Tras una década desde la implosión de la URSS ¿qué sentido tiene preguntarnos sobre posibles lecciones del estalinismo? ¿Qué sentido tiene una reflexión colectiva que azuce un nuevo análisis crítico la experiencia estalinista considerando el tiempo transcurrido y la enorme cantidad de textos críticos que surgieron ya desde los mismos inicios de la revolución rusa de 1917? ¿No basta con lo dicho hasta ahora, pues estaríamos, como algunos sostienen, ante un «capítulo cerrado» del gran libro de la historia humana? Más todavía, ¿se pueden extraer lecciones del estalinismo? Se pueden y deben extraer lecciones del estalinismo, como se extraen lecciones de las luchas revolucionarias de todos los tiempos, incluso de las luchas en modos de producción precapitalistas. Se trata de encontrar las contradicciones de fondo que perviven mal que bien desde la imposición de la propiedad privada; descubrir cómo se han ido adaptando a los sucesivos modos de producción o cómo se han extinguido históricamente; qué nuevas contradicciones sociales han surgido posteriormente y, cómo se plasman esas contradicciones en la actual crisis capitalista.
No podemos abarcar tantas cuestiones, pero sí nos vamos a centrar en varias lecciones que estimamos permanentes, de una creciente actualidad por las características actuales del capitalismo. El marxismo extrae lecciones incluso de sus peores enemigos, en este caso del estalinismo, porque la dialéctica materialista afirma que en todo océano de error siempre descubre una gota de verdad. La verdad y el error son unidad de contrarios en un proceso en permanente cambio e interpenetración de y en ambos extremos, siempre en interacción y lucha interna. Principio esencial de la dialéctica, confirmado en todo proceso concreto del pensamiento humano, sobre todo del que usa el método científico, especialmente válido en las grandes cuestiones prácticas de la humanidad, las que deciden su futuro, su felicidad o su desgracia. Del mismo modo, en las desastrosas derrotas revolucionarias siempre laten lecciones positivas que hay que extraer de entre tanta sangre y dolor. Derrotas y victorias son partes de un proceso en permanente movimiento que adquiere altos grados de ebullición social, en los cuales, ellas, las derrotas y las victorias, aparecen como una unidad de contrarios, de manera que no se entiende la una sin la otra.
1) El marxismo, es un método de transformación revolucionaria de la realidad basado en una praxis en la que el conocimiento de la historia ocupa el lugar clave y central de todo el andamiaje teórico. No hay nada fuera de la historia, y la historia es movimiento de contradicciones que va saltando, brincando, avanzando y retrocediendo, también estancándose. El núcleo de esta praxis es el materialismo histórico y su método dialéctico, según en cuál, muy en síntesis, la historia humana debe comprenderse desde la unidad y lucha de contradicciones entre, uno, la evolución de la ley tendencial del mínimo esfuerzo y la ley tendencial de la productividad del trabajo; y otro, la evolución de la lucha entre la propiedad pública o la apropiación privada del excedente social producido colectivamente. Dicho en otros términos, por las contradicciones entre el desarrollo de las fuerzas productivas y el de las relaciones sociales de producción. Estas contradicciones se dan siempre dentro de grandes sistemas que son los modos de producción que han existido desde el surgimiento e imposición de la propiedad privada: modos de producción tributario y/o esclavista, feudal y capitalista. El tránsito de un modo de producción a otro se denomina período de revolución social y puede abarcar mucho tiempo, con fases de rápidos avances, de súbitos parones y hasta de retrocesos importantes.
Las fuerzas productivas tienden a poner a disposición humana más y más objetos que satisfagan sus necesidades, reduzcan sus padecimientos y aumenten su placer y tiempo libre; mientras que las relaciones sociales de producción, sujetas a la dictadura de la propiedad privada, tienden a impedir que sea la totalidad social la beneficiada, reduciendo su disfrute a una minoría cada vez más minoritaria, que se apropia de las fuerzas productivas y controla los decisivos sistemas de explotación de lo que se derivan los de dominación y opresión. La resolución de esa lucha de tendencias opuestas nunca está predeterminada mecánica ni externamente, sino que depende de la lucha misma. Esto explica que nunca sea automático el paso revolucionario de un modo de producción a otro, sino al contrario, que siempre se abra un muy convulso, violento y hasta caótico período de transición que puede concluir en el avance progresivo, en un estancamiento prolongado o incluso en un retroceso histórico.
Ciñéndonos a Occidente y su área de influencia en el Próximo Oriente, se pueden rastrear analogías y similitudes que recorren las transiciones entre modos de producción. Los períodos de transición desde las sociedades preclasistas tributarias de los grandes imperios del Creciente Fértil, a las sociedades clasistas grecorromanas; desde la crisis y descomposición romana al feudalismo occidental y a diversas formas feudales y tributarias en oriente; desde la crisis del feudalismo al asentamiento del capitalismo, y desde la crisis del capitalismo a la revolución rusa de 1917, se han caracterizado por vivir con unas relaciones sociales que no corresponden ni a las viejas ni a las nuevas. Son relaciones sociales con diversos grados de síntesis de unas y otras, pero con la cualitativa diferencia de que se trata de sociedades específicas, con leyes propias, inciertas e inseguras, abiertas a alternativas varias. En cada caso concreto, con sus enormes diferencias, las fuerzas productivas han entrado en irreconciliable antagonismo con las relaciones sociales, impidiendo que estas se estabilizaran y forzando salidas diferentes, desde el retroceso a sistemas anteriores hasta el avance a otros nuevos pasando por el estancamiento que no resolvía ningún problema y agudizaba todos.
Esta experiencia, afirmada por el marxismo desde sus primeros textos, luego olvidada y negada por las corrientes socialdemócratas y por el estalinismo que impusieron el determinismo mecanicista, ha sido confirmada por los años de transición estancada y por la implosión de la URSS. La hecatombe no solamente ha confirmado dicha experiencia necesaria para tener una concepción móvil y dialéctica de la historia, que exige por ello la consciente intervención humana, sino que sobre todo reafirma su vital trascendencia conforme el capitalismo destroza a la humanidad y a la Naturaleza, abocándolas al caos, miseria y destrucción. El estalinismo, sin quererlo, vuelve a recordarnos con sus errores el contenido de verdad del marxismo que reafirma lo imprescindible que es la acción humana autoorganizada e independiente de las burocracias, destinada a guiar el presente y el futuro por entre las varias vías posibles escogiendo la mejor y evitando las peores. Una mirada a los problemas que atenazan a la humanidad en el contexto actual descubre inmediatamente la decisiva importancia de este criterio activo negado, sin embargo, por la burguesía y el reformismo.
2) Aunque los primeros marxistas no pudieron desarrollar una teoría suficientemente clara sobre las soluciones socioeconómicas a aplicar en los procesos revolucionarios, negándose incluso a caer en elucubraciones utópicas carentes de base objetiva, sí avanzaron puntos centrales e irrenunciables de lo que debería ser lo esencial del avance hacia el socialismo: una ágil dialéctica entre el plan económico aplicado por el Estado obrero y la democracia socialista asentada en el consejismo, en el sovietismo. Dialéctica destinada a socavar la irracionalidad del mercado y de la ley del valor-trabajo hasta lograr su extinción histórica bajo la intervención dirigente del poder soviético, del poder del pueblo trabajador autoorganizado mediante el cooperativismo, la economía social, los consejos y los soviets no solamente de fábricas y campos, sino en todos los ámbitos de la vida colectiva e individual. Toda la experiencia obrera y popular internacional, desde las primeras luchas de la década de 1770 en Gran Bretaña hasta la explosión del consejismo y sovietismo desde 1917 en muchos lugares, confluían en este principio. Una serie de factores —destrozos inmensos de la guerra de 1914-18, la brutal guerra civil interna y la agresión imperialista; minoría cualitativa obrera en medio de un océano campesino; analfabetismo masivo de las izquierdas revolucionarias y muy restringido conocimiento del marxismo de los bolcheviques; sequías, malas cosechas y atraso técnico y científico; derrotas de la oleada revolucionaria internacional sobre todo en Alemania; inevitable agotamiento físico de los sectores más conscientes, etc.— estos y otros factores entre los que destacan, como luego veremos, la naturaleza del Imperio zarista como «cárcel de pueblos», propiciaron el surgimiento de una casta burocrática que no constituía una nueva clase social, una supuesta «burguesía roja». Ya desde principios de 1918 muchos «viejos bolcheviques» y otros revolucionarios tomaron conciencia de la gravedad del cáncer burocrático.
En realidad, no se puede separar el funcionamiento de una economía planificada del vigor democrático del poder popular. Ambos polos se necesitan, se atraen y se refuerzan mutuamente, y si en algún momento pueden surgir problemas, nunca deben llegar a ser contradicciones irreconciliables, como en el capitalismo. El Estado obrero, que desde el primer día de su instauración ha de afirmar oficialmente su objetivo de autoextinción progresiva, en la medida en que se acerca la fase socialista, este Estado es inconcebible al margen de la relación creativa entre la planificación y la democracia socialista. Pues bien, en la URSS, este proceso se fue resquebrajando a la misma velocidad en que, por el lado contrario, crecía la burocracia, se imponían los planes desde fuera del pueblo, se le negaban a este sus instrumentos de autogobierno y se exterminaba el núcleo incorruptible de los revolucionarios, incluidos los bolcheviques. Abierta esta sima que se profundizaba a diario, los pueblos de la URSS fueron perdiendo su ilusión revolucionaria. Se debilitaba la legitimidad originaria de la revolución. La unidad interna exigía cada vez más dosis represivas. Un instrumento decisivo para lubricar la interacción entre planificación y democracia socialista, como es la reducción drástica del tiempo de trabajo necesario y el consiguiente aumento del tiempo libre y propio, esta reivindicación consustancial a la historia de la lucha social, fue negada y se multiplicaron las horas de trabajo. En estas condiciones, era absolutamente imposible contener el aumento de la burocracia y de su teoría del «socialismo de mercado». El estalinismo, sin quererlo, adelanto con sus errores la razón y la verdad de la crítica al dirigismo, sustitucionismo y delegacionismo. Hoy día, esta denuncia es tan válida como entonces y como lo era durante la Comuna de París de 1871, las revoluciones de 1848-49, las grandes revueltas de 1830, etcétera.
3) Una identidad sustantiva de todas las revoluciones, guerras de liberación nacional, sublevaciones, revueltas, motines, huelgas generales, largas huelgas parciales, etc., también en el medievo y en el esclavismo, es su profundo sentido de emancipación colectiva e individual en lo cotidiano, en lo inmediato, en las relaciones personales más cercanas e intimas de las masas, especialmente de las mujeres y de las minorías marginadas. Lenin decía que la revolución es la fiesta de los oprimidos. 1917 fue un impresionante estallido de liberación personal y creatividad de las masas en todas las facetas de su vida, sobre todo a partir de octubre. Al igual que en todas las experiencias anteriores, las masas demostraron además de una sobresaliente capacidad de dirección social, también una necesidad vital de romper las cadenas cotidianas, culturales, sexuales, familiares, religiosas, artísticas que les atenazaban en lo más profundo de su estructura psíquica, en su inconsciente aplastado por siglos de oscurantismo y terror simbólico y material. Desde octubre de 1917, con la instauración del Estado obrero y campesino, este ascenso cogió más bríos. La autoorganización social se instaló también en todos aquellos problemas cotidianos que presionaban como volcanes en erupción. Surgieron toda serie de experiencias que iban desde otra pedagogía adulta, juvenil e infantil, hasta las primeras reflexiones sobre el ecologismo pasando por las relaciones con el psicoanálisis y otras escuelas de psicología y psiquiatría, sin olvidar a las relaciones con el anarquismo y otros socialismos. Especial importancia tuvo la crítica de la filosofía burguesa de la ciencia y de la técnica.
Pues bien, todo esto fue barrido. Para comienzos de 1931-40 se segó desde sus raíces el vergel de la creatividad cotidiana e intelectual. La desertización fue espantosa y sobre el suelo cultural arrasado se intentó sembrar una dogmática oficialmente «marxista» que nunca floreció. Los efectos de un arrasamiento semejante no pasaron desapercibidos a los revolucionarios de entonces que bien pronto salieron en defensa de las conquistas atacadas por la burocratización. Una de las causas que aceleró desde la mitad de 1961-70 la imparable caída y desprestigio de los PC estalinistas y sus organizaciones fue su incapacidad para dar respuestas a los llamados «nuevos movimientos sociales» que planteaban con otras palabras, cuando no con las mismas, los problemas silenciados por la burocracia en la URSS y en los Estados «socialistas». Consecuencia de todo ello, buena parte de la izquierda revolucionaria ha tenido muchos problemas para superar sus dogmas y asumir autocríticamente sus garrafales errores. Lo peor es que el capitalismo actual, forzado por su crisis, ha introducido en la lógica del beneficio todas estas problemáticas, mercantilizándolas. La tardanza del grueso de las izquierdas para responder durante estos años al capitalismo, tiene una de sus razones en la exclusión y prohibición estalinista de incluir el llamado «mundo subjetivo» en el marxismo. Pero, a pesar suyo, desde los inicios de la burocratización, como hemos dicho, grupos y militantes revolucionarios guardaron ese decisivo componente y lo enriquecieron y ampliaron.
4) Desde las primeras luchas obreras y populares anticapitalistas con su rechazo pasivo y sobre todo desde las socialistas con sus propuestas activas de construcción de otro sistema, desde entonces, en el amplio y diverso campo socialista han existido corrientes diferenciadas. Los primeros marxistas aceptaron esta realidad y siempre se definieron como una más de entre ellas. Fueron conscientes de la importancia práctica y teórica de la riqueza y pluralidad de opciones dentro siempre de unos mínimos comunes. Hasta la segunda mitad de la década de 1921-30, cuando se forma el estalinismo, los marxistas lucharon por desarrollar diferentes niveles de alianzas progresistas, de clase, etc., en cada lucha precisamente para aglutinar el máximo de fuerzas posibles, manteniendo siempre la independencia estratégica de los objetivos aunque las tácticas fueran dúctiles y flexibles. La socialdemocracia negó oficialmente este principio en 1914, pero en la práctica mucho antes, y luego lo hizo el estalinismo que cayó en una primera fase de oscilación pendular entre el aventurerismo más pueril y cegato y el colaboracionismo con la burguesía más suicida y reaccionario. Inmediatamente después y hasta su desaparición, el estalinismo siempre se plegó abierta o solapadamente a las presiones capitalistas en todas las luchas revolucionarias. Aunque algunos procesos emancipatorios en el mal llamado tercer mundo se hayan beneficiado relativamente de los pactos con el imperialismo, la realpolitik estalinista ha beneficiado decisivamente al capitalismo. La liquidación por orden de Stalin de la III Internacional o Internacional Comunista en 1943 es un ejemplo irrefutable. Los pactos justificaban a la URSS depurar organizaciones revolucionarias, a veces delatando y entregando a militantes, romper alianzas progresistas trabajosamente construidas, imponer el apoyo a las burguesías «democráticas» y reducir la izquierda a los grupos fieles a Moscú.
Surgió así una «izquierda comunista» dócil y dogmática, incapaz de entender qué era ese «socialismo»; pero menor aún, nula, de hecho, era su capacidad para estudiar críticamente la evolución del capitalismo desde 1948 en adelante. Militantes sin ninguna capacidad de pensamiento propio, sumisos a sus dirigentes y dispuestos a tragar con todas las claudicaciones y concesiones a la burguesía. Eran lo irreconciliable con el ideal marxista de praxis revolucionaria y emancipación personal y colectiva. El llamado «marxismo soviético» demostró su absoluta nulidad teórica, pero su valía legitimadora de la realpolitik estalinista y su burocratización interna. Una consecuencia desastrosa de todo ello fue que cuando comenzó la oleada mundial de luchas de finales de 1961-70, no existían alianzas de izquierdas porque habían sido dinamitadas una y otra vez durante décadas. Más desastrosa todavía fue su incapacidad para aplicar la dialéctica de contenido/continente y esencia/fenómeno tanto al desarrollo capitalista desde 1948 ―onda larga expansiva; keynesianismo y taylor-fordismo, y oportunas concesiones del llamado Estado del «bienestar»(sic) en el centro imperialista, etc.― como, sobre todo, a lo novedoso dentro de la esencia genética del modo de producción capitalista del ataque mundial del Capital contra el Trabajo lanzado posteriormente. Sin embargo, pese al estalinismo, habían sobrevivido en minoría corrientes marxistas que sí supieron explicar qué sucedía, cómo el capitalismo introducía nuevas explotaciones implacables para detener parcialmente la caída de beneficios en el capital industrial y comercial; cómo el imperialismo yanqui lanzó al capital financiero para contener su declive relativo; cómo algunas nuevas tecnologías facilitaron la embestida, y cómo, para no extendernos, el Capital pretendió ocultar su contraofensiva mundial bajo el manipulable término de «globalización».
5) La «cuestión nacional» se convirtió bien pronto en uno de los problemas candentes del socialismo, y si lo analizamos con una perspectiva mundial, los debates socialistas sobre el colonialismo, el papel de las burguesías occidentales, el imperialismo, etc., son en sí mismos debates sobre la «cuestión nacional» desde una visión planetaria de las resistencias de los pueblos a ser explotados por la metrópolis invasora. Las reflexiones socialistas surgieron en su inmensa mayoría desde partidos que no sufrían opresión nacional, que pertenecían a naciones dominantes o que, si la sufrían, la supeditaban al futuro abstracto e impreciso de la revolución socialista. Solamente los más sensibles y/o conscientes de la importancia de la dialéctica entre los «factores objetivos» y «factores subjetivos», muy pocos, apreciaron su importancia. Pero fueron incluso menos quienes se percataron del peligro reaccionario del nacionalismo de la nación opresora. Lenin fue uno de ellos, pero estaba en alarmante minoría dentro de los bolcheviques y de los revolucionarios rusos en general. Para comienzos de 1921-30 el nacionalismo gran-ruso aparecía ya como una fuerza opresora. Por el lado contrario, Stalin, que comenzó el siglo XX defendiendo posturas nítidamente revolucionarias con respecto a este problema, atenuó bastante sus tesis en 1913 y una década más tarde era el centro del nacionalismo gran-ruso de la nueva burocracia en formación. Conocemos ya la derrota práctica de las posturas de Lenin, su premonitor «último combate» básicamente centrado en la «cuestión nacional», el cooperativismo obrero y la democracia socialista y la lucha contra la burocratización del partido. El estalinismo impuso la tesis de que los pueblos debían aceptar la unidad socialista bajo un Estado que formalmente defendía y asumía sus derechos. En la realidad no fue así y la «cuestión nacional» irresuelta fue uno de los detonantes internos del estallido del régimen.
La «solución» estalinista ha sido nefasta porque, por un lado, reforzó el mecanicismo determinista y objetivista consistente en creer que las profundas secuelas de la opresión nacional se resolverían incluso antes del socialismo, en un régimen democrático burgués. De este modo, el grueso de los PC estalinistas desatendió las reivindicaciones nacionales supeditándolas al centralismo del Estado que defendían; por otro lado, fortalecieron la tesis de que el Estado centralista era la única alternativa, el único espacio posible para avanzar al socialismo, negando directa o indirectamente el derecho/necesidad de las naciones oprimidas a disponer de su Estado independiente; además, reforzaron la tesis de que el Estado no debe autoextinguirse conforme se avanza al socialismo, sino reforzarse, integrando —«respetándolas»— las culturas dominadas en la dominante, y, por último, se desplaza la carga de responsabilidad negativa a los pueblos oprimidos, que son presentados como una «cuestión» o peor, un «problema», en vez de reconocer que el problema lo originan los Estados opresores. Los PC español y francés han sido piezas claves en el mantenimiento de la «unidad nacional» de ambos Estados, limitándose en el caso español a una hipócrita verborrea sobre la federación que no resuelve ningún problema, sino que los agrava. Así, un problema crucial que poco a poco iba resolviendo el marxismo, se estancó y pudrió durante décadas, obligando a los pueblos a desarrollar sus heroicas guerras de liberación nacional al margen o directamente en contra de los «consejos» de la URSS. Si bien la dialéctica de la historia explica que algunos pocos pueblos se beneficiaran relativamente de los pactos del estalinismo con el imperialismo, en realidad el balance global de la «solución» impuesta por la URSS ha sido negativo. Sin embargo, en contra del estalinismo, en la actualidad cada vez más las masas oprimidas del planeta son conscientes de que no habrá ninguna solución efectiva a sus angustiosos problemas si no se reconoce el derecho/necesidad a la independencia de los pueblos.
6) El estalinismo ha sido y sigue siendo, aunque en mucha menor medida, por un lado, el fracaso histórico de un intento de transición al socialismo que se estancó por sus contradicciones internas y por las brutales agresiones imperialistas. Fue degenerando, pudriéndose porque, básicamente, las reformas sucesivas extendían el «socialismo de mercado» fortaleciendo el mercado y reduciendo el socialismo. Tras diferentes crisis y luchas internas, llegó el momento en el que la casta burocrática, desde dentro mismo del PCUS, pudo dar el paso cualitativo de reinstaurar un capitalismo débil, corrupto y mafioso gracias a los recursos económicos, alienación social, desprestigio del «socialismo» y fuerzas represivas que había acumulado durante años. Por otro lado, el estalinismo ha sido una de esas ramas que se han secado y caído del tronco socialista que crece pese a todos los problemas desde comienzos del siglo XIX. Hasta ahora se han agotado el socialismo utópico que quebró en 1871; el de la II Internacional o socialdemocracia que se hundió en 1914; el eurocomunista que estalló a mediados de los años ochenta y el estalinista. Significativamente, todas ellas se enfrentaron al marxismo, enriqueciéndose este y debilitándose las otras. No nos debe sorprender esta evolución por las peculiaridades exclusivas de la revolución proletaria comparada con la revolución burguesa. Conviene recordar que la burguesía no solamente cambió varias veces de esquema ideológico, sino que, además, siempre careció de una teoría de la transición al capitalismo y, sobre todo, necesitó varios siglos para atreverse a atacar al sistema absolutista tardo feudal, no consiguiendo la victoria al primer intento sino después de varias derrotas.
Las lecciones elementales que hemos aprendido del estalinismo son especialmente válidas ahora cuando el capitalismo impone a la humanidad una de sus peores crisis, si no la peor en toda su historia, porque nunca antes se habían conjugado tantos y tan graves problemas. Para las luchas actuales es muy importante apreciar en su decisivo papel la función capital de la intervención consciente humana, la dialéctica entre los factores objetivos y los subjetivos, y saber que la historia no está prescrita, sino que se hace y se construye mediante luchas y heroísmos. También es fundamental saber que, contra las promesas reformistas, el mercado nunca es la solución, sino el problema y que la democracia socialista y el poder obrero son imprescindibles para vencer la irracionalidad burguesa. De igual modo, es urgente reafirmar la pluralidad enriquecedora de la diversidad de posturas y de la capacidad de trabajar en común, al igual que, otra vez, la opresión nacional aparece como uno de los problemas estructural del capitalismo.
Iñaki Gil de San Vicente
Euskal Herria, 9 de abril de 2003