de los alemanes (…) Para una revolución no basta con la vergüenza. Yo le respondo: la vergüenza es ya una revolución (…) es una forma de ira, de ira contenida. Y si una nación entera se avergonzase realmente, sería como un león replegándose para saltar». Marx reivindica la vergüenza como un impulso revolucionario que va más allá del simple sentimiento individual, como ira nacional, colectiva, de una «nación entera»: ¡perfecta dialéctica!
En mayo de ese año escribe a Ruge: «La monarquía no tiene otro principio que ‘el hombre deshumanizado’, y despreciable (…) Allí en donde el principio monárquico se halla en la mayoría, los hombres se encuentran en la minoría; donde se halla por encima de toda duda, no hay hombres». Difícilmente encontraremos un pasaje teórico-filosófico tan lleno de lecciones sobre las relaciones del ser humano, con su deshumanización, con la mayoría social, colectiva, y con su individualidad, y hasta con su extinción en esa totalidad monárquica deshumanizada. Muy difícilmente encontraremos tan comprimidos y tan actuales conceptos claves sobre la necesidad de estar en minoría antimonárquica para ser un humano no deshumanizado, pues la aceptación del pensamiento colectivo monárquico es la muerte del individuo humano. Marx no critica instituciones superficiales, tangenciales, va al corazón y cerebro de la Alemania de 1843 nucleada alrededor del rey de Prusia. Nosotros divagamos sobre modas y tópicos realmente intrascendentes, pero ¿cuántos de entre nosotros recurrimos a la denuncia de la monarquía borbónica como ejemplo material de la dialéctica del individuo y del colectivo?.
En septiembre de ese año, escribe a Ruge: «nosotros no anticipamos dogmáticamente el mundo, sino que queremos encontrar el mundo nuevo a partir de la crítica del viejo. Hasta ahora los filósofos habían tenido lista en sus pupitres la solución de todos los enigmas, y el estúpido mundo exotérico no tenía más que abrir su morro, para que le volasen a la boca las palomas ya guisadas de la Ciencia absoluta (…) No es cosa nuestra la construcción del futuro o de un resultado definitivo de todos los tiempos; pero tanto más claro está en mi opinión lo que nos toca hacer actualmente: ‘criticar sin contemplaciones todo lo que existe’; sin contemplaciones en el sentido de que la crítica no se asuste ni de sus consecuencias ni de entrar en conflicto con los poderes establecidos». De nuevo, Marx alude directamente a una cualidad sustantiva de su concepto de individualidad que exige por su misma naturaleza interna, constitutiva y constituyente, la praxis revolucionaria que, por experiencia histórica de más de tres milenios, desde que se tienen datos escritos de las huelgas de los constructores egipcios de tumbas faraónicas, es la máxima expresión de la dialéctica colectivo-individuo.
En esa carta, Marx profundiza en la continuidad temporal de la praxis: «Nuestro lema será por tanto: reforma de la conciencia no mediante dogmas sino por el análisis de la conciencia mística, confusa para sí misma, sea en forma religiosa y política. Lo que se mostrará es que el mundo posee hace tiempo el sueño de algo que solo necesita ser ‘consciente’ para ser poseído realmente. Lo que se mostrará es que no se trata de hacer cruz y raya con el pasado, sino de ‘realizar’ sus pensamientos. Lo que se mostrará finalmente es que la Humanidad no está empezando un ‘nuevo’ trabajo, sino acabando ‘conscientemente’ su viejo trabajo». Cualquiera diría que Marx escribe estas palabras inmediatamente después de leer a Freud… que tardaría más de medio siglo en llegar a las mismas conclusiones. Volver consciente lo que está en sueño: esa es la tarea actual de la crítica revolucionaria.
También en 1843 escribe «La cuestión judía» de la que extraemos dos citas: «incluso cuando el hombre se proclama ateo por mediación del Estado -es decir, cuando proclama el ateísmo del Estado-, sigue sujeto a la religión precisamente por el hecho de reconocerse a sí mismo solo dando un rodeo, a través de un medio. La religión es precisamente el reconocimiento del hombre dando un rodeo, a través de un ‘mediador’. El Estado es el mediador entre el hombre y la libertad del hombre. Así como Cristo es el mediador, sobre el que el hombre carga toda su divinidad, todas sus ‘trabas religiosas’, el Estado es el mediador al que se transfiere toda su terrenalidad, toda su ‘espontaneidad humana’». La individualidad del ser humano no puede darse, nos dice Marx, allí donde hay un mediador, sea el Estado o Cristo. La mediación, toda mediación, anula la individualidad, pues esta debe ser dueña de sí, expresarse sin rodeos ni a través de medio alguno. Los anarquistas, con toda la razón, serán los únicos en continuar la línea de Marx: ni dios ni amo.
La otra es: «Solo cuando el hombre real, individual, reabsorba en sí mismo al abstracto ciudadano y, como hombre individual, ‘exista a nivel de especie’ en su vida empírica, en su trabajo individual, en sus relaciones individuales; solo cuando, habiendo reconocido y organizado sus «fuerzas propias» como fuerzas ‘sociales’, ya no separe de sí la fuerza social en forma de fuerza ‘política’; solo entonces, se habrá cumplido la emancipación humana». La reabsorción de lo abstracto en lo real implica la superación de lo político en cuanto mediación -Estado, Cristo- que impide la individualización concreta, que por serlo, por ser social, es ella misma, dialécticamente, parte constitutiva y constituyente de lo colectivo.
A lo largo de toda su inmensa obra, Marx repite de mil modos y formas este criterio estratégico de definición de una nueva individualidad humana. Lo hace mejorando la profundidad teórica de los términos, pero manteniendo el mismo principio; el lenguaje se depura, se enriquece y perfecciona, pero para decir lo mismo: el libre, pluridimensional y polivalente desarrollo de la colectividad es la base del desarrollo libre de cada uno de sus miembros, y viceversa.
Y en «Crítica de la filosofía del Derecho de Hegel»: «El arma de la crítica no puede substituir la crítica por las armas; la violencia material no puede ser derrocada sino con violencia material. Pero también la teoría se convierte en violencia material, una vez que prende en las masas. La teoría es capaz de prender en las masas, cuando demuestra ‘ad hominem’; y demuestra ‘ad hominem’, cuando se radicaliza. Ser radical es tomar las cosas de raíz. Y para el hombre la raíz es el mismo hombre (…) La crítica de la religión desemboca en la doctrina de que el ‘hombre’ es ‘el ser supremo para el hombre’ y, por tanto, en el ‘imperativo categórico de acabar con todas las situaciones’ que hacen del hombre un ser envilecido, esclavizado, abandonado, despreciable. Nada mejor para describirlas que la exclamación de aquel francés ante el proyecto de un impuesto sobre los perros: ¡Pobres perros! ¡Os quieren tratar como a hombres!». ¿Qué podemos añadir a lo ya escrito?
3. Marx y la praxis colectiva (2): después de 1859.
Hasta aquí una síntesis de las ideas de Marx en cuestiones relacionadas en la práctica con la dialéctica colectivo-individuo. Antes de pasar al segundo bloque y como habíamos prometido, vamos a presentar otras dos citas muy ilustrativas. La primera es tan archifamosa como archiolvidada y aparece en el «Manifiesto del Partido Comunista»: «El lugar de la antigua sociedad burguesa, con sus clases y contradicciones de clase, será ocupado por una asociación en la cual el libre desarrollo de cada cual será la condición del libre desarrollo de todos». Aquí sintetiza magistralmente todo lo escrito con anterioridad y anuncia de modo irrevocable -Marx y Engels nunca cuestionaron una coma del Manifiesto- su ideario teórico-práctico. La dialéctica entre la colectividad y el individuo es aquí algo que se autogenera, se autoabastece de sí misma ya que ella es la totalidad histórico-natural de la especie humana que ha superado la prehistoria.
La otra tiene directa conexión con la independencia nacional de los pueblos y conexiones de fondo con la dialéctica individuo-colectivo en su forma de relaciones nacionales de opresión y emancipación. Es de un artículo de junio de 1848 sobre el alzamiento nacional de Praga: «Los franceses han sabido conservar reconocimiento y simpatías, inclusive cuando llegaban en carácter de enemigos. Los alemanes no hallan reconocimientos ni simpatías en ninguna parte. Inclusive allí donde actúan como magnánimos apóstoles de la libertad, se les rechaza con amargo desdén. Y con razón. Una nación que a lo largo de todo su pasado se ha dejado utilizar como instrumento de la opresión contra todas las demás naciones, debe demostrar primero que está realmente revolucionada (…) La Alemania revolucionada debía desprenderse de todo su pasado, en especial en cuanto se refiere a los pueblos vecinos. Al mismo tiempo que proclamaba su propia libertad, debía proclamar la de los pueblos que había oprimido hasta el presente».
No voy a analizar las innegables lecciones que estas palabras de Marx tienen hoy, ahora mismo, para los Estados español y francés pues no estamos en un debate sobre los problemas que originan las opresiones nacionales. Les ruego a ustedes que donde pone «franceses» y «alemanes» pongan «François» o «Juan Carlos» como individuos concretos que mantienen duras relaciones de dominio y opresión sobre otros individuos concretos, por ejemplo Txabi y Argala. La única lectura posible es ésta: la emancipación personal y reconocimiento por los demás, colectivo, de los méritos de «Françoise» y «Juan Carlos» sólo sería alcanzable si se desprendiesen de todo su pasado, si se negasen como individuos opresores, y a la vez, proclamasen y reconociesen la libertad de los individuos a los que han oprimido «hasta el presente», de Txabi y Argala, en este caso. Desde luego que ambos sujetos opresores no se negarán en cuanto tales por voluntad propia y se resistirán a ello todo lo que puedan… Marx ya nos ha advertido arriba que sólo la violencia material derroca a la violencia material. ¡Y eso también vale para las relaciones individuales en sentido estricto: que se lo pregunten a una mujer diariamente golpeada por el individuo «Juan Pablo», o a un obrero hiperexplotado por el individuo «Mario»!.
El largo período 1848-1865 está repleto de reflexiones de Marx sobre el núcleo teórico-filosófico de las relaciones del individuo con el colectivo y viceversa, en concreto, del problema de la plenitud del ser humano. Este núcleo no es otro que el de las relaciones entre la objetivación de la especie humana como resultante de la materialización de la capacidad de trabajo abstracto y las formas históricas concretas que en determinados momentos adquiere esa materialización como efecto del surgimiento de la división del trabajo, la propiedad privada y la producción de mercancías. La alienación surge en el momento de tránsito del valor de uso al valor de cambio. Las relaciones entre personas se degradan al nivel de relaciones entre cosas. El dinero aparece personalizado, dotado de poderes mágicos: es un fetiche que dicta y aterroriza como un ídolo. Lo mide todo, lo enriquece o arruina. Los íntimos sentimientos se hacen moneda pública y fungible, y el poder de compra se convierte en el alma humana: es en el bolsillo y en la cartera en donde reside ya la «esencia inmortal». El individuo se aliena y el colectivo se transforma en un magma carente de conciencia crítica. Especial mención hay que hacer aquí a los desconocidos pero esenciales ‘Grundrisse’, cuadernos en los que Marx definió la alienación.
Con el capitalismo desarrollado se produce un cambio espeluznante y tétrico: la sentencia ‘homo hominis lupus’ ha quedado superada y transformada en otra más terrible de ‘homo hominis mercator’. El lobo, el pobre lobo, no es sino un indefenso animal ante el predador asesino que es el mercader humano. Se extingue toda dialéctica constructiva entre el colectivo y el individuo, que únicamente es dable dentro de un mundo en el que sólo imperen los valores de uso, y se impone la fiereza inmisericorde de la pugna mercantil, de la lucha a muerte entre valores de cambio. Los humanos somos meras mercancías. Tenemos un precio de compraventa. Nuestras relaciones no son en absolutos personales sino de mercado: es éste el mediador entre nosotros como objetos a la venta y el comprador. Puesto que carecemos de relaciones personales y que sólo somos objetos mercantiles, carecemos también de capacidad para integrarnos en una colectividad: nuestra individualización es absoluta pues sólo el dinero, ese fetiche todopoderoso, nos relaciona alienadamente con el exterior. Puesto que somos mercancía de carne y sangre, la colectividad es tan sólo el lugar de cambio. Lo colectivo también desaparece pues nadie ayuda a nadie: los lobos son muy solidarios entre sí, los humanos alienados nos despedazamos mutuamente como mercaderes sedientos de riqueza.
En abril de 1865 Marx contesta unas preguntas que le hace A. Philips. Se trata de un documento de gran valor pues muestra sus miserias y grandezas al desnudo, con la sinceridad inocultable de las respuestas escuetas y esenciales. Afirma que su cualidad preferida es la sencillez; que en el hombre la cualidad que prefiere es la fuerza y en la mujer la debilidad; que el rasgo característico de su personalidad es la unidad de objetivos; que el defecto que más detesta es el servilismo y el que más tolera, la credulidad; que su idea de felicidad es la lucha y la de desgracia, la sumisión; que sus héroes son Spartacus y Kepler; que su máxima favorita es ‘Nihil humani a me alienum puto’: «Nada de lo humano me es ajeno»; que su divisa preferida es ‘De omnibus dubitandum’: «Hay que dudar de todo»; que su color preferido es el rojo. En estas respuestas aparece ‘in nuce’ una concepción precisa de lo humano, de su praxis individual y colectiva.
Marx ha practicado hasta sus últimas consecuencias dichas respuestas, incluida esa inaceptable alabanza de la debilidad femenina: Marx era un autoritario sexista y patriarcal responsable de muchas desgracias y padecimientos no sólo de su mujer e hijas, sino de su amante e hijo, al que nunca reconoció, de los hombres que rondaron a sus hijas y del propio Engels -éste tuvo que pasar públicamente como el padre oficial del hijo que Marx tuvo con su ama de llaves y amante- mucho menos sexista e infinitamente más abierto a la emancipación de la mujer. En una carta de agosto de 1866 a Paul Lafargue, pretendiente de su hija Laura, además de mostrar de nuevo su autoritarismo sexista, esboza una tímida y muy concisa autocrítica personal: «Ya sabe que he sacrificado toda mi fortuna en las luchas revolucionarias. No lo lamento, antes al contrario. Si mi carrera volviera a empezar haría lo mismo. Lo único que no repetiría sería casarme. En la medida en que me sea posible quiero salvar a mi hija de los escollos en los que se ha roto la vida de su madre». Marx sabe que ha destrozado la vida de su esposa; que la ha sometido a extremas penurias y angustiosas situaciones de pobreza absoluta; que también ha sobrevivido gracias a la ayuda desinteresada de Engels, a quien dará las gracias de forma sinceramente emocionada al concluir la última revisión del borrador definitivo del primer libro de El Capital. Sabe todo eso como también sabe que durante años ha tenido que escribir artículos «vulgares» para poder malvivir; que ha buscado diversos trabajos asalariados sin resultado alguno; que fue siempre perseguido o vigilado por varias policías europeas.
Sin embargo, nunca dejó teorizado un modelo definitorio de la dialéctica del desarrollo personal y colectivo. Siempre lo tuvo como una parte de su visión teórico-filosófica de la especie humana. Una parte enunciada o simplemente practicada mil veces según los momentos, las necesidades y los problemas urgentes a resolver. Por ejemplo, mientras que Engels y un gran número de amigos le urgían para que concluyera cuanto antes la redacción de El Capital para publicar el texto a la mayor brevedad posible, él hacía oídos sordos y retrasaba ese momento debido a una simple y sencilla razón que lleva en sí la fusión de dos criterios irrenunciables: hay que llegar a la raíz de los problemas analizados, al secreto de sus interrelaciones con los demás problemas circundantes y además, a la hora de redactar las conclusiones, hay que hacerlo de forma estética, como un «todo artístico» al puro y bello estilo renacentista. Su concepción del ser humano como ser esteta, como sujeto creador de belleza y de saber, como sujeto activo que al transformar el mundo lo hace desde y para una perspectiva global de desalienación y multiplicación de las relaciones multilaterales en las que la fealdad va unida a la miseria moral y a la pobreza espiritual, una concepción así, seguidora de los cánones griegos clásicos, por fuerza le obligaba a buscar la perfección. Pero no la perfección por sí misma pues nada existe en su aislamiento, sino como elemento estructurante de la totalidad emancipadora.
Disponemos de dos textos de esta época en los que, de nuevo, aparecen en su núcleo último los criterios de Marx sobre la responsabilidad y el desarrollo personal. Uno es el prólogo de julio de 1867: «Una palabra para evitar posibles equívocos. En esta obra, las figuras del capitalista y del terrateniente no aparecen pintadas, ni mucho menos, de color de rosa. Pero adviértase que aquí sólo nos referimos a las ‘personas’ en cuanto ‘personificación de categorías económicas, como representantes de determinados intereses y relaciones de clase’. Quien como yo concibe el ‘desarrollo de la formación económica de la sociedad’ como un ‘proceso histórico-natural’, no puede hacer al individuo responsable de la existencia de relaciones de que él es socialmente criatura, aunque subjetivamente se considere muy por encima de ellas». Marx sostiene abiertamente que las «categorías económicas» son las que determinan las «relaciones» en las que los humanos se desenvuelven por mucho que estos crean subjetivamente lo contrario: transformar revolucionariamente esas «categoría» y las «relaciones» que imponen aparece como la condición previa para superar ese error de subjetivismo.
Y concluye con esta declaración de principios: «Acogeré con los brazos abiertos todos los juicios de la crítica científica. En cuanto a los prejuicios de la llamada ‘opinión pública’, a la que nunca he hecho concesiones, seguiré ateniéndome al lema del gran florentino: ‘Segui il tuo corso, e lascia dir le genti!’». ¿Qué podemos añadir a esto?. Hoy, cuando la «opinión pública» es un instrumento afilado a diario por las fábricas de alienación, hoy existe un miedo pánico, un terror paralizante entre esa especie denominada «intelectuales» a los prejuicios dominantes. La contundencia marxista en abrir los brazos a la crítica científica es un valor ético y una norma de comportamiento individual y colectivo inviolable. A lo largo del tercer capítulo de esta charla veremos cómo los marxistas y los revolucionarios han sacrificado consciente y libremente su vida en aras de ese criterio humano irrenunciable.
Pero ¿qué es esa «crítica científica»?. Antes de darnos la respuesta Marx nos advierte en marzo de 1872 que: «no puedo hacer otra cosa que señalar este peligro -el cansancio del lector ante la dureza teórica de El Capital- y prevenir contra él a los lectores que buscan la verdad. En la ciencia no hay calzadas reales, y quien aspire a remontar sus luminosas cumbres tiene que estar dispuesto a escalar la montaña por senderos escabrosos». La verdad, el conocimiento científicos emancipador no se adquiere sin esfuerzo, sin trabajo. La ciencia no es infusa, caída del cielo, regalada por los dioses, sino producto del esfuerzo sostenido y tenaz, con sus recaídas y retrocesos. El saber científico es praxis. El individuo ha de esforzase, superarse y vencer las inercias y apatías que la alienación ha anclado en su personalidad sumisa y dogmática.
Después de esta advertencia Marx responde a la pregunta en el posfacio de enero de 1873 en el que no hace sino actualizar lo que nos dijera treinta años antes en las citadas cartas a Ruge de 1843: «Mi método dialéctico no sólo es fundamentalmente distinto del método de Hegel, sino que es, en todo y por todo, la antítesis de él. Para Hegel, el proceso de pensamiento, al que él convierte incluso, bajo el nombre de idea, en sujeto con vida propia, es el demiurgo de lo real, y esto la simple forma externa en que toma cuerpo. Para mí, lo ideal no es, por el contrario, más que lo material traducido y traspuesto a la cabeza del hombre. (…) Reducida a su forma racional -la dialéctica- provoca la cólera y azote de la burguesía y de sus portavoces doctrinarios, porque en la inteligencia y explicación positiva de lo que existe abriga a la par la inteligencia de su negación, de su muerte forzosa; porque, crítica y revolucionaria por esencia, enfoca todas las formas actuales en pleno movimiento, sin omitir, por tanto, lo que tiene de perecedero y sin dejarse intimidar por nada».
El método científico como lo aplica Marx es «crítico y revolucionario por esencia». Es a este método al que él abre los brazos incondicionalmente. El individuo no puede conocer la verdad sin ese método, sin cuestionar crítica y revolucionariamente lo existente. Pero no es un método sólo aplicable a una parte de lo real, su naturaleza misma le exige criticarlo todo «sin dejarse intimidar por nada»: ni por el dogma sacrosanto de la burocracia del propio partido en el que se milita. Marx es en esto inflexible: cuando se entera de que en Europa se tergiversan sus ideas, se licúan y son utilizadas de manera mecánica y casi ya reformista, entonces proclama: «yo no soy marxista». No está dispuesto al vaciado de sus ideas y en mayo de 1875 se enfrenta a la mayoría, queda en minoría y defiende lo que entiende como irrenunciable. Lee el Programa de Gotha y lo somete a crítica feroz: «Tengo el deber de no reconocer, ni siquiera mediante un silencio diplomático, un programa que es, en mi convicción, absolutamente inadmisible y desmoralizador para el partido». El individuo Marx asume por convicción el «deber» de no contemporizar con el colectivo dirigente, de no aceptar un programa que al margen de gozar del consenso mayoritario, va contra el partido. El individuo se enfrenta al colectivo porque tiene la «convicción» de que éste se equivoca. ¡Qué frontalmente opuesto está Marx a todo lo que era ya en su época aceptación pasiva de la burocracia, de la jerarquía del saber y del dogma!
4. Marx y la praxis colectiva (3): la Crítica del Programa de Gotha y una síntesis.
La célebre «Crítica del Programa de Gotha» tiene una importancia suma para nuestro debate. Además de la lección práctica que nos da su autor sobre el «deber» del individuo de oponerse al colectivo en determinados momentos, también aparece en el pequeño y muy denso texto una de las más brillantes y profundas exposiciones de Marx sobre la dialéctica de las relaciones del individuo con el colectivo en una sociedad comunista: «En la fase superior de la sociedad comunista, cuando haya desaparecido la subordinación esclavizadora de los individuos a la división del trabajo, y con ella, la división del trabajo intelectual y manual; cuando el trabajo no sea solamente un medio de vida, sino la primera necesidad vital; cuando, con el desarrollo de los individuos en todos sus aspectos, crezcan también las fuerzas productivas y corran a chorro los manantiales de la riqueza colectiva, sólo entonces podrá rebasarse totalmente el estrecho horizonte del derecho burgués, y la sociedad podrá escribir en su bandera: ¡De cada cual, según su capacidad; a cada cual, según sus necesidades!».
Antes de este párrafo, Marx ha analizado las limitaciones insalvables de la sociedad en transición, su necesidad de aplicar el derecho burgués que mide por igual a personas desiguales. Ser desigual no es ser inferior o superior: cada una de ellas tiene diferente constitución física, capacidad intelectual, personalidad propia y condiciones familiares diferentes. Ocurre que el limitado desarrollo económico impide que la sociedad aplique baremos desiguales a personas desiguales. Por eso el lema es de que cada cual aporte según sus capacidades pero reciba según su trabajo. Se mantiene así una clara diferencia pues la medición del trabajo no parte ni de las capacidades ni de las necesidades, sino del derecho burgués aún vigente por la debilidad de las fuerzas económicas. Sin embargo, el comunismo no busca la uniformidad de las personas: no es como el lecho de Procusto que corta las extremidades a los grandes y estira a la fuerza a los pequeños, hasta igualarlos a todos. Al contrario, gracias a una inmensa superioridad económica, establece una ágil dialéctica entre los individuos con múltiples relaciones personales de modo que estos aportan al colectivo según sus capacidades y reciben de él según sus necesidades.
Desde luego que aquí debiéramos bucear en lo que Marx entiende por «capacidad» y «necesidad«, pues su teorización se enfrenta en todo a la concepción burguesa al respecto, mas no podemos hacerlo. Tenemos el ejemplo de la lectura crítica que hace Marx del significado ideológico y del valor normativo que tiene Robison Crusoe para la burguesía. Para Marx es imposible la existencia real de Robinson, es más, su existencia ilusoria sólo demuestra la irresoluble escisión burguesa entre el individuo Robinson y el llamado por éste Viernes, que es tratado desde el principio como mero instrumento pasivo carente de su propio nombre, para devenir con el tiempo, una vez «civilizado», siervo feliz en su alienación: su deshumanización es la base de su docilidad. La felicidad y riqueza de Robinson se sustenta en la miseria real humana de Viernes, que no en su desarrollo personal pues ello hubiera supuesto su independización personal práctica. La lección es que en la sociedad burguesa es imposible la dialéctica del desarrollo personal y colectivo a no ser que sea mediante la destrucción de esa sociedad.
Antes de pasar al siguiente apartado, podemos resumir lo anterior en seis pinceladas básicas: en primer lugar, Marx plantea la dialéctica del desarrollo personal y colectivo desde el principio de la totalidad, es decir, existe una realidad única en la que se mueven contradictoriamente partes integradas sistémicamente en ella, nunca independientes ni incomunicadas. No se puede entender al individuo al margen de la colectividad, pero ésta no existiría sin individuos. La totalidad tiene sus fuerzas impulsoras que actúan por dentro suyo y también dentro de los individuos; lo que ocurre es que esas fuerzas se presentan de modos diferentes y bajo formas diversas según las partes de la totalidad. Conocerlas, aprehender sus tendencias evolutivas e incidir sobre ellas para orientarlas en tal o cual sentido, es una necesidad consciente de los individuos o inconsciente de la totalidad. Si por lo que fuera, esa necesidad no se satisficiese, la totalidad social, la sociedad o colectivo concreto caminaría hacia el caos y se precipitaría en su autoextinción.
En segundo lugar, esa totalidad siempre en movimiento está corroída por contradicciones que pueden llegar a ser antagónicas e irreconciliables. Los individuos llevan en sí mismos esas contradicciones y su vida personal es la lucha consciente por superarlas o la miseria alienada inconsciente por seguir plegados a ellas. A escala colectiva sucede otro tanto pero con niveles superiores de tensión y aspereza. Pero dentro de esa totalidad hay jerarquías de poder, intereses de dominación, mecanismos de obtención de beneficio gracias a la explotación. Cuando la desalienación individual, el desarrollo libre, crítico de la persona, choca con el poder establecido, surge con todo dramatismo el problema de la violencia del oprimido como respuesta a la del opresor, anterior y fundante. Pero ese individuo nunca se emancipa en solitario porque no existen los robinsones. Su toma de conciencia siempre tiene contenido y continente colectivo por muy difusa, dispersa y diseminada que sea la resistencia colectiva. Los sorpresivos estallidos sociales llamados espontáneos, formalmente impredecibles, responden de hecho a esa latente fusión constituyente entre el desarrollo individual y el colectivo.
En tercer lugar, el individuo multiplica sus potencialidades creativas gracias a una inserción compleja, no exenta de tiranteces y roces, con el colectivo. El individuo es tanto más rico y pleno cuanto más aporta al colectivo. Pero aportar y dar es un proceso que lleva en un momento dado a pedir y a necesitar del colectivo. Esta parte de la dialéctica es extremadamente delicada aunque decisiva. Un colectivo que sólo pide, absorbe, chupa y bebe de sus miembros individuales, sin darles ni enseñarles nada a cambio, no tarda en entrar en crisis y desaparecer. Su futuro depende de los flujos multidireccionales de enriquecimiento mutuo, global e interactivo. Cuando ese fluir vital se debilita por lo que fuera, el individuo tiene el deber de criticarlo y denunciarlo constructivamente al precio incluso de quedar en minoría. Se debilita el flujo cuando el colectivo toma rumbos que el individuo sabe erróneos y perjudiciales, o no está a la altura de las necesidades del momento. Llegando a ese punto, la convicción del individuo se agudiza mediante la práctica y desemboca en la decisión tajante de la crítica. Los colectivos más enfrentados a la opresión no pueden dormirse o equivocarse porque está en juego la vida de sus miembros y la del propio colectivo, bajo los golpes represores. Esos colectivos son los más necesitados de individuos militantes siempre atentos a corregir errores y a despertarse de somnolencias peligrosas.
En cuarto lugar, la práctica revolucionaria es la expresión más coherente del desarrollo personal-colectivo. Lo es porque la superación de las trabas objetivas es imposible sin la superación simultánea de la alienación y de las cadenas subjetivas. El desarrollo personal se mueve siempre dentro de los márgenes sociales objetivos y subjetivos. La objetivación del sujeto, su exteriorización mediante el trabajo, no llega a la alienación mas que cuando aparece la división del trabajo y sobre ésta, la propiedad privada y, por último, sobre ésta, la generalización de producción de mercancías. Son determinaciones estructurales que marcan la totalidad social imposibilitando que el desarrollo individual pueda salirse de ellas. Subjetivamente, el individuo puede creerse libre en su absoluta soledad eremítica. Objetivamente, su alienación le impide cualquier desarrollo personal pues esa libertad parte de la negación de todos sus vínculos relacionales. Quienes creen desarrollarse insertándose en colectivos llamados apolíticos no saben que cercenan su naturalidad social, eminentemente política. Quienes creen que el desarrollo personal consiste en aceptar la dominación burguesa se hunden más en su alienación. Quienes se entregan a dioses reniegan de ellos mismos.
En quinto lugar, ya que praxis, el desarrollo personal y colectivo no se agota en el capitalismo sino que crece conforme la sociedad supera sus trabas estructurales. La alienación pervive en el socialismo bien porque no se superen las cadenas burguesas; bien porque surjan otras nuevas; bien, sobre todo, por ambas razones. El individuo debe enfrentarse al problema con más decisión aún que lo hizo durante el capitalismo. La deshumanización en el socialismo es más dañina que la del capitalismo. Su ahondamiento impulsa el retorno del dominio burgués en un trágico retroceso histórico. Aparece aquí, desnudamente, la globalidad plena de la dialéctica colectivo-individuo en su forma ciega e inconsciente, no como guía de emancipación sino como corporeización de fantasmas. Durante la transición del capitalismo al comunismo, período en el que las llagas abiertas no se cubren con vendas ideológicas, con falsas conciencias, la praxis desalienante adquiere su máxima responsabilidad. La especie humana se ha atrevido a apropiarse de sí, de su futuro y a crear ella su destino. Es un pecado que las fuerzas irracionales del pasado no perdonan.
En sexto lugar, ya que la alienación y a consecuencia suya, el falso desarrollo personal y las relaciones individuo-colectivo como relaciones entre cosas, es el tránsito del valor de uso al valor de cambio, la mercantilización en suma, la desalienación consiste en la desmercantilización, la recuperación de las relaciones de personas en vez de entre cosas. El dominio del tiempo es aquí una conquista prioritaria. Arrancar segundos al tiempo de trabajo para devolverlos al tiempo propio, al ser humano, es la forma material de medir la desalienación. Utilizar las relaciones personales como soporte solidario para aumentar el tiempo propio individual y colectivo, es enriquecer la totalidad humana. El tiempo propio es aquél durante el cual la persona puede desplegar sus potencialidades creativas globales por que no está cansada psicosomáticamente, no está sujeta a presiones exteriores ni cadenas interiores, no debe dedicar ese tiempo propio al descanso y recuperación del cansancio causado por el tiempo de trabajo. El tiempo propio es enemigo mortal del consumismo compulsivo, del analfabetismo funcional e ignorancia artística. Es el tiempo de la creatividad. La política del tiempo propio es la política revolucionaria propiamente dicha. Mas con la desalienación histórica el tiempo propio perderá su carácter político actual, condicionado por la mercancía, para elevarse al rango de tiempo humano.
5. Emancipación e historia.
Nuestra especie ha dado ejemplos grandiosos de la dialéctica colectivo-individuo siempre que se ha visto en la necesidad de superar y resolver situaciones de estancamiento y crisis de antagonismo. Ha sido en los períodos revolucionarios o de reivindicaciones justas cuando esa dialéctica ha aparecido en escena con brillo refulgente. Ocurre que los poderes dominantes, esas burocracias jerárquicas que monopolizan y crean el saber, que escriben la Historia y condenan al olvido lo que no les interesa, han impedido su conocimiento crítico.
¿Podemos rastrear una especie de hilo rojo, nervio consciente, que recorre la historia de la emancipación humana en este tema particular del desarrollo individual y colectivo? Pienso que sí. Ahora bien, sólo a condición de respetar escrupulosamente los diversos encuadres simbólicos y dotadores de sentido y significado de cada época.
Pongo ante ustedes un punto de reflexión: ¿qué identidades puede haber entre Protágoras cuando dice que el hombre es la medida de todas las cosas y Marx cuando dice que el hombre es el ser supremo para el hombre?. Les pongo otro: ¿cuáles pueden existir entre Platón que legitima la mentira y la dictadura oficiales y el Plan ZEN español contra Hego Euskal Herria? ¿Acaso cada una de esos interrogantes no lleva en sí una concepción precisa del individuo, sus necesidades y derechos y también, inevitablemente, de la colectividad en la que ese individuo existe? Por ser aún más quisquilloso: acaso el desprecio misógino griego, el patriarcado judeo-cristiano, la brutal caballerosidad feudal, la apología de la violación de un Schopenhauer, la actual ola sexista ¿no tienen una identidad de fondo que ha determinado y determina las posibilidades reales, efectivas, de desarrollo personal y colectivo de cientos de millones de seres humanos?
Y para exasperar a los dogmáticos: ¿acaso no hay relación entre los militantes de ETA, los hermanos Arenilla, Larrañaga, Trostky, Nin, Bujarin, Rosa Luxemburg, Robespierre, Danton, Babeuf, Olympia de Gauges, Mm de Roland, Giordano Bruno, Juana de Arco, Espartaco y una larga lista de seres humanos asesinados por el poder con el consentimiento y colaboración de sus antiguos compañeros de lucha? ¿Qué lecciones nos ofrecen sobre el desarrollo personal y el colectivo?
Antes de empezar con las respuestas de esos y otros interrogantes, he de decirles que estoy en total y absoluto desacuerdo con las tesis que sostienen la imposibilidad del conocimiento científico -¿qué es la ciencia?- de nuestra especie. A. Carrel, en su reaccionario texto «La incógnita del hombre«, sostiene que aún son desconocidas las «leyes» de las relaciones humanas. K. Popper va todavía más lejos y sostiene que no puede haber predicción del curso de la historia humana por métodos científicos y racionales, acusando a Marx de cosas que éste, desde luego, nunca defendió. Dicho sea de paso: pocas veces hemos asistido a la bendición oficial de un texto como «La miseria del historicismo» basado en una crasa ignorancia del tema que trata; otra bendición ha sido la dada a las sandeces de Fukuyama. Disponemos de un inmenso campo de estudio crítico formado por siglos de sufrimiento y rebeldía humana.
A grandes rasgos, podemos seguir el hilo rojo de las relaciones entre lo colectivo y lo individual a lo largo de las cuatro grandes explosiones fásicas de emancipación revolucionaria habidas en el ámbito geocultural de Occidente en los últimos 2.500 años por no referirnos a la revolución neolítica que tiene sus peculiaridades y presenta grandes dificultades por la pobreza de datos existente.
En cada una de ellas detectamos cinco constantes: el desarrollo personal y colectivo interviene activamente en las luchas; hay una nítida tendencia al alza de la participación y liberación de las mujeres; las reivindicaciones lingüístico-culturales, etnonacionales y nacionales están presentes en los cuatro momentos y actúan como fuerzas impulsoras; en cada uno de ellos se libra una áspera batalla teórico-filosófica sobre la definición de lo humano y sus manifestaciones y por último, la experiencia y el recuerdo de cada fase ha sido objeto de feroces disputas históricas entre los poderes establecidos, necesitados de silenciarlas, y las fuerzas emancipadoras necesitadas de aprender de ellas. Hablar de cuatro grandes ciclos, períodos o mejor fases de actividad revolucionarias no quiere decir que entre ellos domine la pasividad praxística y el desierto ético-moral, un vacío oscuro. No.
De hecho también hubo luchas y resistencias en esos períodos interfásicos al igual que altibajos y estancamientos intrafásicos. También hubo contraataques globales de los poderes reaccionarios que habían sobrevivido, que habían aparecido en los reflujos de esas luchas, o que se habían librado al estar sitos en zonas exteriores o circundantes al conflicto. Por ejemplo, después del agotamiento del «milagro griego», dentro mismo del imperio romano, se produjo una verdadera contrarrevolución general en la que fueron especialmente reprimidos todos los valores filosóficos y precientíficos contrarios al cristianismos y a su modelo de ser humano.
De igual modo, antes de que el Renacimiento llegase a su cenit, las fuerzas medievales contraatacaron con el Concilio de Trento y la Compañía de Jesús, oponiendo un modelo de ser humano contrario en todo al ‘uomo totale’. Tras la primera ola de revoluciones burguesas, se desarrolló a mediados del siglo XVIII el orden médico constructor de un humano fácilmente dominable. Al acabar la fase burguesa, simultáneamente a la imparable organización obrera, en el último tercio del siglo XIX, se desarrolló el complejo represor y disciplinador llamado «ciencias psicológicas» unido a los avances de la sociología y biología.
Por último, hoy mismo, tras la derrota de la cuarta explosión, la poscapitalista y presocialista, padecemos una contraofensiva generalizada que busca construir un humano acorde a las nuevas necesidades del Capital mundializado, mezclando fuertes dosis de conductismo a lo Skinner, genetismo a lo Lorenz, irracionalismo mistérico, etc., para imponer un ultraindividualismo insolidario, autoritario y agresivo.
Visto el tema a debate desde esta perspectiva histórica en la que la lucha a muerte entre intereses materiales antagónicos es un elemento activo, con efectos directos sobre los modelos prácticos de ser humano existentes, tenemos que concluir que resulta absolutamente imposible imaginar relaciones personales de enriquecimiento creativo al margen de dichos conflictos. Como veremos en el último apartado de esta exposición, nuestra personalidad actual, lo que ahora mismo somos, es efecto de esas luchas históricas corporeizadas en nosotros mimos, fuera de nuestra voluntad. Parafraseando a Marx, en otro de sus muchos adelantos a Freud: no lo sabemos, pero lo hacemos.
6. Emancipación e historia (2): hombre griego y hombre renacentista.
Cuando los primeros e ingenuos materialistas griegos rechazaban las tesis deístas, reivindicaban una mayor y creciente soberanía humana, profundizaban el conocimiento precientífico, no hacían sino llevar al extremo el encuadre simbólico de la cosmovisión griega atada por el dictado del sino, del destino. Sus ideas nacían en un contexto cargado de tensiones y luchas individuales y colectivas. Desde el siglo IX al V a.d.n.e. los griegos pasaron por la monarquía hereditaria (defendida por Homero), aristocracia, oligarquía, tiranía, repúblicas de democracia esclavista y ocupación extranjera. Los esclavos no eran seres humanos plenos, las mujeres eran bestias y los extranjeros carecían de derechos. Los ciudadanos libres apenas llegaban al 10% de la población de la Atenas de Pericles y su inmensa mayoría era analfabeta y supersticiosa. Aun así, el desarrollo personal, la armonía del cuerpo y de la inteligencia, el dominio plural de las capacidades, la disciplina consciente de ciudadano hoplita, el amor a la ciudad y, en caso de peligro extremo como las guerras contra Persia y Cartago, la defensa de la Helade, eran normas básicas de comportamiento dentro de esa reducida minoría libre y opresora. Tiene razón Lukács cuando pone como ejemplo de universo personal griego, de sus fronteras relacionales, a la inscripción funeraria que los espartanos erigieron en el paso de las Termópilas.
Pero en su interior la lucha de clases era muy activa y sangrienta: ninguna democracia esclavista triunfó jamás pacíficamente. La lucha de ideas fue igualmente dura: a Protágoras y su máxima de que el hombre es la medida de todas las cosas, se le oponía Sócrates con su «conócete a ti mismo». Dos visiones muy diferentes delatoras del ahondamiento de las contradicciones sociales y su reflejo en la filosofía. El amor a la ciudad-Estado era corrompido por el oro invasor. Unos dramaturgos dedicados a denigrar a la mujer, como Aristófanes. Una larga lista de traidores, desde Efialtes en las Termópilas hasta Aristóteles con Alejandro, pasando por Temístocles, Pausanias y otros. Una fidelidad mercenaria como la de Jenofonte y un triunfo final contrarrevolucionario legitimado por Platón en su «República». Comparando esta impresionante experiencia, que renacería en la Roma republicana y apenas en la imperial, pero sin brillo ni originalidad latina, con la vida colectiva en Persia y Oriente próximo, en Egipto e Israel y especialmente con los siglos oscuros del Alto Medievo, de hecho hasta el Renacimiento, apreciamos una tremenda superioridad. Lo personal-colectivo en Grecia, lastrado por todos los frenos posibles, pudo sin embargo legar a los siglos posteriores una gran lección de humanidad omnilateral. Marx leía en griego a Esquilo y admiraba a Espartaco.
Tendría que transcurrir más de mil años para que en algunas ciudades portuarias de Italia empezase, en el siglo XII, una creciente superación de las trabas alienantes, bajo el empuje de la reactivación de la economía dineraria, del comercio marítimo y avances técnicos y de la irrupción de una individualidad antropocéntrica y no teocéntrica. Como en la democracia esclavista griega, en esas ciudades y en las que se le sumarían, la violencia sería la partera de la democracia censataria y de su dictadura de clase. La violencia de las fuerzas ascendentes de la sociedad, portadoras contradictoriamente de fuerzas contradictorias de emancipación pero luego de estabilización y represión, genera una explosión global con efectos científicos, filosóficos, culturales, geográficos, etc. En los siglos XIII a XV las revueltas campesinas y urbanas zarandean los poderes dominantes preparando las condiciones para las posteriores revoluciones burguesas. Dante, atado aún a la herencia medieval, reivindica la esperanza como principio y define al infierno por la desesperanza. Petrarca y Boccaccio fijan los fundamentos renacentistas; lo hacen sólo cuando se ha asegurado la doble dominación de las grandes familias financieras sobre el papado y sobre las masas ya derrotadas y pasados a cuchillo buena parte de sus dirigentes revolucionarios, anteriores aliados en la lucha con Roma.
El llamado «hombre renacentista» no se eleva sobre el logro griego. Si bien éste está atado al destino, el renacentista está atado todavía al dios cristiano pese a la fuerza del antropocentrismo: es un dios casi panteísta, rescatado de la burocracia papal, pero dios. Parecelso, G. Bruno, Nicolás de Cusa, etc., no pueden superar la alienación religiosa aunque sean críticos implacables del papado. Ese «hombre renacentista» tiene empero una seria contrincante: la conciencia feminista que, en fecha tan temprana como comienzos del siglo XV, se expresa en las reivindicaciones de Christine de Pisan. Simultáneamente se refuerzan los Estados en base a las identidades nacionales de sus pueblos. El latín es obligado a retroceder ante los empujes lingüístico-culturales simultáneos al resquebrajamiento de la unidad medieval. Unas condiciones que están lejos de lo que será el «hombre burgués», pero que continúan y reafirman los criterios ya apuntados en el «hombre griego». Es más, en algunas cuestiones claves se anuncian criterios nuevos: el nominalismo y la reivindicación del conocimiento concreto; el individuo crítico y solidario con la colectividad que se hace praxis en las revueltas y luchas, en los ejércitos comuneros, en las milicias democráticas. Marx admiraba a Kepler y tenía como modelo al ‘uomo totale’.
Una sangrienta guerra de liberación nacional que dura ochenta años, de 1568 a 1648, marca la gestación y el parto de la primera revolución burguesa, la de los Países Bajos, que se independizan del naufragado Imperio español. Desde fines del siglo XI se produce la lenta, violenta y traumática aparición de la burguesía pero no será hasta el siglo XVII, con esa guerra heroica, cuando asegure su supremacía. Mas es aún débil y está rodeada: necesita de la ayuda de la Revolución inglesa que tras una dura guerra civil ajusticia al monarca y en 1649 instaura la dictadura republicana de Cromwell que dura hasta su muerte en 1658. Aun así, la burguesía necesitará otro siglo para dar el segundo asalto al poder, que será el último. En 1760-1800 estallan grandes luchas en muchos países pero sólo triunfan las revoluciones yanki y francesa. La burguesía jamás ha asumido desde entonces el enorme costo personal y colectivo inherente a todo proceso liberador.
7. Emancipación e historia (3): del hombre burgués al hombre socialista.
Las cuatro revoluciones burguesas se han caracterizado por:
- recurrir a la violencia;
- aglutinar a amplios sectores populares;
- contar con el apoyo de las mujeres;
- ya en el poder, reprimir las conquistas de la mujer, reprimir a las izquierdas populares y disciplinar a la propia burguesía, por este orden;
- simultánea o inmediatamente después pactar y negociar con los restos absolutistas y,
- comenzar guerras expansionistas y genocidios implacables.
Una fase tan prolongada a la fuerza presenta niveles diferentes en la filosofía que define al «hombre burgués». Al comienzo se entremezclan dos corrientes: el racionalismo continental con Descartes, Spinoza y Leibniz y en Inglaterra, el empirismo con Hobbes, Locke, Newton y Humme. No podemos entrar a la discusión de en qué grado las diferencias entre ambas corrientes reflejaban las diferencias de composición y evolución del capitalismo continental o insular. Considerándolos como una doble expresión del mismo proceso, su diferencia con respecto al «hombre renacentista» es ya apreciable y es cualitativa con respecto a la concepción católica que en cuanto tal anula al ser humano. Con el desarrollo burgués ambas corrientes quedan superadas e integradas primero en la Ilustración, que se puede definir como el segundo paso en la concreción del «hombre burgués», y luego, tras el mérito de Kant, en la dialéctica idealista de Hegel, máximo y postrero esfuerzo sistemático de la concepción burguesa del ser humano. Su grandeza y su miseria aparece en su tesis de que todo la real es racional. Soy de los que opinan que con Comte comienza el estancamiento de la filosofía burguesa, que renuncia primero a los juicios de valor en el positivismo cientifista para hundirse luego en diversos irracionalismos y en fugaces modas filosóficas. No podemos hacer aquí recorrido similar en el campo de la economía política y sus transformaciones al son de los problemas sociales de todo tipo.
El «hombre burgués» irrumpe en la Historia con el fusil en una mano y en la otra el libro de la ciencia y de los «derechos humanos». Podríamos decir que era el «libro de la ciencia del bien y del mal», ese que quisieron leer Eva y Adán siendo castigados por ello. Pero en su bolso lleva el dinero y en su cabeza y alma lo que el brillante Sohn Rethel define como abstracción-intercambio tan dialécticamente unida a lo que Marx definiera abstracción-mercancía. El «hombre burgués» tiene por tanto una incapacidad estructural para independizar su alma y su cabeza de la fuerza atractora de su bolsillo, de su chequera. No importa que sea un «hombre burgués» obrero/a, parado/a, ateo/a, artista o científico: la estructura psíquica de todas ellas/os se caracteriza por su falsa conciencia necesaria que es falsa no por defecto de conciencia, sino del orden histórico que les ha tocado vivir y al cual no se enfrentan para desalienarse y desarrollar una conciencia verdadera. Muchos lo han intentado y comparado sus logros con los de las fases anteriores es perceptible un avance y también, con él, una agudización de sus trabas alienadoras. Hegel simbolizó mejor que nadie esa lucha.
El «hombre burgués» redactó en medio del fragor de las batallas los iniciales derechos democráticos censatarios y de propiedad; después los «derechos del ciudadano» que seguían siendo de propiedad; más tarde los «derechos del hombre» que seguían siendo de propiedad y ahora los «derechos de los pueblos», que son también de propiedad. Toda democracia burguesa es de propiedad, se basa, funciona y vive por y para la propiedad burguesa. En la práctica, la democracia burguesa dejó de ser efectivamente operativa para el Capital a mediados del siglo XIX cuando empezó a ulular por Europa el fantasma del comunismo. Desde entonces, sus verdaderos centros democráticos de decisión no son los parlamentos sino los grandes bancos, las sedes de los monopolios y grandes transnacionales, los centros de planificación de inversiones en nuevas tecnologías y en el complejo industrial-militar, las salas de bandera y las sacristías del Vaticano.
En estas condiciones estructurales, el «hombre burgués», que perfectamente puede llamarse Margaret Thatcher, Golda Meyer o Lola Loretxu, miembro de los secretas de la ertzantza, no tiene ninguna vida personal ni colectiva. Tiene relaciones de intercambio mercantil, pues no es una persona independiente sino una cosa cubierta de persona. Tiene más posibilidades de desarrollo personal que el «hombre griego» o «renacentista» al haberse multiplicado la producción de necesidades, pero no las materializa sino al contrario, aumenta su alienación al entrar más y más en el círculo viciado de la producción-consumo-reproducción y vuelta a empezar. Se cree más libre cuanto más mercancía es. La cosificación genera su invisibilidad o camuflaje gracias al consumo compulsivo y a la generalización de la tarjeta de crédito que es la anti-libertad en estado puro.
La oleada de luchas de 1848-1849 anuncia el comienzo de la cuarta fase de emancipación humana y de intensa experimentación praxística de nuevas relaciones interpersonales. La Comuna de París de 1871 dio un paso fundamental. El auge de organizaciones, sindicatos y partidos reformistas o revolucionarios, con sus amplias redes, centros, escuelas, bibliotecas, prensa, etc., va unido a una tensión entre nuevas y viejas relaciones interpersonales, sin olvidar el efecto negativo de las estrategias represoras burguesas, y la decisiva llaga abierta de la opresión de la mujer dentro de las clases trabajadoras. Estos y otros problemas están en el fondo de las resistencias que minan la disciplina de todos los ejércitos europeos desde el final de 1916. La oleada revolucionaria de 1917 agudiza el problema para la burguesía que reacciona con la versión fascista del «hombre burgués», exacerbando su profundo odio y miedo, gregarismo y racismo, militarismo y sexismo. La decisiva intervención de la URSS en la derrota del fascismo más la situación interna en la Europa capitalista, obliga a la burguesía a cambiar de ropaje a su «hombre» desde comienzos de la década de 1950. Contra el «hombre ‘socialista’» del PCUS aparece la versión consumista y «democrática» del modelo yanki hollywoodiano. Desaparecido el «hombre ‘socialista’» el Capital ya no necesita esa versión y cambia de nuevo los ropajes del «hombre burgués».
8. Emancipación e historia (4): la ficción estalinista del hombre socialista.
El «hombre ‘socialista’» presentado por la propaganda soviética es, empero, una ficción, una irrealidad. Las revoluciones se caracterizan por la hermosa irrupción incontenible de nuevas y superiores relaciones individuales y colectivas. Se cuestiona en la práctica el edificio entero del orden dominante. Disciplinas amorosas y afectivas, sistemas del control sexual, orden orgásmico y lúdico, estructuras de sumisión, canalización de frustraciones y agresividades, castración creativa, miedo a la libertad y exploración extramuros, etc., lo que W. Reich definió como coraza caracteriológica y estructura psíquica de masas y M. Foucault como cuerpo disciplinado, salta hecho añicos produciendo de inmediato un paralizante temor profundo en amplios sectores sociales, incluidos los militantes revolucionarios. Y es que en esos momentos emerge lo que M. Brinton trata en su texto «Lo irracional en política». Pues bien, desde comienzos de la década de 1920 la revolución empezó a minarse desde dentro por dicho proceso. No podemos extendernos ahora en cómo otras presiones contrarias como la invasión imperialista y los costos de la guerra, el caos económico y la desindustrialización, la burocratización interna y el agotamiento bolchevique, etc., unidas a esa emergencia de lo irracional y autoritario, aceleraron el estancamiento primero y después el triunfo stalinista, con las consecuencias que todos sabemos.
El retroceso marchitó la belleza de la emancipación humana, cortando luego el tallo de la flor y por último, tras desarraigarla, dejando un gélido vacío despersonalizador, pasivo, obediente y dogmático que desbordó las fronteras de la URSS y penetró en la III Internacional. Proceso unido a las grandes masacres asépticamente llamadas «purgas»; al empobrecimiento cultural e imposición de los engendros de «realismo socialista» y «ciencia proletaria»; a la prohibición de todo debate y persecución de toda crítica y disidencia; a las inhumanas condiciones de vida y trabajo, etc. La década de 1930 fue una caída en el abismo del terror. La invasión nazi, que contradijo todas las certidumbres de Stalin, sacudió el clima de miedo y paralización reactivando desde las masas los valores revolucionarios de 1917 ante el súbito derrumbe de la burocracia del PCUS. Nada más acabar la guerra se endureció otra vez el sistema.
Hay suficientes indicios para sospechar con bastante plausibilidad que Stalin fue envenenado por sus ayudantes, sabedores de que se acercaba la «purga» contra ellos: ¿cómo podían vivir tranquilos cuando de los doce miembros que tuvo el buró político entre 1917 y 1923, sólo Stalin seguía vivo y sólo Lenin había muerto por causas naturales, mientras que los diez restantes, Trotsky, Bubnov, Kamenev, Bujarin, Tomsky, Rykov, Sokolnikov, Zinoviev, Preobrazhenky y Serebriakov, habían sido muertos previa tortura de muchos de ellos?. La troika que sucedió a Stalin y luego los años de poder de Kruschev no supusieron mejoras cualitativas, como tampoco el mandato de Bresnev. Al contrario, con este último la corrupción se instaló, como un cáncer, dentro mismo de los fundamentales aparatos del PCUS. Existía ya una casta burocrática todopoderosa, corrupta en esencia, pero con Bresnev la podredumbre lo abarcó todo. Los gusanos que en ella crecieron alabando a Marx y Lenin serían luego los sepultureros de la URSS.
El «hombre ‘socialista’» estaba sometido a una contradicción nueva, no existente en los «hombres» anteriores. En estos últimos, la contradicción entre el deber-ser y el ser real, entre lo que dice la norma y lo que realmente se hace, está dentro de la síntesis social de valores ya que éstos son los pertenecientes a la clase dominante. Por contra, el «hombre ‘socialista’» está objetivamente roto y deshecho pues la norma dice una cosa y la práctica lo contrario: debe ser crítico y es dogmático; debe ser omnilateral y es unilateral; debe ser desalienado y vive en la alienación; debe ser creativo y es inculto. La contradicción se hizo insoportable cuando se afirmó oficialmente que la URSS ya estaba en la fase socialista y se acercaba al comunismo. La trágica falsedad del mito era ya entonces apreciable para quien hubiera leído algo de marxismo y conociera algo de historia humana. La fulgurante implosión desintegradora de la URSS en algo más de seis años lo ha terminado de demostrar. ¿Cómo es posible que el gigantesco esfuerzo consciente de creación del «hombre ‘socialista’», con un costo de decenas de millones de vidas humanas, se haya evaporado en la nada en tan poquísimo tiempo?.
Durante 1983-1984 se celebró con pompa triunfalista el centenario de la muerte de un Marx tan edulcorado que resultaba irreconocible. En marzo de 1985, Gorbachov es nombrado Secretario General. El julio de 1991, el «marxismo-leninismo» es abandonado oficialmente y en diciembre de 1991 se autodisuelven la URSS y el «hombre ‘socialista’». Sobre sus cenizas se levantan de inmediato poderosas mafias asesinas. El alcoholismo, regalo del zar, combatido inútilmente por los bolcheviques, creció con Stalin hasta ser el sustento espiritual y euforizante cotidiano del «hombre ‘socialista’». Lo más patético de la herencia dejada por el derrumbe es la fusión de tres tendencias: una fuerza electoral dominante de extrema derecha chauvinista; una revigorización del cristianismo ortodoxo defensor del eslavismo contra el Islam y el germanismo occidental y un ataque implacable a las conquistas de la mujer, pulverizándolas y reforzando el patriarcado. Como resultado de todo ello, domina en Rusia una atmósfera mortecina de desesperanza apática que contradice frontalmente a la práctica y teoría de decenas de miles de marxistas y revolucionarios de otras corrientes que murieron para erradicar esa resignación, ayudando a erguirse a los parias de la tierra.
El «hombre ‘socialista’» no es sino el revestimiento del molde con el que se forjaron los militantes del PCUS desde la mitad de la década de 1920. Por aquél entonces comenzó en el tema que tratamos un doble proceso de liquidación de las bases de cualquier emancipación personal y colectiva. De un lado, las múltiples búsquedas de nuevos horizontes vitales desde la cotidianidad amorosa y sentimental hasta corrientes artísticas, pasando por la ecología, es decir, salvando las distancias, el núcleo de lo que en la Europa burguesa de finales de 1960 serían los movimientos sociales, el alternativismo, etc. Aquella efervescencia fue asfixiada por el autoritarismo creciente en el PCUS, pese a la oposición sistemática de sus corrientes nucleadas alrededor de los revolucionarios más brillantes. De otro lado, el enquistamiento del PCUS era también el de las organizaciones, sindicatos y soviets por él controlados, de modo que la fabricación de robots militantes fue generalizada. La pasividad y obediencia sumisa potenciaron la tendencia a la burocratización, enchufismo y alejamiento del pueblo. Y el mismo modelo se impuso al poco tiempo a la totalidad de partidos comunistas pertenecientes a la III Internacional. Se depuraron sus cuadros con la misma inflexibilidad que en el PCUS; se segó toda vida intelectual y creativa como en el PCUS; se denunció como «enemigos», «agentes imperialistas», «espías e infiltrados», etc., a los militantes que no claudicaban y bastantes «desaparecieron» misteriosamente. Más tarde el PCUS pasaría a la Gestapo nazi listados de militantes comunistas en los países de Europa central y del este.
El «hombre ‘socialista’» fue y sigue siendo la imagen oficial de todos los «Estados socialistas». Aquí debemos hacer una rápida exploración de la cuestión del Estado. Según la teoría marxista clásica elaborada hasta finales de 1920, de ningún modo puede existir el «Estado socialista» pues Estado y Socialismo son antagónicos. El segundo sólo puede darse sobre las cenizas del primero. Menos aún puede darse sobre su fortalecimiento como lo afirman las vulgatas stalinistas. La idea de que existe un antagonismo irreconciliable entre el individuo en praxis desalienadora y el Estado, esa idea es central y permanente en Marx, como lo hemos comprobado en el apartado anterior. La idea de que la multiplicación de las potencialidades omnilaterales de la especie humana sólo es dable en relación inversamente proporcional al decrecimiento y extinción del Estado recorre toda la literatura marxista hasta el stalinismo e incluso buena parte de la reformista socialdemócrata de comienzos de siglo. No es sorprendente, ni mucho menos, que el Lenin del «Estado y la Revolución» fuera calificado de anarquista y que los textos de Marx y Engels que tratan sobre el tema fueran marginados en la URSS, como casi toda su obra, y que, por último, el PCUS hiciera un esfuerzo titánico permanente para legitimar la monstruosidad teórica de la existencia de un «Estado socialista».
La desintegración de los regímenes este y centroeuropeos que formaban el glacis protector de la URSS; la proliferación de comportamientos reaccionarios típicamente burgueses en China; los serios problemas en Cuba; el fortalecimiento de corrientes radicales islámicas en Estados y regiones antes «socialistas»; estos y otros procesos de putrefacción y retroceso a los más autoritarios comportamientos del «hombre burgués», sólo son comprensibles recordando las impotencias internas del «hombre ‘socialista’» en sí como la forma exterioricista y muchas veces violenta de su expansión. Jamás se puede obligar a nadie a ser libre. Jamás se puede exportar la revolución y jamás se puede pretender voluntarista y subjetivamente acelerar la historia más allá de su velocidad propia. Querer forzar el ritmo de evolución de los pueblos es negarles su independencia más sagrada. Llevada esta lógica helada e insensible al plano de las relaciones interpersonales encontramos la creencia nefasta de que el Estado o el Partido pueden y deben regular lo más íntimo, personal e intransferible de la persona, es el último reducto de lo propio, de lo irrenunciable y definitorio de la libertad individual-colectiva. También es negarle toda capacidad de riqueza interpersonal, de profundización y ampliación de sus redes relacionales. De este modo, el individuo, que es el conjunto de sus relaciones sociales, es doblemente negado.
Con este breve repaso de las cuatro fases de praxis de las relaciones individuo-colectivo, hemos visto como se entreteje una urdimbre de luchas, revoluciones, contrarrevoluciones y masacres que recorre con altibajos, estancamientos y retrocesos la historia de Occidentes desde hace más 25 siglos. No podemos entender la evolución de la dialéctica del desarrollo personal sin partir siempre de esta realidad histórica. Sin partir, desde luego, pero tampoco sin hecerlo para volver a ella. Aparece aquí el principio de intencionalidad, de orientación praxística, de criterio de la práctica.
Marx dijo una vez que la memoria de los muertos oprime el cerebro de los vivos. Una memoria falsa pues ha sido construida por los poderes opresores para impedir que las oprimidas/os se emancipen. Basta ver al respecto, la total tergiversación que los poderes, empezando por la Iglesia, han hecho de dos asuntos decisivos para el tema que tratamos: uno, la opresión de la mujer y su peso cualitativo y determinante en todo el conocimiento actual, empezando por su ontologización misma y otro, la corriente ético-política que desde Demócrito, siguiendo por Epicuro, etc, llega hasta nuestros días. ¿Cómo podemos transformarnos y liberarnos nosotros mismos, si los presupuestos teóricos, el lenguaje que empleamos están ya viciados, son elementos de poder?. Esta impotencia previa la constatamos amargamente en la inmensa mayoría de los teóricos, filósofos, historiadores, etc, que han querido aportar su contribución a la libertad humana. Freud, entre muchos, lo ejemplariza dolorosamente.
9. ¿Y nosotros? Condiciones objetivas y subjetivas del acto libre.
Antes de proceder a aplicar las conclusiones de lo aquí visto a nuestro presente debemos, empero, precisar dos cuestiones que nos parecen básicas. Una resumir muy rápidamente la líneas gruesas de la concepción marxista del desarrollo personal y otra, partiendo de ahí, dilucidar también con brevedad cómo el acto libre requiere una serie de condiciones objetivas y subjetivas para serlo realmente. Sin ellas el desarrollo personal es imposible, quedando reducido a una mera obediencia de los imperativos que nacen en el proceso de mercantilización del sujeto. Las duras condiciones estructurales que padece Euskal Herria nos obligan a rastrear hasta las profundidades históricas el anclaje de las cadenas totales que imposibilitan la realización de las libertades y potencialidades en nuestro pueblo. Sólo así podremos sentar las bases para exponer algunas ideas sobre el tema que tratamos en cuatro problemas decisivos de la praxis humana: la supervivencia física y el hambre; la autonomía personal y colectiva; la sexualidad y la política del cuerpo y, la muerte y el sentido de la vida.
El criterio nuclear de Marx sobre las trabas históricas que determinan y a la vez potencian en medio de una dialéctica unidad de contrarios, las relaciones personales y el desarrollo individual-colectivo, radica en la historicidad no teleológica ni finalista en sentido aristotélico del surgimiento de la división del trabajo, de la propiedad privada que emerge de esa división del trabajo y de la producción masiva de mercancía que de ambas nace. Engels enriquece el esquema introduciendo la división sexual del trabajo anterior a su división clasista. En el propio Marx están dados los basamentos suficientes para integrar la división nacional del trabajo dentro de su división global. La tragedia de Héctor, el héroe que Homero inmortaliza en la Ilíada, condenado a la derrota y la muerte a pesar de su razón, sólo es comprensible en base al poder explicativo del criterio marxista; también la miseria moral y la derrota ética de Cristo al implorar al Padre que le libre del tormento. Y si ascendemos de lo mitológico a lo histórico, vemos que también sólo ese criterio explica el sino de los Graco, Spartacus y tantos otros revolucionarios. Marx asume la decisión ¿prometeica? de apoyar a las/os revolucionarias cuando, contra las fuerzas ciegas, pretenden tomar el cielo al asalto. Invirtiendo ideológicamente el tema, la derrota de la razón revolucionaria se rebaja a pecado religioso cuando el ser humano se hiergue contra dios, se hace Lucifer y es castigado a ángel caído en el infierno. Esta inversión ideológica, alienada y alienante, es el argumento último de la inevitablidad de la deshumanización pues aunque el perdón aparente rehabilitar a la especie, de hecho, le ata y aliena aún más, como los arrepentidos exabertzales están más hundidos aún ante el Estado opresor que antes.
Hemos puesto con interrogantes lo de la decisión prometeica porque en realidad la praxis revolucionaria es la superación material de Prometeo, condenado por Zeus por haber entregado el fuego a los humanos tras robarlo a los dioses. Prometeo no pudo liberarse a sí mismo, sino que fue liberado de sus cadenas por Hércules. Aquí radica la diferencia entre la libertad prometeica y la libertad revolucionaria. Una dependiente; independiente la otra. La peculiaridad del salto entre ambas está expuesta por Marx en sus «XI tesis sobre Feuerbach». Dioses o Hércules, Estado «democrático» o Partido, son desde la perspectiva de la crítica a Feuerbach, simples mediadores del humano con respecto a sí mismo: el recorrido de su deambular perdido e inconsciente entre su humanidad parcial y su parcial libertad. Ahora bien, ¿puede existir la libertad dependiente y parcial? No. Sólo existe en cuanto ficción. La libertad pasa de ficción a realidad en tanto se materializa la consciencia de sus necesidades. De esta forma, Marx supera vía Hegel a Kant poniendo el dedo en la llaga: si la libertad es consciencia práctica de la necesidad ¿qué otra cosa sino la praxis puede asegurarnos su realización?. Llegamos así al punto clave del tema que debatimos: si la praxis es la garantía de la libertad y consiguientemente del desarrollo pleno del individuo en la colectividad, ¿cual es la opción global, ontológica y epistemológica, normativa y valorativa, científica y ética del ser humano con respecto de sí y de los demás?.
K. Kosik nos ofrece una pista resolutiva básica: la dialéctica. En su texto «Dialéctica de la moral y moral de la dialéctica» leemos que el proceso dialéctico tiene tres aspectos fundamentales: uno, destruye lo pseudoconcreto disolviendo todas las formas fijadas y divinizadas, sean materiales o espirituales, revelándolas como prácticas humanas; dos, destapa las contradicciones de todas las cosas, aireándolas a la intemperie, y tres, expresa el movimiento permanente de la práctica humana que no es algo estático e inmóvil. Abbagnano muestra en su texto «Cuatro conceptos de dialéctica», como entre Platón, Aristóteles, los estoicos y Hegel hay una identidad genérica según la cual la dialéctica es el proceso en el que surge un adversario al que combatir o una tesis a la que confutar y que, por tanto, presupone dos protagonistas o dos tesis en lucha; o también que la dialéctica es el proceso resultante de la lucha o del contraste entre dos principios, o dos momentos o dos actividades. J.P.Dupuy en «Orden, desorden y autoorganización» enseña que no existe el orden puro ni la estabilidad total, manteniéndose siempre una pugna entre orden y desorden de la que nace, mediante la autoorganización que siempre es transitoria, otra fase del conflicto entre desorden y orden. Obviando la conexión de la dialéctica tal cual ha aparecido en la historia con el avance en el conocimiento de la interrelación entre caos y orden, azar y necesidad, contingencia y legalidad, -¿debemos citar a Prigoguin, Havemann, Balandier, Pilipenko y otros?- podemos concluir con el brillante texto de G.Bocchi y M.Ceruti «El sentido de la historia» en que se señalan la importancia de la toma de dirección en el momento de cruce de caminos inherentes a toda crisis de bi o polifurcación, cuando la complejidad de perspectivas potenciales de evolución exige la opción por una de ellas.
La libertad humana y la materialización de las capacidades omnilaterales implícitas en nuestra especie, que es una especie abierta o si se quiere, en términos del J. Zeleny escritor de «Dialéctica y conocimiento», un ser-proceso, sólo es posible en y mediante las decisiones prácticas ejercidas dentro de los procesos, al interior de sus contradicciones y siempre, ello es fundamental, optando consciente y fundadamente. Al comienzo de esta intervención nos hemos referido de pasada a Confucio y Lao Tse para indicar como la preocupación por la dialéctica del desarrollo colectivo-individual estaba presente desde los albores del pensamiento humano. Aunque nos hemos mantenido premeditadamente dentro del marco occidental, vamos ahora a realizar una muy pequeña excursión al pensamiento chino pues en él también está presente la concepción dialéctica de la opción expuesta arriba, aunque Abbagnano no tuviera a bien hacer ninguna referencia a ella. En lengua china crisis también se refiere a la dialéctica entre opción y riesgo, entre elección y peligro. En su caligrafía, para escribir la palabra crisis hay que utilizar un símbolo doble: momento de elección en situación de peligro. En realidad, este pensamiento no se diferencia en nada substancial del aristotélico, aunque sí del de Marx, que lo supera y profundiza. No podemos extendernos al respecto, pero tiene razón J.F. Tezanos en «Alienación, dialéctica y libertad» cuando desarrolla la otra parte del pensamiento marxista al respecto, la de la necesidad consciente y práctica de lucha contra la «libertad burguesa» como el otro componente central de Marx.
Porque optar, lo que se dice optar, puede hacerlo cualquier persona en esos momentos. ¿Dice ello que toda persona, que todo sujeto que decide por una vía entre varias posibles en un momento de polifurcación, es automáticamente libre? No. Tenemos que volver ahora a lo anteriormente analizado sobre la falsa conciencia necesaria y, en general, sobre toda la tesis marxista de desalienación: se es libre en la medida en que la vía tomada va en el sentido de la superación histórica de la mercancía y del valor de cambio, acelera la superación de la propiedad privada y construye las condiciones materiales para la extinción de la división sexual, clasista y etnonacional del trabajo, Pero ¿puede el ser humano optante saber qué, por qué, para qué y cómo debe optar? Marx es contundente en la respuesta: sí. Radicalmente sí. Mas es un conocimiento que exige la incertidumbre, que lleva en sí la incerteza que nace de su dialéctica misma. Una verdad que siempre es concreta y que siempre debe preguntarse a sí misma sobre su veracidad, sus errores y su capacidad para seguir siendo válida en un mundo en permanente cambio. Una verdad que lleva por compañera a la duda y a la autocrítica. Recordemos a Marx cuando dijo aquello de ‘De omnibus dubitandum’.
10. La subjetividad revolucionaria como requisito de objetividad científica.
Pero más interesante que los tópicos sobre la teoría de la verdad del marxismo -¡pobre Popper!- nos interesa ahora insistir en un componente central de dicha teoría: la subjetividad revolucionaria como requisito de objetividad científica, la esperanza como fuerza de praxis cognoscente, la rectitud humana como principio ético interno al conocimiento. De entre los múltiples textos al respecto he escogido los dos más breves. Es sabido que Bertolt Brecht fue un militante revolucionario capaz de expresar poéticamente la hondura humana, sus ataduras y miserias internas, pero también sus potencialidades grandiosas. Una vez escribió esto: «pensar es algo que sigue a las dificultades y que precede a la acción». Conociendo la personalidad de su autor, su rechazo sistemático de todas las interpretaciones negadoras de la función de la filosofía, de la praxis humana y de sus valores, en el proceso de conocimiento, resulta muy esclarecedora esta breve frase.
Poco antes de ser asesinada por policías bajo el mando y por las ordenes de sus ex compañeros de partido, Rosa Luxemburg escribía desde la cárcel: «Soniuska, amiga mía, conserve la calma y la serenidad a pesar de todo. La vida es así y hay que tomarla según viene, con valor, alta la frente y la sonrisa en los labios, contra todo y a pesar de todo». Quienquiera que conozca la intensa vida revolucionaria de Rosa Luxemburg, sus estancias en la cárcel, comprenderá el papel de esa filosofía vital en su desbordante capacidad teórica. Dice Rosa que «contra todo y a pesar de todo», copiando casi literalmente a Marx; «alta la frente» como la tenía G. Bruno al ser quemado vivo; la «sonrisa en los labios», reivindicando la visión esperanzada de Dante; conservando la «calma y la serenidad», refiriéndose a la ‘paruxia’ de Epicuro. ¿Quién niega que esas palabras exponen una filosofía coherente del conocimiento humano como praxeología?.
Lo niegan, claro está, los positivistas y neopositivistas. Por ejemplo, L. Stevenson ataca al marxismo diciendo que es una religión inaccesible a toda crítica científica. Cito a este autor por que su obra «Siete teorías de la naturaleza humana» es una de las mejores exposiciones, junto a la del antes citado A. Carrol, que por cierto lo dedica a empresarios, militares, sacerdotes y demás fauna, de esa corriente que expulsa la filosofía por la puerta para admitirla a escondidas por la ventana, como decía Engels. También están los que desde otra perspectiva que de forma amplia podríamos definir como la existencialista, militan abierta o subrepticiamente en la extrema derecha y hasta en el fascismo, con la honrosa excepción de Sartre. Berdiaef no dudó en decir que el existencialismo era a la filosofía lo que Mussolini a la política; G.Marcel alababa a O.Spengler, ideólogo del nazismo, monstruo con el que colaboró inicialmente Heidegger para luego permanecer pasivo e inerme en medio del holocausto al igual que Jaspers, quien años más tarde se «autocriticó» por su inacción volviéndose un activo defensor de la «democracia» yanki; por su parte, Ortega y Gasset y Unamuno fueron mimados por el franquismo. En cuanto a los «científicos» conductistas, genetistas, sociobiólogos y etólogos sociales, psiquiatras y psicoanalistas oficiales, sociólogos y politólogos, ¿qué hay que decir de su servilismo fiel y militante, además de excelentemente remunerado, en favor de la superioridad cualitativa del Occidente blanco, burgués y braguetero? Podríamos hablar del ultraindividualismo más feroz, a dos de cuyos voceros fundamentales ya hemos citado, pero que tienen en el español J.Hernández Pacheco y su texto «Elogio de la riqueza» un aventajado discípulo.
De un modo u otro, directa o indirectamente, pero siempre en contra en todo a la filosofía resumida en la carta de Rosa Luxemburg, el pensamiento dominante ha modelado un ser humano dócil, obediente y acobardado. Un ser así nunca es capaz de pensar independientemente, por su cuenta. Y cuando lo ha intentado, ha sido ilegalizado, perseguido, detenido, torturado, encarcelado o asesinado. Los poderes opresores disponen de medios represivos adecuados, activándolos con antelación según una especie de prevención represiva. Su intervención va destinada a reprimir también las ideas y el ejemplo práctico de ejercicio de la libertad en los momentos de optar por la emancipación. La historia del pensamiento subversivo, rebelde, utópico y ucrónico, milenarista, justicialista, comunalista y comunista, presocialista y socialista, etc, al margen de sus formas religiosas o laicas, deísta, panteístas, materialistas, agnósticas o ateas, reformistas o revolucionarias, esa historia está presente dentro del saber oficial como un dominio inmune a los exorcismos está sentado en el altar mayor de la catedral meando en el cáliz.
Necesitaríamos el mismo espacio que el que ocupa esta ponencia para enumerar en lo esencial la lista de los más conocidos revolucionarios, agitadores, librepensadores, libertinos y pecadores; amotinados, facinerosos e incendiarios; comecuras, quemaiglesias y herejes; bandoleros, salteadores y justicieros; huelguistas, saboteadores, insurrectos y guerrilleros que antes de ser masacrados predicaron o escribieron brillantes textos que, en el fondo, anunciaban el núcleo de la filosofía esperanzada y orgullosa de Rosa Luxemburg. Y en esa lista habría una alta presencia de mujeres pues ellas han estado siempre que han podido en lo alto de la barricada, en primera línea de fuego y en la clandestinidad más peligrosa. Todas y todos han mantenido la constante de optar en el momento crucial; de pensar con criterios y usos despreciados y ridiculizados por el saber dominante; de actuar desde y para pautas ético-morales excomulgadas y anatematizadas por el poder; de organizarse según métodos sorprendentes y originales que sólo han sido vencidos por la superior fuerza bruta del poder opresor. Por muchas precauciones metodológicas que tomemos; a pesar de considerar rigurosamente todos los cambios socio-históricos, contextuales y cosmovisionales entre ellos a lo largo de tantos siglos, aplicando éstas y todas las precauciones exigibles, aún así, es patente el hilo rojo de la emancipación personal y colectiva. Y el rojo hilo es el de la dialéctica revolucionaria de la libertad y la necesidad.
Pero decir que la libertad es la consciencia práctica de la necesidad es decir muy poco si no definimos qué es la ésta. L.Doyal y I.Gough han elaborado una «Teoría de las necesidades humanas» que desborda y supera por todos lados al soporífero libro de Agnes Heller: «Teoría de las necesidades en Marx». Para la pareja de autores citados hay dos necesidades básicas: la supervivencia física y la autonomía personal, viniendo luego once necesidades intermedias que no vamos a exponer. Los autores no profundizan, sino más bien lo contrario, en el núcleo marxista, pero al plantear correctamente el problema permiten abrir el debate por la puerta constructiva. De entre la literatura marxista podríamos escoger a los textos de Che Guevara sobre el «hombre nuevo», así como una larga lista de autores, pero pensamos que ninguno reúne las cualidades de la conferencia dada por I. Deutscher en 1966 con el título de «Sobre el hombre socialista», en la que desarrolla la celebérrima afirmación de Trotsky sobre los tres grandes problemas del ser humano: el hambre, el sexo y la muerte.
Si pudiéramos nos extenderíamos un tiempo en las relaciones entre esas tres grandes tragedias y las dos necesidades básicas expuestas por la pareja de autores arriba citada. Desgraciadamente vamos a limitarnos a aplicar concretamente a la supervivencia física y hambre; autonomía personal; sexualidad y, por último, la muerte, las lecciones que hemos podido extraer de este debate siempre desde y para la realidad histórica de nuestra nación, Euskal Herria. Antes de seguir debemos aclarar que si bien en la obra de Trotsky la autonomía personal no es una simple impregnación, sino uno de los componentes de la aleación de la que resulta la totalidad de las facetas humanas, y bastaría remitirnos a sus tesis sobre arte y cultura, o a su concepción estratégica del tránsito del capitalismo al comunismo, o a las ideas que sustentan su modelo de Ejército Rojo, aleación común, todo hay que decirlo, a los marxistas antiburocráticos, aquí aceptamos la separación específica de la autonomía personal como necesidad básica enunciada por L.Doyal y I.Gough por razones contundentes de limitación de espacio para integrar el tema específicamente personal autónomo en los tres puntos cruciales del asesinado L.Bronstein.
11. Euskal Herria y la supervivencia física y el hambre.
En primer lugar, el desarrollo personal y colectivo en lo tocante al hambre y a la supervivencia física plantea el problema crucial del poder en cualquiera de sus formas y en cualesquiera facetas en las que esa supervivencia sea puesta en peligro, que no sólo por muerte por inanición. Poder tanto opresor, que expolia e impide que el sujeto y el colectivo dispongan de medios y condiciones de supervivencia; como poder revolucionario mediante el cual las oprimidas/os se enfrentan al opresor recuperando las condiciones y medios de supervivencia. Sea al más reducido nivel personal, cotidiano, en el domicilio conyugal o en las relaciones de dependencia y control bipersonales; como en las más colectivas, masificadas e interrelacionadas condiciones de vida y trabajo, desde el barrio, escuela y fábrica, hasta el paro masivo, empobrecimiento y precariedad generalizada, etc, aquí el problema del poder también es capital. Ocurre que como la necesidad básica tiene una fenomenología histórica, su satisfacción es siempre concreta dentro del contexto histórico de necesidad. Cuando más se desarrollan las necesidades no fundamentales, secundarias y terciarias, el consumismo compulsivo de mercancías fugaces en suma, más crece la implicación del poder opresivo dentro de ellas, de modo que más cruda y descarnadamente aparece la urgencia de poderes emancipadores sin los cuales es imposible la dialéctica del desarrollo personal-colectivo.
En la supervivencia física y en el hambre, vistas en su historicidad, es donde más abiertamente se desvela el problema crucial de la apropiación del excedente colectivo-individual. Expropiar el excedente es mutilar al sujeto, arrancarle parte de su sangre, psique e ilusión vital. Expropiar el excedente, lo que sobra o resta del producto de la fuerza de trabajo tras consumir lo necesario para su recomposición, es expropiar el tiempo vital, robar la vida exteriorizada en el excedente. De este modo, la persona y la colectividad son empobrecidas a la fuerza y mermadas, consiguientemente, sus capacidades potenciales de desarrollo y sus posibilidades de supervivencia. Por tanto, es un problema de poder en sentido lato y duro. Las relaciones interpersonales no están al margen de esa infernal maquinaria expropiadora sino que, por cuanto mercantilizadas y cosificadas, son instrumentos suyos. Superar esas relaciones realmente desrelacionadas y desarrollar otras solidarias y emancipadoras, aparece como la forma directa de aumentar en la cotidianidad colectivo-individual la supervivencia de todos.
En Euskal Herria tenemos una muy rica práctica en aumentar nuestra supervivencia o, al menos, en evitar su merma. El MLNV ha teorizado lo que define como Poder Popular, entendiendo por tal el conjunto de movimientos, sindicatos, organizaciones, redes y grupos que ayudan a la autoorganización colectivo-individual de áreas simbólico-materiales, lingüístico-culturales, político-sociales, recreativos y deportivos, ecológicos y alternativistas, etc, que enfrentan su práctica y teoría de construcción nacional vasca a las estrategias desnacionalizadoras de los Estados español y francés. El concepto de Poder Popular es aplicable a cualquier situación de expropiación del excedente, por minorizada, individualizada y aislada en la soledad más enclaustrada que esté: se trata de adaptarlo a esa realidad y potenciar el desarrollo emancipador de esa persona. La plenitud del Poder Popular como instrumento multirrelacional garantizador de la supervivencia individual-colectiva vasca se materizaliza, en primera instancia, en los puntos tácticos de la Alternativa KAS y definitivamente, siempre en la historicidad de todo lo definitivo, en los puntos estratégicos de KAS.
En segundo lugar, la autonomía personal-colectiva, que sólo emerge al asegurarse niveles suficientes de autocontrol de las condiciones de supervivencia, se desarrolla en relación directamente proporcional al autocontrol por el sujeto de su excedente. Insistimos en este punto pues es también básico en la teoría marxista de la desalienación y recuperación del tiempo propio. El excedente no es sólo material en sentido bruto, económico y fungible, sino también simbólico, cultural, afectivo, sexual, etc. Su dominio personal-colectivo, su autocontrol en cuanto proceso colectivo de creación y exteriorización no alienada, es un requisito irrenunciable. La autonomía así vista es la capacidad de optar conscientemente en los momentos cruciales de poli o bifurcación en cualesquiera situaciones de crisis se presenten. Momento de crisis en su definición griega clásica, dialéctica, de necesidad de elección entre dos o más posibilidades. La autonomía se enriquece y llega a ser independencia personal cuando el sujeto es propietario de sí, no en el sentido mercantil, de abstracción-intercambio dependiente del dinero en cuanto equivalente universal y por ello mismo, constreñido a una medición igualadora cuando es desigual de por sí. Independiente es cuando desde su desigualdad aporta en base a ella al enriquecimiento pluridimensional de los demás y viceversa.
Debemos profundizar esta relación entre autocontrol del excedente propio, autonomía e independencia colectivo-individual pues presenta el núcleo de la teoría marxista que debatimos. La manifestación más cabal del tránsito desalienador desde la cosificación despersonalizada hasta la personalidad independizada es la recuperación de la lengua nacional desde y para criterios emancipadores. Partimos aquí de la definición de lengua como componente definitorio de la cultura y de ésta como la capacidad colectivo-individual de producción y administración de valores de uso. Recuperar la lengua nacional, enriquecerla con la praxis, autonomizarla primero de la dictadura transnacional de la cultura cosificada y después independizarla al dotarle de medios de autoproducción crítica, éste es el camino recto que va de la alienación colectivo-individual a la independencia como pueblo libre formado por personas libres. El poder creciente de las transnacionales aculturizadoras y la mundialización capitalista agudiza la urgencia de avanzar en esa dinámica de autocontrol, autonomía e independencia productivo-cultural de valores de uso, y el valor de uso por excelencia es la lengua nacional.
En Euskal Herria este proceso recuperador es, como en cualquier otro pueblo oprimido, inseparable de la conquista de la independencia nacional tal cual viene enunciada en la Alternativa KAS. El carácter activo y con perspectiva de futuro del Poder Popular se muestra ahora en su pleno significado. También su estrechísima imbricación con el desarrollo individual pues la lengua la hacen las personas, niñas y niños que crecen en pueblos conscientes de sí. Las arraigadas organizaciones y movimientos de reeuskaldunización con su creciente apoyo popular, contrastan con la estrategia contraria al euskara de los poderes centralistas y regionalistas. No tenemos otra alternativa que volver a la confrontación de poderes, los opresores y los liberadores. Sea para superar las tremendas dificultes a nivel individual y colectivo que hay que hacer para aprender y usar euskara; sea para superar las trabas y trampas legales, oficiales e institucionales, en ambos casos, el desarrollo personal ha de asumir un esfuerzo consciente que entra directamente en pugna de mil modos con el poder opresor.
12. Euskal Herria y la superación del sistema patriarcal.
En tercer lugar, la superación del sistema patriarcal, nudo gordiano de la opresión sexual, división sexual del trabajo y sexismo, machismo y misoginia, es un proceso histórico de muy larga duración que debe, empero, avanzar de inmediato en el interior mismo de las relaciones interpersonales.
De hecho, estamos ante uno de los problemas más duros de la desalienación. El orden cotidiano de la persona está estructurado para el mantenimiento del patriarcado y del capital.
Las múltiples formas de violencia que sujetan la opresión de la mujer se sostienen sobre el interés egoísta del hombre que extrae mediante esa opresión y explotación beneficios globales. No es sólo un egoísmo consciente y lúcido sino también inconsciente e invisible pero activo: relación entre sexismo consciente y machismo inconsciente.
La desalienación de la persona macho y su desarrollo personal libre tiene aquí un problemón que le atañe en su interés propio y, lo que es más grave aún, le produce ansiedad, nerviosismo y miedo irracional con directos efectos en su comportamiento sexo-afectivo, autoestima y aceptación inconsciente de su cuerpo, especialmente de su pene, que es el órgano de medición y valoración sexista de lo existente.
Todo lo relacionado con el sexo ha sido siempre objeto de especial dedicación por los poderes opresores y, desgraciada pero significativamente, por las fuerzas revolucionarias que no han superado las ataduras e intereses patriarcales.
La sexualidad es una construcción del poder no ya del cuerpo humano en cuanto potencialidad en proceso sino del cuerpo como máquina que produce mercancías, valores de cambio, entre los que destacan otras mercancías llamadas cuerpos infantiles que devienen con el tiempo en máquinas humanas.
Pero el problema es más serio ya que el patriarcado ha construido el referente nacional desde la supremacía opresora del hombre sobre la mujer. En otras palabras, lo nacional, como cualquier otra construcción sociohistórica, es resultado de un proceso en el que las mujeres apenas ha participado y en el que, además, existen estructuras opresoras de la mujer inherentes al orden patriarcal. En última instancia hemos de encontrar su razón en la simbiosis de dos fuerzas: la política demográfica inherente al patriarcado y la política de la expropiación inherente a las clases dominantes.
Euskal Herria tiene al respecto una serie de experiencias organizativas y teóricas, que siendo mayores que las de otros pueblos europeos sin embargo distan todavía muchísimo para llegar al mínimo necesario.
Aunque la participación de las mujeres en el conjunto de prácticas de desalienación, desarrollo crítico y construcción nacional colectivas sean en algunos casos notables, hay que saber que existen abismos abisales en los que sigue imperando la reacción patriarcal. De sus profundidades emergen prácticas abiertamente conservadoras, enfrentadas en todo a la práctica global del MLNV y en concreto a sus formas más contundentes y duras: la violencia defensiva.
Además, relacionado con ello, amplísimos espacios de la cotidianidad más inaccesible a la propaganda concienciadora del MLNV son reductos, fortalezas no sólo de retaguardia del poder sino de primera fila. Los poderes opresores cuidan y alimentan con devoción especial a esas unidades de choque.
13. El sentido de la vida y el drama de la muerte se desenvuelven en la historia.
En cuarto lugar, los revolucionarios, en especial los marxistas, no disponemos de lo que se podría denominar macabramente «teoría de la muerte». No es un vacío ni ausencia teórica. Es directa consecuencia de dos factores a nuestro entender prioritarios: nuestra práctica es construcción de vida y no de muerte y nuestro conocimiento trata sobre la autogénesis de nuestra especie. Desgraciadamente debemos integrar en ella la producción de bienes de destrucción como un elemento clave en la historia humana desde la revolución neolítica, por no remitirnos a tiempos anteriores. Autogénesis y autodestrucción, una dialéctica que se ha agudizado con los antagonismos de clase y que dio forma al debate sobre el exterminismo cuando el segundo culmen o cenit de la guerra fría. Pero de esa capacidad de interpretación teórica de las causas y consecuencias de la producción y empleo de bienes de destrucción, que nos permite comprender políticamente la esencia del drama humano -nunca tragedia-, de ahí a una «teoría de la muerte» existe un salto que no queremos dar. Se lo dejamos a los reaccionarios legionarios que gritaron «¡viva la muerte, muera la inteligencia!». También a los que creen que su destino está en manos de los dioses y a los nazis en su «solución final», que tantos maestros tuvo y alumnos tiene y tendrá.
Quienes nos acusan de no disponer de una «teoría de la muerte» añaden que desconocemos el significado completo del problema del mal, de la iniquidad, del dolor humano en su pleno sentido metafísico; que, por tanto, perdidos en esa desorientación, los procesos revolucionarios y emancipadores somos arrastrados por fuerzas que desconocemos a no respetar la vida humana y su importancia cualitativa aunque creamos que luchamos y morimos precisamente por ello. Nuestros críticos, por último, afirman que la consecuencia más grave proveniente de nuestra incomprensión del problema metafísico de la muerte es la reducción del sentido de la vida a simple materialidad finita, cercenando al «hombre» su «otra realidad», la que le relaciona con su creador, reduciéndolo a la fuerza a un «ser incompleto» pues su plenitud, que le viene de dios, sólo se recupera volviendo a él, a la «casa del Padre». Frente a esta argumentación oponemos la historia. No oponemos palabras huecas y redundancias churriguerescas sino las lecciones históricas. La historia es la creadora y juez de dios, no a la inversa. El sentido de la vida y el drama de la muerte se desenvuelven en la historia, son fuerzas que actúan en su interior y que han nacido de ella. Es más, cada época histórica ha tenido sus respectivos sentidos y definiciones de la vida y de la muerte, sus dioses y demonios correspondientes. No podemos caer en la aberración intelectual de expulsar a la historia de nuestro conocimiento para aceptar a la teología como única moradora.
El llamado «problema de la muerte» es en realidad el problema de la vida sin sentido. Primero debemos resolver el problema de la vida y después el de la muerte, que no a la inversa. Por tanto el nudo del debate radica en cómo romper las cadenas que impiden que la vida tenga sentido, sea plena y creativa, sin terrores ni ansiedades. De hecho, ha sido esta práctica, con todas sus dificultades, derrotas y retrocesos, la que ha obligado siempre a la teología a retirarse, a cambiar de piel y color, a plantearse interrogantes que rechazaba con soberbia doctrinal. Ha sido esa práctica materializada en revoluciones, cambios socioeconómicos, avances científicos, enriquecimiento ético y artístico, liberación individual y colectiva, la que ha obligado siempre a la teología a ir por detrás. ¿Defendemos acaso la existencia de eso que se llama «progreso histórico»? Sí. Pero no el progreso burgués, sino el de la humanidad en su pugna irreconciliable con todas las opresiones, también con la que supone el progreso burgués, que es precisamente el que defienden la mayoría de las burocracias cristianas.
El sentido de la vida se adquiere mediante la superación consciente de las fuerzas materiales y espirituales que hacen de la vida un sinsentido, un vacío insondable, una permanente angustia. Las razones y los sentimientos que muestran qué es ese sentido, el calor humano, están dadas pero ocultas en la sociedad desuhumanizada, no están fuera de ella, en los designios inescrutables de dioses. El conocimiento, la inteligencia y las manos humanas son los instrumentos que nos permiten descubrir ese sentido oculto, negado y generalmente reprimido, excluido y silenciado. Aún más, nos permiten desarrollar nuevos sentidos y fines vitales más humanos, más abiertos a la exploración de horizontes más ricos e interrelacionados. Requisar a los dioses el fuego de la inteligencia y del conocimiento y entregarlo a los humanos, es una de las funciones de la praxis revolucionaria. Algunos han definido a eso, la «tarea del héroe» pero precisamente se trata de todo lo contrario, de superar a los héroes a la vez que a los dioses. La humanidad se emancipa a sí misma o no le emancipará nadie, ni Hércules ni Marx. Una de las razones que explican el miedo a la muerte, la alienación y la pérdida de sentido es la de esperar sin fundamento científico alguno pero con irracional creencia a que nos traigan de fuera la felicidad y el calor humano, la solución a nuestros terrores.
14. El fracaso histórico de todos los pacifismos.
La praxis revolucionaria tiene, además, otras dos razones de fondo aparte de la anterior. Una es la de ayudar a que ese conocimiento requisado a los dioses sea efectivamente desarrollado y aplicado. Aquí se diferencia la praxis revolucionaria de la reformista: la segunda se limita a interpretar la realidad con grandes aspavientos y elocuencia teatral, pero sin transformarla, dejando las cosas quietas, atadas y sometidas al poder. A lo sumo que llega el reformismo es a implorar y rogar ciertos cambios, mejoras parciales e insustanciales, de modo que se cumpla la táctica de cambiar algo para que nada cambie. La primera, la praxis, por el contrario, sabe que el conocimiento no sirve de nada si no hay una mano que lo aplique, una huelga que lo mejore, una lucha de liberación que lo supere y confirme al superarlo, ampliándolo y divulgándolo. Se trata de pasar de la muy limitada capacidad resolutiva del arma de la crítica oral a la plena capacidad resolutiva de la crítica material por las armas. En última instancia siempre concluimos en el problema del poder opresor, de su monopolio de la violencia y de la necesidad de las y los oprimidas/os de dotarse de sus instrumentos propios e independientes de violencia defensiva.
La otra razón de la praxis consiste en ayudar a que no se anquilosen las conquistas y logros que tanta sangre ha costado alcanzar. Nunca hay que dormirse en los laureles y menos tras grandes conquistas que por su transcendencia acumulativa y efectos sobre el Capital originan de inmediato durísimas contraofensivas militaristas, cercos y boicot implacables que utilizan todos los medios para vencer por hambre e inanición a los pueblos puestos en pie. La historia -¡siempre la historia!- ha confirmado entre muchas lecciones, estas dos: la violencia defensiva y liberadora de las masas oprimidas siempre es menor que la de los opresores y la contrarrevolución recurre de inmediato a la brutalidad más feroz, a la violencia asesina más sistemática, para aplastar las conquistas y erradicar sus lecciones, esperanzas, memoria e impronta indeleble. La praxis revolucionaria sabe que la victoria sin profundización deviene en victoria muerta que, al poco tiempo, se transforma en otra cadena más que con su peso asfixiante, refuerza la alienación y con ella, con el sinsentido que origina, reactiva los fantasmas y miedos, esa pegajosa ansiedad irracional que se vuelve a la muerte, a los dictadores, al orden opresor y a los dioses para que le rescaten de su miseria con el expeditivo método de hundirle en ella hasta el fondo.
Las tres fundamentales tareas de la praxis revolucionaria tienen un profundo y muy concreto sentido de vida. Las tres, por ello mismo, tienen radicales conexiones con el desarrollo personal y colectivo como proceso desalienador y enriquecedor. Por último, las tres dan una respuesta práctica clara y sencilla a un interrogante que siempre se queda sin respuesta por parte de las personas alienadas: ¿cómo es posible, se preguntan, que esta gente entregue su vida, se sacrifique, acepte las durezas de la militancia y sus riegos, el peligro real de ser detenido y torturado, de pasar años de cárcel, o el exilio, por no hablar de la muerte a manos de la represión? ¿qué fuerzas personales, psicológicas, éticas, políticas, nacionales, culturales, filosóficas, etc, impulsan a esta gente a tales sacrificios? ¡Y encima son ateos por lo general!, reconocen sorprendidos, perplejos y desconcertados.
En realidad, siempre los poderes establecidos han huido de la respuesta, la han satanizado o silenciado. Lo han hecho porque la respuesta es sencilla pero cargada de consecuencias y efectos sísmicos emancipadores. Desde púlpitos, cátedras, sillones inquisitoriales, periódicos y despachos de bancos y empresas, salas de banderas y mazmorras de tortura, se ha intentado cortar todo debate crítico y abierto sobre la respuesta a esas interrogantes.
El falso secreto se desvela de inmediato cuando comprendemos que el ser humano es un ser en proceso de interrogación autocrítica. Nuestra especie se caracteriza por ser la más incompleta, parcial, débil e inadaptada de todas las existentes al medio, al hábitat y ecosistema que ocupa. Para sobrevivir debe siempre preguntarse el porqué y cómo ha conseguido llegar hasta ahí, hasta las cuevas de Santimamiñe y Ekain o hasta la teoría ampliada de la relatividad. Debe también preguntarse en todo momento qué tiene que hacer para seguir existiendo y para no perecer. En suma, nuestra especie debe suplir con la pregunta y la mano, con la mano y la pregunta, sus debilidades. Todo intento de controlar, cortar o impedir la satisfacción de esa necesidad mediante la acción libre de la praxis, está condenado tarde o temprano al fracaso, a no ser que se produzca el autoexteminio parcial o global. El primero ya se ha dado y con más frecuencia de lo que se piensa; el segundo estamos al borde de lograrlo al destruir la naturaleza y destruirnos nosotros mismos con ella.
Las respuestas a esta pregunta siempre concluyen en un punto: tarde o temprano la especie, los humanos concretos, deben enfrentarse con el orden de cosas existente, orden que de perpetuarse pone el peligro su supervivencia y continuidad. Si tarda en hacerlo, si espera demasiado, si no interviene a tiempo, la sociedad se descompone y retrocede o desaparece. Ha llegado pues el momento de dar el salto. Pero ¿salto hacia donde?. Es una interrogante que produce temor y ansiedad a mucha gente alienada que se rige por el dicho de que «es mejor malo conocido que bueno por conocer». El miedo a lo desconocido, a la libertad en general, es una cadena opresora muy sólida. Y es en esos momentos, a la hora de explicar paciente y rigurosamente porqué hay que dar ese salto, hacia donde, cómo y con qué fuerzas, es entonces cuando se comprende el secreto de la praxis: una determinada parte de la humanidad oprimida, de la sociedad o colectivo históricoconcreto, sabe que es vital enfrentarse a la podredumbre; que hay que hacerlo sistemática y tenazmente; que está en juego la supervivencia colectiva; que hay que optar por una salida; que hay que liberar las fuerzas emancipadoras constreñidas y reprimidas como en una olla a presión; que hay que ofertar una alternativa, explicarla, divulgarla y ayudar a la autoorganización de las gentes.
Una característica aparece siempre en esta lucha permanente entre lo nuevo y necesario y lo viejo e innecesario: la liberación del tiempo de trabajo, su control, su reducción mediante el avance en sistemas socioeconómicos más racionales o menos irracionales, más humanos y capaces de dotar a la especie de más tiempo libre. La praxis revolucionaria es consciente de esa situación y de que el futuro depende de su logro. Existe, ¡vaya que sí existe! la ley del mínimo esfuerzo que es la primera forma esencial de rentabilización del flujo energético y de la cadena trófica que sostiene la vida en este ya podrido planeta. Y sobre la ley del mínimo esfuerzo se desarrolla luego, en las sociedades llamadas «desarrolladas», la ley de la productividad del trabajo, es decir, trabajar lo mismo en menos tiempo o en el mismo tiempo de trabajo obtener la mayor cantidad de productos, de bienes, de campos arados, de árboles frutales plantados, de sillas y camas para dormir y gozar. El salto de la situación vieja, insostenible y que desperdicia energía y felicidad humana a otra nueva, consiste en eso, en derrumbar los obstáculos que impiden el aumento del tiempo propio.
Pero una minoría se apropia del producto de una mayoría; se enriquece a su costa y en base a la superioridad de instrumentos de terror y de violencia, de alienación y empobrecimiento moral, convence por las buenas, con mentiras y mitos falsos, u obliga por las malas, con hambre o con látigos y ametralladoras, a la mayoría a que trabaje para ella. Y lógicamente, inevitablemente por lo arriba descrito sobre la peculiaridad autocrítica de nuestra especie, tarde o temprano pero siempre, surgen y resurgen personas que se preguntan lo que aquél poeta popular: ¿si de mis manos sale todo porqué no tengo nada?. Y esa persona nunca está sola sino que siempre está acompañada por otras que se hacen la misma pregunta. Probablemente serán pocos al principio, pero si saben organizarse, decir lo que piensan y desean, enseñar con la acción a los demás cómo resistir y mostrar que es posible luchar y vences, si además se organizan entre ellos de modo que resistan los zarpazos y mordiscos represivos, si lo logran, serán más y más hasta que llegue el momento no deseado pero imposible de evitar: frente a ellos, contra ellos y contra su futuro, aparecen las fuerzas represivas del poder opresor. Y entonces es llegado el momento crucial que cualifica, da sentido, enaltece y dignifica a nuestra especie: o salta al cuello del opresor antes de que este le asesine o no sirve de nada todo su esfuerzo.
Es en esos momentos cuando aparece el pleno sentido emancipador de la violencia defensiva, el fracaso histórico de todos los pacifismos, la fuerza de la ética, el sentido de la vida responsable de sí y no alienada por el miedo a una muerte carente de sentido. La minoría opresora, la que se apropia de los productos sociales, se resiste siempre a la justa demanda popular. La historia no registra ninguna resolución pacífica y no violenta de esa contradicción. Siempre la humanidad ha tenido que recurrir a formas violencia emancipadora para desbloquear esa situación. Según los contextos y las circunstancias, la violencia emancipadora ha ido más o menos interrelacionada con formas de presión pacíficas, no violentas, de autodefensa activa, etc. Siempre ha existido esa dialéctica, esa interrelación de todas las formas e instrumentos de emancipación. Pero siempre ha llegado el momento en el que la humanidad oprimida ha tenido que endurecer su intervención como respuesta necesaria e ineludible ante la creciente brutalidad sanguinaria de los opresores. En ese proceso ascendente de resistencia, tensión y violencia, entonces, se enriquecen las normas éticas, los principios morales, los sentimientos humanos. No se quiere la violencia pero no hay otra opción que recurrir a las dosis imprescindibles de ella. El sentido de la vida militante, de la libertad práctica individual y colectiva, del desarrollo personal, es inseparable de ese contexto histórico en movimiento. La vivencia de la muerte, la asunción del dolor propio y ajeno, del sacrificio y de la renuncia, son inseparables de las razones conscientes, emotivas y afectivas que nacen de causas y circunstancias históricas insostenibles.
Hemos presentado de manera voluntariamente simplificada y resumida al extremo el proceso permanente con saltos, acelerones y paradas, que desde hace más de 25 siglos se libra en Occidente, y que también existe a escala mundial. Dentro de él se integran las opresiones nacionales ya que pueblos enteros son explotados como «clases nacionales» para aumentar las riquezas de poderes extranjeros o de Estados vecinos que les han invadido y ocupado. También están dentro las explotaciones de la fuerza de trabajo emigrante, de los millones de exilados forzosos por hambre y miseria. En otro nivel más estructural y definitorio del proceso está la opresión de la mujer. No podemos extendernos ahora sobre ninguno de ellos, pero siempre, tarde o temprano, terminan por ponerse en pie y por sumarse a la liberación global, empujándola activamente.
Estas y no otras son las razones que explican la praxis revolucionaria. Son muy sencilla y fáciles de entender. Se han practicado muchísimas veces y se seguirán practicando. Contra ellas no han servido las amenazas del infierno, de la condenación eterna, del juicio final. La historia confirma el fracaso de dios, aunque los poderes terrenales lo mantienen vivo en la UVI como mantuvieron entubado al asesino Franco, al que la Iglesia reconoció y bendijo oficialmente como «Caudillo de España por la gracia de Dios» lema impreso en monedas aun circulantes. Realmente una gracia perversa, sádica y cruel; tanto más cuanto que estaba impresa en las monedas del régimen y en las paredes de sus catedrales. Todos los símbolos de la alienación y deshumanización de nuestra especie se materializaban de esa forma tan salvaje, impúdica y descarnada. Ahora se mantiene el mismo mecanismo pero con otros medios más adecuados. Contra esa alienación se levanta altiva, orgullosa e insolente la praxis revolucionaria que lucha para asegurar la vida a costa de llevar la muerte a la sepultura del museo histórico. No hay más secreto.
15. Euskal Herria, praxis revolucionaria y liberación nacional.
La praxis revolucionaria no se realiza sobre la nada, en el cosmopolitismo más universalizador. Uno de los grandes tópicos sobre Marx es que despreció las luchas de liberación de los pueblos oprimidos. Generalmente, el grueso de las interpretaciones que se hacen de Marx y de Engels al respecto se limitan a los años iniciales, al período que culmina en la oleada revolucionaria de 18481849. Sin embargo, en los años posteriores, cuando realmente asistimos a la profundización rigurosa de su teoría, vemos cómo se agudiza su preocupación por las luchas de liberación. De hecho, se puede demostrar sin esfuerzo que la evolución teórica de la actualidad de las luchas revolucionarias varía en Marx al son de los cambios geográficos de esas luchas, desde Inglaterra hasta la Rusia zarista pasando por Alemania: el análisis riguroso de las peculiaridades, tradiciones, lengua y cultura, historia nacional, etc, de los pueblos que malviven dentro de esos marcos geoestatales fue siempre una constante casi obsesiva en la praxis de Marx. Además de esas situaciones, también dedicó detallada investigaciones históricas a otros pueblos sin Estado propio. Desde finales de la década de 1850 va integrando lo nacional en la lógica de la explotación capitalista, como elemento estructurante de las fuerzas en pugna, como basamento socio-histórico innegable de la realidad social.
Desde luego que en su obra vemos tremendas lagunas y debilidades a la hora de apreciar fenómenos revolucionarios exteriores, del continente Amerindio y de Asia, también de Africa, aunque aparecen desperdigadas múltiples opciones concretas de problemas concretos. De todos modos, y sin que pretenda ser un exculpatorio, aún están por publicarse multitud de cuadernos manuscritos del último Marx, del período de mayor fecundidad y rigor. Lukács afirma haber oído a Riazanov en los años treinta que en el Instituto Marx-Engels de Moscú estaban archivados cuadernos manuscritos sobre borradores de El Capital que, según las apreciaciones de Riazanov, componían un total definitivo de diez gruesos volúmenes, considerando los tres publicados para entonces. Ahora justo están publicados cuatro de ellos. No conocemos todo el pensamiento de Marx y es aventurado condenarle sin dejarle defenderse. Marx no es como esos terratenientes del cuento de Gorki, ajusticiados por las iracundas masas campesinas sin darles opción a la palabra.
Viene lo anterior a colación porque no puede existir praxis revolucionaria que no sea praxis de liberación nacional. Una vez más, como siempre, abrimos el libro de la historia. Todos los procesos revolucionarios triunfantes han sido procesos de liberación nacional o han tenido una determinante significación de recuperación nacional frente a las posturas apátridas y traidoras de sus clases dominantes. Todos los procesos revolucionarios que han sido derrotados, han menospreciado, minus o subvalorado las profundas raigambres nacionales en las masas, raíces manipuladas y tergiversadas por las clases opresoras. Todos los fascismos, nazismos, militarismos, períodos contrarrevolucionarios de larga duración y con cierto apoyo de masas, han sostenido esa legitimidad y fuerza de anclaje con los referentes e imaginario colectivo gracias al monopolio tergiversador de la conciencia nacional después de haberla depurado de todo rastro revolucionario. Por último, todos los esfuerzos políticos de agitación desnacionalizada, ultrainternacionalista y libresca, es decir, esa palabrería de manual dogmático y catón simplista, nunca ha penetrado en las masas nacionales más allá de la superficie. La experiencia histórica es aplastante en este decisivo asunto.
La praxis revolucionaria desarrolla su pleno radicalismo, su heroicidad más consciente y su decisión de luchar hasta vencer o morir, cuando es praxis de liberación nacional del pueblo trabajador. Es en situaciones así cuando el sentido de la vida y la definición de la muerte unida a ella, aparece plenamente. El sentido de la vida y la vivencia de la muerte como culminación de la vida, como broche último de una vida consciente e independiente -criterio definidor del sentido de la vida que tenemos los marxistas- se materializa en los períodos prolongados de resistencia nacional a la opresión, de resistencia de clase del pueblo trabajador, de lucha y emancipación antipatriarcal. La identidad del sujeto consciente, independiente, militante y dispuesto a dar la vida muriendo y matando por su pueblo, esa identidad que tantas veces hemos visto desplegarse en la historia, es el acto que devuelve al sujeto el carácter de actor y director del drama de su vida, rescatándolo del mero papel de coro pasivo en la tragedia dictada por los dioses. Está claro que en medio de esa práctica, en su interior, hay concepciones éticas sobre la violencia, la muerte, el daño y dolor a terceros, el mal menor necesario, la necesidad de la violencia defensiva como respuesta ineludible en determinadas condiciones precisas a la violencia opresora, las formas y momentos de esa violencia defensiva, sus conexiones e interrelaciones con otras formas de lucha, todo ello está claro y no podemos desarrollarlo aquí. Necesitaríamos un debate específico para ello.
La praxis revolucionaria llevada hasta sus consecuencias plenas es en sí misma una filosofía del desarrollo del individuo dentro de la colectividad, dentro de su clase y pueblo. Aún más, es una filosofía del tiempo en su totalidad, que no solo del tiempo concreto del humano concreto. Lo es porque esa praxis es consciente de que los resultados óptimos de su acción y en caso extremo de su sacrificio personal, solo se materializan en todas sus interrelaciones y efectos globales con el paso de muchos años. En sentido de la vida y la vivencia de la muerte como su culmen adquieren en esa filosofía de la continuidad todo su alcance. Una vez más volvemos a los griegos que decían que una persona sigue viva mientras esté presente en la memoria de sus descendientes y en la perduración de sus obras. La filosofía de la muerte judeocris-tiana hace justo lo contrario pese a que es tan manifiesta la superioridad del pensamiento clásico que ha terminado por introducirse parcialmente en ella. La filosofía de la vida, de su sentido, de la praxis revolucionaria está a diario en activo, dándonos lecciones, en los prisioneros abertzales sitos en las cárceles de exterminio. Ahí tenemos una demostración estremecedora de su potencial y alcance: la historia reciente de Euskal Herria, su presente y sobre todo su futuro están en activo, actuantes a diario, dentro de las cárceles.
Euskal Herria vive y vivirá porque el desarrollo personal de sus mejores miembros compendia en el hoy el pasado y el futuro. Porque en el hoy se empieza a construir el mañana gracias a que el ayer nos da lecciones valiosas. Para escribirlas murieron y se sacrificaron decenas de miles de vascos y vascas. Durante ese tiempo largo ha estado operando materialmente una filosofía del sentido de la vida y de la supeditación de la muerte a la vida. Una filosofía que sólo puede expresarse colectivamente a través de los individuos libres y autocríticos, así como individualmente a través de la colectividad autocrítica y libre. Es muy importante que esa filosofía aparezca escrita y publicada para que las generaciones futuras no tengan que recorrer el camino que nosotros estamos andando, sufriendo más dolorosamente que nosotros. Pero es todavía más importante, es decisivo, que nosotros la practiquemos, mejoremos y ampliemos. Nuestra práctica de hoy será la libertad de nuestros descendientes mañana.
16. Resumen.
Para terminar, permítanseme dos citas. Una es de K. Kosik en su texto «El individuo y la historia»:
«La historicidad del hombre no reside en la facultad de evocar el pasado, sino en el hecho de integrar, en su vida individual, trazos comunes de lo humano a lo general. El hombre, en tanto que praxis, está ya penetrado por la presencia de otros (sus contemporáneos, precursores y sucesores) y recibe y transforma esta presencia, o bien adquiriendo su independencia, y con ella su propio rostro y personalidad, o bien perdiendo su independencia o no alcanzándola. La independencia significa estar de pie y no de rodillas (la posición natural del ser humano es la posición en pie y no arrodillado); en segundo lugar, es tener su propio rostro, sin esconderse tras una máscara ajena; en tercer lugar, es el valor y no la cobardía. Pero la independencia significa también en cuarto lugar, ser capaz de retroceso con relación a sí mismo y en relación con el mundo en el que vivimos, poder salir del presente y de la inserción de este presente en la totalidad histórica, para poder distinguir en él lo particular de lo general, lo contingente de lo real, lo bárbaro de lo humano, lo auténtico de lo inauténtico.
El tan conocido debate sobre si un revolucionario prisionero puede ser libre y si es más libre que su carcelero, se sustenta sobre un malentendido. El fondo de la querella es una ausencia de diferenciación entre la libertad y la independencia. Un revolucionario prisionero está privado de su libertad, pero puede salvaguardar su independencia.
La independencia no significa hacer lo que hacen los otros, pero no significa tampoco hacer cualquier cosa sin tener en cuenta a los demás. No significa que no se dependa en nada de los demás o que uno se aisle de ellos. Ser independiente es tener con los demás una relación tal que la libertad puede producirse en ella, es decir, realizarse en ella. La independencia es la historicidad: es un centro activo donde se interpenetran el pasado y el porvenir, es una totalización en la que se reproduce y se anima en lo particular (en lo individual) lo que es común a lo humano».
Karl Marx escribió en «El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte»:
«Las revoluciones burguesas, como las del siglo XVIII, avanzan arrolladoramente de éxito en éxito, sus efectos dramáticos se atropellan, los hombres y las cosas parecen iluminadas por fuegos de artificio, el éxtasis es el espíritu de cada día; pero estas revoluciones son de corta vida, llegan en seguida a su apogeo y una larga depresión se apodera de la sociedad, antes de haber aprendido a asimilarse serenamente los resultados de su período impetuoso y agresivo. En cambio, las revoluciones proletarias, como las del siglo XIX, se critican constantemente a sí mismas, se interrumpen continuamente en su propia marcha, vuelven sobre lo que parecía terminado, para comenzarlo de nuevo, se burlan concienzuda y cruelmente de las indecisiones, de los lados flojos y de la mezquindad de sus primeros intentos, parece que sólo derriban a su adversario para que éste saque de la tierra nuevas fuerzas y vuelva a levantarse más gigantesco frente a ellas, retroceden constantemente aterradas ante la vaga enormidad de sus propios fines, hasta que se crea una situación que no permite volverse atrás y las circunstancias mismas gritan: ‘Hic Rhodus, hic salta!’».
Iñaki Gil de San Vicente
Euskal Herria 21 de febrero de 1995