Cooperativivismo obrero, consejismo y autogestión socialista. Algunas lecciones para Euskal Herria.

Versión corregida, aumentada y definitiva de este importante trabajo, fechada por su autor el 16 de diciembre del año 2002, fruto del contraste de las versiones anteriores con camaradas de todo el mundo. Una primera versión circuló para ese examen y contraste con el texto aún inacabado fechada el 18 de febrero del 2002. Otra versión ya completa fechada el 6 de agosto del mismo año se hizo pública de forma restringida para volver a contrastarla.

Presentación

Erich Gerlach narra en su Introducción a ¿Qué es la socialización?, la imprescindible obra de Karl Korsch, que el 19 de noviembre de 1941 Bertolt Brecht escribía a Korsch instándole a que hiciera una «imprescindible» investigación histórica de las relaciones entre los consejos o soviets y los partidos. Según Brecht esta investigación es un «asunto de vital importancia para nosotros…» y, siempre según éste, Korsch era el más capacitado para ello. Gerlach concluye: «No contamos, por desgracia, con un trabajo de Korsch sobre el tema. Pero situó en todo momento el sistema de los consejos o, de manera más general, el derecho de autodeterminación de los trabajadores en su trabajo y en su vida en el centro mismo de la lucha política y del trabajo teórico«.

En noviembre de 1941 los ejércitos internacionales del nazi-fascismo avanzaban impetuosamente hacia el interior de la URSS y el movimiento obrero mundial padecía una crisis profunda aunque ya se atisbaban en el horizonte muy tenues destellos de victorias futuras. Victorias en las que, por cierto, la emancipación nacional de los pueblos empujaría y enmarcaría el resurgimiento de la práctica autogestionada en su generalidad, desde el cooperativismo en su complejidad, hasta la práctica consejista y soviética entre los trabajadores industriales, de servicios, funcionarios, campesinos, estudiantes, soldados, intelectuales, etc., en muchas zonas del planeta.

Conocemos ampliamente la calidad de las reflexiones teóricas de Bertolt Brecht y en base a ellas podemos hacernos una idea del valor del consejismo en su corpus teórico, y por qué se preocupó por reactivar una reflexión crítica sobre el particular en noviembre de 1941, sabiendo como sabía la trágica suerte del sovietismo y del consejismo desde la mitad de la década de los veinte en la URSS, y sobre todo desde la mitad de la década de los treinta. B. Brecht tenía que disponer de una muy radical y coherente interpretación de las contradicciones y tendencias del proceso histórico general como para embarcarse en un proyecto de esas dimensiones y consecuencias.

En cuanto a lo escrito por Gerlach surgen, entre otras muchas, estas cuatro preguntas fundamentales: ¿qué relaciones existen entre los consejos y soviets, o la autogestión socialista, y las formas de cooperativismo? ¿por qué renacen periódicamente las prácticas consejistas o autogestionarias y qué relaciones guardan con los cooperativismos? ¿qué significa realmente la autodeterminación de los trabajadores y qué relaciones tiene o puede tener con la de los pueblos oprimidos? ¿qué relación existe o puede existir, por tanto, entre consejismo y autogestión y la autodeterminación nacional? La respuesta ya nos la dio Lucio Cornelio en su texto «Introducción a la autogestión«: «Aunque a menudo distintos formalmente, los dos actuales movimientos para la autogestión por una parte, y para la independencia de las naciones por otra, están íntimamente ligados y se explican en profundidad por las mismas causas«.

A lo largo de las páginas que siguen, veremos cómo la ligazón intima que existe entre la autogestión y la independencia de las naciones no es sino una de las formas particulares, pero decisivas en buena parte de los procesos revolucionarios, en la que se plasma la lucha entre el Capital y el Trabajo. Veremos también cómo la autogestión es momento de un proceso de lucha, proceso no determinado mecánica ni ciegamente, no economicista en suma, sino abierto a la incertidumbre y a la dialéctica del azar y de la necesidad como componentes internos de la totalidad en clonflicto. Desde esta perspectiva, el concepto de «independencia» adquiere un valor extremo porque, en síntesis, nos ayuda a comprender cómo frente a la opresión –la de género, la nacional y la clasista, por su cronología histórica de surgimiento– las y los oprimidas y oprimidos no tienen otra alternativa, si realmente quieren liberarse, que la de construir una práctica y una teoría cualitativamente diferentes de las del opresor. La independencia del colectivo explotado es el primer requisito de su emancipación, indepoendencia que se va constituyendo en la iteracción ascentenden entre su autoorganización, su autogestión y su autodeterminación.

Si la independencia es la necesidad del colectivo oprimido, la dependencia es una de las tácticas del opresor. Una persona dependiente nunca será libre, y menos aún lo será un colectivo. La dependencia se impone de muchas formas, pero todas ellas giran alrededor del papel clave que juega el Estado en cuanto centro vital de coordinación estratégica de las diferentes tácticas que forman el paradima, sistema y estrategia represiva del Estado dominante. Ya en este nivel de análisis, es imposible separar cualquier pesnamiento, ideología y»teoría» –menos aún la sociología burguesa fabricada por la industria de la alienación capitalista– de los finos y precisos tentáculos del pulpo estatal. Quiere esto decir que no existe nada neutral cuando nos enfretamos con el crucial problema de la práctica emancipadora. Y menos aún conforme esa práctica asciende y se enriquece, según va dando pasos creativos desde la mínima e inicial autoorganización de base hasta la autodeterminación colectiva a individiaul –la revolución social es el ejemplo paradigmático de la radical autodeterminación del Trabajo– pasando por la autogestión y todas las formas de cooperación y ayuda mutua, cooperativismo obrero y popular, control obrero, consejismo y sovietismo, comunas, etc.

Yerra el iluso que crea que, en este nivel de antagonismo, pueda existir la «teoría neutral» equidistante de las fuerzas sociales irreconciliablemente enfrentadas. De entre los muchos ejemplos que demuestran esta verdad, escogemos precisamente el que se refiere al tema de este escrito. Toda la verborrea sociológica, exceptuando muy minoritarios casos, está destinada a negar su existencia , o a tergiversarla y falsearla si no ha podido ocultarla. Resulta extremadamente difícil encontrar alguna referencia siquiera circunstancial a esta práctica estructural y estructurante del Trabajo a lo largo de los miles de títulos que componen la demagogia sociológica burguesa. Todavía es peor la situación cuando nos introducimos en la «teoría económica» y en la historiografía burguesa. Sobre la primera, Marx ya demostró su necesaria e inevitable incapacidad científica –en el sentido marxista de «método crítico»– para conocer las leyes de evolución y crisis del capitalismo. Sobre la segunda, basta ojear periódicamente las industrias editariales, las bibliotecas, las publicaciones universitarias y las «investigaciones históricas» para confirmarlo.

Lo peor de todo sucede cuando hay que superarar los análisis parciales y estáticos y elevarse a una visión sintética y dinámica de la totalidad social. En el momento de este salto dialéctivo en el proceso de pensamiento, la ideología burguesa muestra su impotencia objetiva para conocer la realidad y su decidida voluntad subjetiva para que no sea transformada. Mientras que, desde el marxismo, la evolución socioeconómica exige de la intervención de la lucha entre el Trabajo y el Capital, desde la ideología burguesa sólo se admiten factores o fuuerzas aisladas e incomunicadas y nunca en contradicción dialéctica. En el ema que tratamos aquí, según la ideología burguesa no existe relación alguna entre el proceso de autoorganizaci´pn, autogestión y autodeterminación del Trabajo y la evolución de la economía. Impuesto este dogma desde las escuelas, colegios, univerisades públicas y provadas, etc., quien desee desarrollar la concepción contraria, la marxista, desde dentro del sistema oficial de pensamiento se encontrará ante una desalentadora pobreza de investigaciones históricas, textos, bibliografía y sobre todo, de conceptos e hipótesis alternativas a las oficiales.

La alternativa que se le presenta a quien sí quiera avanzar en esta dirección consiste en, de nuevo, buscar y desarrollar su propia independencia de pensamiento, aprendiendo a buscar en todas partes y también a utilizar los muy contados recursos que se pueden extraer de las instituciones del saber oficial, como las universidades, entre otras. Pero sobre todo, imbricándose esencialmente con y en la práctica colectiva del Trabajo en su lucha emancipadora. Solamente así se puede avanzar en la comprensión de que la evolución social es producto de la lucha de clases y de que no existe nada al axterior de ella. Esta teoría es una base irrenunciable del marxismo que se confiorma de nuevo en cada situación crítica. Sin ir más lejos, y como ejemplo de cómo la praxis teórico-práctica permite conocer la dialéctica de factores objetivos y subjetivos en el acontecer humano, tenemos el texto «La política económica como mecabnismo de represión social» de Rodríguez González en el que estudia y demuestra dicha dialéctia. Hemos escogido esta cita por lo ilustrativa que nos parece:

«Así, en la crisis estallada en 1929 y cuyos efectos se prolongaron a lo largo de la década de los años treinta, no fue únicamente una cuestión de mal funcionamiento de los mecanismos económicos lo que desembocó en el crack bursátil que detonó el hundimiento económico general. Fue precisamente el choque entre las formas que adoptaba la economía y la situación política prevaleciente en aquel momento, lo que en buena parte llevó al estallido del ‘29. En el plano económico, a partir de los adelantos técnicos desarrollados en la Primera Guerra Mundial y en la década de los años veinte, se produjo un acelerado desarrollo de las fuerzas productivas en Estados Unidos y en los países económicamente más avanzados de Europa, mientras que en el plano político prevalecía la tendencia a la contención de la movilización de las clases populares y de las acciones sindicales en reclamo de mejoras salariales.

Ello como respuesta de las clases dominantes a la ola de levantamientos sociales que se sucedieron al término de aquella guerra y a la Revolución rusa de 1917; desde el movimiento revolucionario en Alemania, tras la derrota en la guerra; el movimiento de los Consejos Obreros, en Italia, que tomó las fábricas en el norte del país en 1919-1920; la instauración de la República Soviética Húngara, en 1919; el movimiento de los Shop Stewards (Consejos Obreros), en Inglaterra, en esos mismos años, culminando con la declaración de la Huelga General Revolucionaria, con toma de establecimientos, en 1926; las luchas obreras y campesinas en España, que desembocaron en el denominado «trienio bolchevista» de 1918-1920 e, incluso, una fuerte movilización obrera en Estados Unidos, con repetidas «huelgas salvajes» impulsadas por las bases, con la oposición de sus propias dirigencia sindicales.

Frente al carácter generalizado y fuertemente ideologizado de esta movilización obrera que, al igual que sucederá en los años sesenta, pasa muchas veces por encima de las dirigencias oficiales de los partidos políticos y de los sindicatos; los sectores dominantes aceleraron en los años veinte el proceso de renovación tecnológica y de reorganización del trabajo, que acompañó al proceso de fuerte concentración monopolista, con la trustificación o cartellización horizontal y vertical del capital industrial y financiero. Este proceso –conocido como «racionalización» en aquellos años– que implicó la aplicación generalizada de innovaciones tecnológicas en la industria, como la cadena de montaje y el control de los tiempos de trabajo –fordismo, taylorismo– aseguraba el sometimiento del obrero a la máquina y la rutinización del trabajo, permitiendo reemplazar mano de obra por maquinaria para debilitar la fuerza del movimiento obrero y reducir el número de trabajadores especializados, que eran los que generalmente encabezaban la organización de la lucha obrera.

Todo ello llevó a un fuerte aumento de la productividad y del volumen de producción, mientras se mantenía una clase obrera política y económicamente reprimida, dando lugar a un nuevo tipo de desocupación, ligada al desarrollo de la racionalización técnica y, por lo tanto, de carácter estructural, que se hizo sentir en la mayoría de los países industrializados mucho antes de que estallara la crisis en 1929, lo que debía desembocar necesariamente en esa crisis de sobreproducción o subconsumo«.

No hace falta mayor explicación para comprender la distancia insalvable que separa a esta interpretación de la realidad histórica de la burguesa, con todas sus variantes. En la cita, la práctica del Trabajo, que se expresa en las formas de autoorganización consejista, es inseparable de las decisiones anteriores del Capital, en las que hay que integrar sus políticas económicas que tienen explícitos objetivos de represión social. Pues bien, una de las maneras más efectivas que existen para mantener la efectividad de la represión del Trabajo no es otra que la de negar la parcialidad de la política económica y afirmar, por el contrario, además de su asepsia institucional, sobre todo su supuesto «contenido democrático» al ser elaborardapor un sistema supuestamente «democrático parlamentario». Aunque esta afirmación parace obvia y clara, sin embargo no es fácilemente perceptible porque, como veremos, uno de los secretos del dominio burgués radica en invisibilizar su realidad y, como en la religión, transustanciar el efecto por la causa.

Ahora bien, si emanciparse de la ideología burguesa es ya difícil, el problema se complica cuando además hay que hacerlo no sólo sin la ayuda de la dogmática stalinista sino abiertamente contra ella. Durante casi setenta años, desde finales de los veinte hasta mediados de los noventa, el grueso de la teoría marxista de la independencia de clase del Trabajo ha tenido que elaborarse en abierta confrontación con el stalinismo, que redujo a la nada la impresionante riqueza intelectual marxista elaborada hasta entonces. La razón era muy simple y nos remite a la incompatibilidad última entre el poder soviético, continente y contenido de la independencia de clase del Trabajo, y la casta burocrática surgida en la URSS. A lo largo de las páginas que siguen nos enfrentaremos constantemente a este problema. Pero incluso en la actualidad, la herencia del stalinismo sigue siendo terrible por la pervivencia de una forma de interpretar la realidad que aunque va agotándose con los años, aún colea.

Especial daño ha causado en un continente que ahora mismo es el mayor foco prerrevolucionario del planeta. En la América Latina, además de ferocnes contrarrevoluciones y dictaduras militares, también ha jugado en contra de la emancipación de sus pueblos en algunos momentos importantes el dogmatismo stalinista de los PCs oficiales. Conocidos ntelectuales formados por la tradición stalinista de los PCs oficiales han sido incapaces de superar el conocimiento superficial y libresco de Lenin, por ejemplo, para pronfundizar en su métiodo, adaptándolo a las condiciones latinoamericanas. Tal es el caso de Marta Harnecker en una obra de 1985 –«La revolución social: Lenin y América Latina«– en la que, aparte de repetir verdades obvias como puños al estilo de: «Si en los países atrasados, por ejemplo, se trabaja sólo con el proletariado, despreciando el papel revolucionario del campesinado y de los sectores medios y marginales; si en un país con una marcada población indígena no se asume la defensa de los intereses de las minorías nacionales, jamás se podrá reunir la fuerza suficiente para vencer a los enemigos de la revolución«, se termina negando explícitamente la valía de la concepción leninista del poder soviético justo al final del texto: «Es interesante observar cómo las revoluciones triunfantes tienden a proyectar algunas de sus características peculiares como principios generales y de esa manera, en forma quizá inconsciente exportan, no la revolución –cosa que es imposible de exportar, como hemos visto– pero sí un cierto modelo de ella. Recordemos que Lenin incluía entre los «principios fundamentales del comunismo» no sólo la dictadura del proletariado sino también el poder soviético. La historia demostró que este último fue un rasgo específico de algunas revoluciones de aquella época, pero no puede ser considerado un principio general de toda revolución«.

No podemos entrar ahora a una crítica de esta tesis directamente antimarxista que niega la continuidad esencial entre el «poder comunal» de Marx y el «poder soviético» de Lenin, continuidad inseparable de la naturaleza transitoria del Estado obrero y de la dictadura del proletariado. Sí tenemos que insistir en las relaciones de esta continuidad tanto con el proceso entero de la autogestión como, sobre todo por el tema que aquí analizamos, con las relaciones del sovietismo con las formas comunales de la propiedad colectiva precapitalista, y más adelante analizaremos la postura de Lenin al respecto en 1920. Este problema decisivo para comprender la historia de América Latina está ausente en la citada obra de Harnecker. Sin embargo es, como veremos, una cuestión que reaparece en el debate teórico-político una y otra vez desde que a finales de la tercera década del siglo XX se agudizó el choque entre Mariategi y el dogmatismo eurocéntico de los PCs oficiales latinoamericanos.

J. E. Schulman ha estudiado en «Vigencia de J.C. Mariátegui en el pensamiento crítico latinoamericano«, tanto lo esencial de la obra teórica de este comunista peruano como la confrontación que sostuvo en junio de 1929 con los stalinistas del Secretariado Latinoamericano de la Internacional Comunista durante la Conferencia de Partidos Comunistas de Sudamérica. No hace falta citar a Schulman porque nos extenderemos al respecto posteriormente aunque sí hay que decir que, primero, los años transcurridos han confirmado las tesis de Mariategi; segundo, han mostrado la relación de su pensamiento con el del Che en cuestiones determinantes que no podemos exponer ahora y, tercero, significativamente, Harnecker no cita ni una sola vez a ambos comunistas latinoamericanos en su obra citada.

Mas la importancia del tema que tratamos, a saber, la continuidad histórica que va del apoyo mutuo al comunismo pasadando por una larga lista de prácticas autoorganizadas que expresan la autoorganización independiente del Trabajo en su lucha contra el Capital, entre las que se incluye el poder soviético, supera por importancia estratégica a la muy importante experiencia latinoamericana, extendiéndose prácticamente a todos los procesos emancipadores. Si pudiéramos profundizar en la crítica de la tesis antimarxisa de Harnecker tendríamos que recurrir a la dialéctica entre las categorías de lo singular, lo particular y lo universal en las luchas de las masas trabajadoras no sólo en América Latina sino, como hemos dicho, en la generalidad de las experiencias.

Precisamente, es esta dialéctica materialista la que nos facilita la comprensión del actual proceso de aparición de formas «clásicas» de autoorganización del Trabajo en su lucha contra el Capital en el corazón mismo del monstruo burgués. Si bien al final de este texto nos extenderemos un poco al respecto, estudiando las principales características de esta «nueva» oleada de «viejas» formas sociales, sí queremos pisar el suelo europeo, concretamente el italiano, para comprobar cómo se repite el proceso. Leamos a Negri en «Luchas sociales en Italia. ¡Por una democracia absoluta!«, que después de analizar los cambios políticos italianos, la podredumbre socialdemócrtas y de las izquierdas tradicionales, los ataques del gobierndo de Berlusconi, etc., y las crecientes luchas sociales, sintetiza las constantes de esas luchas y su antagonismo total con las «viejas» formas de la izquierda reformista, afirma:

«La mayoría de los movimientos nuevos estiman necesario refundar la izquierda sobre una población nueva: los trabajadores, incluyendo a los precarizados y a los pobres; los trabajadores industriales, pero también a los intelectuales; los hombres blancos, pero también las mujeres y los inmigrantes (…) Este nuevo programa –para una fase distinta, más avanzada, de la revolución comunista– ya está inscrito en la conciencia de numerosos ciudadanos y militantes de la nueva izquierda. Es un programa de «democracia absoluta» como diría Spinoza y como deseaba Marx: una república fundada en la mayor cooperación entre los ciudadanos y en la construcción y el desarrollo de bienes comunes (…) Huelga subrayar la extrema importancia que, dentro de esta perspectiva, adquieren las temáticas de administración participativa, y en general del cooperativismo. Estas temáticas implican una completa renovación del concepto mismo de política, concebida ya no de forma representativa sino expresiva, así como el concepto de militancia política. Es importante que se vuelvan eficaces«.

Mientras que la referencia a Spinoza nos remite a los momentos gloriosos de la orgullosa burguesía revolucionaria de pleno siglo XVII, la reivindicación de los «bienes comunes» nos remite a las luchas de las sublevaciones esclavas e incluso de las primeras quejas de los campesinos en las sociedades preclasistas ya en tensión interna por la formación de castas religioso-militares que empezaban a acaparar partes crecientes del producto social excedente. A lo largo del texto, veremos que el cooperativismo reivindicado por la «nueva izquierda» es tan «viejo» como los sistemas chinos, babilónicos y romanos; pero también veremos que, junto a la ayuda mutua inherente al cooperativismo y otras formas de autogestion parcial o global, aparece el problema de los sentimientos, conciencias e identidades colectivas de los grupos sociales que impulsan esas practicas de ayuda mutua.

Al comienzo de esta presentación insistíamos en las relaciones entre el proceso autogestionario y la independencia de las naciones. Incluso autores que no han prestado apenas atención en sus estudios históricos sobre los procesos revolucionarios al tema que aquí tratamos, como en es caso, por ejemplo, de C. Tilly en «Las revoluciones europeas, 1492-1992«, no tienen mas remedio que preocuparse por la creciente fuerza de los «nacionalismos revolucionarios«. Tilly, para centrarnos en ese caso y dejando de lado otras criticas, tiene la sensatez de terminar su investigación histórica reconociendo que mientras el Capital aumenta su movilidad a escala planetaria, superando loas estrecheces del Estado-nacion burgués del siglo XIX y buena parte del XX, por el lado opuesto, los «particularismos culturales» como los define, tienden a aumentar en su fuerza. Ahora bien, Tilly opina que «En el futuro, el pluralismo cultural podría ser compatible con la delegación del poder económico y político en entidades muy amplias, que no serian ya los estados consolidados que han existido durante doscientos años. Lo que para algunos es una era de renovado nacionalismo revolucionario bien pueden ser los prolegómenos de su total decadencia«. Sorprende el simplismo de esta afirmacion tras la lectura de un libro tan interesante.

Llegamos así a uno de los problemas decisivos. Incluso los grandes Estado-nacion burgueses de los siglos XIX y XX tenían una cierta dependencia para con las relaciones exteriores, el comercio mundial, las materias primas, las presiones internacionales de otros Estados, etc. La llamada «independencia nacional» burguesa siempre ha sido relativa a las condiciones de interdependencia en la producción y en el mercado mundiales al extablecerse desde antiguo, desde el siglo XV, como demuestra Eric.R. Wolf en su imprescindible «Europa y la gente sin historia«. En este contexto evolutivo, ha sido fundamental la jerarquía de dominación mercantil, colonialista e imperialista, de modo que la potencia hegemónica en la escala de la economía-mundo ha obtenido una mayor ganancias obre el resto de modo que a mayor ganancia internacional e imperialista, mayor «independencia nacional» burguesa. La «independencia nacional» burguesa era así mayor cuanto más ganancias se expoliaban del exterior y más poder detentaba el Estado concreto. No merece la pena extendernos aquí repitiendo las tesis de Wallerstein y otros autores al respecto. En cada fase histórica del modo de producción capitalista, las relaciones entre la «independencia nacional» burguesa y las relaciones internacionales de división del trabajo y de mercado, han obligado a los grandes y pequeños Estados a adecuaciones periódicas. Muchos estadops se veina oblogados a «delegar» en otros algunas de sus atribuciones. Ahora vivimos una fase de adaptación similar. No tener en cuenta la existencia de estas fases y los cambios adaptativos que imponen a los Estados burgueses es entender la independencia como un absoluto metafísico.

Sin embargo, desde la perspectiva del pueblo oprimido nacionalmente el problema cambia ya que ni puede establecer relaciones controladas de interdependencia con el exterior ni menos aun tiene posibilidad de una independencia propia que le garantice el control propio de esa interdenpendencia. Por esto, un pueblo oprimido se presenta ante la nueva fase histórica del capitalismo con necesidades muy diferentes a las de las burguesías estatalizadas. Debido a esto, la primera necesidad de un pueblo oprimido es la de acceder al control de su interdependencia, es decir, a su independencia estatal. Desde luego que por Estado hay que entender un instrumento administrativo y de poder. En cuanto instrumento, su forma esta supeditada a su finalidad y objetivos, y en la medida en que estos cambian y cambia la finalidad, en esa medida el instrumento estatal ha de cambiar. Nunca es estático sino adaptativo a las necesidades internas y externas. El primero en saberlo es el propio pueblo carente de Estado porque sufre en sus propias carnes esa carencia y además las presiones de otros Estados.

Aquí interviene decisivamente el tema que intentamos esclarecer muy superficialmente en esta cortas paginas. Los pueblos oprimidos no puede en absoluto copiar las forma-Estado de las burguesías opresoras nacionalmente. Deben crear un instrumento estatal cualitativamente diferente. Para ello han de partir, antes que nada, de sus propios recursos materiales y simbólicos, de esas «bases comunes» que han conservado mal que bien pese a todas las expoliaciones que han sufrido. Las formas de organización y autocontrol serán, en la medida de lo posible, las mas adecuadas a las condiciones internacionales impuestas por la fase histórica, siempre partiendo del grado de poder construido y alcanzado por el pueblo en su liberación. El poder construido y alcanzado, también el poder político arrebatado al Capital, será imprescindible para avanzar en la (re)-construcción de su soberania en el marco mundial que exista y que en buena medida también será producto de su misma intervención liberadora, junto a la de otras clases y naciones oprimidas. Se trata de una dinámica de lucha, que no de un proceso determinista, ciegamente condicionado por el automático desarrollo económico.

Todavía mas, en la medida en que las luchas actuales critican radicalmente estructuras de explotación de la fuerza de trabajo que no son eternas, en esta medida surge el problema de la historicidad de la lucha y de las reivindicaciones. Es decir, el problema de las relaciones entre luchas anticapitalistas, antifeudales y antiesclavistas, pero también contra la opresión étnica y nacional y contra el patriarcado. Como veremos en las paginas que siguen, existe un hilo rojo que conecta internamente muchas de estas luchas y que supera al modo de producción capitalista para sacar a la luz exigencias radicales anteriores. Lo que Tilly define como «nacionalismo revolucionario» y/o «particularismo cultural» suele tener una solidaridad internacionalista y una asunción consciente de la herencia historica de luchas anteriores muy superior en todo al egoísmo burgués, auténticamente particularista en el sentido negativo de la palabra. Ello es debido a que esos movimientos –en su inmensa mayoría– no dudan en reivindicarse como partes de un proceso humano más amplio. Desde esta visión, el problema del futuro del Estado, de su posibilidad, cambia totalmente porque su reivindicación no responde al egoísmo insolidario típicamente burgués, sino al más coherente criterio según el cual la mejor manera de acelerar la emancipación humana general empieza por impulsar la emancipación humana concreta. La mejor forma de lucha contra la opresión de los pueblos empieza por conquistar la independencia propia.

En resumen, el texto que sigue pretende mostrar cómo las masas trabajadoras y las naciones explotadas por el capitalismo no sólo pueden utilizar beneficiosamente en sus luchas emancipadoras restos de formas sociales de resistencia de otras masas explotadas por y en modos de producción anteriores, sino que además esos restos, subsumidos creativamente en una nueva totalidad, facilitan y aceleran la victoria de las naciones y pueblos primero mediante un Estado propio que, segundo, les permita avanzar al socialismo como fase histórica transitoria y previa al comunismo, fase en la que los Estados hayan pasado al museo de la historia. Pero mientras tanto, los pueblos oprimidos deberán crear sus formas estatales acordes a sus necesidades y a sus sistemas de ayuda mutua, cooperación y autogestión.

1. Cooperación, historia y utopía

Quien haya leído «El apoyo mutuo» de Kropotkin –«uno de los grandes libros del mundo«, según Asmley Montagu–, sabrá que la cooperación, el apoyo o ayuda mutua es algo consustancial a la vida animal en general y no sólo a la humana. Todas las investigaciones posteriores han confirmado de nuevo los descubrimientos de Kropotkin, aunque, en realidad, ya Engels había insistido en la socialidad humana con un cuarto de siglo de antelación. Engels y Marx apreciaron antes que nadie las tremendas consecuencias positivas de la teoría de Darwin pero también su posible tergiversación debido a sus ambigüedades –lo que luego sería el socialdarwinismo– y analizaron esta dialéctica en varios escritos y cartas.

En la Carta a Lavrov de noviembre de 1875, Engels se opone rotundamente a toda interpretación reduccionista y biologicista de la historia humana como simple historia de la lucha ciega y feroz del hombre contra el hombre. Al contrario, Engels afirma que: «No puedo sumarme a su idea de que (la lucha de todos contra todos) fue la primera fase de la evolución humana. A mi entender, el instinto social fue uno de los motores sociales de la evolución que conduce al hombre partiendo del mono. Los primeros hombres deben haber vivido en grupos, y, por todo lo que podemos remontarnos en el pasado, encontramos que así fue en efecto«.

Más aún, poco antes Engels defiende una tesis básica no sólo de la autogestión sino de la totalidad del comportamiento social humano a partir de un momento preciso de desarrollo de la dialéctica entre las fuerzas productivas y de las relaciones sociales de producción:

«La producción humana alcanza, por tanto, en un determinado estadio, un nivel tal que no sólo satisface las necesidades indispensables a la vida, sino que crea productos de lujo, si bien, al principio, están reservados a una minoría. La lucha por la vida, si, por un instante, queremos conceder algún valor a esa categoría, se transforma en un combate por los goces., no ya sólo por los medios de EXISTENCIA, sino por medios de DESARROLLO, por medios de desarrollo PRODUCIDOS SOCIALMENTE. Y en este plano, las categorías tomadas del reino animal ya no son utilizables. Pero si, lo que sucede actualmente, la producción, en su forma capitalista, produce una cantidad de medios de existencia y de desarrollo mucho mayor de lo que la sociedad capitalista puede consumir, porque aleja artificialmente a la gran masa de los productores reales de esos medios de existencia, se ve obligada a aumentar continuamente esa producción ya desproporcionada para ella, y si, por consiguiente, periódicamente, cada diez años, viene a destruir no sólo una masa de productos, sino también las fuerzas productivas, ¿qué sentido tienen entonces todos los discursos sobre la «lucha por la vida»? La lucha por la vida no puede consistir entonces más que en esto: la clase productora arrebate la dirección de la producción y de la distribución de bienes de las manos de la clase a la que correspondía esa tarea y que se ha hecho incapaz de asumirla, y en eso consiste precisamente la revolución socialista«.

Vemos así, según Engels, una dialéctica histórica, entre el goce humano y el desarrollo social, entre el proceso de expropiar el lujo a la minoría dominante y el proceso de reordenar la sociedad para conseguir que la mayoría goce de esos lujos. Esa reordenación no es sino la revolución socialista. La autogestión, desde esta perspectiva, va indisociablemente unida a una mejora cualitativa de las condiciones de vida de nuestra especie, de reducción de sus sufrimientos y de aumento de sus goces. La cooperación, la ayuda mutua, la autoadministración de los productores asociados, etc., no responden, siempre desde esta perspectiva, a una pulsión idealista y abstractamente ética, sino a una muy consciente necesidad y deseo de aumentar los goces colectivos y reducir los colectivos sufrimientos. En realidad, Kropotkin no hace sino confirmar las tesis marxistas. Se explica así que sobrevivan en el presente, en sociedades más complejas y con contradicciones más duras, viejos hábitos sociales de cooperación heredados de modos de producción anteriores que facilitan prácticas de ayuda y apoyo mutuo, de cooperación colectiva en el trabajo, en la lucha, en la fiesta, etc.

Cualquier texto de historia del socialismo precisa con algún detalle la larga historia de la iniciativa colectiva basada en las sucesivas formas que va adquiriendo la cooperación entre las gentes oprimidas para mejorar su situación. Por ejemplo, en Sudamérica, el ayllu andino que sobrevivió a la represión de los Incas, españoles y gobiernos liberales y neoliberales, o la práctica del código de minga, de ayuda solidaria a todos los desvalidos. Los jesuitas intentaron adaptar estas costumbres a sus prácticas de integración de los indios. En la extensa pampa de los gauchos, la propiedad colectiva de las tierras se mantuvo hasta el alambrado de los campos en 1875, reapareciendo después en formas de resistencias y reivindicaciones sociales. Como veremos, en Marx la cooperación es analizada desde dos perspectivas, la genético-estructural de autogénesis de la especie humana en cuanto cooperación social necesaria para la producción de valores de uso, y la de la cooperación histórico-genética dentro de una formación social concreta, la capitalista en nuestro caso, para la producción de valores de cambio bajo condiciones de explotación.

En Euskal Herria sobreviven de modos de producción anteriores, y de la fase preindustrial del capitalismo en nuestro país, las prestaciones mutuas de materiales —ORDEAK–; el trabajo común en labores duras y repetitivas —LORRA–; el apoyo mutuo en momentos de desgracia —HERMANDADES–, y el trabajo colectivo en labores necesarias —AUZOLAN–. No hace falta decir que estas prácticas iban unidas a otras formas de debate y decisión colectiva —BATZARRA, ANTEIGLESIA, ETC.– que a pesar de todas las contradicciones sociales y de género internas que tuvieron en sus tiempos, sin embargo han fijado costumbres autoorganizativas sin las cuales no se comprende la evolución sociopolítica y cultural vasca posterior.

Este fenómeno no es extraño ni exclusivo para Euskal Herria pues toda la historia de la resistencia obrera y popular de finales del siglo XIX y comienzos del XX en Europa y EEUU está también influenciada por los restos de la cooperación y ayuda mutua campesina precapitalista. Por ejemplo, un factor importante en el surgimiento de la primera experiencia soviética mundial, la de la revolución rusa de 1905, fue la pervivencia de los hábitos de solidaridad, cooperación –el artiél— y decisión colectiva de los campesinos organizados en comunas —obshchina— en sus luchas contra los señores zaristas. Del mismo modo, uno de los secretos de las tremendas fuerzas desatadas por las luchas anticoloniales y de liberación nacional desde esas épocas, e incluso antes, radica en su profundo engarce con prácticas similares.

1.1. Rastros históricos de la cooperación

Centrándonos más en el cooperativismo, una de las formas de la cooperación, quienes han buceado en el pasado hablan de que ya en el siglo -XXV los egipcios disponían de asociaciones cooperativa para la administración económica; también hablan de que los fenicios desarrollaron una especie de cooperativas de seguros mercantiles y navieros en el siglo -XV. Sí se puede hablar de «proto-cooperativas» de ahorro y crédito durante la dinastía Chou en la china del siglo -XIII. Pero es en la Babilonia del -550 en donde descubrimos cooperativas que se asemejan mucho a las actuales, cooperativas de intercambio y mercantilización de productos agrícolas —undestabing–, pero también eran sociedades de créditos blandos para los pobres que, además, les defendían contra las exigencias de los prestamistas. Por su parte, en el -45 Julio César prohibió las collegia o cooperativas de los pequeños artesanos romanos, mediante las que se defendían del creciente poder oligárquico.

Durante la Edad Media occidental también abundaron ejemplos al respecto, sobre todo sectas utópicas comunalistas y milenaristas, y no han faltado autores que se han remontado a los monasterios y órdenes religiosas medievales para encontrar ejemplos prácticos de trabajo en cooperación. Del mismo, aunque a menor escala, desde el siglo XVI sectas cristianas protestantes practicaron mezclas de cooperación y ayuda mutua con trabajo familiar individual. En 1696 el terrateniente cuáquero Bellers presentó un proyecto al Parlamento inglés para crear cooperativas autosuficientes formadas por entre 200 y 300 miembros. En 1760 obreros de los arsenales ingleses de Chatham y Woolwich fundaron cooperativas de molino y panadería para bajar los altos precios oficiales y pronto esa experiencia se expandió a otros oficios. En febrero de 1819 tras once semanas de huelga obreros del tabaco ingleses organizaron ellos mismos la producción.

Owen (1771-1858), fue el máximo exponente en Gran Bretaña de un socialismo que rechaza la lucha de clases y que propugna la reforma económica mediante, entre otras cosas, el cooperativismo de producción y consumo, y mediante bolsas de trabajo. En 1824 Owen logró reunir la apreciable cantidad de 50.000 libras esterlinas comprando 8.000 hectáreas de campos y talleres; en 1825 llegaron los primeros miembros de «Nueva Armonía» y la armonía desapareció desde el primer segundo de experiencia colectiva. La producción cooperativa resultó un fracaso; las relaciones interpersonales entre los 900 miembros degeneraron en fracciones radicalmente opuestas; los trabajos comunales internos, desde la cocina hasta los aseos, originaban múltiples disputas; el autoritarismo personalista de Owen echaba leña a los fuegos de las disputas, y sólo se salvó el sistema educativo.

Para 1827 se había cerrado el experimento. Mas el fracaso no anuló el impacto del owenismo porque ya en 1824 se había creado la «London Co-operative Society«; en 1827 la «Brighton Co-operative Society«; en 1829 una cooperativa especialmente dedicada a la difusión teórica y propagandística del owenismo con el periódico «British Co-operator«. En 1830-32 las cooperativas ascienden de 300 a 500, siendo entonces cuando Owen crea la «Bolsa nacional de cambio equitativo del trabajo» que emite «billetes de trabajo» que se supone expresan el tiempo invertido en la fabricación más el costo de las materias y máquinas empleadas.

Los primeros meses el proyecto alternativo funcionó porque fueron los artesanos y algunos pequeños industriales quienes aceptaron su equivalencia supuesta, y la euforia apareció entre los reformadores sociales que creían haber encontrado la fórmula mágica para instaurar pacíficamente el socialismo cooperativista oweniano. Recordemos que en ese mismo 1832 terminó en derrota una oleada ascendente de lucha obrera y campesina iniciada en 1829, aplastada militarmente con 9 ahorcamientos y 457 deportaciones. El owenismo apareció durante este período como la alternativa pacifista y realista de cambio gradual mediante un cooperativismo capaz de transformar desde dentro al capitalismo. Pero estos sueños se esfumaron a los pocos meses de aparecer el «billete de trabajo», y buena parte de los obreros owenistas se radicalizaron pese a los llamamientos de su líder creando la GNCTU, pero una burguesía envalentonada por la represión de 1832 y conocedora de las fuertes discrepancias entre Owen y sus allegados, arremetieron contra los obreros destrozando el movimiento, que con sólo 6 deportaciones –los «mártires de Tolpuddle», según la prensa owenista– se paralizó totalmente en 1834.

Por poner un ejemplo del ideario de Owen, tenemos la recomendación que hizo a los trabajadores de la construcción de Manchester en huelga en agosto de 1833, presionados por la patronal para que firmaran un documento comprometiéndose a no afiliarse a ninguna sociedad obrera, y expulsados al paro: «El despido de los operarios de la construcción y las diferencias existentes con sus empleadores tenderá, creo, a hacer un bien permanente a las dos partes. Aporta una magnífica oportunidad para vosotros, miembros de las clases trabajadoras (los patronos y sus hombres son trabajadores) para de una manera serena, tranquila, pero sobremanera efectiva, llevar inmediatamente a cabo un acto de afirmación«.

Por «afirmación» Owen entendía una lenta autogestión interclasista y socialmente neutra de los trabajadores. La fuerza de esta ideología en el movimiento obrero británico era tal que incluso cuando fueron despedidos todos los afiliados a la Unión de Derby en diciembre de ese año, redactaron un documento reafirmándose más que Owen en la línea interclasista. Esta situación ideológica más la represión policial, y otros factores, hicieron que en 1834 cayeran en picado los índices de afiliación obrera, pero la recuperación no tardaría en iniciarse pues ya en 1836 surgieron los primeros movimientos cartistas, que fueron aprendiendo, en una primera fase, la importancia de la acción política y democrático-radical, que no sólo reivindicativo y cooperativista; y en una segunda fase, desde 1848, la importancia de los programas socialistas, pero esta es una cuestión que ahora no podemos analizar.

Un ejemplo de la profundidad en los debates sobre el cooperativismo, el sindicalismo y el futuro socialista, conviene recordar a la corriente de los «economistas utópicos» del primer tercio del siglo XIX, considerados con razón como parte de los «padres teóricos» de Marx, que hicieron una poderosa crítica de las limitaciones de David Ricardo, desarrollando sus innegables aspectos positivos desde la perspectiva de un socialismo utópico más coherente en la denuncia del capitalismo que las visiones de Owen y demás cooperativistas. La mayoría de ellos daban una gran importancia al cooperativismo radical y no interclasista. Uno, tal vez el principal, fue Willian Thompson (1783-1833), que insistió en la necesidad de que los sindicatos creen cooperativas decididamente orientadas a la expansión de un sistema completo de vida comunista en la que los trabajadores sean «copropietarios, coproductores y cohabitantes«. En 1830 publicó las «Directrices prácticas para el establecimiento de comunidades«, en el que afirma:

«La sociedad, tal como está organizada actualmente, sufre ante todo escasez e inestabilidad en el empleo de las clases trabajadoras. ¿Cuál es la primera causa de este subempleo? Es la carencia de ventas y de mercados. No se logra vender los productos fabricados y entonces se malvenden a un precio inferior al coste de producción; por ello, los fabricantes no pueden ofrecer empleo permanente y remunerado. El único recurso evidente es un mercado seguro para la mayoría de los productos indispensables. El sistema de trabajo cooperativo ofrece la solución. En lugar de buscar en vano mercados exteriores en el mundo entero, donde se encuentran sobrecargados o inundados por la incesante competencia de productores hambrientos, realicemos la asociación voluntaria de las clases trabajadoras. Éstas son suficientemente numerosas como para asegurar un mercado directo y mutuo de los bienes más indispensables en materia de alimentos, vestidos, mobiliario y alojamiento«.

Por su parte, Fourier (1773-1837), imaginó una sociedad compuesta por cooperativas federadas que él detalló minuciosamente, con precisión milimétrica, pero que en ningún momento detuvieron el empeoramiento de las condiciones de vida y trabajo de las clases oprimidas, aunque en 1830 sus seguidores formaron un colectivo que editaba la revista «La democracia pacífica«, y en 1833 fundaron en el estado francés un falansterio en Cende-sur-Vesgres, de muy larga duración. En 1830 Dunayer publicó en París un Tratado de la Economía Social y por entonces, en Lovaina, se impartió un Curso de Economía Social. En 1831, Phillipe Bouchez crea el «Diario de las ciencias morales y políticas«, verdadero ideario teórico del cooperativismo francés, netamente cristiano. Entre 1826 y 1835 las cooperativas se multiplican, registrándose oficialmente 250, y a partir de 1831 empiezan a realizarse congresos de cooperativas.

Con frecuencia, los obreros se autoorganizan en cooperativas para librarse de los patronos, como sastres franceses en 1833. En Barcelona alrededor de un centenar de familiar trabajadoras crean en 1840 una cooperativa de consumo, «Compañía Fabril de Tejedores del Algodón de Barcelona«, iniciando una larga experiencia que daría un salto en 1865 con la cooperativa de consumo de la «Fraterninat de la Barceloneta«, y luego, en 1880, con la cooperativa de producción de los Silleros. Como veremos más adelante, esta experiencia fue decisiva para alcanzar los importantes logros catalanes y aragoneses en 1936-39.

1.2. Rochdale y otras experiencias

Pero, volviendo a la época, en 1844 menos de 30 tejedores en paro crearon en Rochdale, un barrio pobre de Manchester, una cooperativa de la que saldrán los famosos «Siete principios de Rochdale» que vertebrarían desde entonces el espíritu del cooperativismo oficial, interclasista y apolítico: matrícula abierta, neutralidad política, un socio un voto, interés limitado sobre el capital, ventas al contado, ganancias que vuelven al socio, educación y formación. En 1844 los campesinos pobres del pueblo danés de Rodding crearon escuelas cooperativas de nivel secundario. En 1847 el alcalde F. W. Raiffeisen y el juez municipal Hermann Schulze, de Delitzsch, fundaron una asociación de apoyo a los pobres que no era propiamente una cooperativa, y en 1849 Raiffeisen creó en el pueblo renano de Heddendorf una cooperativa de ahorro y crédito para las «clases pobres». En Valencia en 1856 se creó una cooperativa de producción y dos años más tarde una cooperativa de crédito en Buñol.

La depresión de 1846-48 supuso un estancamiento en el crecimiento de las cooperativas, pero desde 1849 cogen velocidad ascendente. En Gran Bretaña, en donde el cooperativismo tiene su gran fuerza, se produce un cambio cualitativo entre la fase de 1820-48 y la de 1850-72, año de inicio de otra crisis económica. Hasta la depresión de 1846-48, el cooperativismo mantiene un espíritu de alternativa al capitalismo dentro de su legalidad. Hasta la depresión de 1846-48, el cooperativismo mantiene un espíritu de alternativa al capitalismo dentro de su legalidad. Sin embargo, es un cooperativismo mayoritariamente de consumo pues fracasaron la mayoría de intentos del socialismo cristiano de aumentar las cooperativas de producción desde 1851.

A raíz de la recuperación económica entonces iniciada, el grueso del cooperativismo se aísla del nuevo movimiento obrero radical, se orienta hacia la búsqueda de mejores precios de consumo y de máxima rentabilidad bancaria de sus crecientes resultados y busca un eclecticismo ideológico que le permita dar cabida a «las ambiciones más estrechas como a las más elevadas», según afirma Lloyd Jones en una fecha tan temprana como 1852.

Se acelera entonces otra expansión que trajo consecuencias complejas pues, de un lado, se alejó del nuevo movimiento obrero surgiendo las tensiones que estudiaremos en su momento; de otro lado, el grueso de las cooperativas se asociaron y establecieron relaciones más estrechas a partir de las leyes de 1862 y de los esfuerzos coordinadores entre 1863-69, creando grandes redes de distribución y consumo, y, por último, este proceso se benefició del colonialismo británico por medio mundo, de modo que las grandes sociedades cooperativas llegaron a disponer de sus propias plantaciones de té en Ceilán, de campos de trigo en Canadá, de departamentos bancarios y de seguros, etc.

De este modo, una versión interclasista del cooperativismo se convierte en uno de los impulsores del reformismo laborista posterior ya que se desentiende de la reivindicación radical –marxista y anarquista– de la propiedad colectiva de los medios de producción y se centra en una ampliación del consumo de bienes, mejora salarial y cooperación interna con la política expansionista externa de la Gran Bretaña. En el Congreso de Cooperativas celebrado en Londres en marzo de 1875 la intervención de Tharold Rodgers remarca esta evolución. Mientras, en el Estado francés durante el corto período de 1864-68 una parte del movimiento obrero, la dirigida por Proudhon y Tolain, potenció el cooperativismo alternativo e incluso la famosa «Banca del Pueblo» destinada a dar créditos muy bajos. Hasta el emperador Napoleón III apoyó ese movimiento no sólo con la ley de 1864 sobre el derecho de huelga, sino también con el estatuto legal de las cooperativas obreras de producción de 1867.

Pero la agudización de la lucha de clases desde el año siguiente liquidó esta esperanza utópica. Simultáneamente, en Alemania desde 1863 Lassalle defendía un socialismo estatal respetuoso de la monarquía imperial, en la que el «Estado popular libre» impulsaría el cooperativismo de los trabajadores. Sin embargo, pese a que en esa misma época la Asociación Internacional de Trabajadores, defendía en sus congresos de Ginebra y Lausana la creación de cooperativas de producción antes que de consumo, pese a esto, son las tesis reformistas y mayoritarias, u otras muy parecidas, las que se extienden en Latinoamérica. En 1873 se crea una cooperativa en Puerto Rico. En 1875 el cooperativismo se empieza a establecer en Montevideo, Uruguay, según los Siete principios de Rochdale, y es aceptado por la burguesía como sistema integrador y desactivador de la áspera lucha de clases, sobre todo tras la dura huelga de 500 trabajadores de fideerías en 1884. En 1897 se crea una cooperativa agrícola en Avellaneda, Argentina.

2. Marx y Engels, autogestión y raíces colectivas

Hemos hecho antes referencia a las reivindicaciones radicales, marxistas y anarquistas, dentro del cooperativismo en esta época. No podemos hacer siquiera una muy breve reseña a ambos movimientos por lo que nos remitimos a dos textos de Marx como el «Manifiesto inaugural de la Asociación Internacional de Trabajadores«, o sus palabras en el «Primer Congreso de la Asociación Internacional de Trabajadores«, de 1866, cuando recomienda a los trabajadores que creen cooperativas de producción antes que de consumo pues mientras que las primeras, las de producción, afectan a la base del capitalismo, las de consumo sólo a su superficie.

La fuerza del argumento de Marx sobre las cooperativas de producción radica en que ayudan a minar, siempre que vayan dentro de una programa general de transformación revolucionaria, la lógica del capitalismo, su proceso de explotación y de extracción de plusvalor como requisitos previos insalvables para el mantenimiento de la producción misma, mientras que el cooperativismo de consumo sólo afecta al reparto, a la esfera de la circulación, y sólo puede mitigar parcialmente la injusticia pero no combatir la explotación en su misma raíz. Este argumento es central y estratégico en toda la concepción marxista del cooperativismo, y a la vez es este argumento el que demuestra el encuadre del cooperativismo dentro del proceso global que va desde el apoyo mutuo precapitalista a la autogestión socialista como paso previo al modo de producción comunista.

Pensamos que en el denominado «último Marx», que muchos investigadores fechan a partir de 1863, existen dos líneas de investigación dialécticamente unidas en el meollo de la autogestión colectiva como sistema básico de entender, en contra de la cosmovisión burguesa, la evolución humana. Ahora bien, y esto es fundamental reseñarlo, es en «todo Marx» y no sólo en el «último», en donde se aprecia una innegable y permanente insistencia en la capacidad y en la necesidad del Trabajo para organizarse contra el Capital. Este mensaje recorre toda la obra entera de Marx y Engels, aunque no utilizaran la palabra «autogestión». Dando esto por cierto, sí hay que insistir en que a partir de esa fecha, sin embargo, esta insistencia se enriquece, se profundiza y amplia. Desde esta visión dialéctica de la continuidad esencial en la obra de ambos revolucionarios, podemos introducir los enriquecimientos que se producen en y mediante las dos líneas nombradas.

Vamos a desarrollar la primera línea recuriendo a tres ejemplos del pensamiento de Marx y Engels. Uno consiste en la mayor insistencia en la importancia crucial de las luchas sociales en la evolución socioeconómica del capitalismo, visto este no como la simple suma de empresarios individuales sino como un sistema de relaciones sociales que se valoriza a sí mismo mediante la subsunción real del Trabajo en y mediante su explotación. Una muestra aplastante de esta dialéctica de la totalidad la tenemos en el cuaderno de notas preparatorias del «Sexto capítulo (inédito)» escrito entre junio de 1863 y diciembre de 1866. Esta obra no fue conocida hasta su publicación rusa en 1933 en edición limitada que fue además rápidamente retirada de la circulación. Las razones de su ocultación son obvias nada más leer el cuaderno y nos remiten a su imposible entronque teórico-político con el creciente proceso de dogmatización mecanicista que para entonces se implantaba en la URSS. Se tendrá que esperar a 1959, varios años después de la muerte de Stalin, para que Alemania Oriental reedite el cuaderno. Aún así, no será hasta comienzos de los setenta cuando, al amparo del desprestigio de la URSS y bajo la fuerza de las nuevas izquierdas, empiece a ser debatido en círculos dramáticamente reducidos. No podemos extendernos ahora ni en cómo fue la censura stalinista de las obras de Marx, y de otros muchos marxistas, ni en sus efectos demoledores, en especial sobre el tema que tratamos aquí.

En este sentido, en el texto que ahora usamos, Marx insiste una y otra vez en el contenido de «antagonismo» entre el Capital y el Trabajo, y al final, cuando ya tiene preparados apuntes con ejemplos concretos para seguir desarrollado el capítulo, no hace sino recurrir a la experiencia práctica de luchas y de autoorganización del Trabajo, ya sea mendicante los Sindicatos, o mediante las revueltas y la violencia revolucionaria de los campesinos alemanes a finales del siglo XVIII, o ya sea mediante la ocupación de casas por los mineros ingleses en noviembre de 1863 durante las luchas de Durnham. De este modo, el cuaderno nos enseña cómo trabajaba Marx en su laboratorio mental y cómo sustentaba siempre su abstracción teórica sobre una muy concreta lucha material de clases. Así podemos comprender plenamente el contenido real de esta larga pero fundamental cita:

«En este proceso, los caracteres sociales del trabajo aparecen, ante los obreros, como si estuvieran capitalizados frente a ellos: en la maquinaria, por ejemplo, los productos visibles del trabajo aparecen como dominadores del trabajo. Naturalmente, sucede lo mismo con las fuerzas de la naturaleza y de la ciencia (ese producto del desarrollo histórico general en su quintaesencia abstracta), las cuales hacen frente, al obrero, como potencias del capital, desligándose efectivamente de la habilidad y del saber del obrero individual. Aunque sean, en su origen, producto del trabajo, aparecen como incorporadas al capital, apenas el obrero entra en el proceso de trabajo. El capitalista que emplea una máquina no tiene necesidad de comprenderla; sin embargo, la ciencia realizada en la máquina, aparece como capital frente a los obreros. De hecho, todas esas aplicaciones –fundadas sobre el trabajo asociado— de la ciencia, de las fuerzas de la naturaleza y de los productos del trabajo en serie, aparecen únicamente como medios de explotación del trabajo y de la apropiación de plustrabajo, y, por tanto, como fuerzas, en sí, que pertenecen al capital. Naturalmente, el capital utiliza todos esos medios con el único fin de explotar trabajo, pero, para hacerlo, debe aplicarlos a la producción. Así, el desarrollo de las fuerzas productivas sociales del trabajo y las condiciones de ese desarrollo aparecen como obra del capital, y el obrero se encuentra, frente a todo ello, en una relación no sólo pasiva, sino antagónica«.

Marx insiste reiteradamente en que el obrero se encuentra ante el capital como un creyente ante la religión, con el mundo real invertido e irreal, como un calcetín vuelto sobre sí, como los pies puestos sobre la cabeza. Esta insistencia marxiana en la alienación, ya presente en las primeras obras de Marx, es reiterada en este cuaderno. Pues bien, pensamos nosotros que esta insistencia no es casual sino plenamente coherente con la tesis estratégica marxista de que sólo mediante la «expropiación de los expropiadores» se culmina el proceso de desalienación humana. Y la «expropiación de los expropiadores«, o sea, la superación histórica de la propiedad privada de los medios de producción y de todas sus consecuencias, desde la mercantilización hasta el dinero, culmina a su vez el proceso revolucionario que asciende desde las cooperativas obreras y populares hasta el comunismo, pasando por el control obrero, la ocupación de fábricas, los consejos y soviets, la autogestión social generalizada, etc. Desde esta perspectiva, se comprende mejor la dialéctica de factores económicos, sociales, políticos, culturales, filosóficos y ético-morales que define el proyecto marxista.

Claudio Napoleoni también ha resaltado correctamente este crucial factor en su obra «Lecciones sobre el capítulo sexto (inédito) de Marx«, relacionando la alienación con la incapacidad de tomar conciencia de la explotación que se sufre. Según Napoleoni: «Este es, como ustedes saben, un motivo constante en el pensanmiento de Marx: cómo en la religión los hombres son dominados por sus productos mentales, por qué se consideran criaturas de aquello que ellos mismso han creado en su imaginación; igualmente en la producción mercantil capitalistya los hombres son dominados por sus productos materiales, las mercancías, porque, de hecho, sbn dominados por las cosas que surgen del proceso productivo en que su trabajo se explica. Así pues, así como en la religión el objeto, la divinidad, es puesto como sujeto y los sujetos que la han producido se piensan como objetos suyos, así en la producción capitalista el objeto, la mercancía, el capital, es puesto realmente como sujeto al cual los productores están sometidos como objetos suyos«. Esta inversión de los efectos por la causa es, junto a otras razones, uno de los motivos por los que el capitalismo logra invisibilizar la explotación del trabajo. La importancia de la praxis revolucionaria deriva de que sólo ella puede derribar el velo que oculta la explotación.

Otro, el segundo ejemplo, nos lo ofrece Engels en su carta a Piotr Lavrov del 12-17 de noviembre de 1875, arriba citada, en la que Engels muestra la lógica interna de la prodcción materiala partir de un determinado proceso de desarrollo con la producción de placeres, cómo la clase dominante monopoliza la producción y disfrute de placeres, y como la clase trabajadora ha de arrebatarle ese monopolio si quiere avanzar en su emancipación y en una vida mejor. Esta cita engelsiana, que expresar diretcamente el componente epicureo de su concepción vital y también de la de Marx, es imprescindible para entender cómo en el marxismo la emancipación humana es inseparable de la mejora cualitativa de las condiciones de vida. Lenin y otros muchos marxistas sostenían este mismo criterio, que se confirma al observar cómo las luchas obreras y populares se caracterizan por una explosión de creatividad y de hundimiento de los sistemas coercitivos y represores de la felicidad y de los placeres humanos. Cuando Engels sostiene que los trabajadores han de arrebatar la dirección de la producción y el reparto de los bienes a la burguesía, no está sino abogando por «la expropiación de los expropiadores«, como antes veíamos. Pero ahora desde una concepción más radical y contundente en la valoracioón antropológica del ser humano que se distancia del resto de especies animales precisamente en y por la producción consciente y asociada de los placeres como «medios de desarrollo«. Desde esta perspectiva, adquiere un contenido aún más humano el proceso entero que va de la cooperación y del cooperativismo obrero a la autogestión socialista.

Nueve años más tarde, en la carta a Bebel del 11 de diciembre de 1884, Engels sostiene que: «Las tierras del Estado son cedidas en su mayoría a grandes agricultores; la parte más pequeña de ellas es vendida a los campesinos, cuyas propiedades son tan pequeñas que los nuevos campesinos se ven obligados a trabajar en los establecimientos agrícolas como jornaleros. Debiera reclamarse que las grandes heredades que todavía no han sido divididas, sean arrendadas a sociedades cooperativas de trabajadores agrícolas para su cultivo en común. (…) Ésta, y sólo ésta, es la vía para atraer a los trabajadores agrícolas: este es el mejor método de llamar su atención de que en el futuro deberan cultivar, en beneficio de la comunidad, los grandes establecimientos de nuestros actuales graciosos caballeros«. Conviene recordar que en esta época y en este texto, Engels no está planteando medidas para la toma inmediata del poder del Estado en pleno proceso revolucionario, sino solamente una serie de medidas concienciadoras en la práctica tendentes a aumentar la fuerza del movimiento, medidas orientadas a atraerse al campesinado y la pequeña burguesía. Engels es muy consciende de que hay que mantener dos mensajes en dialéctica mutua, uno el teórico-estratégico, con el que se explican y propagan los principios estratégicos, como en la cita precendete, y otro, el teórico-táctico, con el que se demuestra en la práctica inmediata la validez del anterior. Ambos son esencialmente políticos.

Por último, el tercer ejemplo, es la apenas conocida «Encuesta Obrera» publicada en «Revue Socialiste» el 20 de abril de 1880 con una tirada de 25.000 ejemplares. En la pregunta número 69 sobre «Cuáles son los precios de artículos de primera necesidad como:…» Marx enumera seis apartados, y en el d) plantea: «Gastos diversos: correos, intereses de los préstamos, escuela de los hijos o gastos de aprendizaje de un oficio, diarios y libros, cuotas de las sociedades recreativas o contribuciones para las huelgas, para las cooperativas y las sociedades de defensa«. Y en la pregunta 98: «¿Hay sociedades cooperativas en vuestro ramo?,¿ Cómo están dirigidas? ¿Utilizan trabajadores de fuera, al igual que los capitalistas?«. Hay dos preguntas, la 95 sobre la «sociedad mutua» para los accidentes, enfermedades y muertes; y la 99, sobre el sistema de «reparto de beneficios» que no citamos porque carecemos de espacio para analizar sus conexiones prácticas con el cooperativismo.

Como vemos, para Marx el cooperativismo puede servir para todo, desde ser una «primera necesidad» equiparable a las «sociedades recreativas«, cajas de resistencia huelguística y «sociedades de defensa«, hasta ser un sistema empresarial camuflado que utiliza «trabajadores de fuera, al igual que los capitalistas«. En la «primera necesidad» Marx introduce no sólo el permanente esfuerzo de la clase obrera para mantener o aumentar el valor de su fuerza de trabajo mediante el estudio y el aprendizaje, etc., pudiendo presionar así para aumentar su salario directo e indirecto; también introduce gastos relacionados, primero, con su formación humana, cultural y sociopolítica, y segundo, con su práctica de lucha de clases en el sentido fuerte, directo. Esta concepción abre perspectivas políticas contundentes porque relacionan directamente todos los sistemas de centralidad y lucha proletaria con el cooperativismo obrero mediante un concepto teórico clave en el materialismo histórico como es el de «primera necesidad«.

Estamos aquí en el núcleo del marxismo porque ha aparecido ya la cuestión de la explotación de la fuerza de trabajo social dirigida hacia la producción de plusvalor. Y cuando en una pregunta siguiente inquiere sobre si hay cooperativas que utilizan trabajadores de fuera, amplía ese núcleo al plantear el problema de la explotación interna en la cooperativa, explotación de trabajadores no cooperativistas. Unas, las primeras, son cooperativas obreras inmersas en la lucha de clases y otras, las segundas, son cooperativas burguesas que explotan a trabajadores asalariados no cooperativistas en beneficio de los miembros cooperativistas. Existe, por tanto, una contradicción interna que siempre ha de ser tenida en cuenta. Ahora bien, no por ello Marx desprecia las cooperativas. Al contrario. Dentro de su concepción dialéctica de las contradicciones, Marx es muy consciente de los aspectos positivos del cooperativismo tal cual él lo entiende en el proceso de superación de la sociedad capitalistas.

Para abreviar y cono sintesis del pensamiento de Marx y Engels al respecto, hemos preferido recurrir a dos autores. Uno es Jacques Texier en su texto «Democracia, socialismo, autogestión«, que resume así las ideas de ambos amigos:

«Hay que afirmar que, a pesar de todas las reservas o añadidos necesarios, Marx hace en definitiva un juicio muy positivo sobre las fábricas cooperativas. El razonamiento se articula en la caracterización de las sociedades por acciones desde un doble punto de vista: De una parte, tiene la particularidad de que el capital no es privado sino «social»: es una socialización que opera en el marco del sistema capitalista sin abolirlo; es pues una socialización contradictoria, pero que prepara directamente la socialización auténtica del modo de producción de los productores asociados. Y esto tanto más cuanto estas sociedades por acciones son también caracterizadas por la desunión de la propiedad y de las funciones de dirección«.

Otro, algo más largo, es Louis Gill, que en su obra «Fundamentos y limites del capitalismo» sostiene que:

«La acción comprendida en el terreno económico por los productores asociados en el seno de las cooperativas solamente podrá see un éxito si se prolonga en una acción política de los trabajadores por su cuenta, cuyo objetivo sea la conquista del poder político. Sin realizar las condicioes de trabajo cooperativas a escala de toda la sociedad, las sociedades cooperativas aisladas son condenadas a «degenerar en vulgares sociedades anónimas burguesas (societes par actions)». En estas condiciones, «el gran deber de la clase obrera es conquistar el poder políticos». Sin emprender en el terreno político la lucha común por su emancipación, la sanción será «el fracaso común de sus intentos incoherentes». En resumen, Marx –y Engels– pone en evidencia el aspecto fundamentalmente positivo del movimiento espontáneo de trabajadores que les conduce a asociarse sobre la base de sus propios intereses como trabajadores, en la realización de condiciones donde demuestran su aptitud para organizar ellos mismos la producción y su voluntad de administrarla solos, de asumir la propiedad, en una palabra, de liberarse de su subordinación al capital. Por otra parte, indica los límites y las consecuencias de una acción tal cual persiste confinada y aislada en el estrecho marco de cada empresa individual, cuando no sale del campo económico para prolongarse en una acción común y autónoma de los trabajadores en el terreno político«.

Ahora bien, para comprender en su pleno significado esta tesis hay que encuadrarla dentro de una concepción más amplia y profunda de lo que es la capacidad humana de autogestionar su propia vida, dentro de una colectividad de praxis, y siempre tendiendo –con los riesgos que ello supone– hacia una forma de viuda en la que la producción de placer y la obtención de tiempo libre supere a la necesidad del trabajo forzoso, del tiempo no libre y de una vida cargada de penalidades. Y aquí tenemos que recordar lo anteriormente defendido por Engels.

2.1. Identidad, comuna y autogestión

La segunda línea que reseñamos por su conexión inmediata con las prácticas cooperativistas y, en general, de ayuda mutua, es la profundidad e insistencia con la que Marx amplía y explica su concepción materialista de la historia no sólo a raíz de los estudios de Rusia en concreto y de las sociedades y pueblos precapitalistas no occidentales, sobre etnología en suma, sino también por la necesidad de aclarar y facilitar la comprensión de su teoría e impedir sus tergiversaciones y manipulaciones interesadas. Ambas preocupaciones se harían más urgentes tras su muerte, siendo una constante en los últimos escritos de Engels.

Aunque estos dos fines van estrechamente unidos y tienen repercusiones sobre la totalidad del marxismo, muy especialmente sobre sus tesis sobre la opresión nacional, aquí sólo podemos decir algunas palabras acerca de las relaciones entre los estudios etnológicos y la ayuda mutua en general, iniciados embrionariamente con sus reflexiones sobre el modo de producción asiático; reforzados desde la mitad de la década de 1860 cuando lee, relee y traduce las obras de Chernyshevski (1828-89) sobre la comuna campesina rusa —obshchina–; ampliados durante la década de 1870 sobre todo al final de sus días, desde que en 1879 lee los estudios de Kovalevski sobre la posesión comunitaria de la tierra, y que llegan a su máxima creatividad en el último período de su vida, en 1880-83, cuando en varias cartas y en la introducción de 1881 al Manifiesto Comunista expone claramente su teoría.

Si tuviéramos que resumir esta impresionante evolución teórica de Marx y Engels, cada vez más profunda y rica, pondríamos de entre las muchas disponibles, tres citas cronológicamente ordenadas. La primera hace referencia a las relaciones entre la expansión capitalista y la destrucción de culturas, naciones y pueblos enteros mediante el papel central del Estado burgués, y la encontramos en el volumen I de El Capital, captº XXIV sobre La llamada acumulación originaria en donde Marx, analiza cómo la burguesía se apropia de los bienes comunales precapitalistas y los define como bienes del pueblo, describe de esta forma sus consecuencias:

«Después de ser violentamente expropiados y expulsados de sus tierras y convertidos en vagabundos, se encajaba a los antiguos campesino, mediante leyes grotescamente terroristas, a fuerza de palos, de marcas a fuego y de tormentos, en la disciplina que exigía el sistema de trabajo asalariado«; e insiste no sólo en el papel clave del Estado burgués en esos crímenes sino en algo que se olvida siempre pero que es básico para entender el capitalismo: «En parte, estos métodos —los de la acumulación originaria— se basan, como ocurre con el sistema colonial, en la más avasalladora de las fuerzas. Pero todos ellos se valen del poder del estado, de la fuerza concentrada y organizada de la sociedad, para acelerar a pasos agigantados el proceso de transformación del régimen feudal de producción en el régimen capitalista y acortar los intervalos. La violencia es la comadrona de toda sociedad vieja que lleva en sus entrañas otra nueva. Es, por sí misma, una potencia económica«.

Acumulación originaria, destrucción de los bienes comunales del pueblo, terrorismo y violencia del Estado burgués y contenido económico de la violencia, estos componentes vuelven a relacionarse en el capítulo XX del volumen III de El Capital sobre «Algunas consideraciones históricas sobre el capital comercial«,y es nuestra segunda cita: «Los obstáculos que la solidez y la estructura interiores de los de los sistemas nacionales de producción precapitalista se oponen a la influencia disgregadora del comercio se revela de un modo palmario en el comercio de los ingleses con la India y con China. Aquí, la amplia base del régimen de producción la forma la unidad de la pequeña agricultura con la industria doméstica, a lo que en la India hay que añadir la forma de las comunidades rurales basadas en la propiedad comunal sobre la tierra, que por lo demás también en China constituía la forma primitiva«.

Y aquí Marx hace especial insistencia en las bases materiales y societarias que pueden asentar la resistencia de los pueblos a la agresión capitalista, a saber, la pequeña agricultura, la industria doméstica y propiedad comunal sobre la tierra. Más aún, afirma que existen sistemas nacionales de producción precapitalista capaces de resistir a esas agresiones gracias a la solidez de sus estructuras interiores. ¿Dónde queda, visto lo visto, el orgulloso eurocentrismo que sostiene que sólo con el capitalismo y su «civilización» llegan a constituirse las naciones como tales? No podemos extendernos aquí en las consecuencias teóricas y políticas este y otros textos de Marx.

Precisamente, la tercera cita no hace sino confirmar que el materialismo histórico dispone de una teoría más profunda y dialéctica del llamado «problema nacional» que interrelaciona dialécticamente la estructura económica y las realidades etno-nacionales existentes. Nos referimos a la carta de Engels a W. Borgius del 25 de enero de 1994: «Además, entre las relaciones económicas se incluye también la base geográfica sobre la que aquellas se desarrollan y los vestigios efectivamente legados por anteriores fases económicas de desarrollo que se han mantenido en pie, muchas veces sólo por la tradición o la vis inertiaela fuera de la inercia–, y también, naturalmente, el medio ambiente que rodea a esta forma de sociedad (…) Nosotros vemos en las condiciones económicas lo que condiciona en última instancia el desarrollo histórico. Pero la raza es, de suyo, un factor económico«.

Estas tres citas nos muestran una visión global del proceso capitalista de destrucción de los sistemas nacionales de producción precapitalista, de sus tierras comunales que son los bienes del pueblo, de sus tradiciones; destrucción impulsada por la necesidad de la acumulación y que se asienta sobre la consciencia burguesa de que lo nacional –la «raza» en la terminología de finales del siglo XIX– es, de suyo, un factor económico. La opresión nacional surge de aquí, del hecho de que es un factor económico que debidamente explotado produce un beneficio al opresor. Y esa explotación exige destruir las bases materiales y simbólicas del pueblo oprimido, desde sus formas de producción hasta sus bienes colectivos, sus comunales, su geografía y medio ambiente, sus tradiciones, su cultura, porque todas ellas son parte de sus relaciones económicas. Y destruir todo ese universo referencial y productivo exige la terrorista violencia del capital invasor, violencia que por ello mismo es una potencia económica.

Marx y Engels –del que es obligatorio releer sin gafas mecanicistas ni eurocéntricas su libro «Orígenes de la familia, la propiedad privada y el Estado«, y todo lo concerniente al debate sobre el «modo de producción asiático» que adelanta muchos de los aspectos del debate sobre el «modo de produccion tributario», sobre el cual no podemos extendernos ahora— han llegado a esta teoría mediante un sistemático estudio que L. Krader, autor «Los apuntes etnológicos de Karl Marx«, resume así:

«El problema histórico de la comuna campesina en Rusia y sus relaciones sociales internas, tan sumamente vitales, le era familiar: en las cercanías de Tréveris, su patria chica, existía aún en su tiempo una comunidad así. La comunidad campesina se basaba en actividades colectivas, cuyo fin social no era en primera línea la acumulación de propiedad privada. Al contrario, lo característico de estas comunidades era la inmanente vinculación de moral social y ética comunal colectiva así como la indivisión entre ámbito privado y público. Según Marx, los pueblos eslavos y otros con un alto porcentaje de comunidades e instituciones campesinas no tenían necesariamente que atravesar el proceso del capitalismo. Esta tesis iba contra el fatalismo histórico y, en general, contra el historicismo y diversos determinismos históricos. Los estudios etnológicos de los años 1879-82 trataban de los Estados antiguos y de las comunidades y sociedades tribales tanto arcaicas como modernas. La categoría de Morgan «sociedad gentilicia» la entendía Marx como interpretación de una institución concreta, a la vez que, desde un punto de vista abstracto, como estudio del progreso evolutivo. De esta categoría, puesta en relación con las comunidades campesinas, tomó Marx el modelo de una sociedad que, en vez de concentrarse en el esfuerzo por adquirir riqueza personal y privada, desarrollara instituciones colectivas de propiedad.«

Una preocupación básica en Marx fue la de contextualizar los límites objetivos y subjetivos a partir de los cuales sería imposible saltar de la comuna campesina y de la propiedad colectiva de la tierra a la democracia socialista y a la propiedad colectiva de las fuerzas productivas. Es decir, descubrir en la evolución social un «punto crítico de no retorno» a partir del cual esa comunidad campesina no podría ya eludir los terribles costos y sacrificios de la fase histórica capitalista. En este sentido, con respecto a Rusia, se su tesis básica es que el proceso se encontraba al borde un momento de no retorno, a partir de cual la comuna campesina ya no garantizaría por sí misma la posibilidad del salto directo al socialismo. La correspondencia con Vera Zasulich, con otros revolucionarios rusos y la Presentación a la segunda edición rusa del Manifiesto Comunista, son concluyentes al respecto.

El 8 de marzo de 1881 responde a V. Zasulich: «El análisis de El Capital, por tanto, no aporta razones ni en pro ni en contra de la vitalidad de la comuna rusa. Sin embargo, el estudio especial que he hecho sobre ella, que incluye una búsqueda de material original, me ha convencido de que la comuna es el punto de apoyo para la regeneración social de Rusia. Pero, para que pueda funcionar como tal, las influencias dañinas que le asaltan por todos lados deber ser primero eliminadas y luego se le deben garantizar las condiciones normales para su desarrollo espontáneo.«. Como veremos en su momento, una de las «condiciones normales para su desarrollo espontáneo» será, para los bolcheviques, el cooperativismo socialista.

Y, por no extendernos, el 21 de enero de 1882, en la Presentación a la segunda edición rusa del Manifiesto:

«El Manifiesto Comunista anuncia la inevitable cercanía de la disolución de la propiedad burguesa moderna. En Rusia, sin embargo, nos encontramos con que el timo capitalista del rápido florecimiento y la recientemente desarrollada propiedad burguesa de la tierra se enfrenta con la propiedad comunal campesina de la mayor parte de las tierras. Esto plantea la pregunta: ¿Puede la obshchina rusa, forma, aunque muy erosionada, de la primitiva propiedad comunal de la tierra, pasar directamente a la forma superior, comunista, de propiedad comunal? ¿O bien debe pasar primero por el mismo proceso de disolución que caracteriza el desarrollo histórico de Occidente? Hoy existe una sola respuesta. Si la revolución rusa se convierte en una señal para la revolución proletaria en Occidente, de tal modo que una complemente a la otra, entonces la propiedad campesina común de la tierra podrá servir como punto de partida para un desarrollo comunista«.

Poco más de tres años después, en la carta del 23 de abril de 1885, Engels le contesta a Zasulich que: «Para mí, lo más importante es que en Rusia tendría que darse el impulso para que estalle la revolución. Sea esta o aquella fracción la que de la señal, ocurra bajo esta o aquella bandera, poco me preocupa. Si fuese una conspiración palaciega seria barrida al día siguiente. Allí donde la situación es tan tirante, donde los elementos revolucionarios se han acumulado en grado tal, donde la situación económica de la enorme mayoría de la población se hace cada día más imposible, donde figuran todas las etapas del desarrollo social, desde la comuna primitiva hasta la industria moderna, en gran escala y las altas finanzas, donde estas contradicciones son violentamente mantenidas juntas por un despotismo sin precedentes, despotismo que se vuelve cada vez mas insoportable para la juventud en que se unen el valor y la inteligencia nacionales: allí, una vez arrojado un 1789, no tardara en seguirle un 1793«.

Vemos aquí como Engels interrelaciona los diversos factores de crisis y muestra la totalidad del proceso, insertando en ella la pervivencia de la comuna primitiva y la importancia del valor y la inteligencia nacionales. Lo más significativo de esta cita es que responde a una preocupación presente en Engels hasta el final de su vida y que no podemos exponer aquí. Mas todavía, dicha preocupación era compartida por buena parte de los revolucionarios de su época que le preguntaban en su correspondencia sobre sus opiniones al respecto. Como veremos mas adelante, esta misma inquietud se agudizo con el proceso revolucionario iniciado en 1917 y pese a los esfuerzos en su contra del stalinismo, fue retomada por otros marxistas hasta el presente, justo inciado el siglo XXI. Ahora bien, ¿cuál fue entonces el llamado «veredicto de la historia»?

La respuesta nos la ofrece Dussel en su imprescindible texto: «El último Marx (1863-1882) y la liberación de Latino América», cuando tras analizar la evolución creativa de Marx al respecto desde 1863, aunque con claros indicios anteriores, afirma que: «La discusión de los revolucionarios rusos ayudó a Marx a clarificar un asunto central: los sistemas económicos históricos no siguen una sucesión lineal en todas partes mundo. Europa Occidental, y de manera clásica Inglaterra, no son la «anticipación» del proceso por el cual han de pasar obligatoriamente todas las sociedades «atrasadas» (…) Lo cierto es que Rusia siguió el camino previsto por Marx. Sin agotar el «pasaje» por el capitalismo, realizó su revolución permitiendo que la «comuna rural rusa» pasara, en gran medida, directamente de la propiedad comunal a la propiedad social del socialismo real, desde la revolución de 1917″.

Tanto las reflexiones sobre el cooperativismo en el capitalismo europeo como sobre la comuna campesina en Rusia, están unidas por una lógica interna que recorre toda la obra de Marx y Engels de principio a fin. Es la lógica de la superación histórica del valor de cambio, de la mercantilización y de la explotación burguesa de la fuerza de trabajo social para construir una sociedad humana que haya recuperado el valor de uso, el placer creativo del trabajo concreto individual dentro de la propiedad colectiva y la reunificación del trabajo intelectual con el manual, todo ello a un nivel cualitativamente superior al alcanzado por las comunas y su propiedad colectiva de la tierra. En este tránsito de lo antiguo al futuro, es de decisiva importancia la subjetividad conscientemente revolucionada autoorganizada y autogestionada. Marx y Engels recurren a muchas expresiones para expresar dicho requisito y a la vez capacidad: «fuerza colectiva de trabajo«, «trabajador colectivo«, «trabajadores asociados«, etc.

Y en este proceso la dialéctica entre el cooperativismo desde la perspectiva marxista y las capacidades comunales y colectivas de los trabajadores se expresa en el proceso de desalienación y superación histórica del sistema dictatorial del salariado. Precisamente este es el insondable abismo que separa los dos irreconciliables polos del cooperativismo: uno el que camina hacia la superación de la explotación y otro el que, por activa y directamente –cuando explota a trabajadores no cooperativas–, o por pasiva e indirectamente –cuando se beneficia de la división internacional en la explotación del trabajo– refuerza el sistema del salariado.

2.2. Cooperativismo reformista

Desde esta perspectiva, no es en modo alguno casual el que las corrientes reformistas potenciaran un cooperativismo interclasista justificado desde teorías que cuestionaban la base del marxismo. León Walras (1834-1910), por ejemplo, uno de los padres de la «contrarrevolución marginalista» del último tercio del siglo XIX de la que más tarde renacería el actual neoliberalismo, fuera a la vez defensor a ultranza de la «economía social» –escribió un libro con este título en 1896– en la que se establecía una compleja alianza interclasista mediante la acción de colectivos de ayuda, de cooperativismo integrador, etc.

La influencia de Walras y su crítica de la vital teoría marxista de la ley del valor-trabajo, piedra basal de la teoría de la plusvalía y de la explotación, fue enorme en Beatrice Webb y su libro «El movimiento cooperativo en Gran Bretaña» de 1891, en el que se defendía el cooperativismo integrador aunque con ribetes progresistas. Recordemos que, como hemos dicho arriba, el crecimiento del cooperativismo se ralentizó durante la larga crisis de 1872-93, para reiniciarse otra vez con la recuperación a una escala más amplia, impulsando en 1895 la creación de la «Alianza Cooperativa Internacional» (ACI), que dictó una especie de bases programáticas.

Considerando semejante vaivén del cooperativismo al son del vaivén objetivo de las contradicciones socioeconómicas, es muy comprensible que en el contexto de finales del siglo XIX no sólo fuera normal sino también lógico e inevitable que el movimiento obrero generase sus propios instrumentos, sobre todo allí en donde era fuerte, como en Gran Bretaña, en donde a finales del siglo XIX había 2.000 cooperativas de consumo con 1.700.000 de afiliados. Además, en el contexto británico de lucha de clases, esta masa ascendente ayudaba con sumas considerables a sus hermanos trabajadores no cooperativos. Así, en 1893, las cooperativas ayudaron con alrededor de 35.000 libras esterlinas a los centros culturales obreros, y a muchas huelgas de trabajadores.

Semejante caldo de cultivo provocaba a su vez una áspera confrontación teórico-política sobre el cooperativismo y, en general, los sistemas de centralidad y autoorganización de la clase trabajadora. La Iglesia católica, por ejemplo, era muy consciente de la urgencia de intervenir en ese problema y en 1891 León XIII expresó en «Rerum novarum» las nuevas directrices sociales de Roma, con especial insistencia en el cooperativismo interclasista. Otro tanto podríamos decir de diferentes «socialismos cristianos» que se aferraban a una mezcla de socialismo utópico y denuncia evangélica. Pero, además del anarquismo y sus familias, los grandes choques se libraron entre el minoritario marxismo y el mayoritario bloque reformista.

Bernstein tuvo un papel clave en sintetizar en una unidad teórica coherente la amplia gama de teorías reformistas parciales. En el tema del cooperativismo y de la «economía social» Bernstein terminó asumiendo las concepciones del reformismo fabiano británico, tan influido por Walras y la teoría de la utilidad marginal –opuesto burgués a la teoría marxista del valor-trabajo– de modo que en su Epílogo de 1895 a la edición alemana de «Historia de las Trade Unions» del matrimonio Webb aparecía ya la base fuerte de lo que sería luego la tesis reformista sobre los instrumentos legales de mejora social.

Semejante evolución se inscribía en el aumento de las contradicciones internas en la socialdemocracia por las presiones y problemas surgidos por el tránsito de la fase colonial del capitalismo a su fase imperialista.

El debate sobre el cooperativismo no podía aislarse de ese cambio objetivo y subjetivo, como se comprobó en el Congreso de Hannover de 1899 en el que se formaron dos tesis opuestas sobre el tema que tratamos: una la de los seguidores de Marx y Engels, y otra la pequeño burguesa y apoliticista de los seguidores de Krüger y Schulze-Delitzsch.

Así, la publicación por Kautsky de «El problema agrario«, con su insistencia en las ventajas de la gran producción colectiva y comunal sobre la capitalista, con su análisis del owenismo, etc., agudizó el debate a comienzos del siglo XX en el que reaparecieron los problemas ya enunciados por Marx veinte años antes. Lenin en «El capitalismo en la agricultura«, de 1900, criticó a Bulgákov por su visión pequeño burguesa del asociacionismo e insistía, con Kautsky, en la necesidad del factor consciente, de la formación política y teórica para asegurar la viabilidad de cualquier asociacionismo ante el avance de la producción capitalista en el campo con sus efectos devastadores.

3. Bolchevismo y cooperativismo

Dos años más tarde, en 1902, Lenin analizazó sistemáticamente esta cuestión en «¿Qué hacer?» reconociendo los méritos de Lassalle (1825-64) consistentes. «En haber apartado ese movimiento del camino del tradeunionismo progresista y del cooperativisno, por el cual se encauzaba espontáneamente«, logrando que el movimiento obrero alemán se independizara de los sindicatos católicos y monárquicos, y de los sindicatos esquiroles de la patronal. Y un poco más adelante, criticó al matrimonio Webb –«sólidos eruditos (y «sólidos» oportunistas)«y al «economicismo» de la política sindical y cooperativista, británica, meramente defensiva, que ocultaba «la tendencia tradicional a rebajar la política socialdemócrata al nivel de la política tradeunionista«.

La insistencia de Lenin en luchar por expandir la conciencia política revolucionaria se basaba, a parte de en otras razones, también en su profundo conocimiento de la situación del movimiento obrero, en el que en 1901 adquirió bastante fuerza en Moscú, Odessa, Minsk y otras ciudades industriales la «Asociación de ayuda mutua de los obreros de la industria mecánica«, que seguía las tesis de Zubatov según las cuales el movimiento obrero debía organizarse económicamente, participando en la administración de la empresa pero siempre al margen de toda pretensión política y socialista, participación que sin embargo terminaba dependiendo del Estado zarista. Las izquierdas denominaron a este programa «socialismo policíaco«.

La agudización de la lucha de clases destrozó el movimiento para finales de 1903. Pero también dentro de los bolcheviques existía una tendencia que sostenía que el socialismo triunfaría sólo cuando, además de otros dos requisitos como la automatización y el desarrollo previo de la conciencia proletaria, el cooperativismo llegase a dominar y dirigir el desarrollo industrial. Sin esas tres condiciones no podía esperarse la consecución del socialismo, según afirmó en 1904 N. Rozkov en su «Sobre la cuestión agraria«.

Roztov era un bolchevique profesor de historia que seguía con mucha atención el cooperativismo europeo occidental y en especial las cooperativas de producción de vidrio en Albi, Estado francés, que eran unas de las más conocidas de todo un proceso iniciado en la última década del siglo XIX en Saint-Claude y que se expandió a Lille, Roubaux, París y otras ciudades. Tras fusionarse con otros movimientos dio paso en 1895 a la Bolsa Cooperativa de Sociedades Obreras de Consumo. Esta reorganización facilitó que el cooperativismo que en 1894 disponía de 300.000 miembros divididos en 942 sociedades ascendiera en 1902 a 500.000 miembros en 1.600 cooperativas.

Como en otros muchos sitios, una parte de los beneficios cooperativos se destinaba a fines sociales y ayudas políticas. Por ejemplo, en el distrito III de París se fundó una de las primeras cooperativas, en 1891, que sufragaba la asistencia médica a sus obreros, y ayuda para los medicamentos, tenía una caja de préstamos, y un fondo de solidaridad para otras luchas y otro para propaganda. En apariencia, todo indicaba que con una sabia y paciente síntesis de cooperativismo, sindicalismo y ascenso electoral se llegaría al socialismo sin tener que pasar por la violencia revolucionaria.

También en Bélgica, el Partido Obrero creó en 1900 la Federación de Sociedades Cooperativas que integraba a 189 colectivos con 86.000 miembros. Los estatutos de la FSC belga afirmaban los objetivos socialistas y políticos del cooperativismo, y sus miembros asumían los principios del Partido Obrero. La FSC abonaba al Partido Obrero un tercio de todos sus beneficios, y la aumentaban según las exigencias de la lucha socialista. La FSC también financiaba en buena medida la creación de las Casas del Pueblo, auténticos centros de organización popular, educación y alfabetización, formación política, encuentro y diversión, además de locales para las imprentas y los periódicos socialistas. Sin embargo, dado que el grueso del cooperativismo era de consumo, no afectaba a la solidez del capitalismo en un momento de auge imperialista, todo lo cual, además del reformismo creciente en la socialdemocracia belga e internacional, llevó imparablemente a la FSC a un callejón sin salida.

3.1. 1905, imperialismo y cooperativismo

La Revolución de 1905 sometió todas estas teorías a un implacable examen práctico. La Revolución de 1905, que azotó sísmicamente a todo el pensamiento europeo por cuanto certificaba el irreversible asentamiento del imperialismo capitalista y de sus contradicciones exacerbadas, sacó a la luz no sólo el problema de la contradicción capital-trabajo dentro del cooperativismo, sino, sobre todo, el hecho de que el cooperativismo sólo podía ser entendido como uno de los momentos del proceso autogestionario colectivo de la fuerza de trabajo social en su lucha emancipadora y desalienadora, constatación que fue avalada por el debate sobre las formas masivas de huelga, desde la Huelga General hasta el sindicalismo revolucionario pasando por las relaciones entre el partido y el espontaneísmo de masas. Recordemos, sin extendernos, las ideas de Rosa Luxemburg al respecto y la generalización de los debates en la II Internacional y en el ámbito anarquista. Proceso que inevitablemente pasaría por las experiencias consejistas, sovietistas y de poder obrero y popular.

Y fue Trotsky quien primero se percató de la dialéctica de dicho proceso, y quien primero criticó las tesis mecanicistas de Rozkov en su escrito carcelario de 1906: «Resultados y perspectivas. Las fuerzas motrices de la revolución» :

«Las cooperativas no pueden llegar a la cabeza del desarrollo industrial, no porque el desarrollo económico todavía no haya progresado suficientemente, sino porque lo ha hecho demasiado. El desarrollo económico prepara, indudablemente, el terreno para la producción cooperativa, pero ¿para cuál?: para la cooperación capitalista sobe la base del trabajo asalariado; cualquier fábrica nos puede servir como muestra de tal cooperación capitalista. Con el desarrollo técnico aumenta también la importancia de esta cooperación. Pero ¿cómo podría permitir la evolución del capitalismo, que las empresas cooperativas lleguen «a la cabeza de la industria»? ¿En qué basa Rozkov sus esperanzas de que las cooperativas desplacen a los cárteles y a los trusts y se coloquen a la cabeza del desarrollo industrial? Está claro que, en este caso, las cooperativas tendrían que expropiar automáticamente a todas las empresas capitalistas, después de lo cual sólo quedaría reducir la jornada laboral hasta el punto en que todos los ciudadanos tuviesen trabajo, regulando el volumen de producción de las diferentes ramas para evitar las crisis. De esta forma estaría construido, en sus rasgos fundamentales, el socialismo. De nuevo parece claro que no hay ninguna necesidad de la revolución o de la dictadura del proletariado«. Pero Trotsky no rechaza en modo alguno el cooperativismo sino al contrario, poco después dice: «Una producción socialista, es decir, producción cooperativa a gran escala«.

La Revolución de 1905 azuzó el debate teórico sobre el cooperativismo porque abrió definitivamente el debate práctico sobre el poder soviético, sobre el poder del pueblo trabajador autoorganizado en soviets, en consejos de obreros, soldados y campesinos en base a la democracia socialista. Lenin profundizó sus estudios en 1907 con el texto «El problema agrario y los «críticos de Marx»«, y tras demostrar con contundentes datos que casi la totalidad de las cooperativas agrarias danesas pertenecían a los grandes propietarios agrícolas, escribió :

«Para infundir un poco de vida a estas cifras y cuadros inanimados y mostrar el carácter de clase de la agricultura burguesa (…) mencionaremos un hecho destacado en la historia del movimiento obrero de Dinamarca. En 1902, los propietarios navieros daneses rebajaron los salarios de los fogoneros. Estos respondieron con una huelga. El sindicato único de los obreros portuarios se solidarizó con ellos, y también declaró el paro. Pero… no se consiguió que la huelga fuera general, que se extendiera a todos los puertos del país. «No se logró —Lenin cita a E. Helms— que el puerto de Esberg (en la costa occidental de Dinamarca, importante para el comercio con Inglaterra), de enorme significación para la exportación de los productos agropecuarios daneses, se incorporase a la huelga, pues las cooperativas agrícolas danesas declararon que estaban dispuestas a enviar inmediatamente a todos los miembros suyos que fuesen necesarios para cargar los buques; los campesinos daneses no permitirían que se paralizase la exportación de sus productos.»

«Las cooperativas danesas, pues,–sigue Lenin— se pusieron de parte de los patronos navieros contra los obreros e hicieron fracasar la huelga. Se comprende muy bien, como es natural, que los granjeros capitalistas, dueños de 10 vacas y más, apoyaran a los mismos capitalistas contra los obreros«.

Conforme avanzaba la década de 1901-10, y el imperialismo se asentaba definitivamente como la fase capitalista estructuralmente dominante, en este tenso e intenso salto, del que la Revolución de 1905 en Rusia y otras muchas luchas sociales en Europa y EEUU son un efecto, pero también aunque algo más tarde, el estallido de la Revolución mexicana, por ejemplo; en este proceso, el cooperativismo va mostrando a su vez todas sus ambigüedades genéticas. Y es precisamente entonces cuando surge, desde el marxismo, un texto que vuelve a demostrar la superioridad cualitativa del materialismo histórico sobre el resto de sistemas de interpretación y transformación de la realidad social.

Nos referimos a «El camino del poder» de Kautsky escrito a comienzos de 1910. El autor advierte que el aumento del sindicalismo y del cooperativismo obreros así como de los sindicatos patronales y de la centralización y concentración del capital que entonces adquirían una velocidad pasmosa, ya había sido anunciados por Marx, y reafirma que:

«Tal y como hemos hecho ya antes con frecuencia , insistimos una vez más en que no se trata de saber si las leyes de protección obrera y otras medidas tomadas en interés del proletariado, si los sindicatos y las cooperativas son o no son necesarios y útiles. En este punto somos todos del mismo parecer. Sólo negamos una cosa: que las clases explotadoras, que disponen del poder político, puedan permitir que estos elementos adquieran un desarrollo que conduzca al derrocamiento del yugo capitalista, sin oponer antes con todas sus fuerzas una resistencia que no se verá quebrada más que por una batalla decisiva«.

Kautsky analiza cómo en períodos expansivos el cooperativismo en aumento parecía legitimar la tesis reformista de cambios graduales, lentos pero imparables hacia el socialismo. Pero, a continuación, muestra cómo en las fases de crisis y de agravación de las contradicciones de clase, incluso la pequeña burguesía comercial se opone al cooperativismo obrero de consumo, y opta por aliarse con los sindicatos patronales:

«Los pequeños comerciantes se vieron amenazados, a su vez, por la elevación de los precios, pues la capacidad adquisitiva de sus clientes, obreros en su mayor parte, no aumentaba en la misma proporción. Sin embargo, la emprendieron más bien con los obreros que con la política proteccionista y los sindicatos patronales, tanto más cuanto que los obreros procuraban escapar alas consecuencias del alza de los precios eliminando, con ayuda de cooperativas, a los intermediarios«. Kautsky resume en estas breves frases los choques en Alemania, pero que también se estaban produciendo entre grandes y pequeños comerciantes y las cooperativas.

Ya en 1885 el Estado español salió en defensa del comercio privado regulando las cooperativas de producción, crédito y consumo, pero uno de los choques más serios fue el de los carniceros de Glasgow y el almacén cooperativo, en 1897, por la importancia y carestía de la carne como alimento de primera necesidad; o el largo conflicto entre la industria del calzado suiza con las cooperativas del ramo entre 1895 y 1911. Además, el imperialismo también endureció el choque entre el cooperativismo y la gran industria, los truts y cárteles, que no dudaron en crear sucursales, mejorar y abaratar la distribución, abrir grandes tiendas, recurrir al dumping, etc., en las luchas de los grandes truts y cárteles contra las cooperativas incluso de otros Estados y países.

No nos debe sorprender, por tanto, que en el Congreso Socialista Internacional de Copenhague de 1910, estuviera muy presente el problema del cooperativismo. Podemos leer en la obra colectiva «El movimento cooperativo en Euskadi 1884-1936», lo más importante de este Congreso :

«Considerando, que las Sociedades Cooperativas de consumo no sólo procuran ventajas materiales inmediatas a sus afiliados, sino que tienen por objetivo: 1º. Aumentar la potencia del proletariado, por la supresión de intermediarios y por la creación de servicios de producción dependientes de los consumidores organizados, 2º. Mejorar las condiciones de vida obrera, 3º. Educar a los trabajadores mediante la administración con plena independencia de sus propios negocios, y ayudares de este modo a preparar la democratización y la socialización de las fuerzas de producción y de cambio.

Considerando que la cooperación por sí sola sería impotente para realizar el objetivo que persigue el Socialismo que es la conquista de los poderes públicos mediante la apropiación colectiva de los medios de trabajo.

El Congreso, poniendo en guardia a los trabajadores contra los que sostienen que la Cooperación se basta a sí misma, declara que la clase obrera tiene el mayor interés en utilizar en su lucha de clases, el arma cooperativa, y exige que todos los socialistas y obreros sindicados participen activamente en el Movimiento Cooperativo, a fin de desarrollar dentro del mismo el espíritu del Socialismo e impedir que las cooperativas se aparten del papel de educación y de solidaridad obrera.

Los cooperadores socialistas tienen el deber de luchar:

1º. Porque los excedentes no se devuelvan íntegramente a los afiliados, sino que una parte de eloos se destinen, bien por las propias Cooperativas, bien por las Federaciones o Almacenes al por mayor, al sostenimiento de los afiliados, al desarrollo de la producción cooperativa y a fines de educación y enseñanza.

2º. Porque las condiciones de salario y de trabajo en las Cooperativas se resuelvan de acuerdo con los Sindicatos.

3º. Porque la organización del trabajo en las Cooperativas sea ejemplar y que la adquisición de mercancías se efectúe por ellas teniendo en cuenta las condiciones de trabajo de los que las han producido.

Pertenece a las diversas Cooperativas en cada país el decidir si deben ayudar directamente y que medida con sus propios recursos al movimiento político y sindical. Teniendo en cuenta los servicios que la Cooperación puede prestar. Serán tanto mayores cuanto el movimiento cooperativo sea más fuere y más unidos, el Congreso declara que las Cooperativas de cada país, que estén constituidas sobre la base de la presente resolución, deben formar una sola Federación.

Y declara que la clase obrera, en su lucha contra el capitalismo, tiene el mayor interés en que los sindicatos, las Cooperativas y el Partido Socialista, aun conservando su autonomía y su unidad propias, estén unidos por relaciones cada día más íntimas«.

Por su parte, Lenin que estuvo presente en el Congreso, en octubre de ese año definió así las dos visiones opuestas que se habían enfrentado, y que representaban las contradicciones reales existentes en el movimiento socialista al respecto mucho más que las resoluciones del Congreso:

«Una, la línea de lucha de clase del proletariado, el reconocimiento del valor que tienen las cooperativas como un instrumentos de esta lucha, como uno de sus medios auxiliares, y la definición de las condiciones en las cuales las cooperativas desempeñarían realmente ese papel, en lugar de ser simples empresas comerciales. La otra línea es la pequeñoburguesa, que oscurece el problema del papel de las cooperativas en la lucha de clase del proletariado, les otorga un significado que va más allá de esta lucha (es decir, confunde las opiniones proletarias y las de los patronos sobre las cooperativas) y define sus objetivos con frases generales que también pueden ser aceptables para el reformador burgués, ese ideólogo de los grandes y pequeños patronos progresistas«.

No podemos citar entero el «Proyecto de la delegación socialdemócrata de Rusia» sobre las cooperativas defendido por Lenin en el Congreso, así que lo vamos a resumir: El cooperativismo de consumo mejora la situación obrera y reduce la explotación; puede adquirir gran importancia apoyando las luchas obreras, las huelgas y contra las persecuciones políticas, etc.; pero las mejoras serán insignificantes mientras los medios de producción sigan en manos capitalistas, porque no son organizaciones de lucha directa y pueden engendrar la ilusión de que pueden resolver la explotación sin lucha de clases y sin expropiar a la burguesía. El Congreso exhorta a los obreros a ingresas en ellas y defender su carácter democrático; a difundir en ellas el socialismo y la lucha de clases, y a potenciar el acercamiento más completo posible de todas las formas del movimiento obrero. Las cooperativas de producción sólo pueden tener importancia en la lucha de la clase obrera si son parte integrante de las sociedades de consumo.

Esta última tesis sobre la integración de las cooperativas de producción en las de consumo tiene una importancia transcendental desde la perspectiva marxista porque atañe al núcleo del problema, a saber, el cooperativismo como uno de los instrumentos decisivos de la producción socialista y por tanto, uno de los instrumentos decisivos para lograr la extinción histórica de la ley del valor-trabajo. El secreto del problema radica en que las cooperativas deben tener capacidad de autogestionar el proceso entero de producción, circulación y venta, y reparto e inversión desde los criterios cooperativistas y de ayuda mutua de los beneficios obtenidos. O sea, romper de raíz la lógica de la acumulación privada capitalista.

Cuando el bolchevismo exigía la totalidad del proceso producción-consumo en el cooperativismo lo hacía por dos razones dialécticamente unidas: una, más general y amplia, porque estaban poniendo uno de los pilares sociales para avanzar en la superación histórica de la propiedad privada. Su cooperativismo no era en modo alguno burgués, sino lo opuesto. Conocían muy bien el áspero debate dentro del socialismo internacional en el que existía una corriente, cada día mayor, que defendía el «cooperativismo neutro«, como lo definió Vandervelde en 1913 al compararlo con el «cooperativismo socialista«, y la negación explícita de la ley del valor-trabajo, de la filosofía dialéctico-materialista y de la dictadura del proletariado.

La otra razón, más concreta y ceñida a la situación del decisivo «problema agrario» ruso, porque conocían muy bien las contradicciones dentro del cooperativismo agrario que, como en el ejemplo de Dinamarca analizado por Lenin, eran los grandes propietarios de tierra los que controlaban la mayoría de las cooperativas. La única forma de romper ese poder reaccionario era multiplicar el control de los campesinos del proceso entero de producción y distribución y, en las condiciones específicas de la Rusia zarista de la época como Lenin insiste al marcar las diferencias con Alemania, la nacionalización de la tierra, según el bolchevismo exigía también en 1907 en: «El programa agrario de la socialdemocracia en la primera revolución rusa«. El bolchevismo sale una y otra vez en defensa del campesinado cada vez más agredido, como hace Lenin en diciembre de 1910 en «¿Qué está sucediendo en el campo?«:

«¿Cómo quiere el Gobierno de Stolipin modificar el viejo orden rural? Quiere acelerar la ruina completa de los campesinos, conservar la propiedad agraria de los terratenientes, ayuda a un puñado insignificante de campesinos ricos a «salir de la comunidad rural para establecer las fincas propias» y hacerse con la mayor cantidad posible de tierras comunales. El Gobierno ha comprendido que las masas campesinas están todas contra él y trata de encontrar aliados entre los campesinos ricos«.

No se comprende la extraordinaria importancia de la línea bolchevique de integrar las cooperativas de producción en las de consumo si no se parte del criterio decisivo de la agudización de la lucha de clases al aumentar la explotación dentro del campesinado. Esta tendencia objetiva imparable era, sin embargo, menospreciada o negada por los reformistas en cualquiera de sus múltiples formas y corrientes. En «El campesinado y el trabajo asalariado» de inicios de 1914 Lenin insiste de nuevo en la creciente lucha de clases dentro del campesinado por la expansión del capitalismo:

«Todos saben que cada ciudad y cada vertsa de ferrocarril arrastran a la economía campesina al ciclo comercial y capitalista. Los «populistas de izquierda» son los únicos que se niegan a ver la verdad que deshace su teoría pequeñoburguesa. Esta verdad consiste en que cada versta de ferrocarril, cada nueva tienda que se abre en la aldea, cada cooperativa que facilita las compras, cada fábrica, etc., arrastra a la economía campesina al ciclo comercial, Y ello significa que el campesinado se está dividiendo en proletarios y pequeños patronos que contratan mano de obra asalariada«. El cooperativismo es inseparable de la lucha de clases, y por su ambigüedad genética puede ser empleado a favor o en contra de la emancipación humana, dependiendo de qué clase social lo impulsa en un sentido o en otro.

Desde otra perspectiva social muy diferente, durante estos años –y veremos un ejemplo de 1908 en EEUU– se realizaron experiencias de vida colectiva que no buscaban apenas la transformación reformista o revolucionaria de la sociedad capitalista, sino en la mayor parte de las veces la creación de un sistema alternativo y paralelo basado en principios que, en lo esencial, ya hemos visto al estudiar el socilaismo utópico. Conviene deternernos un poco en estas experiencias porque muestran, además del voluntarismo de sus organizadores, también los límites insalvables de cualquier pretensión de mejorar las condiciones objetivas del modo de producción capitalista sin atacar sus contradicciones internas. Su comparación con las prácticas y los debates socialistas y marxistas que estamos viendo en este apartado, sirve para dejar claras las grandes diferencias cualitativas entre ambos bloques.

En 1930 Emile Armand publicó su famoso texto «Historia de las experiencias de vida en común sin Estado ni autoridad«, en que, además de recoger varios capítulos del libro de Morris Hillquit «Historia del socialismo en los Estados Unidos«, que en sí mismo merece una atención que no podemos dedicarle aquí, sintetizaba desde una perspectiva anarquista una larga serie de experiencias comunalistas o de «Colonias» o «Centros de vida en común«, según él las denomina. Vamos a citar las diez lecciones que extrajo, recordando que, como él mismo advirtió, el estudio se realizó desde «el punto de vista ético» que no económico. Esta advertencia es importante porque muestra uno de los puntos permanentes de separación entre el anarquismo y el marxismo. No es que el marxismo carezca de «punto de vista ético«, sino que dispone de una visión integral que fusiona lo ético y lo económico en un sistema coherente, mientras que el anarquismo apenas se ha prepocupado por elaborar un sistema parecido, o simplemente ha optado por la primacía exclusiva de lo ético, que queda de ese modo amputado en su misma esencia y redudio a una voluntariosa abstracción, y el libro de Emile Armand es un ejempolo más, como también aunque a otra escala lo es el de Kropotkin.

De cualquier modo, el decálogo de Armand este: «A) El colono es un tipo especial de militante; todas las persponas no son aptas para vivir la vida en común, para ser librecentristas (…). B) La práctica de un medio preparatorio ha dado siempre buenos resultados. C) El número permite la agrupación, según afinidades. D) Una gran dificultad es la mujer casada, legal o libremente, que entra en el Centro con su marido o compañero; si tiene hijos la situación es peor. E) Nada de relaciones regulares entre los compñaeros y compañeras, y el Centro tiene tantas más probabilidades de duración. F) Todo Centro de vida en común debe ser un campo de experiencias ideal para la práctica de la «camaradería amorosa», del «pluralismo amoroso», de todo sistema tendente a la anulación del sufrimiento sentimental. G) La Colonia que constituye un hogar intensivo de propaganda (…) aumenta sus probabilidades de duración. H) Es bueno que los participantes (…) se traten, sobre todo los sexos opuestos. I) El régimen parlamentario no ha demostrado valor alguno para la buena marcha de las Colonias, quye exige la decisión y no la discusión. El sistema del animador, el árbitro que inspira confianza a los asociados y la conserva (…) parece haber tenido con preferencia el mejor éxito. J) La duración de toda Colonia es es factor de un pacto o contrato (…) el contrato definirá a qué persona se confía el arreglo, el caso de litigo o diferencia«.

De todas las experiencias que refleja el libro de Armand queremos recoger lade la Colonia Liefra porque, en primer lugar, se inscribe dentro del socialismo cristiano; en segundo lugar, tuvo lugar en los Estados Unidos, con lo que ello implica, y en tercer lugar, se practicó en unos años cruciales:

«El Socialista cristiano de julio de 1924 publicaba un suplemento consagrado a la Colonia Liefra. Este estudio, debido al señor Paul Passy, profesor de la Escuyela de Altos Estudios, fonetista distinguido y cristiano evangélico muy conocido, nos recuerda que Liefra ha sido fundada en 1908 para ilustrar prácticamente los principios del colectivismo libertario de base cristiana, o mejor, como una aplicación moderna de los principios sociales contenidos en el código agrario mosaico, particularmente en el capítulo 25 del Levítico (ley de jubileo). Estos principios son los siguientes:

1º Propiedad colectiva inalienable del suelo.

2º Apropiación familiar por lotes proporcionados al número de miembros de cada familia.

3º Goce y explotación individual independiente (sin perjuicio de cooperacióon violuntaria, si hubiera lugar).

4º Revisión periódica de los lotes, de manera que mantenga o restablezca la igualdad de su valor.

Estos principios estaban en ensayo de aplicación dieciséis años, en 1924, en un terreno de 140 herctáreas, con varios edificios«.

Y en una nota a pie de página, Armand explica que: «El nombre Liefra está formado con la primera sílaba de las tres palabras Libertée, egalité, fraternité. Esta Colonia ha dejado de existir en fecha muy reciente; más exactamente después de la muerte de la señora de Paul Passy«.

Según avancemos en las páginas siguientes se apreciarán más nítidamente las diferencias entre la concepción socialista y marxista, y la presentada por Armand.

3.2. 1917, cooperativas y socialismo

Los bolcheviques eran muy conscientes de esta contradicción y desde comienzos de 1917 obraron con prudencia como reconoce Trotsky en el primer volumen de su «Historia de la Revolución Rusa«. Saliendo en defensa de Lenin, sostiene que:

«Las consideraciones sociológicas generales no permitían decidir a priori si los campesinos en su conjunto eran o no capaces de alzarse contra los terratenientes. La acentuación de las tendencias capitalistas en la economía agrícola durante el período comprendido entra las dos revoluciones —1905-1917–; la formación de un sector de campesinos acomodados, separados con sus fincas del primitivo régimen «comunal»; los extraordinarios progresos hechos por la cooperación agraria, acaudillada por los campesinos acomodados y ricos; todo esto no permitía saber con seguridad, de antemano, cual de las dos tendencias prevalecería en la revolución, su el antagonismo agrario de casta entre los campesinos y la nobleza o el antagonismo de clase dentro del mismo campesinado«.

Las incertidumbres eran apreciables y la prudencia bolchevique resultó decisiva para resolver una de las cuestiones estratégica de la revolución, cuestión estrechamente relacionada además de con el problema de la propiedad de la tierra, también con el problema de del contenido de clase del cooperativismo, porque, según Trotsky:

«A principios de mayo se reunió en Petrogrado al Congreso de campesino de toda Rusia. Los representantes habían sido nombrados desde arriba y tenían un carácter con frecuencia fortuito (…) A este Congreso acudieron como delegados los intelectuales populistas de extrema derecha, gente ligada principalmente con los campesinos, por medio de la cooperación comercial, o sólo por los recuerdos de la juventud. El verdadero «pueblo» estaba representado por los elementos más acomodados del campo, los kulaks, los tenderos y los cooperativistas de la aldea«.

La prudencia bolchevique para con las contradicciones y limitaciones de los campesinos fue una constante en vida de Lenin. Y, como veremos, el cooperativismo socialista fue adquiriendo cada vez más importancia conforme se constataban las enormes dificultades que la construcción del Poder Soviético encontraba en las cadenas culturales, psicológicas y subjetivas de las masas campesinas heredadas e impuestas por la explotación de siglos. Pero, a la vez, el bolchevismo leninista tenía una confianza plena en la iniciativa de las masas. Son célebres las palabras de Lenin al comentar que el histórico «Decreto sobre la tierra» de finales de octubre de 1917 –«Queda abolida en el acto sin ninguna indemnización la gran propiedad agraria terrateniente«– había sido redactado por los socialistas revolucionarios y no por los bolcheviques:

«Sea así. La vida es el mejor maestro y mostrará quién tiene razón. Que los campesinos resuelvan este problema por un extremo y nosotros por el otro. La vida nos obligará a acercarnos en el torrente común de la iniciativa revolucionaria, en la concepción de las nuevas formas del Estado. Debemos marchar al paso de la vida; debemos conceder plena libertad al genio creador de las masas populares«.

La prudencia hacia el campesinado se asentaba en una muy decidida iniciativa de fortalecer el Poder de los Soviets con conquistas revolucionarias cualitativas como las que aparecen en el «Proyecto de reglamento del Control Obrero» redactado por Lenin el mismo día que su declaración anterior: «Queda establecido el control obrero sobre la producción, conservación y compraventa de todos los productos y materias primas en todas las empresas industriales, comerciales, bancarias, agrícolas, etc., que cuenten con cinco obreros y empleados (en conjunto), por lo menos, o cuyo giro anual no sea inferior a 10.000 rublos«. La extensión del control obrero a las empresas agrícolas va destinado a asegurar que en un contexto tan cargado de prejuicios, dependencias y miedos impuesto por la explotación, en un marco así crezca la autoconfianza de los campesinos pobres y trabajadores agrarios.

Pero hay más, Lenin quiere que las masas campesinas tengan aún más facilidades prácticas para identificarse con la clase obrera urbana, y por eso en el «Proyecto de decreto sobre las comunas de consumo«, redactado justo dos meses más tarde, a finales de diciembre de 1917, sostiene que:

«Quizá pudiera tratarse, en lugar de «cooperativas», de «Soviets de diputados obreros y campesinos» con participación de empleados de comercio, etc., etc. Cada una de estas cooperativas o comités o Soviets (o el comabasventa) se subdividiría en secciones o departamentos por ramas de venta y por tipos de productos de abastecimiento para la regulación general de la producción y del consumo (cada comabasventa debe tener s sección de financiación, o de ingresos y gastos de dinero). Con la admisión del impuesto de utilidades y del derecho a conceder créditos, sin intereses, a los pobres, así como del trabajo general obligatorio, eso podría constituir la célula de la sociedad socialista«.

El Poder de los Soviets nació en una situación caótica y extremadamente empobrecida. Aunque la nueva democracia socialista –dictadura del proletariado– permitió y potenció una explosión de creatividad e iniciativa de las masas trabajadoras, las condiciones eran tan terribles que las fuerzas revolucionarias no podía atender a todos los problemas. Las fuerzas reformistas –mencheviques, socialistas revolucionarios de derechas, etc.,– aprovecharon esta situación para afianzarse entre los sectores obreros y campesinos menos concienciados. Sectores que provenían de un contexto social tan complejo como el analizado por Lenin en «Acerca del infantilismo «izquierdista» y del espíritu pequeñoburgués» a comienzo de mayo de 1918: «1) economía campesina patriarcal, es decir, natural en grado considerable; 2) pequeña producción mercantil (en ella se incluye la mayoría de los campesinos que venden cereales); 3) capitalismo privado; 4) capitalismo de Estado; 5) socialismo».

En estas complejas condiciones, los sectores menos concienciados no respondían sólo a motivaciones ideológicas, religiosas, costumbristas y tradicionalistas, sino, antes que nada y en cuanto base materialista, a sus condiciones socioeconómicas de existencia, base sobre la que se levantaban luego toda serie de prejuicios reaccionarios y subjetivos en apariencia separados totalmente de la miseria material objetiva. Una de las finalidades y a la vez virtudes del cooperativismo o de los comités o de los Soviets era precisamente, de un lado, la de poner sobre sus pies esta situación invertida, demostrando en la práctica diaria a las masas trabajadoras que disponían de instrumentos concretos para emanciparse a sí mismas; y, de otro lado, simultáneamente, demostrar que por debajo de tanta aparente diferencia y dentro de tanta complejidad, existía una explotación última de su fuerza de trabajo, de su género y de su nacionalidad que sólo podía resolverse mediante la revolución socialista.

La prudencia bolchevique antes analizada respondía a esta muy científica comprensión de la complejidad estructural de Rusia, de sus tremendas diferencias internas y de la necesidad de tener en cuenta su desarrollo desigual y combinado. Además, en el verano de 1918 el ejército internacional de la burguesía invadió Rusia y apoyó con ingentes cantidades de técnicos, armas y dinero a la contrarrevolución interna. Por si fuera poco, también en ese verano los socialistas revolucionarios atentaron contra los bolcheviques. No podemos extendernos aquí en las causas sociales de este proceso que, básicamente, nos remiten a la complejidad de la lucha de clases en una Rusia revolucionara atrasada, cercada, debilitada, enferma y hambrienta.

3.3. Otoño 1918, crisis y cooperación socialista

En el otoño e invierno de 1918-19, la situación era agónica y precisamente fue entonces cuando Lenin insistió una y otra vez en la importancia estratégica del cooperativismo socialista y de una prudencia que no se limitaba a los campesinos pobres, la inmensa mayoría, sino también a la pequeña burguesía y al cooperativismo obrero aún no integrado efectivamente en la práctica del Poder Soviético, como insiste en el «Discurso en el III Congreso de las cooperativas obreras«, del 8 de diciembre de 1918, donde, además, sostiene que: «Todos convenimos en que las cooperativas son una conquista del socialismo. Por eso cuesta tanto lograr las conquistas socialistas. Por eso es tan difícil triunfar. El capitalismo dividió intencionadamente a los sectores de la población. Esta división tiene que desaparecer definitiva e irrevocablemente, y toda la sociedad ha de convertirse en una sola cooperativa de trabajadores«. Y prudencia también para atraerse al campesinado medio, respecto al cual: «ciframos nuestras esperanzas en una labor persuasiva larga y paulatina«, como dijo Lenin en el «Discurso del I Congreso de las secciones agrarias«, justo una semana después, el 14 de diciembre 1918.

También en esta misma época, Lenin replanteó las «Tareas de los sindicatos» porque: «Las formas transitorias requieren nuevos métodos de organización. Por ejemplo, los comités de campesinos pobres en las zonas rurales desempeñan un papel gigantesco (…) No se puede renunciar a la tarea de organizar a los campesinos pobres so pretexto de que son obreros asalariados. Se puede y se debe buscar, buscar y buscar nuevas formas, aunque sólo sea, por ejemplo, fundando sindicatos de campesinos pobres«. El bolchevismo veía como imprescindible que se movilizasen las más amplias masas de trabajadores, sobre todo los que no lo habían hecho en las primeras fases de la revolución, allá por febrero de 1917, y que ahora, en las insoportables condiciones de invierno de 1918-19, podían pasar de la desmovilización a la reacción.

El cooperativismo y en general el sovietismo era uno de los recursos para ilusionar y hacer intervenir a esas masas en la resolución de sus propios y angustiosos problemas, junto a otros instrumentos que no podemos exponer ahora. El «Proyecto de disposición del CCP sobre el cooperativismo» de finales de enero de 1919 indica que, además insistir en fortalecer el «papel predominante de la población proletaria y semiproletaria en la conducción del movimiento cooperativista«, también «recomendar a las cooperativas obreras que consigan en la Directiva de la Unión de Cooperativas una mayoría de delegados y que aseguren la incorporación de comunistas experimentados a ese organismo«.

Nos hacemos así una idea muy precisa de la situación real del problema y de la importancia que para Lenin tenía lograr la participación directiva de las masas y de los comunistas para contrarrestar las influencias burguesas y reformistas. No había pasado una semana desde el Proyecto citado, cuando Lenin vuelve a la carga con las «Medidas para la transición del sistema cooperativo burgués de abastecimiento y distribución al sistema comunista proletario«. El inicio del texto es definitivamente aclaratorio: «El asunto de las cooperativas y de las comunas de consumo, recientemente debatido en el Consejo de Comisarios del Pueblo, plantea el problema más vital del momento: las medidas de transición de las cooperativas burguesas a una asociación comunista de producción y consumo, que agruparía a toda la población«.

Y ante el problema más vital, la primera medida necesaria que Lenin propone es «Discutir este problema en la prensa«. La razón para discutir el público tan vital problema no es otra que la de implicar a las masas trabajadoras, ampliar los argumentos socialistas y concienciar socialmente. La lucha de clases que se está librando, que en muchos sitios es también lucha de liberación nacional y social, exige un mayor control de las viejas clases poseedoras.

Mes y medio después, a mediados de marzo de 1919, Lenin redacta «Notas sobre cooperativismo«, y tras sostener que «en cada cooperativa no menos de 2/3 del total de miembros deben ser proletarios o semiproletarios«, no duda en defender que: «Los organismos de las cooperativas obreras enviarán comisarios a las cooperativas en las que más del 10% de los miembros pertenezcan a las clases poseedoras. Los comisarios tienen el derecho de vigilancia y control, como también los derechos de «veto», y trasladarán las resoluciones apeladas a los organismos del CSEN parta la decisión definitiva«. Estamos ante un ejemplo más de la democracia socialista y de la dictadura del proletariado, que es lo mismo. La identidad dialéctica entre democracia y dictadura –uno de los problemas incomprensibles para la ideología burguesa y reformista– aparece confirmada de nuevo en el texto «En contribución al problema de las relaciones con el campesinado medio«, redactado medio mes después de las Notas anteriores. Son trece medidas escuetas de las que destacamos:

«1) Reducir INMEDIATAMENTE el impuesto extraordinario con que se gravan los campesinos medios. 2) (…) Trabajar en favor del campesino medio. 3) Formar comisiones (…) en defensa del campesino medio. 6) Campaña de prensa. 7) «Manifiesto» sobre la defensa del campesino medio. 8) Verificación (y abolición) de las medidas coercitivas para el ingreso en la comuna. 9) Verificación de las medidas de abastos en el sentido de atenuar las requisas, multas, etc., impuesta al campesino medio. 10) Amnistía. 11) «Identificación del kulak»«. La democracia socialista se amplía a los campesinos medios mientras que la dictadura del proletariado sigue vigente para las clases poseedores, y para las cooperativas en las que más del 10% de los miembros pertenezcan a esa clase.

Una vez más, se trata de ampliar las fuerzas sociales que de un modo u otro apoyan la lucha revolucionaria o, cuando menos, no se oponen a ella. Es decir, neutralizarlas y, en el peor de los casos, impedir que se sumen a la contrarrevolución. Todos los bolcheviques se vuelcan en esta tarea, y también otras fuerzas revolucionarias que van comprendiendo la corrección estratégica del leninismo. Especial mención merece aquí el texto «ABC del Comunismo» de N. Bujarin y E. Preobrazhenski, de 1919, que se convirtió en el manual de formación de la militancia durante el decisivo período llamado «comunismo de guerra«. Pues bien, además de la detallada explicación que dan de la importancia del cooperativismo y del sovietismo en general, ofrecen un dato de 1913, entonces el más actualizado:

«la población urbana era de algo menos del 18 por ciento del total» de Rusia, y precisan: «No todos los trabajadores son como los de Petrogrado. Muchos son retrasados e ignorantes; tales personas no están acostumbradas a trabajar en equipo. Hay un gran número de trabajadores que son recién llegados a la ciudad. La mayoría de éstos poseen una mentalidad de campesino y se solidarizan con el campesinado«.

En realidad, ambos autores estaban certificando el límite de la solidaridad campesina formada en los débiles restos de la tradición de resistencia de las comunas agrarias. Había pasado mucho tiempo desde que Marx y Engels, con su escepticismo de fondo, habían reconocido la débil posibilidad de tránsito al socialismo sin tener que pasar por el capitalismo. Además, se habían producido intensos y extensos cambios capitalistas, como hemos visto. La solidaridad campesina, pese a existir y movilizarse al comienzo de la revolución, y pese a mantenerse en las durísimas condiciones posteriores, tenía unos límites inherentes impuestos por la propia naturaleza de la explotación que sufría.

Muchos estudiosos y políticos, fueran revolucionarios o no, comprendían esta naturaleza. Kautsky, por ejemplo, en su obra: «Terrorismo y comunismo«, también de 1919 afirmaba: «Cierto que el trabajador ruso debe a sus comunidades rurales un intenso sentimiento de solidaridad; pero esta solidaridad abarca un círculo tan estrecho como el de la comunidad misma. Se reduce a la esfera limitada de sus camaradas próximos. La gran comunidad social le es indiferente«.

También lo sabían los bolcheviques y de ahí, para aumentar la solidaridad mediante el aprendizaje práctico, la importancia estratégica que daban al cooperativismo en concreto, y en general a la ampliación de la democracia socialista para la mayoría de la población y la aplicación de la dictadura del proletariado a los reaccionarios. No podemos extendernos ahora en esta segunda parte, en los esfuerzos bolcheviques por extender esa democracia socialistas; por garantizar y ampliar el debate democrático efectivo y constructivo dentro las organizaciones de todo tipo; por «abrir» la administración a la gente e introducir controladores e inspectores obreros, campesinos y populares «no bolcheviques» dentro de las instancias dirigidas por los bolcheviques, etc., tendiendo en cuenta las condiciones de vida o muerte de aquellos años decisivos.

3.4. NEP, cooperativismo y economía

Ampliar la «esfera limitada» de la solidaridad campesina y acabar con la indiferencia ante la «gran comunidad social«, exigía aumentar sus interrelaciones con la industria, y como dice Lenin en «Sobre las cooperativas de consumo y de producción«, de abril de 1921:

«Las cooperativas de producción coadyuvarán al desarrollo de la pequeña industria. La cual proporcionará un aumento de la cantidad de los productos que los campesinos necesitan. La mayor parte de estos artículos no requieren ser transportados a grandes distancias por ferrocarril ni necesitan grandes instalaciones fabriles. Hay que apoyar y desarrollar con todas las medidas las cooperativas de producción, y es deber de los funcionarios del Partido y de los Soviets brindarles todo tipo de ayuda, pues esto aliviará de golpe y mejorará la situación de los campesinos. Y en este momento, el ascenso y la restauración de la economía nacional en el Estado obrero y campesino dependen más que nada del mejoramiento de la vida y de la hacienda de los campesinos (…) Las autoridades soviéticas deben controlar la actividad de las cooperativas, para que no haya fraudes, ocultación al Estado ni abusos. En ningún caso deberán poner trabas a las cooperativas, sino ayudarlas por todos los medios y colaborar con ellas«.

Esta cita tiene una doble importancia porque, de un lado, reafirma de nuevo la tesis clásica marxista del ciclo completo de producción-consumo en manos de los cooperativistas, de los trabajadores asociados, etc.; y, de otro lado, está escrita en el mismo inicio de la Nueva Política Económica, la famosa NEP, con la que se pretendía un arriesgado equilibrio transitorio y siempre sometido al control director de la democracia socialista, entre una reactivación económica capitalista en la que la burguesía tendría una función precisa, y el Poder de los Soviets basado en la movilización de las masas trabajadoras que amplían las relaciones socioeconómicas socialistas. Tras la victoria militar en la salvaje guerra civil, los bolcheviques necesitaron un «período de respiro», la NEP, peligroso pero imprescindible para salvar la revolución y avanzar hacia el comunismo. Como en toda lucha reivindicativa y más en toda revolución, el «factor subjetivo», la conciencia crítica autoorganizada, tenía en la NEP una importancia decisiva.

Pero la conciencia crítica de masas sólo surge de la práctica y del proceso material de conquista y control de los instrumentos liberadores. Por eso, además del cooperativismo socialista, Lenin defiende la extensión de entre «otros tipos de economía social«, también de la hacienda campesina, los sovjoses, las comunas, los arteles, y las asociaciones. La «economía social» bolchevique no tiene nada que ver con la ideología propagandística burguesa sobre la «economía social» en el capitalismo, sino que es un instrumento vital en la autoorganización trabajadora en sus mismas bases cotidianas, locales.

De hecho, en el mismo texto del que hemos extraído esta cita, las «Instrucciones del CTD a las instituciones soviéticas locales» de finales de mayo de 1921, Lenin insiste inmediatamente después en que las alternativas a los problemas de la pequeña industria, de la artesanía, de la economía doméstica, etc., pero también de la gran industria, «deben ser del mismo género que en el punto anterior«, el de la «economía social«. El pueblo trabajador, empobrecido por la larga explotación histórica y por los costos de la guerra de 1914-18, la guerra civil posterior, el implacable cerco imperialista y el sabotaje contrarrevolucionario interno, debe intervenir mediante «los organismos locales que observan de cerca, directamente, la vida y el trabajo de las grandes empresas de importancia nacional, su influencia en la población circundante y la actitud de la población hacia ellas, deben comunicar sin falta en cada informe datos de estas empresas, datos acerca de cómo los organismos locales ayudan a esas empresas, cuáles son los resultados de esas ayudas, qué ayuda prestan esas empresas a la población local, qué necesidades más perentorias tienen esas empresas, qué faltas observan en su organización, etc.«.

El cooperativismo socialista, la economía social, los organismos locales que observan directamente a las grandes empresas, estos y otros instrumentos, formaban el contrapeso, la garantía y el poder práctico de la revolución para impedir que crecieran y se desbocasen las fuerzas irracionales inherentes a la economía mercantil que estaba presente en la NEP. Un año y medio después, el 2 de noviembre de 1922 Lenin insiste en «Tesis sobre el Banco Cooperativo» en la «participación en el Banco de los más destacados cooperativistas comunistas de la agricultura para controlar y apresurar el trabajo; estímulo del Banco del Estado al Banco Cooperativo en forma de reducción del interés«. La urgencia de Lenin nace de la inmensa complejidad de los problemas a los que se enfrenta el Poder de los Soviets, y, en especial, del peso, influencia y poder creciente que va tomando la burocracia incrustada en el aparato administrativo.

Una y otra vez, cada día más, Lenin advierte del problema y llama a la movilización, como en el «Discurso pronunciado en el pleno del Soviet de Moscú» del 20 de noviembre de 1922: «Nuestra administración sigue siendo la vieja, y nuestra tarea consiste ahora en transformarla a lo nuevo. No podemos transformarla de golpe, pero necesitamos organizar las cosas de manera que estén bien distribuidos los comunistas con que contamos. Es preciso que estos comunistas manejen las administraciones a las que les han enviado, y no, como ocurre a menudo, que sean las administraciones las que les manejan a ellos. No hay por qué ocultarlo y debemos hablar de ello con claridad«.

3.5. Invierno 1922 y último combate cooperativista

Un ejemplo aplastante de la importancia crucial que otorgaba Lenin al cooperativismo lo tenemos en el hecho de que uno de los siete últimos escritos, los realizados entre el 23 de diciembre de 1922 y el 2 de marzo de 1923, en su agonía, lleva el título «Sobre las cooperativas«, terminado el 3 de enero. Otro ejemplo de la importancia del tema es que esos breves escritos se centran sobre muy pocos problemas: cómo resolver las tensiones internas en el partido; cómo lucha contra la burocracia y democratizar más el partido y las instituciones; cómo resolver los problemas nacionales y como mejorar el cooperativismo, además un texto de debate teórico sobre la revolución bolchevique. Pedimos perdón por las citas que transcribimos pero son de una importancia crucial como síntesis de una teoría sistemáticamente menospreciada, tergiversada u ocultada:

«En los sueños de los viejos cooperativistas hay mucha fantasía. A menudo resultan cómicos por lo fantástico que son. Pero ¿en qué consiste su fantasía? En que la gente no comprender la importancia fundamental, la importancia cardinal de la lucha política de la clase obrera ara derrocar la dominación de los explotadores«.

«Entre nosotros hay menosprecio por las cooperativas, ni se comprende la excepcional importancia que tienen, primero, desde el punto de vista de los principios (la propiedad de los medios de producción en manos del Estado); segundo, desde el punto de vista del paso a un nuevo orden de cosas por el camino más sencillo, fácil y accesible para el campesinado«.

«… nos hemos olvidado de las cooperativas, las subestimamos y hemos comenzado ya a olvidar su gigantesca importancia en los dos antecitados aspectos de su significación«.

«Es necesario organizar en el aspecto político las cooperativas de suerte que no sólo disfruten en todos los casos de ciertas ventajas, sino que estas ventajas sean de índole puramente material (el tipo de interés bancario, etc.)Es necesario conceder a las cooperativas créditos del Estado que superen, aunque sea un poco, a los concedidos a las empresas privadas, hasta alcanzar incluso en nivel de los créditos para la industria pesada, etc.«.

«Hablando con propiedad, nos queda por hacer una cosa «nada más«: elevar a nuestra población a tal grado de «civilización» que comprenda todas las ventajas de la participación de cada cual en las cooperativas y organiza esta participación«.

«Ahora bien, cuando los medios de producción pertenecen a la sociedad, cuando es un hecho el triunfo de clase del proletariado sobre la burguesía, el régimen de los cooperativistas cultos es el socialismo«.

«En nuestro régimen actual, las empresas cooperativas se diferencian de las empresas capitalistas privadas en que son colectivas, pero no se distinguen de las empresas socialistas siempre y cuando se hayan establecido en un terreno del Estado y empleen medios de producción pertenecientes al Estado, es decir, a la clase obrera«.

«… las cooperativas adquieren en nuestro país, gracias a la peculiaridad de nuestro régimen político, una importancia excepcional por completo. Si dejamos a un lado las empresas en régimen de concesión que, por cierto, no han alcanzado en nuestro país un desarrollo importante, las cooperativas coinciden totalmente a cada paso, en nuestras circunstancias, con el socialismo«.

«¿En qué consiste la fantasía de los planes de los viejos cooperativistas, empezando por Robert Owen? En que soñaban con la transformación pacífica de la sociedad moderna mediante el socialismo, sin tener en cuenta cuestiones tan fundamentales como la lucha de las clases, la conquista del poder político por la clase obrera y el derrocamientos de la dominación de clase de los explotadores. Por eso tenemos razón para ver en el socialismo «cooperativista» una pura fantasía, algo romántico y hasta trivial por sus sueños de transformar, mediante el simple agrupamiento de la población en las cooperativas, a los enemigos de clase en colaboradores de clase, y a la guerra de las clases en paz entre las clases (la llamada paz civil)».

«Se nos plantean dos tareas principales que hacen época. Una es la de rehacer nuestra administración pública, que ahora no sirve para nada en absoluto y que tomamos íntegramente de la época anterior; no hemos conseguido rehacerla seriamente en cinco años de lucha, y no podíamos conseguirlo. La otra estriba en nuestra labor cultural entre los campesinos. Y el objetivo económico de esta labor cultural entre los campesinos es precisamente organizarlos en cooperativas. Si pudiéramos organizar en cooperativas a toda la población, pisaríamos ya con ambos pies en terreno socialista. Pero esta condición, la de organizar a toda la población en cooperativas, implica tal grado de cultura de los campesinos (precisamente de los campesinos, pues son una masa inmensa), que es imposible sin hacer toda una revolución cultural«.

Lenin murió dos semanas después y aunque el cooperativismo se mantuvo en vigor, fue perdiendo todo el contenido que Lenin pretendió darle.

4. Cooperativismo, comunas, consejos y soviets

Mientras que, como hemos visto, el cooperativismo hunde sus raíces en lo más remoto de la experiencia humana, desarrollándose relativamente pronto en el capitalismo británico, el amplio y complejo universo de consejismo, sovietismo y autogestión, surge mucho más tarde y es bastante menos conocido. Es cierto que ya en la Grecia antigua se estableció una continuidad entre la propiedad comunal de la tierra y la evolución posterior de la democracia esclavista, en el sentido de que fueron las luchas sociales de los campesinos pobres para recuperar sus libertades amenazadas por el ascenso de las nuevas clases propietarias, las que forzaron las reformas democráticas. De entre la abundante bibliografía existente, hemos escogido el texto de Padgug –«Clases y sociedad en la Grecia Clásica«– por su capacidad de síntesis:

«Hemos visto que la comunidad primitiva estaba internamente disuelta y sobre sus ruinas se creó una nueva comunidad restaurada, la polis democrática. En el centro de las reformas sociales acometidas durante la triunfante lucha contra la aristocracia estaba la restauración del viejo principio comunal de la ecuación posesión de la tierra-ciudadanía. Los pobres recuperaron el control sobre su tierra y todas las medidas que se tomaron tendía a asegurar ese control en el futuro. Se evitaron, dentro de lo posible, los impuestos directos sobre la tierra, las leyes se dictaban a menudo prohibiendo la acumulación de tierras en manos de familias concretas, la propiedad de la tierra se prohibió a los no miembros de la comuna, en algunos lugares, especialmente áreas coloniales, hubo intentos periódicos de redividir la tioerra en lotes exactamente iguales. Y, sobre todo, la propeidad de la tierra se ostentaba no de forma individual, sino dentro de una familia, el oikos, y todos los pasos se dieron para impedir que el oikos perdiera su tierra y que disminuyera el número de oikos. El carácter del nuevo estado basado en la tierra fue el de un estado central hasta su disolución. En una época tan tardía como el siglo IV, los pensadores conservadores como Platón, Aristóteles y Jenofonte podían todavía pensar en la polis organizadas en base a un grupo de tenentes de tierra iguales.

«El elemento comunal se restableció no sólo en su aspecto privado como propiedad individual de la tierra, sino más directamente en su carácter de propiedad estatal. El nuevo Estado era propietario de las minas, además de las tierras, y ambas eran consideradas propiedad colectiva, junto con el tesoro, y eran responsabilidad de todos los miembros de la comunidad. Este aspecto de la nueva polis representaba la pervivencia de del elemento que echa las bases de una propiedad comunal más allá de la división d ela propiedad privada, y que aparecen en la restricción de la posesión de la tierra a los ciudadanos. Aquí vemos la fuerza del principio dual de la propiedad comunal y uso privado en el meollo dela comuna restaurada en el sentido antiguo, pero en una forma nueva.

«La restauración del principio de propiedad de la tierra trajo consigo la restauración del princio de igualdad. Así, todos los miembros de la polis, como los de la vieja comuna, eran considerados iguales por el hecho de pertenecer a la comunidad en sí misma, y las diferencias de riqueza o área de residencia no eran tan significativas como lo fueron en el período de la aristocracia. Volvió a darse un fuerte énfasis en el prinicipo de igualdad, tanto en el sentido de revivir una situación anterior como en el de salvaguardar la comuna restaurada preservando a sus miembros en calidad de tales miembros. El aspecto político de esta igualdad fue su más clara expresión. El desarrollo de la asamblea como cuerpo principal de gobierno no era nuevo en sí mismo, como no lo era tampoco el uso del sorteo para adjudicar los cargos, ni las instituciuones políticas que conocemos. Eran más bien reactualizaciones de viejas instituciones comunales, que fuerpon puestas al día y adquirieron un nuevo sentido en la polis democrática«.

Pedimos perdón por esta larga cita, aunque su valía es innegable ya que, por un lado, aprecianos una muy estrecha similitud con las características del código agrario mosaico y sobre todo con el capítulo 25 del Levítico antes visto, al estuar el «socialismo cristiano» de la Colonia Liefra, similitud que nace de que ambos tienen su origen en un modo de producción preclasista; por otro lado, muestra la dialéctica entre formas de administración económico-política y lucha de clases que ya se estaban formando en esa época y, por último, muestra que las formas comunales básicas pudieron ser readaptadas a las nuevas exigencias populares en detrimento de los privilegios aristocráticos. Ahora bien, Padgug añade luego que esas nuevas comunas estaban ya insertas en una estructura productiva que exigía, primero, la creciente diferenciación económica interna entre ciudadanos libres e iguales en lo político pero crecientemente diferenciados en lo económico, al aumentar las distancias entre los enriquecidos y los empobrecidos; y segundo, exigía también la explotación esclavista de los metecos y la explotación de los extranjeros, pero no dice nada de la salvaje sobreexplotación sexo-económica de las mujeres.

De todos modos, el desarrollo de formas de explotación interna y externa, que terminaron rompiendo las comunidades preclasistas, no extinguió definitivamente la tendencia a la autoorganización colectiva de los trabajadores fueran esclavos, extranjeros, campesinos o artesanos, aunque impuso muchas limitaciones que tardaron en ser superadas pese al crecimiento de las resistencias populares en el final del Imperio romano de occidente, que no podemos resumir aquí, por lo que remitimos al lector a que bucee en la impresionante obra de Ste. Croix «La lucha de clases en el mundo griego antiguo«. Lo cierto es que, por todas estas razones, para cuando se desarrolla la Edad Media existe ya un complejo y rico mundo ideológico de justificación de la legitimidad de las revueltas que parcialmente se plasma en el «milenarismo» que tan profundamente ha estudiado N. Cohn, pero también en otras justificaciones de los artesanos urbanos. Todo esto nos muestra que ya en la Edad Media hay experiencias de comunas campesinas y urbanas que se autoorganizan para resistir con todos sus medios, incluida la violencia, a la explotación feudal, aunque con obstáculos insalvables impuestos por el modo de producción feudal.

Pero con la entrada en crisis del feudalismo, asistimos a un aumento de las prácticas de autoorganización en comunas. Un ejemplo especialmente significativo, y por ello mismo silenciado por la historiografía burguesa, fue la revolución husita de comienzos del siglo XV, que simultáneamente fue una guerra de liberación nacional del pueblo checo. Como en todos estos casos, las formas de democracia popular se expresaron en esta revolución independentista tan temprana en la historia europea sobre todo en los momentos cruciales dentro mismo del ejército revolucionario. Macek, en «¿Herejía o revolución? El movimiento husita«, dice que:

«En el ejército popular, hasta los más humildes campesinos sabían que también ellos podían expresar sus opiniones. El hetman estaba en efecto secundado por unos cuerpos consejeros llamados comunas. Había también una comuna de caballeros, y una comuna de «trabajadores», encargadas de formular y de sostener los intereses de los campesinos y de los menesterosos de origen ciudadano. Los predicadores permanecían en el seno de las unidades y y tenían a los que combatían constantemente informados del fin elevado de sus luchas (…) Defendía, en primer lugar, los intereses de la pequeña nobleza y de la burguesía, pero no tenía intención de que fueses reconocidos con la ayuda de arrepentimientos y de humildes oraciones, sino al contrario, por la fuerza de las armas populares (…) Si recordamos cómo gemían los sometidos bajo la intolerable carga de tasas e impuestos eclesiásticos, comprenderemos que, al fin de cuentas, el combate de Zizka –dirigente revolucionario– mejoró a las clases más humildes».

Luego, conforme la burguesía y sobre todo las clases trabajadoras fueron tomando conciencia de su fuerza y también de la imposibilidad de derrocar pacíficamente al feudalismo, aumentó la práctica de la autoorganización comunal en las luchas. Desde la revolución inglesa de 1647 con sus consejos de soldados del ejército de Cromwell, hasta las «juntas de trabajadores» de la Revolución de febrero de 1848 en París, el «consejo obrero» de la Asamblea de Francfort y en otros lugares de Europa en ese mismo año, pasando por la Revolución francesa de 1789 y la compleja y rica gama de formas de autoorganización popular de masas trabajadoras y pueblos oprimidos que confluyeron en la rebelión de Pugachov en la Rusia zarista de 1772-75, tan bien analizada Raeff, etc, a lo largo de este proceso no faltan las experiencias consejistas. Sin embargo, en estas sublevaciones dominó un componente ideológico característico de la mentalidad campesina precapitalista. Hablamos de la creencia en una especie de «paternalismo protector» que la monarquía tenía con el pueblo campesino, una especie de «pacto originario» por el cual el rey debía cuidar de pueblo. Se trata de restos licuados y debilitados de las formas preclasistas de unidad comunal en la que el administrador del excedente social colectivo asumía obligaciones para con su grupo. B. Lewin ha mostrado en su «Vida de Túpac Amaru» cómo en esta sublevación nacional campesina inca también jugó su papel el mito de las células reales dictadas por Carlos III por las que se protegían las propiedades comunales, y que eran escondidas e incumplidas por las autoridades intermendias entre el pueblo y el rey. Recordemos que esta sublevación tuvo lugar justo entre la de Pugachov y la de las masas campesinas franceaas que iniciaron la revolución burguesa de 1789.

Sin poder desarrollar aquí este tema, sí hay que decir que algunos restos suyos aparecen en corrientes del socialismo utópico y del «socialismo cristiano» de la época e incluso posterior. Tengamos en cuenta que la industrialización capitalista tardó bastante tiempo en abarcar todo el continente europeo en el siglo XIX y que incluso todavía en el primer tercio del siglo XX la clase trabajadora europea era esencialmente campesina si se rascaba un poco en su superficie. Todavía mucho más en Latinoamérica y en general en todos los pueblos no industrializados.

Pero hay un salto cualitativo entre estas experiencias comunales, en las que participaban activamente las masas trabajadoras urbanas, gremios enteros, artesanos maestros, oficiales y aprendices, en frecuente alianza con campesinos insurrectos, y la experiencia consejista, sovietista y autogestionada que no es otra que la existente entre el precapitalismo e incluso capitalismo mercantil y comercial, y el duro y puro capitalismo industrial e imperialista. La diferencia consiste, esencialmente, en que el consejismo socialista exige la socialización de la propiedad privada y la autogestión colectiva, lo que también le distancia cualitativamente del cooperativismo. Por esto, como veremos, el consejismo, sovietismo y autogestión han sido exterminados sin piedad por la burguesía y por la burocracia ex-soviética.

Sólo desde las más recientes experiencias, es decir, desde el antagonismo radical e irreconciliable entre el consejismo y el capital, reiterado siempre durante el largo período que va desde el último tercio del siglo XIX, el siglo XX y tiene visos de continuar en el XXI si pervive el capitalismo, solamente así podemos comprender, primero, la evolución del apoyo mutuo dentro del modo de producción capitalista; segundo, del cooperativismo como una entre muchas de las partes de ese apoyo mutuo en las primeras fases del capitalismo y, tercero, del consejismo como expresión más coherente de los objetivos estratégicos del pueblo trabajador. Ahora bien, hay que insistir en que estas experiencias recientes no rompen en absoluto con el hilo rojo que recorre internamente la larga lucha de las masas trabajadoras contra la explotación que padecen desde la aparición histórica de las clases sociales, acontecimiento que venía precedido e impulsado por la anterior aparición de la opresión y explotación etno-nacional e incluso antes de ambos, de la explotación de género. Existe una perceptible continuidad histórica de fondo en esta lucha que nos remite a las contradicciones antagónicas inherentes a la propiedad privada, con las discontinuidades causadas por los sucesivos modos de producción y sus formaciones sociales, que ha sido muy estudiada por el materialismo histórico, y que no podemos exponer aquí. Por ejemplo, siguiendo a Pérez Zagorín en «Revueltas y revoluciones en la Edad Moderna«, el llamado milenarismo es una de las formas que adquiere esa dialéctica de la continuidad y discontinuidad, que se manifiesta también en el bolchevismo. El propio Marx asumió explícitamente dicha dialéctica histórica al afirmar que Spartakus, que encabezó una de las mayores sublevaciones esclavas y campesinas en el imperio romano, era su héroe, junto al científico Kepler.

Naturalmente, en esta evolución hay que tener siempre presente el hecho de que las luchas obreras y populares están además de influenciadas por las decisiones represivas de la burguesía, también por las presiones en contra o a favor de los partidos que dicen defender al Trabajo contra el Capital, y sobre todo influenciadas por sindicatos y partidos reformistas, y, todo ello, dentro de las condiciones objetivas y subjetivas existentes en cada nación, Estado y/o internacional. Por ejemplo, estos factores derrotaron a la heroica huelga de los peleteros de Newark, EE.UU, en 1887, pero también el hecho de que la patronal yanki no dudara en contratar peleteros británicos y alemanes como esquiroles pagándoles el viaje transoceánico, contando con la pasividad sindical europea. Nadie planteó a los peleteros pasar a la ofensiva, expropiar a la burguesía de los talleres y máquinas, suprimir el secreto bancario y de cuentas e instaurar la autogestión colectiva.

4.1. De 1871 a 1919, prácticas consejistas

No podemos entrar ahora al debate sobre en qué medida la Comuna de París de 1871 es la primera y ya plena expresión histórica del consejismo del pueblo trabajador en su conjunto, que no sólo de la clase obrera y dentro de esta de su componente industrial y fabril. En el núcleo básico sí es el primer paso cualitativo pero aún con muchas adherencias, dudas e indecisiones provenientes de formas y procesos preindustriales que hay que analizar en base al lento desarrollo del capitalismo francés. Pese a todo, fue un movimiento de masas que barrio todas las anteriores consideraciones, teorías y creencias de cualquier tipo, que confirmo otras que ya habían adelantado aspectos cruciales de la lucha de clases, y que mostró como dos burguesías mortalmente enfrentadas, la francesa y la alemana, podían llegar a un acuerdo para salvar la propiedad privada de los medios de producción y destrozar a las clases trabajadoras insurrectas. Pero, además de esto, lo decisivo de la Comuna fue que enseño que los parias pueden dirigir la sociedad humana. Greg Oxley en «La Comuna de París de 1871» ha dicho que:

«Bajo la Comuna, todos los privilegios de los funcionarios del estado fueron abolidos, los alquileres fueron congelados, los talleres abandonados fueron colocados bajo el control de los trabajadores, se tomaron medidas para limitar el trabajo nocturno, para asegurar la subsistencia de los pobres y de los enfermos. La Comuna declaró que su objetivo era «terminar con la competencia anárquica y ruinosa entre los trabajadores por la ganancia de los capitalistas», y la «difusión de los ideales socialistas». La Guardia Nacional se abrió a todos los hombres físicamente capaces, y organizada, como hemos visto, siguiendo líneas estrictamente democráticas. Los ejércitos permanentes «separados y apartados del pueblo» fueron declarados ilegales. La Iglesia fue separada del estado. La religión fue declarada «asunto privado». Se confiscaron casas y edificios públicos para la gente sin hogar. La educación pública fue abierta a todos, así como los teatros y los centros de cultura y educación. Los obreros extranjeros fueron considerados como hermanos y hermanas, como soldados de la «república universal del trabajo internacional». Serealizaban reuniones, día y noche, en las que miles de hombres y mujeres ordinarios discutían cómo diferentes aspectos de la vida social podían ser organizados en función de los intereses del «bien común».

El carácter social y político de la sociedad, que estaba tomando forma bajo los auspicios de la Guardia Nacional y de la Comuna, era inequívocamente socialista. La falta de todo precedente histórico, la ausencia de una dirigencia palpable, organizada, de un programa claro, combinadas con la dislocación social y económica de una ciudad sitiada, significaba necesariamente que los trabajadores buscaban laboriosamente, a tientas, cuando se trataba formular los requerimientos concretos para la organización de la sociedad en función de sus propios intereses. Se ha escrito mucho sobre la incoherencia, las medidas a medias, el tiempo y la energía perdidas y las prioridades erróneas del pueblo parisiense durante sus diez semanas de poder dentro de los muros de una ciudad sitiada. Todo esto, y más, es cierto. Los communards cometieron muchos errores. Marx y Engels fueron particularmente críticos de que no hubieran tomado el control del Banco de Francia, que continuó pagando millones de francos a Thiers, con los que se estaba armando contra París. Sin embargo, fundamentalmente, todas las iniciativas más importantes tomadas por los trabajadores iban hacia la emancipación total, social y económica, de la población asalariada, como clase. Sobre todo, a la Comuna le faltó el tiempo suficiente. El proceso en la dirección del socialismo fue cortado en seco por el retorno del ejército de Versalles y el baño de sangre que terminó con la Comuna».

Este impresionante intento popular fue masacrado con una brutalidad sangrienta. Lissagaray, testigo directo por cuanto militante comunero en el meollo de los combates, nos ha legado sus memorias en la imprescindible «Historia de la Comuna«. Al final del segundo volumen de la edición que nosotros usamos, Lissagaray dice: «Veinte mil hombres, mujeres y niños, muertos durante la batalla o después de la resistencia, en París y en provincias; tres mil por lo menos, muertos en los depositos, en los pontones, en los fuertes, en las carceles, en Nueva Caledonia, en el destierro, o de enfermedades contraidas en el cautiverio; trece mil setecientos condenados a penas que para muchos duraron nueve años; setenta mil mujeres, niños y viejos, privados de su sosten natural o arrojados fuera de Francia; ciento siete mil victimas, aproximadamente, tal es el balance de la venganza de la alta burguesia por la revolución de dos meses del 18 de marzo«.

No debe sorprendernos el interés mostrado por Marx hacia la Comuna. Y lo hace en una experiencia practica de masas como la revolucion de 1871. En su texto «La guerra civil en Francia» de mayo dede ese año, escribe sobre el modelo comunal:

«Como es lógico, la Comuna e París había de servir de modelo a todos los grandes centros industriales de Francia. Una vez establecido en País y en los centros secundarios el régimen de la Comuna, el antiguo Gobierno centralizado tendría que dejar paso también en las provincias a la autoadministración de los productores. En el breve esbozo de organización nacional que la Comuna no tuvo tiempo de desarrollar, se dice claramente que la Comuna habría de ser la forma política que revistiese hasta la aldea más pequeña del país y que en los distritos rurales el ejército permanente habría de ser reemplazado por una milicia popular, con un plazo de servicio extraordinariamente corto. Las comunas rurales de cada distrito administrarían sus asuntos colectivos por medio de una asamblea de delegados en la capital del distrito correspondiente y estas asambleas, a su vez, enviarían diputados a la Asamblea Nacional de delegados de París, entendiéndose que todos los delegados serían revocables en todo momento y se hallarían obligados por el mandato imperativo (instrucciones) de sus electores. Las pocas, pero importantes funciones que aún quedarían para un Gobierno central no se suprimirían, como se había dicho, falseando de intento la verdad, sino que serían desempeñadas por agentes comunales y, por tanto, estrictamente responsables».

La siguiente experiencia práctica de poder consejista es el Soviet de 1905 en Petersburgo y luego en otras ciudades industriales del imperio zarista, pero que inicialmente surgió en Moscú a mediados de septiembre en una huelga de tipógrafos para aumentar sus salarios.

Trotsky fue uno d elosprimeros marxistas, si no el primero, en cerciorarse de la extrema importancia de la experiencia sovietica y en 1906 dijo en «El consejo de diputados obreros y la revolución» que:

«El consejo de los diputados obreros proclamó la libertad de prensa. Organizó patrullas de calle para garantizar la seguridad de los ciudadanos. Dominaba casi por completo el correo, el telégrafo y los ferrocarriles. Intentó instaurar la jornada de ocho horas con carácter obligatorio. Paralizando mediante la huelga al Estado absolutista, introdujo su propio orden democrático en la vida de las clases trabajadoras de la ciudad.

Tras el 9 de enero de 1905, la revolución demostró que predominaba en la cabeza de las masas obreras. El 14 de junio demostró, con la rebelión del acorazado «Potemkin Tavvitchesky», que podía convertirse en una fuerza material. Con la huelga de octubre demostró que podía desorganizar, paralizar y poner de rodillas al enemigo. Y haciendo surgir por todas partes los consejos obreros, mostró que era capaz de crear una forma de poder. Ahora bien, un poder revolucionario no puede apoyarse más que sobre una fuerza revolucionaria activa. El desarrollo de la revolución rusa puso de manifiesto que excepto el proletariado, ninguna clase social está dispuesta o es susceptible de apoyar el poder revolucionario. El primer acto de la revolución fue la lucha que opuso el proletariado a la monarquía en la calle. La primera victoria seria de la revolución se logró mediante una verdadera herramienta de clase del proletariado, la huelga política. Y el primer órgano embrionario de poder revolucionario fue un órgano de representación del proletariado. En la historia rusa moderna, el consejo es la primera forma de poder democrático. El consejo representa el poder organizado de la masa misma sobre cada una de sus partes. Constituye la verdadera democracia no especulada, sin dos cámaras, sin burocracia profesional, en la que los electores tienen derecho a revocar a sus representantes cuando lo estimen oportuno. El consejo dirige sin intermediarios, mediante sus miembros, diputados obreros electos, todas las manifestaciones sociales del proletariado en su conjunto y de sus diferentes sectores, organiza sus acciones de masa, le proporciona sus consignas y su bandera. Esta dirección organizada de la masas autónomas ha visto por primera vez la luz en suelo ruso

Aquí sí tenemos más desarrollado el núcleo básico del sovietismo como poder de autogestión colectiva del pueblo trabajador. Trabajadores en todas sus gamas y sobre todo los de las grandes empresas, soldados, comerciantes, artesanos, campesinos, etc., unidos a los diputados obreros, crearon un poder nuevo, capaz de tomar decisiones vitales no sólo para reactivar la vida económica y los abastecimientos, paralizados por la huida, boicoteo y sabotaje empresarial, sino sobre todo para alumbrar con todas sus deficiencias y errores un futuro diferente. Hay que decir que uno de los secretos de la fuerza del Soviet de 1905 era la extrema debilidad del sindicalismo economicista. El impacto internacional del Soviet fue tremendo y sus efectos teórico fulminantes en los debates de todas las fuerzas políticas, sobre todo las de izquierda y extrema derecha, como veremos en su momento. Esto ha hecho olvidar el que simultáneamente al Soviet, el sindicalismo de izquierda estadounidense avanzara en una reflexión muy interesante sobre la autogestión obrera por medio de las aportaciones de Daniel De León.

Si bien la siguiente experiencia práctica de sovietismo y consejismo se inició en febrero de 1917 también en Rusia, hay que recordar las grandes aunque breves protestas de los soldados aliados en 1917 en el frente occidental; protesta espontánea pero que tendía a aglutinarse en embrionarios consejos de soldados, proceso cortado por las rápidas medidas de los Estado Mayores aliados.

Volviendo a Rusia, los consejos de obreros, soldados y campesinos, y en las empresas los comités de fábrica, de 1917 fueron decisivos para la victoria de la revolución y su continuidad en las dramáticas etapas posteriores. La relación entre consejos o soviets y comités de fábrica, fue inmediatamente fluida y directa, pero conforme los mejores militares y trabajadores dejaban las empresas para sumarse a la revolución, y según se multiplicaba el sabotaje burgués y las agresiones imperialistas, con sus efectos desmoralizadores en sectores de trabajadores con débil conciencia social, los comités de fábrica tuvieron que dedicarse a tareas urgentes de administración interna, surgiendo una distancia creciente que, junto a otros factores objetivos y subjetivos, comenzó a minar el poder popular y la democracia obrera y socialista desde su misma base: la unidad e independencia de clase del pueblo trabajador. Pero antes de esto, los consejos se preocuparon por estrechar las relaciones con las cooperativas para acelerar la recuperación socioeconómica, y sobre todo con las campesinas para organizar un cambio equitativo de productos agrícolas por máquinas y bienes industriales.

4.2. Alemania, luchas, errores y lecciones

La revolución rusa fue el primer estallido de una oleada revolucionaria de amplia extensión mundial. En Alemania se asistió desde poco antes de finalizar la guerra mundial a una tendencia autoorganizativa de las masas trabajadoras que era acompañada por un malestar creciente en bastantes unidades militares. Así, en 1918-20 los consejos obreros se extienden por este industrioso país, abriendo una larga fase de revoluciones y contrarrevoluciones que concluyó con la masacre nazi de 1933. Pero, a diferencia de los soviets rusos, los consejos alemanes no pudieron expresar ni impulsar la independencia política de la clase trabajadora porque, entre otras varias razones, no existían en Alemania organizaciones revolucionarias preparadas para trabajar dentro del consejismo como, en Rusia, lo estaban haciendo sobre todo los bolcheviques pese a sus errores y limitaciones, pero también otros grupos. Esto nos lleva al decisivo problema de las relaciones entre las organizaciones revolucionarias y el sindicalismo y el consejismo, y en el caso alemán, al problema del excesivo retraso en la formación de un colectivo militante fuera del reformismo socialdemócrata.

Tendríamos que volver aquí al premonitorio texto de Lenin Qué hacer de 1902 –Lenin era el primero en insistir en la concreción histórica de su texto y por eso lo fue readecuando a los cambios en cada nueva edición– y a los debates posteriores mantenidos con quienes minusvaloran la importancia de la organización específica de los revolucionarios y sobrevaloran la mitología espontaneista, debates permanentes hoy mismo por la gravedad cualitativa del problema. Este debate nos permitiría comprender, por ejemplo, por qué en la mayoría de los consejos alemanes, los patrones siguieron en sus puestos aunque muy vigilados y sin poder e influencia política; por qué en otras muchas fábricas, la carencia de materias primas y repuestos generó, como en Rusia, la insolidaridad entre los consejos respectivos y el llamado «patriotismo de fábrica», es decir, el individualismo de empresa» en detrimento de la unidad de clase del pueblo trabajador, y por qué, a diferencia de Rusia, los consejos apenas pudieron superar esa lacra.

Pese a todo, hay que reseñar un momento especial, el llamamiento de los consejos de obreros y de soldados del Ruhr en enero de 1919 para imponer revolucionariamente la socialización completa de las estratégicas minas de carbón, codiciadas por las burguesías alemana y francesa. Pero no sólo siguieron en sus puestos los patrones, con su poder práctico casi intacto, sino que tampoco perdieron influencia los sindicatos y partidos reformistas. P. Broue ha estudiado el Congreso de los Consejos en Revolución en Alemania y ha descubierto que:

«El Congreso de los consejos de obreros y soldados traduce la amplitud del fracaso político sufrido por los revolucionarios en seis semanas. Toman parte 489 delegados, cuatrocientos cinco enviados de los consejos de obreros, ochenta y cuatro por los consejos de soldados. Sobre el total hay solo ciento setenta y nueve obreros y empleados, contra setenta y un intelectuales y ciento sesenta y cuatro «profesionales», periodistas, diputados permanentes del partido o de los sindicatos; los representantes del aparato son ampliamente superiores, sobre los obreros de las empresas. Los socialdemócratas detentan la mayoría absoluta con doscientos ochenta y ocho delegados, contra lo noventa independientes –de los que diez son espartakistas, como Heckert y Léviné– once «revolucionarios unidos» vinculados al hamburgués Laufenberg, veinticinco demócratas y setenta y cinco sin partido. La mayoría es conseguida antes bajo propuesta de Ebert. El día de la apertura, el Vorwärt, trazando la perspectiva de la de la convocatoria de la Asamblea constituyente, puede permitirse ironizar a expensas de los spartakistas y preguntarles si, conforme a su reivindicación del poder para los consejos, aceptarán la decisión de los consejos de desprenderse del poder«.

Estos datos muestran que no se puede caer en el culto dogmático e idealista del total espontaneísmo de la clase trabajadora, aunque siempre existe una dialéctica social entre creatividad espontánea, organización estable e interna a la clase trabajadora y memoria histórica de autoorganización. Según los contextos, esta dialéctica social puede desplegar el avance autogestionario pero también puede, en el caso opuesto, permitir que la clase dominante aborte el proceso. Incluso desde una perspectiva que no valora en su plena transcendencia esta dialéctica social al reducir la importancia de una organización revolucionaria estable y permanente, E. Fioravanti afirma en Consejos obreros, sindicatos revolucionarios y partidos en la revolución alemana que: «La Revolución alemana también demostró que no siempre los consejos tienen una actitud revolucionaria, pueden acabar siendo manipulados cuando los partidos socialdemócratas pasan a controlarlos«.

El problema consiste por tanto en cómo crear y mantener una organización que lleve en su identidad genética la lucha consciente por la autoorganización del pueblo trabajador. Una organización que en los períodos de retroceso y estancamiento de la lucha de clases conserve viva la llama del consejismo de modo que cuando renazcan las prácticas consejistas y sovietistas, ayude a evitar la repetición de los errores que J. Barrot y D. Authier describen en «La izquierda comunista en Alemania 1918-1921» :

«Los proletarios son vencedores mientras se apoyan sobre sus funciones sociales, utilizando el aparato productivo para abastecerse, armarse, transportarse, sin por ello quedarse dentro de los límites de la producción. Las ciudades sublevadas se unen y van a apoyar a los obreros de otras ciudades. Pero incluso aquí el movimiento poner de manifiesto sus puntos flacos que marcan toda la época, Después de haber vencido, con sus mismos métodos y sobre su terreno al ejército, los proletarios, la inmensa mayoría, dan por finalizada su tarea y entregan el poder a los partidos y a la democracia. El ejército rojo echa fuera a los militares y después se ha reducido ante el clásico movimiento obrero. Los obreros se han movilizado por la democracia, y aquellos que han querido ir más lejos han sido abatidos por la misma fuerza militar que apoyaba al putsch antidemocrático y a la que rápidamente el Estado recurre. Como lo reconoce la Internacional Comunista, paralelamente hay «guardia republicana» y «ejército rojo»: constituida por un cartel de organizaciones (SPD-USPD-KPD), la primera pone la mirada en guardar el orden y los stocks de víveres. Como en Baviera y en Hungría, los obreros más que tomar la ofensiva han ocupado un vacío. Han ocupado el espacio social sin transformarlo en un sentido comunista«.

4.3. Soviets en Hungría, Italia, Finlandia y Canadá

¿Y qué sucedió en Hungría? Pues que la clase proletaria, «la inmensa mayoría» social, instauró en 1919 la República de los consejos pero existiendo desde el principio una gran distancia entre las masas trabajadoras organizadas en sus barros y fábricas y el Partido Socialdemócrata, que se había aupado al tigre revolucionario para no cometer los errores del reformismo en Rusia, y dirigirlo hacia un callejón sin salida. Un Partido Comunista consciente y experimentado, pero muy reducido, luchaba por ampliar su fuerza e implantación. No podemos analizar al detalle esta importante experiencia, sino sólo decir que el movimiento obrero y popular no pudo arrinconar a la socialdemocracia al respetar el sistema electoral impuesto por esta, que el ejército llamado «rojo» era en realidad el ejército anterior pero cambiado de nombre, más fiel al capital que a la revolución, y que la masa campesina fue mayoritariamente fiel al capital porque más de un tercio eran pequeños propietarios, y buena parte del resto estaba atemorizada por la propaganda y la religión, y cansada por la guerra mundial de 1914-1918.

Desde comienzos de 1919 el norte industrial de Italia estaba en efervescencia. Ya en 1915 hubo una fuerte insurrección popular contra la participación en la I Guerra Mundial, nucleada alrededor de Turín, y en agosto de 1917 hubo otra en esta ciudad al calor de las noticias revolucionarias que llagaban de Rusia, que hemos visto antes. En esta insurrección tuvo significativa intervención la Alianza Cooperativa Turinesa –ACT– que, formada por ferroviarios y obreros, creó una inmensa y democrática red de suministros que abastecía a la cuarta parte de la población turinesa. La burguesía no podía tolerar su continuidad porque, además, los socialistas radicales se habían ganado la confianza de los socios y les habían convencido para que una parte cuantiosa de los beneficios cooperativos se dedicase a diversas formas de solidaridad y apoyo directo al movimiento revolucionario turinés.

Tras el fracaso de la insurrección armada del 23 de agosto de ese año, en la que la ACT había jugado un papel importante, la burguesía creyó que gracias a la debilidad causada por la represión, la censura posterior y al desánimo de los socios causado por la derrota, podía desplazar a los socialistas radicales y apoderarse de la cooperativa. Desde la policía hasta la Iglesia pasando por los sindicatos y partidos reformistas, iniciaron una campaña sistemática para ganar las próximas elecciones entre los cooperativistas, pero de los 800 votos emitidos el día electoral, la dirección revolucionaria obtuvo 700.

La importancia de la Alianza Cooperativa Turinesa fue –es– tanta que el propio Gramsci nos ofrece en «Consejos de fábrica y Estado de la clase obrera«, una descripción muy detallada de este conflicto, de la cual extraemos esta cita:

«El capital de la Alianza estaba en su mayor parte constituido por acciones de la cooperativa ferroviaria perteneciente a los ferroviarios y sus familiares. El desarrollo adquirido por la Alianza había aumentado del valor de las acciones desde 50 a 700 liras. El Partido consiguió persuadir a los accionistas de que una cooperativa obrera tiene como objetivo no la ganancia de los particulares, sino el reforzamiento de los medios de lucha revolucionaria, y los accionistas se conformaron con un dividendo del tres y medio por ciento sobre el valor nominal de 50 liras mejor que sobre el valor real de 700. Después de la insurrección de agosto, se formó, con el apoyo de la policía y de la prensa burguesa y reformista, un comité de ferroviarios que se propuso quitar al Partido Socialista el predominio en el consejo administrativo. A los accionistas se les prometió la liquidación inmediata de la diferencia 650 entre el valor nominal y el corriente de todas las acciones; a los ferroviarios se les prometieron diversas prerrogativas en la distribución de los géneros alimenticios. Los reformistas traidores y la prensa burguesa pusieron en acción todos los medios de propaganda y de agitación al objeto de transformar la cooperativa de organización obrera en empresa comercial de carácter pequeño-burgués. La clase obrera estaba expuesta a persecuciones de todo género. La censura apagó la voz de la sección socialista. Pero pese a todas las persecuciones y a todas las violencias, los socialistas, que ni por un solo instante habían abandonado su punto de vista de que la cooperativa obrera era un medio de la lucha de clases, obtuvieron de nuevo la mayoría de la dirección de la Alianza cooperativa

Este movimiento fue extendiéndose y para 1919 la minoría comunista lanzó la consigna de los consejos de obreros, soldados y campesinos, en pugna frontal con los sindicatos reformistas, socialistas y partidos católicos. En febrero de 1920 los obreros de Turín ocuparon varias fábricas en protesta contra el horario de trabajo, acelerándose los choques con las fuerzas represivas. La patronal se unió en la organización Confindustria y el 28 de marzo cerraron todas las empresas. El 3 de abril se inició la huelga general muy potente en zonas industriales y en el Piamonte. El Partido Socialista Italiano se desentendió de la huelga, pero Turín siguió luchando con el apoyo considerable de Pisa, Livorno, Génova, Florencia, etc. Los sindicatos y socialistas de Turín comenzaron a exigir el final de la huelga, y muchos anarquistas criticaron la disciplina de los trabajadores y abogaron por la «iniciativa individual». La marina de guerra italiana desembarcó un ejército de 20.000 soldados en Génova que avanzó hacia Turín sembrando el terror a su paso.

La huelga general resistió hasta el 24 de abril concluyendo con un acuerdo por el cual se mantenía la autonomía legal de los consejos obreros pero se perdía el poder obrero en la fábrica y el poder popular en Turín. La traición socialista y el comportamiento de los partidos católicos facilitó la derrota consejista, y luego desmovilizó y desmoralizó a las masas trabajadoras de manera que sólo dos años y medio más tarde, el 30 de octubre de 1922, los fascistas tomaban el poder Roma.

Antes de pasar a la siguiente experiencia consejista, conviene detenernos un instante en la concepción teórico-política de Gramsci, en el texto citado arriba, en esos momentos cruciales porque muestra la dialéctica de amplia y democrática acumulación de fuerzas huyendo de todo sectarismo: «El máximo problema concreto del momento actual para los revolucionarios es este: 1) estructurar a la gran masa del pueblo trabajador e una configuración social que se adhiera al proceso de producción industrial y agrícola (constitución de los Consejos de fábrica y de pueblo, con el derecho de voto para todos los trabajadores); 2) conseguir que la mayoría del Consejo esté representada por compañeros del Partido, por las organizaciones obreras y por compañeros simpatizantes, pero sin excluir de ellas, transitoriamente y en los primeros momentos de incertidumbre y de falta de madurez para que aquélla no pueda caer en manos de los populares, a los reformistas, en cuanto estos son trabajadores asalariados y están siendo elegidos por su propio lugar de trabajo y en cuanto se adhieran al Estado obrero«.

Estos fueron los primeros procesos consejistas en el sentido fuerte de la palabra, aunque todavía faltaban otros más, pero no por ello dejaron de producirse múltiples estallidos y hasta luchas consejistas que movilizaron a importantes sectores populares. Las luchas obreras y populares en Finlandia también se autoorganizaron en consejos y soviets, y crearon también la Guardia Roja. En 1916 el Partido Socialdemócrata de clara inspiración marxista llegó al poder por sufragio electoral con mayoría absoluta,. Una decisión histórica fue la del Parlamento finés decretaron la publicación de El Capital de Marx a cargo del presupuesto público. Pero las derechas se organizaron para dar un golpe de Estado, organizaron la Guardia Blanca, y la situación empeoró para las clases trabajadoras cuando la revolución rusa de Febrero de 1917 alertó aún más a la burguesía y cuando el Ejército se escoró claramente hacia la derecha. En ese momento, el gobierno socialdemócrata pidió a los mencheviques en el poder en Rusia que concedieran la independencia nacional a Finlandia, ocupada por el zarismo desde 1808. Pero los mencheviques restringieron aún más las escasas libertades finesas.

Bajo esas condiciones, la burguesía manipuló el miedo y el temor a la revolución, y provocó choques con los obreros estallando una pequeña guerra civil, la socialdemocracia se escindió en dos bloques y se instauró un gobierno reaccionario. La revolución de octubre de ese año en Rusia dio nuevos impulsos a los trabajadores que en noviembre decretaron la Huelga General que no acabó en una revolución porque el boicoteo de la derecha socialdemócrata. Pero el país estaba dividido en dos bloque antagónicos. La concesión de la independencia nacional a Finlandia por los bolcheviques en diciembre encendió la mecha de la revolución social.

La Guardia Roja formada por obreros y campesinos fineses y soldados rusos bolcheviques se enfrentó a la Guardia Blanca formada por el Ejército finés, burgueses y campesinos ricos. El 25 de noviembre, se instauró en Helsinki la Comuna obrera y el 27 estalló la guerra civil que a la vez era de defensa de la independencia nacional por parte de las clases trabajadoras porque la burguesía finesa había pedido ayuda al ejército alemán a la órdenes del general Rüdiger von der Goltz. Los trabajadores se apoderaron rápidamente de las ciudades industriales y de amplias zonas campesinas; pero, por un lado, la Guardia Roja, aunque más numerosa que la Guardia Blanca, tenía mucha menos preparación militar y sobre todo muy pocas armas y municiones, especialmente pesadas, y, por otro lado, la derecha socialdemócrata minó todo lo que pudo desde dentro la fuerza y unidad de la clase trabajadora.

La lucha fue tenaz aunque poco a poco la Guardia Blanca fue ocupando las ciudades y los campos. Sin embargo, Helsinki resistía gracias a la capacidad organizativa del poder soviético finés que durante tres meses hizo frente al enemigo nacional y de clase. Al final, tuvo que ser el ejército alemán el que entrase en la ciudad, iniciándose una época de terror brutal que sólo respetó a los sectores más derechistas de la socialdemocracia. El pueblo trabajador finés, apoyado por los soldados bolcheviques, luchó en una guerra de liberación nacional y social porque la burguesía finesa tenía negociado con el Imperio alemán la instauración en el trono del príncipe alemán Carlos de Hesse, coronado rey de Finlandia. Se perdía así la independencia nacional otorgada pacíficamente por los bolcheviques rusos y se instauraba una monarquía extranjera, dictatorial y fuerte militarmente, destinada a asegurar el poder económico de la burguesía finesa. Pero la derrota alemana de otoño de 1918 obligó a la burguesía a cambiar de plan y permitir cierta «democracia vigilada» a la derecha socialdemócrata.

No podemos detallar la impresionante lista prácticas consejistas y sovietistas de menor transcendencia que se dieron en esos años, sino sólo los más importantes, especialmente la larga lucha de los delegados de taller británicos en 1918-20, nombrados por los trabajadores de taller en asamblea. Este movimiento venía impulsado por la reunión de 1150 delegados de obreros y soldados celebrado en Leeds, en junio de 1917. Escarmentados por el colaboracionismo de los sindicatos oficiales, los delegados de taller organizaron una extensa y efectiva red de consejo de base que dictaban sus propias reglas de funcionamiento y que buscaban ampliarse hasta constituirse en comités de fábrica, desarrollar el control obrero en las fábricas y extender a la sociedad entera un sistema alternativo. La fuerza del movimiento estaba minada por su ingenua espontaneidad y total ausencia de vertebración sociopolítica interna.

Limitaciones muy parecidas a las que truncaron la huelga general en Seattle, EEUU, que comenzó en febrero de 1919 en situación de extrema debilidad del sindicalismo luchador, pues toda la dirección del IWW estaba encarcelada. La ciudad de Seattle y su comarca fueron al paro, y la democracia consejista administró tan efectivamente una zona altamente industrializada que inmediatamente cundió el pánico entre la burguesía yanki por su efecto ejemplarizante en otros muchos centros industriales que con diferentes ritmos se fueron sumando a una larga de lista de huelgas autoorganizadas desde las bases obreras porque el IWW y el Partido Socialista estaban destruidos por la represión policial. La patronal recurrió a las mafias, organizó ejércitos privados, movilizó esquiroles de un sitio a otro. El inexperto y confiado movimiento obrero yanki perdió aquella batalla crucial.

Una situación similar sufrieron los aún más inexpertos obreros canadienses que el 15 mayo de 1919 se lanzaron a la huelga en Winnipeg, tercera ciudad del Canadá. El consejo de trabajadores dirigió la vida ciudadana y recibió los apoyos de casi todas las ciudades del oeste canadiense, y las huelgas se multiplicaron en mucho sitios, como en Toronto el 20 de mayo, Calgary el 28 de mayo, Vancouver el 7 de junio… Pero ya para el 6 de junio la burguesía empezó a reorganizarse en sus feudos de poder y en secreto. Se decretaron leyes de excepción que permitían detener y encarcelar sin permiso judicial y deportar al detenido a otro país. Se crearon cuerpos represivos profesionales, nuevos, sin contacto personal con el pueblo. Los altos mandos militares tranquilizaron a la burguesía. No se podía permitir que los trabajadores demostrasen tanta eficacia y capacidad.

El 16 de junio empezó la represión. Se detuvo a los confiados dirigentes y se destrozaron las sedes y locales sindicales que funcionaban sin precauciones de ningún tipo. Las fuerzas represivas accedieron así a una increíble cantidad de información. Aún y todo así, las movilizaciones continuaron pero pacíficamente. El 21 de junio la policía especial y fuerzas paramilitares atacaron a los manifestantes matando a uno, hiriendo a 30 y deteniendo a más de 100. Después, el ejército con la bayoneta calada ocupó la ciudad y se generalizó la represión, pero la lucha continuó con movilizaciones en múltiple sitios como la del 23 de Junio de Victoria. Sin embargo, el movimiento obrero no estaba preparado para una larga lucha y carecía de los mínimos rudimentos de autoorganización estable y segura.

4.4. Teorización marxista en el I y II congreso de la Internacional Comunista

Obviamente, esta heroica e impresionante lucha revolucionaria, que aquí sólo hemos podido resumir muy brevemente, fue objeto de una sistemática teorización marxista recogida, sobre todo, en los textos oficiales de los cuatro primeros congresos de la Internacional Comunista o III Internacional, y también, con bastante anterioridad en muchos casos, por una larga lista de revolucionarios de diversas tendencias marxistas de todos los países capitalistas directa e indirectamente implicados en esa fase de lucha de clases. No podemos ni siquiera hacer referencia a los grandes bloques de argumentos globales que se formaron alrededor de estas y otras experiencias incluso muy anteriores –como el estudio crítico de Marx y Engels sobre la Comuna de París de 1871 por no haber sido lo suficientemente radical y ofensiva–, o las de 1905, y que nos llevaría a un análisis detenido de Parvus, Rosa Luxemburg, Lenin, Trotsky, Kautsky, Zinoviev, Kamenev, Bujarin, Lukács, Gramsci, Bordiga, Terracini, Korsch, Radek, Mattick. De León, Pannekoek, Gorter, Bela Kun, Togliatti, Tasca, Serge y otros más.

Muy pocas veces en la historia reciente del pensamiento humano, hemos podido asistir a una demostración tan brillante, con sus errores y limitaciones espacio-temporales objetivas, de la capacidad humana de teorización dialéctica sobre una realidad extremadamente compleja, contradictoria y muy móvil; y, por no extendernos, otro ejemplo lo tenemos en las reflexiones de algunos años antes sobre el tránsito de la fase colonialista del capitalismo a la fase imperialista, reflexiones marxistas que volvieron a demostrar la superioridad de este método sobre cualquier otro de los existentes, y que prepararon las bases teóricas para comprender después la explosión creativa de múltiples prácticas consejistas, sovietistas y, en suma, de autogestión obrera y popular.

En lo que respecta a los estudios de la III Internacional, en el Primer Congreso, primera semana de marzo de 1919, no pudo apenas profundizar en las experiencias consejistas y soviéticas, y apenas nada en sus relaciones con el cooperativismo, limitándose a síntesis muy precisas sobre la expropiación de la burguesía y la socialización de los medios de producción. Ahora bien, como el texto afirma:

«Es importante señalar aquí que la pequeña propiedad no debe ser expropiada y que los pequeños propietarios que no explotan el trabajo de otros no deben sufrir ningún tipo de violencia. Esta clase será poco a poco atraída a la esfera de la organización social, mediante el ejemplo y la práctica que demostrarán la superioridad de la nueva estructura social que libera a la clase de los pequeños campesinos y de la pequeña burguesía del yugo de los grandes capitalistas, de toda la nobleza (…)«.

«Con este objetivo, –crear órganos de dirección de la producción– se verá obligado a sacar partido de aquellas organizaciones de masas que estén vinculadas más estrechamente con el proceso de producción«.

«Entre las medidas indispensables para alcanzar este objetivo –el reparto justo– señalamos: la socialización de las grandes empresas comerciales, la transmisión al proletariado de todos los organismos de reparto del Estado y de las municipalidades burguesas; el control de las grandes uniones cooperativas cuyo aparato organizativo tendrá todavía durante el período de transición una importancia económica considerable (…)«.

«Del mismo modo que en el campo de la producción, en el del reparto es importante utilizar a todos los técnicos y especialistas calificados, tan pronto como su resistencia en el orden de lo político haya sido rota y estén en condiciones de servir, en lugar de al capital, al nuevo sistema de producción«.

«El proletariado no tiene intención de oprimirlos. Por el contrario, sólo él les dará la posibilidad de desarrollar la actividad creadora más potente. La dictadura proletaria remplazará a la división del trabajo físico e intelectual, propio del capitalismo; mediante la unión del trabajo y de la ciencia«.

«Simultáneamente con la expropiación de las fábricas, las minas, las propiedades, etc., el proletariado debe poner fin a la explotación de la población por parte de los capitalistas propietarios de inmuebles, pasar las grandes construcciones a los Soviets obreros locales, instalar a la población obrera en las residencias burguesas, etcétera«.

El Primer Congreso de la Internacional Comunista no pudo extenderse más en la creación teórica colectiva además de por las difíciles condiciones del momento, en especial, por la todavía pobre experiencia práctica acumulada. Las cosas cambiaron bastante casi un año y medio más tarde, cuando en la segunda mitad de julio de 1920 se reunió el Segundo Congreso. Para las preocupaciones este texto, el año y medio transcurrido fue de una gran importancia porque se confirmaron todas las líneas teóricas del anterior, lo que permitió una profundización muy enriquecedora en un doble problema crucial para la autogestión y el poder popular cual es el de la complejidad interna del pueblo trabajador y de sus formas de expresión, centralidad y resistencia, y, a la vez, el de cómo deben respetar esta complejidad las organizaciones revolucionarias:

«En todas las organizaciones sin excepción –sindicatos, uniones, etc.– proletarias en primer lugar y luego no proletarias, de las masas trabajadoras explotadas (ya sean políticas, sindicales, militares, cooperativas, post-escolares, deportivas, etc.) deben ser formados grupos o núcleos comunistas, con preferencia legalmente, pero si es necesario clandestinamente, lo que se torna obligatorio toda vez que se espere su clausura o el arresto de sus miembros«.

Este Segundo Congreso estudia más detenidamente la complejidad social entonces existente, la riqueza de las formas de expresión del pueblo trabajador y la tendencia al aumento de las asociaciones de todo tipo, desde los colectivos de inválidos hasta los de arrendatarios, pasando por la solidaridad internacionalista y los grupos «independientes» de los partidos. En todos estos sitios los comunistas crearán debates sobre las cuestiones más interesantes: «aprovisionamiento, vivienda, problemas militares, enseñanza, tarea política del momento actual, etc. ...». Más aún: «Los comunistas no deben apartarse nunca de las organizaciones obreras políticamente neutras, aun cuando posean un carácter evidentemente reaccionario (uniones amarillas, uniones cristianas, etc.)«.

La insistencia en detallar lo más posible la riqueza y abundancia de las organizaciones proletarias y no proletarias, o semi-proletarias, responde tanto a la necesidad de conocer lo mejor posible la complejidad social, incluida la aristocracia obrera y la corrupta burocracia sindical, como a la necesidad de incidir dentro de ellas. Sin esta base de conocimiento teórico de la realidad social, el resto está condenado al fracaso porque se menosprecian o ignoran las razones de las derrotas. Es por esto por lo que en el Segundo Congreso, y a la vez que se hace un análisis crítico de la experiencia rusa, alemana y de otros procesos revolucionarios, se sostiene que:

«La antigua subdivisión clásica del movimiento obrero en tres formas (partidos, sindicatos, cooperativas) ha cumplido su ciclo. La revolución proletaria en Rusia dio origen a la forma esencial de la dictadura del proletariado, los soviets. La nueva división que nosotros reivindicamos en todas partes es la siguiente: 1º el partido, 2º el soviet, 3º el sindicato«.

En realidad, las primeras indicaciones del agotamiento del ciclo anterior surgieron con la oleada de luchas de comienzos del siglo XX y tuvo en la revolución de 1905 su exponente más alto. A partir de ahí y hasta 1917, con la revolución rusa pero también con la oleada general de revoluciones y contrarrevoluciones, se vivió una creciente pugna entre el ciclo u onda caduca, y la nueva fase u onda de luchas. Los cuatro congresos de la III Internacional analizan esa evolución y sintetizan teóricamente, con especial insistencia, en la coyuntura de verano de 1920, en el movimiento sindical, los comités de fábrica y de empresas:

«La vieja burocracia profesional trata por todos los medios de lograr que los sindicatos conserven su carácter de organizaciones de la aristocracia obrera, trata de mantener en vigor las reglas que imposibilitan la entrada de las masas obreras mal pagadas en los sindicatos (…) Trata de imponer a los obreros la política de las comunas obreras, de los Consejos unidos de la industria (Joint Industrial Councils) y de obstaculizar por la vía legal, gracias a la ayuda del Estado capitalista, la expansión del movimiento huelguístico«.

El Segundo Congreso denuncia y combate la utilización contrarrevolucionaria de un consejismo amarillo, colaboracionista, unido a los patrones, que divide y enfrenta a los trabajadores dentro y fuera de las fábricas. Denuncia la decisiva tarea del sindicalismo en la tergiversación de los consejos y comunas y en su devaluación a simples instrumentos burgueses. Pero intenta evitar en lo posible, salvo en casos inevitables, la fácil salida del escisionismo sectario que multiplique la existencia de diminutas y débiles organizaciones obreras enfrentadas entre sí:

«Esta tendencia a crear consejos industriales obreros, que va ganando terreno entre los obreros de todos los países, tiene su origen en múltiples factores (lucha contra la burocracia reaccionaria, fatiga causada por las derrotas sufridas por los sindicatos, tendencias a la creación de organizaciones que abarquen a todos los trabajadores) y se inspiran, en definitiva, en el esfuerzo realizado parra concretar el control de la industria, tarea histórica esencial de los consejos industriales obreros. Es por eso que se cometería un error si de tratara de formar esos consejos sólo con los obreros partidarios de la dictadura del proletariado. Por el contrario, la tarea del partido comunista consiste en aprovechar la desorganización económica para organizar a los obreros e inculcarles la necesidad de combatir por la dictadura del proletariado ampliando la idea de la lucha por el control obrero, idea que todos comprenden ahora«.

La insistencia en ampliar la base social de los Consejos industriales, del control obrero y del sovietismo mediante la convicción «de las grandes masas obreras, aún de aquellas que no pertenecen directamente al proletariado industrial«, además de ser una necesidad en sí misma, también venía apremiada por la más que previsible evolución de la lucha de clases:

«Los obreros de cada empresa, independientemente de sus profesiones, sufren el sabotaje de los capitalistas que estiman frecuentemente que la suspensión de la actividad de una determinada industria será ventajosa, pues el hambre obligará a los obreros a aceptar las condiciones más duras (…) los comités obreros se verán forzados, en su acción contra las consecuencias de esta decadencia, a superar los límites del control de las fábricas y las empresas aisladas y pronto se enfrentarán con el problema del control obrero a ejercer sobre sectores enteros de la industria y sobre su conjunto. Las tentativas de los obreros de ejercer su control no solamente sobre el aprovisionamiento de las fábricas y de las empresas en materias primas, sino también sobre las operaciones financieras de las empresas industriales, provocarán sin embargo, por parte de la burguesía y del gobierno capitalista, medidas de rigor contra la clase obrera, lo que transformará la lucha por el control de la industria en una lucha por la conquista del poder por parte de la clase obrera«.

No podemos extendernos en la transcripción de párrafos enteros, y mucho menos comentarlos, pero sí queremos dejar clara la tajante diferencia que el Segundo Congreso establece entre el sindicalismo y los consejos industriales. El marxismo en general y especialmente el de la época de 1914-24, tiene una muy severa y crítica –razonada y demostrada por la impenitente experiencia de traiciones– valoración del sindicalismo y por eso la III Internacional se esforzó en, primero, advertir a las masas obreras de esa experiencia; segundo, luchar organizativa y enconadamente dentro del sindicalismo; tercero, escindir el sindicato reformista solamente en situaciones inevitables; cuarto, potenciar a la vez todas las formas de autoorganización y autogestión fuera del sindicalismo no confundiendo nunca sus respectivas tareas, y quinto:

«Sólo en la medida en que los sindicatos lleguen a superar las tendencias contrarrevolucionarias de su burocracia o se conviertan en órganos conscientes de la revolución, los comunistas tendrán el deber de apoyar a los consejos industriales obreros en sus tendencias a convertirse en grupos industriales sindicalistas«.

4.5. III y IV congreso de la internacional comunista

Esta línea coherente de intervención múltiple dio sus frutos y hasta estuvo a punto de excederse en lo opuesto, en el control burocrático de los sindicatos ganados a la lucha revolucionaria. Por eso, y para evitar ese riesgo, en el Tercer Congreso de la Internacional Comunista, celebrado en junio de 1921, se advierte que: «El objetivo no consiste de ningún modo en que los sindicatos estén sometidos mecánica y exteriormente al Partido y renuncien a la autonomía que deriva necesariamente del carácter de su acción, sino en que los elementos verdaderamente revolucionarios reunidos en el Partido comunista impriman, en el marco mismo de los sindicatos, una tendencia que responda a los intereses comunes del proletariado, en lucha por la conquista del poder«.

La base programática de este principio de respeto a la autonomía sindical es la misma base teórica general que se sustenta en el principio de que el «alma» del marxismo es el análisis concreto de la realidad concreta. Las organizaciones revolucionarias deben ser conscientes de que el sindicalismo nace en y responde a una realidad concreta, y por tanto, no sólo debe respetarse su operatividad concreta en sí misma, sino además, debe saberse que cualquier intento de anular esa autonomía, esa concreción, más pronto que tarde será la causa del desastre, de la derrota, del aislamiento y de la marginación.

Pero este mismo principio elemental lo aplica el Tercer Congreso a la forma de organización: «No puede haber una forma de organización inmutable y absolutamente conveniente para todos los partidos comunistas. Las condiciones de lucha proletaria se transforman incesantemente y, conforme a esas transformaciones, las organizaciones de vanguardia del proletariado deben buscar también contantemente nuevas formas más convenientes. Las particularidades históricas de cada país determinan a su vez formas especiales de organización para los diferentes partidos«.

Aunque el texto no explica cómo hay que entender «las particularidades históricas de cada país«, por la coherencia de lo analizado hasta aquí podemos entender el conjunto de factores identitarios, nacionales, económicos, políticos, sociales, culturales, lingüísticos, tradicionales, etc., de cada pueblo que emergiendo de su pasado bullen en el presente del desarrollo desigual y combinado del capitalismo. Entramos así de lleno en la dialéctica de lo general y de lo particular, de lo esencial y de lo accesorio, de lo común y de lo diferente a todas las organizaciones revolucionarias.

Según el Tercer Congreso, les une y les identifica «construir una organización que posibilite la victoria de la revolución proletaria sobre las clases poseedoras y que la consolide«. Partiendo de aquí, y aceptando las particularidades históricas, la III Internacional afirma que:

«La acción directa de las masas revolucionarias y de sus organizaciones contra el capital constituye la base de la táctica sindical. Todas las conquistas obreras están en relación con la acción directa y la presión revolucionaria de las masas. Por «acción directa», debe entenderse toda clase de presiones directas ejercidas por los obreros sobre los patronos y sobre los Estados: boicot, huelga, acciones callejeras, demostraciones, ocupaciones de fábricas, oposición violenta a la salida de los productos de esas empresas, sublevación armada y otras acciones revolucionarias, adecuadas para unir a la clase obrera en la lucha por el socialismo. La tarea de los sindicatos revolucionarios consiste, por lo tanto, en hacer de la acción directa una medio de educar y de preparar a las masas obreras para la lucha por la revolución social y la dictadura del proletariado«.

Debemos recordar que estas tesis están escritas en unos años en los que la lucha de clases se practica en su forma más dura y decisiva, por eso, la Internacional Comunista sostiene que: «En la época de la revolución proletaria, las cooperativas revolucionarias deben proponerse dos objetivos: a) ayudar a los trabajadores en su lucha por la conquista del poder político; b) en los lugares donde el poder ha sido conquistado, ayudar a los trabajadores a organizar la sociedad socialista«.

Como nos hemos detenido un poco en las ideas de Lenin sobre el cooperativismo, sí vemos necesario citar este consejo del de la III Internacional para después de la victoria revolucionaria: «Las cooperativas de producción agruparán a los pequeños productores en talleres o grandes explotaciones comunes que permitan la aplicación de máquinas y de procedimientos técnicos perfeccionados, Darán así a la pequeña producción la base técnica que permitirá organizar sobre ese fundamento la producción socialista y que liberará a los pequeños productores de su mentalidad individualista para desarrollar en ellos el espíritu colectivista«.

Pero, además de lo anterior, sí queremos detenernos un instante en la Resolución este Tercer Congreso, que además de decidir la «formación de una sección cooperativa» encargada de impulsar y realizar los objetivos aprobados, también resuelve en el cuarto punto: «Favorecer el establecimiento de relaciones comerciales y financieras internacionales entre cooperativas obreras y organizar su producción común«.

Pensamos que este objetivo tiene una importancia clave y estratégica porque, de un lado, ataca al monopolio capitalista –imperialista– de la producción, mercado y finanzas mundiales al potencial una producción, comercio y financiación cooperativa socialista, es decir, que no se basa en la explotación y que busca acelerar la extinción histórica de la ley del valor-.trabajo; de otro lado, afirmar que es necesario y posible este cooperativismo socialista en contra del cooperativismo burgués, capitalista, que se beneficia de la explotación de los pueblos trabajadores, y, de final, afirma que se puede y debe establecer una producción internacional común cooperativa, lo que significa presentar al mundo entero un ejemplo material de internacionalismo proletario activo desde fuera y directamente opuesto al centro nuclear del imperialismo capitalista.

Una característica de los textos de los tres primeros Congresos de la Internacional Comunista es que están centrados consciente y deliberadamente en la dialéctica entre la acción y el pensamiento, la práctica y la teoría, la mano y el cerebro. En todo momento, desde la primera hasta la última letra, la interconexión entre la acción y la palabra aparece nítidamente expuesta; y en todo momento se advierte que el triunfo o la derrota de la revolución depende, básicamente, de esa correcta dialéctica. Por eso, cuando el Cuarto Congreso se inicia en noviembre de 1922 en medio de la ofensiva burguesa internacional que toma la forma de fascismo brutal y sangriento, la Internacional Comunista, replantea autocríticamente su práctica anterior y, así, además de descubrir las causas de las derrotas y estancamiento, puede mejorar sus programas de acción. Por eso, tras volver a valorar negativamente el comportamiento del sindicalismo, insiste en que:

«La lucha contra la ofensiva del capital y por el control de la producción no tiene posibilidades de triunfo si los comunistas no disponen de apoyaturas sólidas en todas las empresas y si el proletariado no sabe crear sus propios organismos proletarios de combate en las empresas (comités de fábrica, consejos obreros)«.

La ofensiva burguesa internacional y muy especialmente el fascismo, había contado con la ventaja de la manipulación reaccionaria de los sentimientos nacionales, pese a los esfuerzos cada vez más sistemáticos y lúcidos de la Internacional Comunista para ganar también en esa decisiva batalla. Recordemos lo anteriormente visto sobre las «particularidades históricas de cada país«. Pues bien, tras las amargas experiencia de un año y medio, de verano de 1921 a invierno de 1922, el Cuarto Congreso insiste ni más ni menos que en la «Resolución Sobre El Programa De La Internacional Comunista» que: «En el programa general deben estar claramente enunciados los tipos históricos fundamentales en que se dividen las reivindicaciones transitorias de las secciones nacionales, conforme a las diferencias esenciales de estructuras económica y política de los diversos países, como por ejemplo Inglaterra por una parte, India por la otra, etc.«.

La lucha de clases en esos últimos tiempos ha enseñado la extrema importancia de las particularidades históricas de cada país, demostrando que existen «diferencias esenciales de estructuras económica y política» entre los diversos países, replanteándose cuarenta años después reflexiones de la misma índole que las Marx. Desde la perspectiva de este texto, no se trata de una mera coincidencia fortuita y casual, sino de la constatación de un problema de fondo, estructural, al modo de producción capitalista y, por tanto, genéticamente imbricado en las particularidades concretas de la lucha de clases.

De igual modo, la ofensiva capitalista ha generado una ideología interclasista que rescata los viejos tópicos del cooperativismo reformista. El Cuarto Congreso, por tanto, reafirma:

«La necesidad urgente de que todos los partidos comunistas pongan en práctica la resolución que impulsa a todos los miembros del partido a ser miembros de las cooperativas y a defender en ellas la línea de conducta comunista. En cada organización cooperativa, los cooperadores comunistas deben formar una célula, ya sea legal o clandestina (…) Pero los cooperadores comunistas no deben tratar de aislar a los cooperadores revolucionarios o que pertenecen a la oposición, pues esta forma de proceder provocaría no sólo el desgaste de sus fuerzas, sino también el debilitamiento del contacto de los cooperadores revolucionarios con las amplias masas obreras«.

La Internacional Comunista ha detectado un retroceso en la formación teórico-política del movimiento obrero en lo que respecta a los clásicos problemas que se arrastran desde el siglo XIX e insta a su militancia a: «una enérgica lucha contra la creencia de que la cooperación podría solamente con sus fuerzas acceder al régimen socialista mediante una lenta incorporación en el capitalismo, sin la toma del poder por el proletariado«. Más aún, propone una acción puramente cooperativa tendiente a lograr:

«la unión de las pequeñas sociedades de consumo, la renuncia a los viejos principios de la distribución de las bonificaciones, de los beneficios y el empleo de estos últimos en el fortalecimiento del pode de la cooperación, la creación por medio de estos beneficios de un fondo especial de ayuda los huelguistas, la defensa de los intereses de los empleados de las cooperativas, la lucha contra los créditos de los bancos que puedan ser peligrosos par ala cooperativa (…) Es preciso iniciar en las cooperativas una enérgica lucha contra la burocracia que, encubriéndose con consignas democráticas, hizo del principio democrático una consigna vacía, maniobra a voluntad sin estar sometida a ningún control, evita convocar a asambleas generales e ignora a las masas obreras organizadas en esas cooperativas. Finalmente, es indispensable que las células de los cooperadores comunistas incluyan a sus miembros, sin exceptuar a las mujeres, en los comités de dirección y en los órganos de control y que adopten medidas para proveer a los comunistas de los conocimientos y aptitudes indispensables en la dirección de las cooperativas«.

4.6. Reformismo, burocratización y retroceso

Desgraciadamente, y por razones que no podemos exponer aquí, tras el Cuarto Congreso de la Internacional Comunista se inició un complejo proceso de estancamientos, retrocesos y bruscos virajes oportunistas que impulsaron el aumento del poder de la burocracia en el Quinto Congreso en 1924, de forma manifiesta en el Sexto de 1928, y de forma absoluta en el Séptimo de 1935, último Congreso de la III Internacional, antes de ser disuelta en la II Guerra Mundial. El tema que tratamos fue extinguiéndose paulatinamente, y cuando tuvo un momento de aparente recuperación, como en el Sexto al recordar las tesis de salto posible de los países «atrasados» al socialismo, como veremos el caso de América Latina, pese a esto, lo cierto es que esa posibilidad estaba dentro de la supeditación definitiva de todo el proceso revolucionario mundial a los intereses de la URSS, cosa inadmisible en los cuatro primeros congresos.

Un ejemplo trágico y estremecedor de semejante retroceso lo tenemos, entre otros muchos, en la suerte de A. Nin, marxista catalán que en 1932 publicó el imprescindible librito «Los soviets«, una obra maestra de divulgación básica de los logros de esta forma de democracia socialista, y que fue detenido, torturado y asesinado por los stalinistas en verano de 1937, por su crítica a la línea burguesa del PC español. Nin corrió la suerte de miles de cualificados revolucionarios que no claudicaron ante la burocratización y degeneración de la URSS. Actualmente están a disposición de los investigadores parte de los archivos antes secretos del stalinismo en aquellos años. Arch Getty y Naumov han investigado la lógica del terror entre 1932 -1939 permitiendo contextualizar la coyuntura en la que fue «desaparecido» el autor de «Los soviets», en medio de la ascensión al poder absoluto de Stalin y de la destrucción de la democracia socialista.

Conviene decir que si tomamos a Lenin como unidad de medida de la importancia del proceso que va de la ayuda mutua a la autogestion socialista pasando por el cooperativismo y el consejismo, si hacemos esto y lo comparamos con Stalin, vemos que el georgiano no presta ninguna atención teórica y practica a dicho proceso. En los XV volúmenes de las obras de Stalin, cuyo punto culminante es 1939, exceptuando la obra sobre lingüística de 1950 y la de 1952 sobre los problemas económicos del socialismo, durante todos estos años no aparece en absoluto algo parecido a la consciente preocupación teórica y practica de Lenin sobre el problema que tratamos. No es una casualidad. La ausencia de esa problemática decisiva en la obra teórica de Stalin refleja, en primer lugar, el desprecio de este revolucionario por, entre otros, uno de los puntos cruciales del marxismo y, en segundo lugar, los avatares de la historia soviética, el ascenso de una casta burocrática que ni quería ni podía aplicar la consigna leninista de «todo el poder a los soviets«, sino al contrario, necesitaba supeditar los soviets al Estado «socialista». La obra de Stalin es resultado de esta evolución global y no su causa, aunque en cuestiones puntuales justifico y hasta alentó el exterminio del poder soviético.

Llegados a este punto, es necesario hacer una comparación directa entre la forma de funcionar vitalmente de la burocracia stalinista y la de Marx y Engels. A finales de 1876 Marx incomodado por las presiones de Wilhelm Blos para que aumanetase la popularidad y la fama de ambos amigos, le respondió que: «No soy una persona amargada, como decía Heine, y Engels es como yo. No nos gusta nada la popularidad. Una prueba de ello, por dar un ejemplo, es que durante la época de la Internacional, a causa de mi aversión por todo lo que significaba culto al individuo, nunca admití las numerosas muestras de gratitud procedentes de mi viejo país, a pesar de que se me instó para que las recibiera públicamente. Siempre contesté, lo mismo ayer que hoy, con una negativa categórica. Cuando nos incorporamos a la Liga de los Comunistas, entonces clandestina, lo hicimos con la condición de que todo lo que significara sustentar sentimientos irracionales respecto a la autoridad sería eliminado de los estatutos».

Estas palabras, que concuerdan plenamente con la vida de Marx y Engels, no son sino una de tantas formas de expresión de una teoría global en la que dialéctica entre lo colectivo y lo individual se desenvuelve dentro de un respeto escrupuloso hacia la democracia socialista y el poder obrero que se materializó prácticamente en la Comuna de París de 1871, pese a sus limitaciones. Es imposible negar la identidad esencial común entre estas palabras y las formas consejistas y soviéticas de autoorganización de las masas oprimidas. Tampoco se puede negar su irreconciliabilidad total con respecto a la burocracia stalinista, aunque se intente dulcificar su degeneración con el eufemismo de «culto a la personalidad» utilizado por la burocracia tras la muerte de Stalin para justificar lo sucedido.

Para concluir, y cogiendo como referencia a un autor nada sospechoso de radicalismo consejista, sino a lo sumo de un eurocomunismo duro al menos cuando redacto lo que sigue, en 1975, citamos a F. Fernández Buey en su prólogo a «Antonio Gramsci y Amadeo Bordiga. Debate sobre los consejos de fábrica«, obra que recoge una parte pequeña pero significativa de la discusión internacional al respecto:

«Aun dentro de su diversidad los consejos obreros de esos años compartieron una serie de notas características que pueden hallarse en las distintas versiones de los mismos. Esas notas son, en lo esencial, las siguientes: 1.ª La práctica de la democracia directa entre los trabajadores, concretada en la elección directa de los delegados o representantes obreros en asambleas de taller y de fábrica; 2.ª La afirmación del principio de revocabilidad constante de los mandatos o delegaciones como forma de oposición a la burocratización y al caciquismo; 3.ª El intento de superación de la división existente entre los diferentes niveles y categorías de la producción; 4.ª Consecuentemente, la superación de la organización obrera por los oficios como forma de sindicación anticuada y no correspondiente al nivel de desarrollo y organización de las fuerzas productivas en el capitalismo; 5.ª La afirmación de la primacía de la lucha en la fábrica y, por consiguiente, de la necesidad de que la dirección de la lucha obrera estuviera en la fábrica misma; 6.ª El intento de demostrar la viabilidad de la gestión obrera de la producción en la fábrica prescindiendo de los capitalistas propietarios de los medios de producción«.

No tenemos nada en contra de esta lista, pues es cierta, aunque le faltan como mínimo, dos puntos más que son imprescindibles para comprender en verdadero sentido y alcance de los consejos o soviets, y que nos remiten tanto a su política defensiva como a su política ofensiva. En la primera, ya en noviembre de 1921 D. Losovsky insistía en su «La internacional sindical roja» en la necesidad las organizaciones obreras de autodefensa:

«Los destacamentos de huelguistas que deben crear las organizaciones sindicales para defenderse frente a los ataques de todo tipo de las bandas contrarrevolucionarias y de esquiroles, han de realizar toda una serie de tareas prácticas y concretas en el transcurso de los conflictos sociales. Distribuir centinelas y piquetes, como se practica en muchos países para realizar la propaganda y la agitación entre los esquiroles, resulta insuficiente; es necesario ir más allá; estos piquetes de huelga deben impedir la llegada de materias primas a las empresas durante la huelga, o de productos manufacturados, y la salida de mercancías fabricadas. Los empresarios intentan desencadenar la ofensiva contra los obreros cuando cuentan con determinadas reservas de productos o cuando pueden asegurar la fabricación de estos productos en otras empresas. En este terreno impera la unidad total entre los patronos. Éstos estiman que constituye su deber de clase ayudarse mutuamente en la lucha, y de este modo logran muchas veces hacer fracasar las huelgas obreras«.

Sobre la segunda, la política ofensiva del consejismo y de las organizaciones revolucionarias en su interior, la experiencia acumulada era tan impresionante que en 1927 un colectivo de autores internacionales redactó el texto «La insurrección armada» bajo el seudónimo de A. Neuberg, obra de lectura obligada para comprender la totalidad de la problemática del consejismo antes de su victoria y transformación en Poder Soviético, y de las sucesivas fases organizativas, instancias autoorganizativa del proletariado, grupos y colectivos específicos de preparación interna, formas de coordinación, tácticas y estrategias, etc. Pero con estas reflexiones entramos en un campo de estudio que superar definitivamente los objetivos de este texto.

Sí queremos hacer referencia, para concluir este capítulo, al ascenso de la conciencia obrera desde 1914 en Gran Bretaña, que dio un salto en 1918 y que ascendió hasta llegar en 1925 poner en peligro la dominación burguesa con la reivindicación masiva del control obrero y la continuidad de la propia monarquía británica. Las razones que explican la derrota de la Huelga General de 1926 son muchas pero hay que reseñar las más importantes como, la extrema debilidad de los marxistas dentro del tradeunionismo, la fuerza del reformismo y su tarea pacificadora que se expresa en la declaración de Beatrice Webb de que la reivindicación del control obrero es una «perniciosa doctrina«, la reorganización del poder burgués y, por último, el escaso apoyo de la URSS en los momentos cruciales, indiferencia que se explica por el ascenso del stalinismo.

5. Cooperativas, soviets campesinos y marxismo

Antes de continuar con el análisis del proceso general que va desde el apoyo mutuo hasta la autogestión socialista, pasando por el cooperativismo, etc., en Europa como encuadre objetivo de Euskal Herria, conviene que hagamos un rápido rodeo por otras experiencias algo diferentes en la forma pero idénticas en el contenido y en la esencia, realizadas en otros continentes. Aunque, una vez más, es imposible siquiera citar la enorme cantidad de luchas populares habidas en Asia, Africa y América a lo largo de estos años y de los posteriores, en las que las masas trabajadoras tendían a fusionar su comunitarismo precapitalista con las nuevas reivindicaciones capitalistas, si hay que decir que tales estallidos de creatividad popular ya habían sido anunciados por la III Internacional en sus análisis anteriores.

Sin embargo, es necesario detenernos un poco en un texto capital de Lenin de agosto de 1920 «Informe de la comisión para los problemas nacional y colonial» porque arroja una luz definitiva sobre el problema crucial que ha recorrido todo el siglo XX y que ahora, a comienzos del XXI, aparece todavía con más fuerza debido a la famosa «globalización». Lenin comienza afirmando que: «El rasgo distintivo del imperialismo consiste en que actualmente, como podemos ver, el mundo se halla dividido, por un lado, en un gran número de naciones oprimidas y, por otro, en un número insignificante de naciones opresoras que disponen de colosales riquezas y de una poderosa fuerza militar.(…) alrededor del 70% de la población de la Tierra, corresponde a las naciones oprimidas«. A modo de aclaración diremos que 80 años después esa masa ha aumentado al 80% de la población humana. Y luego, tras resumir las discusiones sobre si seguir definiendo la lucha de liberación nacional como «movimiento democrático burgués» según se hacía haste entonces, o respondiendo a los cambios introducidos por el imperialismo como «movimiento nacional revolucionario«, añade Lenin:

«Entre la burguesía de los países explotadorres y la de las colonias, se ha producido cierto acercamiento, debido a lo cual muy a menudo –y quizá incluso en la mayoría de los casos– la burguesía de los países oprimidos, pese a prestar su apoyo a los movimientos nacionales, lucha al mismo tiempo de acuerdo con la burguesía imperialista, es decir, al lado de ella, contra todos los movimientos revolucionarios y las clases revolucionarias. En la comisión, este hecho ha sido demostrado de manera irrefutable, por lo que hemos estimado que lo único justo era tomar en consideración dicha diferencia y sustituir casi en todos los lugares la expresión «democrático burgués» por «nacional revolucionario». El sentido de este cambio consiste en que nosostros, como comunistas, debemos apoyar y apoyaremos los movimientods burgueses de liberación de las colonias sólo en el caso de que estos movimientos sean verdaderamente revolucionarios, sólo en el caso de que sus representantes no nos impidan educar y organizar en un espíritu revolucionario a los campesinos y a las grandes masas de explotados. Si no se dan esas condiciones, los comunistas deben luchar en dichos países contra la burguesía reformista, a la que pertenecen también los «hérores» de la II Internacional«.

Tras explicar las dificultades inmensas que deben superar los comunistas en su tarea militante en los países campesinos precapitalistas, es decir, sin base industrial y por tanto sin movimiento obrero, Lenin afirma que, pese a ello: «se comprende perfectamente que los campesinos, colocados en una dependencia semifeudal, puedan asimilar muy bien la idea de la organización soviética y sean capaces de ponerla en práctica. Es evidente así mismo que las masas oprimidas –explotadas no sólo por el capital mercantil, sino también por los señores feudales y por un Estado que se asienta sobre bases feudales– pueden aplicar gualmente este arma, este tipo de organización, en las condiciones en las que se encuentran. La idea de la organización soviética es sencilla y capaz de ser aplicada no sólo a las relaciones proletarias, sino también a las relaciones campesinas feudales y semifeudales. Nuestra experiencia en este aspecto no es muy grande; pero los debates en la comisión –en los que han participado varios represenmtantes de los países coloniales– nos han demostrado de un modo absolutamente irrefutable que en las tesis de la Internacional Comunista debe indicarse que los Soviets campesinos, los Soviets de explotados, son un instrumento válido no sólo para los países capitalistas, sino también para los países con relaciones precapitalistas, y que es un deber indeclinable de los partidos comunistas y de quienes están dispuestos a organizarlos propagar la idea de los Sovierts campesinos, de los Soviets de trabajadores, en todas partes, tanto en los países atrasados como en las colonias. Y donde quiera que las condiciones lo permitan, deberán intentar sin pérdida de tiempo organizar Sovierts del pueblo trabajador«.

Lenin se refiere aquí a las razones aludidas por representantes de movimientos campesinos precapitalistas que mostraban cómo las masas trabajadoras de sus países se autoorganizaban independientemente de los sistemas de encuadramiento de las clases feudales y de la burguesía comercial. Las masas campesinas no esperaban a la aparición de una burguesía democrática y de un proletariado industrial y urbano para aceptar su dirección y mantener una lucha de segundo orden, sino que ellas mismas empezaban la lucha. Este movimiento de fondo avanzaba en la dirección analizada por los textos de Marx y Engels anteriormente vistos, y tenía un punto de arranque en las experiencias y en la solidez de las comunas campesinas que se movilizaban en defensa de los restos de propiedad colectiva que aún se mantenían frente al arrollados ataque del feudalismo y de la burguesía mercantil.

Y allí en donde había desaparecido esa propiedad colectiva precapitalista, es muy probable que sobreviviera su recuerdo más o menos idealizado en forma religiosa o de mitos de una «edad de oro» y de un «paraíso de la abundancia y del descanso«, o en las palabras de Negri, de «bienes comunes«; mitos todos ellos que como hemos visto antes y veremos después, están presentes en todas las religiones sean sapienciales o reveladas y en todas las tradiciones y culturas agrarias. Bajo la feroz agresión privatizadora del colonialismo y sobre todo del imperialismo, las masas campesinas encontraban en sus tradiciones culturales, mitos y códigos religiosos autóctonos razones suficientes para autoorganizarse y luchar en defensa de lo suyo, o para la recuperación de lo que había sido suyo. En esta situación, los Soviets de campesinos y del pueblo trabajador aparecían como la fórmula organizativa que enlazaba el presente con el pasado y el futuro.

Ahora bien, Lenin y los marxistas que debatieron esta crucial problemática no se limitaron a hacer un llamamiento táctico e inmediatista, cargado de optimismo revolucionario y carente de realismo histórico. Al contrario, el debate volvió al punto en el que lo habían dejado Marx y Engels sobre la posibilidad de que las naciones atrasadas pudieran «dar el salto» al socialismo sin tener que sufrir el largo y cruel tormento capitalista. En realidad, estos marxistas tenían la ventaja sobre los propios Marx y Engels de que ya para entonces estaba asentándose teóricamente la ley del desarrollo desigual y combinado, ley que si bien estaba embrionariamente desarrollada por Marx y Engels, precisamente estaba tomando cuerpo definitivo en esta década de 1921-1930, más concretamente en los años que van de los Cuatro Primeros Congresos de la Internacional Comunista a la redacción por Trotsky de «Historia de la revolución rusa«. Quiere esto decir que si bien Trotsky dio la forma definitica a dicha ley, el mérito fue colectivo, de la práctica de masas y de la capacidad intelectual de organizaciones marxistas que elevaron esa práctica al rango de teoría. Y el texto de Lenin que ahora analizamos tiene una gran importancia en ese proceso porque, como había hecho en su texto sobre el imperialismo pocos años antes, también ahora supo sintetizar las aportaciones colectivas gracias, básicamente, a su exquisito dominio de la dialéctica marxista. Veámoslo:

«La cuestión ha sido planteada en los siguientes términos: ¿podemos considerar justa la afirmación de que la fase capitalista de desarrollo de la economía nacional es inevitable para los pueblos atrasados que se encuentran en proceso e liberación y entre los cuales ahora, después de la guerra, se observa un movimiento en dirección al progreso? Nuestra respuesta ha sido negativa. Si el proletariado revolucionario victorioso realiza entre estos pueblos una propaganda sistemática y los gobiernos soviéticos les ayudan con todos los medios a su alcance, es erróneo suponer que la fase capitalista de desarrollo sea inevitable para los pueblos atrasados. En todas las colonias y en todos los países atrasados no debemos limitarnos a formar cuadros propios de luchadores y organizaciones propias de partido, no debemos limitarnos a realizar una propaganda inmediata en pro de la creación de Soviets campesinos, tratando de adaptarlos a las condiciones precapitalistas. Además de eso, la Internacional Comunista habrá de formular, dándole una base teórica, la tesis de que los países atrasados, con la ayuda el proletariado de las naciones adelantadas, pueden pasar al régimen al régimen soviético –y, a través de determinadas etapas de desarrollo, al comunismo– soslayando en su desenvolvimiento la fase capitalista«.

Habían transcurrido casi cinco décadas desde que Marx y Engels iniciasen esta reflexión al estudiar el potenciar emancipador de la comuna campesina rusa, y el capitalismo se había desarrollado exponencialmente hasta inundar al planeta entero con las fuerzas desatadas por su fase imperialista. Lo que en su época aparecía como un problema incipiente se había convertido en una cuestión vital para alrededor del 70% de la humanidad en algo menos de medio siglo. El reto que esta aceleración del tiempo histórico suponía para el movimiento revolucionario mundial era tremendo e inquietante porque no era una simple cuestión intelectual y académica, tan al gusto de los demagogos burgueses, sino esencialmente práctica y, sobre todo, con directas e inmediatas consecuencias para cientos de millones de seres humanos, y para sus descendientes. La solución de Lenin a este reto dice así:

«Es imposible señalar de antemano los medios que serán necesarios para que esto ocurra. La experiencia práctica nos lo irá sugiriendo. Pero es un hecho firmemente establecido que la idea de los Soviets es entrañable a todas las masas trabajadoras de los pueblos más lejanos; que estas organizaciones, los Soviets, deben ser adaptadas a las condiciones de un régimen social precapitalista y que los partidos comunistas deben comenzar inmediatamente a trabajar en este sentido en el mundo entero. Quisiera señalar, además, la importancia de que los partidos comunistas realicen su labor revolucionaria no sólo en supropio país, sino también en las colonias, y sobre todo entre las tropas que utilizan las naciones explotadoras para mantener sometidos a los pueblos de sus colonias«.

A continuación, Lenin critica muy duramente el comportamiento de los partidos socialdemócratas, especialmente a los británicos, y explica cómo la aristocracia obrera de Inglaterra y Norteamérica que está «imbuída» de chovinismo «supone un peligro inmenso para el socialismo» porque apoyan decididamente la opresión de los puenlos por el imperialismo de sus burguesías. Vemos así que Lenin considera que existen, como mínimo, tres condiciones exteriores para que se materialice la posibilidad de que los pueblos atrasados avancen al socialismo y después al comunismo sin tener que pasar por el capitalismo, tomanmdo impulso interno en las potencialidades democráticas subsistente aún en las formas sociales precapitalistas. Las condiciones son, una, que los gobiernos soviétivos apoyen totalmente a esos pueblos; dos, que los partidos comunistas de las naciones opresoras militen activamente por la independencia de esos pueblos y, sobre todo, pudran desde dentro sus propios ejércitos imperialistas y, tres, que la socialdemocracia de los países imperialistas luche contra el chauvinismo de su aristocracia obrera.

A este respecto hay que decir tres cosas. La primera, que la evolución tanto de la URSS como de la lucha de clases en el capitalismo, desde la burocratización stalinista hasta el fascismo y la «guerra fría», han frenado en extremo el desarrollo de las tres condiciones externas teorizadas por el movimiento comunista internacional y sintetizadas por Lenin en agosto de 1920. La segunda, que pese a esos frenos externos que han impedido el desarrollo de bastantes luchas de liberación nacional, pese a ello, también ha habido victorias que demuestran lo correcto de la teoría marxista de aquella época, capaz de integrar en la lucha socialista prácticas de lucha provinientes de modos de producción precapitalistas. Y tres, que incluso en lo referente a la lucha de clases dentro del imperialismo, incluso en este campo, aquella teoría marxista demostró su acierto histórico al adelantar los problemas decisivos que iban a marcar la suerte posterior del socialismo en occidente. Hay que decir, para concluir, que de todos los revolucionarios bolcheviques que entonces intervinieron en la elaboración de aquél marxismo, sólo uno de ellos murió en la cama por enfermendad natural, Lenin, mientras que todos los demás fueron asesinados por el stalinismo, y que Stalin, que entonces era «de segunda fila» e intelectualmente sin ninguna relevancia, terminó acaparando el poder absoluto de una forma que repugnaba a todos los «viejos bolcheviques». Y hay que decir que cientos de los marxistas no rusos cuya intervención fue decisiva para elaborar esa teoría, fueron igualmente exterminados o, en el mejor de los casos, expulsados y marginados sin contemplaciones.

Lleganos así al problema de la evolución en el mundo de las lecciones teóricas desarrolladas por aquél marxismo entonces tan prometedor. Fuera de Europa destacan varios marxistas en el mérito no sólo de anunciar la extensión del proceso revolucionario a otras partes del planeta, precapitalistas, campesinas e indígenas, sino también por haber entendido el papel vital que en esas luchas jugaban los sistemas de solidaridad grupal, ayuda mutua, propiedad comunal e identidad colectiva con su lengua y cultura propia.

5.1. Identidad arabo-musulmana y lucha social

Y de entre ellos destaca el peruano José Carlos Mariategi (1895-1930), quien a pesar de su muerte prematura demostró un dominio exquisito del materialismo histórico, lo que le permitió realizar aportaciones teóricas que hubieran sido decisivas de no haber chocado frontalmente con la dogmática eurocéntrica impuesta al proceso revolucionario mundial por la URSS desde comienzos de la década de 1930. El autor que tratamos, ya en una época tan temprana como el 1 de noviembre de 1924 afirmaba en «La libertad y el Egipto» que:

«Despedida de algunos pueblos de Europa, la Libertad parece haber emigrado a los pueblos de Asia y de Africa. Renegada por una parte de los hombres blancos, parece haber encontrado nuevos discípulos en los hombres de color (…) Pero la Libertad había huido ya a Egipto. Viajaba por el África, el Asia y parte de América. Agitaba a los hindúes, a los persas, a los turcos, a los árabes. Desterrada del mundo capitalista, se alojaba en el mundo colonial. Su hermana menor, la igualdad, victoriosa en Rusia, la auxiliaba en esta campaña. Los hombres de color la aguardaban desde hace mucho tiempo«.

Pocos meses después, en agosto de 1925, Mariategi analiza la guerra de resistencia nacional de los rifeños ante la invasión franco-española en «El imperialismo y Marruecos«: «El Rif libra en estos días una batalla decisiva. España y Francia, rivales durante mucho tiempo en Marruecos, combinan presentemente sus fuerzas para sofocar la revolución de la independencia rifeña. La civilización occidental se siente amenazada por Abd-el-Krim, es por lo menos, lo que afirma en sus nerviosos artículos uno de los más conspicuos abogados y conductores de la reacción en Europa, Mr. Raimond Poincaré. Y en este lenguaje coinciden casi los hombres de la reacción y los hombres de la democracia. Painlevé, honesto demócrata, piensa que Francia tiene la misión histórica de civilizar Marruecos«.

Retomando las viejas críticas a la «civilización» del joven Marx, Mariategi nos descubre cómo la Europa capitalista y civilizada se niega a reconocer los mismos derechos a los pueblos no europeos. Y cómo la resistencia de éstos es sentida como una «amenaza para la civilización» por los burgueses y demócratas europeos. Pero Mariategi va más al fondo en sus investigaciones y descubre cómo la entrada de España en la invasión es muy diferente a la francesa, menos brutal y sanguinaria que la española, generando una resistencia tenaz por parte del pueblo rifeño:

«España había intentado ensayar análogo sistema. Pero en sus colonizadores persistía el instinto de a inquisición. Los soldados y los funcionarios españoles representaban en Marruecos un capitalismo. Pero preferían comportarse como si representasen exclusivamente a los Reyes de España. Por esto, España no pudo instalarse tranquilamente en Marruecos a la manera de Francia. Abd-el-Krim, en un reciente reportaje de un periodista italiano, cuenta cómo los rifeños fueron empujados, poco a poco, a la insurreción, por la propia política española. Su padre, Caid de Tafwersit –recuerda Abd-el-Krim– comprendió desde que Francia tomó posesión de Marruecos, que el Rif no podía dejar de entrar en la órbita de la civilización europea. Los cambios comerciales –agrega el jefe rifeño– fueron intensificados, las manifestaciones de simpatía no escasearon, y todo hizo suponer la pacífica venida de los españoles en tierra hospitalaria. Pero los herederos de los «conquistadores» proclamaron de improviso aquél programa de «desmusulmanización» que fue el capítulo principal del programa de Isabel la Católica. Esta política engendró la rebelión«.

La «desmusulmanización» significaba lisa y llanamente el exterminio de la identidad colectiva del pueblo rifeño, de sus formas societarias de producción y distribución precapitalista. De esta forma, las masas campesinas rifeñas que se regulaban mediante los códigos musulmanes de solidaridad, bastante más progresistas e igualitarios que los cristianos, se iban a ver sumergidas en un infierno de explotación y destrucción implacables, sufriendo un retroceso de varios siglos en su calidad de vida para mayor gloria y enriquecimiento de la civilización burguesa, cristiana y blanca. Por eso y contra eso se sublevaron, y sus azañas fueron sentidas como propias por muchos pueblos no europeos. Los Estados español y francés, Europa entera, comprendieron que debían acabar cuanto antes y sin detenerse en crímenes con una guerra de resistencia nacional que cuestionaba la raíz misma de la civilización capitalista.

5.2. Comunidades campesinas y consejos obreros

Mariategi continuó sus estudios sobre la dialéctica entre la identidad de los pueblos precapitalistas y las luchas de las clases oprimidas, siguiendo la senda abierta por el último Marx, pero centrándose con más detenimiento en las relaciones entre las comunidades incaicas y el socialismo latinoamericano. Mariategi, al igual que todos los lectores de Marx y Engels de su época, no tuvo acceso a la entera obra etnográfica de estos revolucionarios, publicada muy tardíamente, sino sólo a una parte muy reducida, aunque posiblemente sí pudo leer su correspondencia con Vera Zasulich pero, de cualquier modo, desarrolló y enriqueció magistralmente a Marx y al materialismo histórico en este problema decisivo. Sin embargo, precisamente, fue esta recuperación de Marx, la que le originó una continuada crítica de los dogmáticos. Tiene toda la razón Löwy en «El marxismo romántico de Mariátegui«, cuando afirma que:

«Esta posición calificada de «socialismo pequeño burgués» por sus críticos, no era otra que aquélla adelantada por Marx en su carta a Vera Zasulich de 1881. En los dos casos se encuentra la profunda intuición –de inspiración romántica– de que el socialismo moderno del futuro debe enraizarse en las tradiciones vernaculares, en la memoria colectiva campesina y popular, en las supervivencias sociales y culturales de la vida comunitaria precapitalista, en la práctica de ayuda mutua, solidaridad y propiedad colectiva de la Gemeinschaft rural«.

De hecho, incluso ahora mismo, nada de lo que está sucediendo en Latinoamérica y más concretamente con el papel del llamado «problema indígena» se comprende sin tener en cuenta aquellas aportaciones. Como tampoco se puede comprender del todo un fenómeno tan significativo y tergiversado como es la larga lucha del pueblo peruano sin estudiar los análisis sobre Mariategi realizados por el Partido Comunsita del Perú, que ya en octubre de 1975 –«Guerra popular en el Perú«– procedió a rescatar a Mariategi del pozo de olvido y falsificación en el que le habían echado los reformistas. Sin entrar ahora en un análisis de los años posteriroes de la guerra revolucionaria en Perú, hay que decir que el esfuerzo por recuperar el mensaje del revolucionario peruano es meritorio en sí mismo.

Aunque fue en su Prólogo al texto de Luis E. Valcárcel «Tempestad en los Andes» donde Mariategi presentó algunas de sus tesis básicas, fue realmente en «El Problema indígena en América Latina«, de verano de 1929, donde expuso que: «Del ayllu antiguo no queda sino uno que otro rasgo fisonómico, étnico, costumbres, prácticas religiosas y sociales, que con algunas pequeñas variaciones, se les encuentra en un sinnúmero de comunidades que anteriormente constituyeron el pequeño reino o «curacazgo» (…) el ayllu o comunidad, en cambio, en algunas zonas poco desarrolladas, ha conservado su natural idiosincrasia«.

«Las comunidades reposan sobre la base de la propiedad en común de las tierras en que viven y cultivan y conservan, por pactos y por rasgos de consanguinidad que unen entre sí a las diversas familias que forman el ayllu. Las tierras de cultivos y pastos pertenecientes a la comunidad, forman el patrimonio de dicha colectividad. En ella viven, de su cultivo se mantienen, y los continuos cuidados que sus miembros ponen a fin de que no les sean arrebatados por los poderosos vecinos u otras comunidades, les sirven de suficiente incentivo para estar siempre organizados, constituyendo un solo cuerpo. Por hoy, las tierras comunales pertenecen a todo el ayllu o sea al conjunto de familias que forman la comunidad. Unas están repartidas y otras continúan en calidad de bien raíz común, cuya administración se efectúa por los agentes de la comunidad. Cada familia posee un trozo de tierra cultivada, pero que no puede enajenar porque no le pertenece: es de la comunidad«.

«Pero no sólo en la existencia de las comunidades se revela el espíritu colectivista del indígena. La costumbre secular «Minka» subsiste en los territorios de Perú, de Bolivia, del Ecuador, y Chile; el trabajo que un parcelero, aunque no sea comunero, no puede realizar por falta de ayudantes, por enfermedad u otro motivo análogo, es realizado merced a la cooperación y auxilio de los parceleros confinantes, quienes a su vez reciben parte del producto de la cosecha, cuando su cantidad lo consiente, u otro auxilio manual en una próxima época«. Tras afirmar que el «espíritu de cooperación que existe fuera de las comunidades, se manifiesta en formas especiales en Bolivia«, y tras realizar una rápida cuantificación de «estas y otras formas de cooperación extracomunitaria» más las propias comunidades en Perú, Bolivia, etc., concluye que: «atestiguan la vitalidad del colectivismo incaico primitivo, capaz mañana de multiplicar sus fuerzas, aplicadas a latifundios industrializados y con los medios de cultivo necesarios«. Y añade luego:

«El VI Congreso de la IC —1928— ha señalado una vez más la posibilidad, para pueblos de economía rudimentaria, de iniciar directamente una organización económica colectiva, sin sufrir la larga evolución por la que han pasado otros pueblos. Nosotros creemos que entre las poblaciones «atrasadas», ninguna como la población indígena incásica, reúne las condiciones tan favorables para que el comunismo agrario primitivo, subsistente en estructuras concretas y en un hondo espíritu colectivista, se transforme bajo la hegemonía de la clase proletaria, en una de las bases más sólidas de la sociedad colectivista preconizada por el comunismo marxista«.

Para concluir: «Las «comunidades», que han demostrado bajo la opresión más dura condiciones de resistencia y persistencia realmente asombrosa, representan un factor natural de socialización de la tierra. El indio tiene arraigados hábitos de cooperación. Aun cuando de la propiedad comunitaria se pasa ala propiedad individual, y no sólo en la sierra sino también la costa, donde un mayor mestizaje actúa contra las costumbres indígenas, la cooperación se mantiene, las labores pesadas se hacen en común. La «comunidad» puede transformarse en cooperativa, con mínimo esfuerzo«.

Y muy especialmente:

«Para la progresiva educación ideológica de las masas indígenas, la vanguardia obrera dispone de aquellos elementos militantes de raza india que en las minas o en los centros urbanos, particularmente en estos últimos, entran en contacto con el movimiento sindical, se asimilan a sus principios y se capacitan para jugar un rol en la emancipación de su raza. Es frecuente que obreros procedentes del medio indígena, regresen temporal o definitivamente a éste. El idioma les permite cumplir eficazmente una misión de instructores de sus hermanos de raza y de clase. Los indios campesinos no entenderán de veras sino a individuos de su seno, que les hablen en su propio idioma. Del blanco, del mestizo, desconfiarán siempre; y el blanco y el mestizo, a su vez, muy difícilmente se impondrán el difícil trabajo de llegar al medio indígena y de llevar a él la propaganda clasista«.

Gabriel Lanese ha sintetizado así en «La Odisea de Mariategui«, sus dos principales aportaciones:

«El carácter subversivo del planteo de Mariátegui se halla contenido en estos dos puntos

a)El carácter socialista de la revolución, ya que la burguesía es incapaz de asumir la realización de las tareas democrático-burguesas, quedando éstas en manos del proletariado, aliado a las masas campesinas e indígenas, transformándose la revolución burguesa en socialista. Este análisis no surge de ningún esquema de aplicación universal, sino del propio análisis que hace Mariátegui de la realidad histórica del Perú, basándose en la teoría del imperialismo de Lenin. Es de destacar que Mariátegui murió en 1930 y es poco probable quehaya llegado a conocer la teoría de la revolución permanente en su formulación de 1929.

b)La relación de la revolución latinoamericana con la revolución mundial. Al revés del planteo de la IC,

Mariátegui no propone esperar a la revolución en los países avanzados, sino luchar por la revolución proletaria, uniendo al proletariado de los países centrales y a la clase obrera y los pueblos latinoamericanos, las dos corrientes principales de lucha contra el imperialismo«.

Por esto, porque rompe con el esquematismo oficial dominante y replantea la importancia de la unión entre el proletariado y el campesinado y las naciones indígenas, es importante aclarar que es la comunidad campesina, el ayllu. Esta es la respuesta que ofrece Prada Alcoreza a la pregunta «¿Qué es el ayllu?«: «Una forma de organización social territorial, una forma de sociedad que maneja los territorios de manera circular y de modo rotativo, dando lugar al gran archipiélago territorial andino. El ayllu se conforma a través de dos ejes estratificantes primordiales: 1) Por medio de la generación de filiaciones, usando una codificación simbólica para efectos del control de la descendencia, escribiendo sobre la tierra con las huellas de su propia sangre; 2) por medio de la acumulación de alianzas, desencadenando estrategias políticas que unen a familias y además amarran territorios. Filiaciones y alianzas, red de parentesco y malla política, código familiar y estrategia de amarres». El autor hace especial hincapié en el papel del ‘tinku’, asamblea en la que se debaten y resuelven colectivamente los problemas comunes.

5.3. Indigenismo y revolución en Bolivia, Nicaragua y México

Mariategi llegó a estas tesis no sólo estudiando el marxismo y conociendo perfectamente los textos de la Internacional Comunista, sino que, sobre todo, analizando la práctica real de la lucha conjunta entre indígenas, mestizos y blancos en las tierras, minas, fábricas, ciudades y costas. Su especial insistencia en Bolivia no fue casual sino muy causal porque en el altiplano boliviano confluyeron desde la segunda década del siglo XX todas las contradicciones del desarrollo desigual y combinado del capitalismo, especialmente en la minería. Las modernas técnicas se aplicaban con la más vieja esclavización de los miles de mineros –40.000– muchos de los cuales eran indios andinos que no hablaban castellano y que mantenían vivas sus formas comunales tan bien analizadas por Mariategi. La huelga de 1923 fue atrozmente aplastada; la década de 1931 fue de reorganización y aunque las huelgas de 1942, 1946 y1949 también fueron derrotadas, el movimiento obrero avanzaba imparablemente gracias, entre otras cosas, a su capacidad de integración del comunitarismo andino, tachado de populista por el socialismo urbano, en la lucha de clases.

Fue durante este ascenso heroico cuando el 8 de noviembre de 1946 se aprobaron las Tesis de Pulacayo, ciudad minera de Bolivia. Son once tesis que no podemos resumir aquí, aunque sí decir, primero, que el movimiento minero era muy consciente de la necesidad de la unión estratégica con el movimiento indígena, con sus comunidades, como lo dice expresamente en la onceava tesis: «Los obreros deben organizar sindicatos campesinos y trabajar en forma conjunta con las comunidades. Para esto, es necesario que los mineros apoyen la lucha de los campesinos contra el latifundio y secunden su actividad revolucionaria«.

Y segundo, que las Tesis son un monumento al consejismo y autogestión trabajadora, como se comprueba con especial fuerza en la Tesis VII sobre las diez reivindicaciones transitorias: «1. Salario básico vital y escala móvil de salarios. 2. Semana de 40 horas de trabajo y escala móvil de trabajo (…) implantación de la semana de 36 horas para mujeres y niños. 3. Ocupación de minas. 4. Contrato colectivo. 5. Independencia sindical. 6. Control obrero de las minas. 7. Armamento para los trabajadores. 8. Bolsa pro-huelga. 9. Reglamento de la supresión de la pulpería barata; y, 10. Supresión del trabajo a «contrata» «.

Los avances políticos llevaron al triunfo electoral de una compleja fuerza nacionalista en 1951 pero la intervención militar le impidió formar gobierno. Su sector más radical organizó en abril de 1952 el cerco de La Paz por los mineros armados, tomó el poder e impuso medidas sociales, nacionalizó las grandes empresas, legitimó las milicias obreras e impulsó la unidad sindical, en un proceso que tuvo su apogeo en 1953. Sin embargo, las izquierdas revolucionarias eran débiles para contener la recuperación burocrática y burguesa dentro del Movimiento Nacionalista Revolucionario que se fue alejando de las masas trabajadoras y acercándose al gran capital y a los EEUU, expulsando del gobierno y depurando a las organizaciones de izquierda. La situación era de nuevo tensa, y en diciembre de 1963 los mineros aprobaron las Tesis de Colquiri para recuperar y asegurar definitivamente el control obrero, pero su nueva ofensiva fue masacrada por el golpe militar de 1964.

Precisamente fue Mariategi uno de los primeros revolucionarios no mexicanos, sino el primero, que ya en una fecha tan temprana como el 5 de enero de 1924 advirtió en su artículo «México y la revolución» de la recuperación y ascenso de las luchas campesinas, populares y obreras en este inmenso país multinacional. Volvió a insistir en la importancia histórica de la ofensiva de los latifundistas contra los «ejidos» o cooperativas campesinas de tipo comunitario asentadas en las tierras tradicionales de las comunidades indígenas, de modo que: «La clase campesina quedó totalmente proletarizada (. . .) Pero un pueblo, que tan porfiadamente se había batido por su derecho a la posesión de la tierra, no podía resignarse a este régimen feudal y renunciar a sus reivindicaciones. Además, el crecimiento de las fábricas creaba un proletariado industrial, al cual la inmigración extranjera aportaba el polen de las nuevas ideas sociales. Aparecían pequeños socialistas y sindicalistas«.

Mariategi debía conocer la heroica historia de luchas de las naciones indias contra la invasión blanca. Luchas en progresivo endurecimiento en la medida en que se asentaba la ocupación occidental y se multiplicaban las agresiones de todo tipo contra los habitantes del lugar. Jorge Fuentes ha estudiado en «Raíces del pensamiento zapatista o la crítica al neoliberalismo» la larga y tenaz resistencia india anterior al siglo XX:

«Un tema recurrente, evidente, insistente, corresponde a su vinculación con la lucha histórica de los pueblos indios. Éstos han luchado por el afianzamiento de su identidad y por la recuperación de sus tierras y recursos naturales. Ciertamente durante la época colonial ocurrieron levantamientos indígenas en el extenso territorio de la Nueva España. Sin embargo, estas insurrecciones nunca alcanzaron ni la extensión ni la intensidad sangrienta que mostraron en el siglo XIX. Durante este siglo, antes y después de las reformas liberales, en distintas latitudes de la naciente República Mexicana estallaron levantamientos indígenas. Sólo para recordar algunos muy significativos, se hace referencia a los casos siguientes. En el norte, las guerras indias transcurrieron desde fines del siglo XVIII hasta 1880. Apaches y comanches diezmaron el estado de Chihuahua, hasta poner en peligro de extinción las haciendas, los pueblos de los rancheros y centros mineros. En el occidente, los levantamientos de coras y huicholes, encabezados por el Tigre de Alicia, estuvieron a punto de asaltar la ciudad de Guadalajara. En Morelos, los descendientes de los tlahuicas se rebelaron al experimentar los efectos iniciales de la expansión de las haciendas, ya se encontraba el germen de la contradicción que originó el movimiento zapatista. Sin embargo, la rebelión más impresionante y consistente ocurrió entre los mayas, en la península de Yucatán«.

Estas guerras de resistencia étno-nacional se sostuvieron pese a la enorme ventaja militar cuantitativa de los ejércitos invasores. Ventaja cuantitativa que las naciones indígenas superaban en la medida de lo posible con una originalidad cualitativa muy difícil de entender para la mentalidad occidental que, frecuentemente, ha fracasado más de lo que acepta su versión oficial de la historia frente a esa diferencia cualitativa. Solamente, por lo general, la arrolladora superioridad cuantitativa en armas y comida, y también en sanidad, ha podido asegura la victoria occidental sobre las naciones y pueblos precapitalistas. Llegamos así a un problema que apenas está estudiado críticamente y que tiene sin embargo una importancia clave para entender tanto la importancia de las comunas campesinas con su propiedad colectiva, pese a sus contradicciones internas, como el acierto de la política marxista de adecuar los Soviets a las condiciones y necesidades de los pueblos en lucha de emancipación.

Sin la gran adaptabilidad de las formas sociales precapitalistas, capaces de responder a las innovaciones introducidas por los invasores occidentales y volverlas contra ellos, no se hubieran dado las largas y amplias resistencias de los pueblos no occidentales. Dejando de lado a los propagandistas y voceros de los gobiernos blancos, y leyendo los comentarios de los militares que conocían la realidad, o sea superando la censura de prensa, podemos conocer la tremenda eficacia de las comunidades originarias en su autodefensa. Esta fue una de las razones de peso en la potenciación marxista de los Soviets y su adaptación a las sociedades precapitalistas. La forma soviética, consejista, asamblearia, comunal, etc., tiene la virtud de rescatar y actualidaz las prácticas de decisión colectiva ejercida en el centro mismo de los problemas que deben solucionarse. Y esta es una característica muy apreciada por los pueblos que defienden su propiedad colectiva.

Frente a esta práctica, los poderes extranjeros han respondido sobre todo con dos tácticas, además de la represión militar y el exterminio genocida. Una ha sido corromper, comprar y asimilar a las castas o sectores con prestigio dentro de la comunidad indígena para, además de sembrar la discordia interna, también obtener el apoyo de los sectores indígenas influenciados por esas castas; y otra, muy relacionada con la anterior, además de dar un trato especial a los corruptos y colaboracionistas también aparentar que los sistemas de poder del invasor admitían y hasta protegían la representatividad de los colaboracionistas para que pudieran defender a su pueblo dentro del orden invasor, legitimándolo así. Salvando las distancias, bastantes de estas tácticas ya las emplearon los persas contra los griegos –el famoso «oro persa«– y Julio César contra los galos corrompiendo a buena parte de los druidas. Los españoles y los jesuitas hicieron lo mismo en las Américas. Estas tácticas, frecuentemente corregidas sobre el terreno, estudiando minuciosamente las culturas y constumbres de los pueblos agredidos, anunciaban lo que ahora llamamos «antropología» y que fue conscientemente impulsada por los estrategas político-militares del capitalismo imperialista.

Sin poder extendernos al respecto, sí hay que decir que este método de conocer al pueblo indígena para vencerlo y domesticarlo es esencialmente idéntico a los métodos capitalistas para conocer el saber obrero y destrozar su centralidad. No es modo alguno casual que la «antropología» se aplique por igual, salvo adaptaciones técnicas, al estudio de «salvajes», de mujeres, de trabajadores, de consumidores, de «minorías sociales», de «marginados y delincuentes», etc. En todos estos casos, y en los demás, el poder busca conocer el mejor sistema para destruir la identidad e independencia de funcionamiento del «objeto de estudio» para, si en conveniente, integrarlo después en el sistema dominante. Frente a este método, los sujetos oprimidos han luchado por mantener su independencia, su autoorganización y su autogestión. Y es esta dinámica la que explica el tremendo atractivo que tienen los Soviets para todos los colectivos que luchan por mantener su independencia. Naturalmente, el método soviético debe adecuarse a cada contexto y circunstancia, pero su flexibilidad es provervial como estamos viendo a lo largo de estas páginas, aunque incluso cambie su nombre y en vez de llamarse soviets campesinos se denomine, por ejemplo, municipio popular,

De hecho, para volver al tema que motivaba esta reflexión aclaratoria, las guerras indígenas contra la invasión occidental anunciaban tres cuestiones que reaperecen una y otra vez como son, una, la adaptación de las formas colectivas a los cambios acaecidos pero desde y para los intereses de las masas indígenas; dos, los métodos empleados para lograr esos objetivos y, tres, la persistencia y continuidad en las reivindicaciones posteriores de partes o de lo esencial de las demandas que motivaron las luchas iniciales. En el caso concreto de México y de las luchas indígenas, Jorge Fuentes ha mostrado esta continuidad en el texto citado:

«La recuperación de la comunidad originaria fue una preocupación de los magonistas, era necesario organizar la producción agrícola y el trabajo de forma autogestionaria, el lugar terrenal para ese proyecto de organización social tenía también un espacio político y administrativo: el municipio. Por eso, aun en un lugar tan distante como San Luis Misuri, los magonistas no olvidaron incluir en el Plan del Partido Liberal Mexicano (1906) su proyecto de transformación municipal. El plan consideró necesaria la supresión de los jefes políticos porfirianos, la fundación de nuevos municipios, y el fortalecimiento del poder municipal. De este modo los magonistas pensaron materializar su proyecto comunitario, fundando municipios libres. Años después, en 1910, en Valladolid, Yucatán, donde aún se manifestaban secuelas de la Guerra de Castas, una sublevación de casi dos mil hombres, ajustició a las autoridades municipales, especialmente al jefe político municipal, y formularon un plan municipalista democratizador, el Plan de Valladolid, Dzelkoop (1910). En Morelos los zapatistas formularon el Plan de Santa Rosa (1912); una preocupación central de esta propuesta fue la regularización de la actividad electoral en los municipios. Con el mismo interés que hicieron propuestas agrarias, también pensaron en la democratización de los ayuntamientos, por ello promulgaron la Ley General sobre Libertades Municipales (1916); no es posible analizar detenidamente esta legislación, basta con recordar que se proponía, entre otras medidas libertarias, que «cada municipio gozará de absoluta libertad… De igual modo que las rebeliones indígenas sacudieron todo el país durante el siglo XIX, los movimientos democratizadores municipalistas agitaron la República porfiriana, antes y durante el movimiento armado (1906-1917). Todas estas demandas tomaron forma constitucional en el artículo 115, que plantea las bases para el Municipio Libre. Por ello es inevitable escuchar resonancias mayas, zapatistas y magonistas en las propuestas municipalistas que desde 1994 agita el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN)«.

Es comprensible que en la compleja mezcla de diferentes idearios y proyectos aquí expuesta, hubiera también una recuperación de viejas utopías que nos pueden remitir a las tradiciones clásicas espartanas, de sociedades campesino-militares autosificientes, basadas en una justicia de productores armados y con capacidad y derecho de autodefensa ante las agresiones exteriores. Al es el caso de Pancho Villa, según nos lo expone fielmente John Reed en su maravilloso «México insurgente (la revolución de 1910)». No nos debe sorprender la fuerza de esta utopía en aquellos años. Un país asolado por la explotación interna y las agresiones imperialistas externas, debía crear un sistema adecuado de producción y autodefensa del pueblo trabajador. Los campesinos, todavía muy influidos por los restos de la propiedad comunal, veían como una cosa lógica la reivindicación de colectivos campesino armados, autosuficientes en su producción e integrados en una vasta red estatal del pueblo en armas, centralizada por el Estado. Pancho Villa pensaba crear «colonias militares» en las que se dividiera la semana en dos turnos de tres días, dedicando un turno a la producción material en el campo y otro a la producción y entrenamiento militares. El Estado revolucionario victorioso entregaría a los campesino-soldados esas colonias, sus tierras e instrumentos, y además crearía otras industrias estatales relacionadas con las colonias: «Cuando la Patria sea invadida, únicamente con tomar el teléfono desde el palacio Nacional en la ciudad de México, en medio día se levantara todo el pueblo mexicano en sus campos y fábricas, bien armado, equipado y organizado para defender a sus hijos y a sus hogares«. La clase dominante no podía aceptar esta utopía de campesinos y trabajadores armados, prestos a la movilización revolucionaria en defensa de lo que tenían por suyo.

Para contener y orientar hacia una solución reformista esta marea ascendente, la política populista del general Lázaro Cárdenas en México durante 1934-40, llamada demagógicamente «Segunda Revolución«, planteaba un «sistema económico cooperativo que tienda al socialismo«. Se trataba de un plan de seis años que regularía las horas de trabajo y el salario base, que invertiría en grandes obras públicas e infraestructuras, que expropiaría algunas tierras latifundistas para repartirlas a las cooperativas e individualmente, que facilitaría préstamos blandos a las cooperativas para comprar maquinaria y ganado, etc. Se cumplió muy poco de lo prometido porque las clases trabajadoras no tenían poder alguno sobre la corrupta burocracia estatal y Lázaro Cárdenas tampoco quería presionar a la clase dominante, dispuesta a no irritar en nada a los EE.UU e impedir cualquier profundización radical en la famosa «reforma agraria», atascada desde hacía más de dos décadas pese a su contenido pro-burgués y anticampesino.

En 1938 el pintor muralista Diego Rivera publicó «La lucha de clases y el problema indígena«, una muy buena aportación al tema que tratamos. El autor demostró la estrecha dialéctica entre el movimiento proletario y el campesino, y dentro de éste, del movimiento indígena; demostró también cómo las clases dominantes cortaron de cuajo todo avance democrático y de mejora de las condiciones de vida de las masas trabajadoras desde nada más concluir la «Primera Revolución» mediante, entre otras cosas, corromper e integrar a los antiguos líderes y jefes revolucionarios. Tras dedicar especial atención al proceso por el cual fueron si no destruidas totalmente las comunidades indígenas, sí debilitadas al extremo y, encima, las supervivientes degenerarlas en su raíz hasta convertirlas en simples instrumentos del poder, concluye que:

«El «ejido» y la comunidad agraria actuales en México, no son otra cosa que el expediente feudalista empleado por la monarquía española del siglo XVI para mantener al campesinado en estado de siervo. Se suprime todavía el valor social progresivo del ejido y de las comunidades, disminuyéndole su carácter embrionario de propiedad comunal, dividiéndolos ahora en parcelas insignificantes y minúsculas, dadas en propiedad individual inalienable, como «patrimonio familiar», a cada uno de los «ejidatarios» a los que se les dan préstamos (refacciones) por medio del banco del Estado y el dinero se cobra sobre la base de las futuras cosechas. Como los «ejidatarios» no pueden comenzar a trabajar la tierra en su situación de campesinos pobres, este método de apariencia «socializante» no hace en realidad, sino fijar al campesino a la tierra y convertirlo en siervo de los blancos, como lo era antes de los señores feudales latifundistas«.

No hace falta insistir en que, con esta base estructural de brutal explotación campesina en un país agrario en su mayoría, estaba condenada al fracaso cualquier política reformista que sólo prometiese un cooperativismo hueco, vacío. En estas condiciones, en febrero de 1939 y ante la proximidad de elecciones y el abandono de la política del general Lázaro Cárdenas, el Partido Revolucionario Mexicano inició el debate sobre el segundo plan de seis años, aumentando las promesas para recuperar el voto de los desencantados por la pasividad y las traiciones anteriores. Ahora, como revulsivo propagandístico, se prometieron más nacionalizaciones y expropiaciones, sufragio femenino, instrucción militar obligatoria, más ayudas a las cooperativas y defender la independencia económica de México.

Pero cuando en febrero de 1940 se conoció el proyecto definitivo, éste había sufrido un rebaje importante y la evolución posterior del «sistema cooperativo que tienda al socialismo» se extinguió con el populismo interclasista. Además de otras razones de este fracaso, una de ellas fue la ausencia de una voluntad política de acabar con la explotación campesina brutal mediante la masificación de, entre otras conquistas, las cooperativas agrarias socialistas y la colectivización del campo.

Sin embargo, el desarrollo del capitalismo en estos dos países, y en otros que también contaban con significativas comunidades indígenas, no anuló ni destruyó el conjunto de lecciones teóricas aquí vistas. Francisco Posada nos recuerda en su «Los orígenes del pensamiento marxista en Latinoamérica. Política y cultura en Mariategui«, la dialéctica de los factores nacionales e internacionales, sobre todo de liberación nacional y revolución socialista, en el pensamiento del revolucionario peruano: «Según el marxismo (tesis sostenida, v. gr., en numerosos escritos de Lenin) la actitud nacionalista no es incompatible con la socialista. El desarrollo de la historia ha demostrado que esto es correcto, pero que, además, aun cuando los socialistas son cada vez más nacionalistas, inclusive más que los socialistas de la última centuria, las capas patrióticas son hoy mayores que nunca debido a la organización imperialista de la sociedad industrial. Sostener la posición de Mariátegui equivale a fortalecer el gran frente contra el colonialismo y el neocolonialismo e introducir un importante criterio sobre la índole del adversario principal«.

De hecho, siguiendo con esta lógica, la lucha independentista nicaragüense contra las agresiones norteamericanas, lucha liderada por Sandino, que no era marxista, en estos mismos años de finales de la década de los veinte y comienzo de los treinta, mostraba también una neta imbricación con las raíces e identidades indígenas. Hay que partir del hecho de que para muchas personas con ideales democrático-radicales de aquél entonces, los PCs stalinistas estaban totalmente desprestigiados. Según Núñez y Burbach en «Democracia y revolución en las Amércias«:

«La sumisión de los partidos comunistas en las Américas a las propuestas políticas de la Tercera Internacional reflejaban la debilidad fundamental de marxismo en el continente: su incapacidad para desarrollar una estrategia revolucionaria independentista y nativa. Durante los años de su apogeo –los años 20 y 30– el movimiento comunista fracasó en el objetivo de producir su propio cuerpo de teóricos marxistas capaces de desarrolar programas y estrategias políticas en respuesta a las condiciones políticas específicas enfrentadas por los comunistas en sus propios países. Esto noquiere decir que no hubo algunos intelectuales en los partidos que hicieron contribuciones valiosas, tal es el caso de Mariátegui en el Perú o Julio Antonio Mella en Cuba. Pero, en general, el trabajo intelectual surgido en las Américas era una mera adaptación de las ideas y principios políticos que se habían desarrollado en Europa«.

Los autores citados concretizan algo más su crítica al marxismo de la III Internacional –posterior a los cuatro primeros congresos, precisamos nosotros– afirmando que: «Muchos partidos comunistas, producto de su política de alianzas, terminaron apoyando regímenes de derecha en Perú, Nicaragua, República Dominicana y Venezuela«. Y continúan: «A diferencia de los movimientos reformistas y populistas de los años 30 y 40 en todo el continente, hubo líderes nacionalistas radicales, no comunistas, que estuvieron involucrados en cambios profundos y que iniciaron en América Latina la lucha revolucionaria por la liberación nacional antiimperialista. De ellos, Augustio C. Sandino es el más sobresaliente (…) Otro líder radical no comunista Jorge Eliecer Gaitán, en Colombia«.

Centrándonos en Nicaragua, el mismo Sandino era muy consicente de las enormes diferencias de todo tipo con respecto a los EEUU, no dudando en calificar de «bestias rubias» a los imperialistas norteamericanos, y en definirse a sí mismo como «indohispano» carente de fronteras dentro de Latinoamérica. Es muy interesante la denuncia que hace de cómo los norteamericanos han estudiado la «ligereza de carácter» de los «indolatinos» utilizándola contra ellos mismos. También es muy interesante esto: «Nuestro ejército se prepara a tomar las riendas de nuestro poder nacional, para entonces proceder a la organización de grandes cooperativas de obreros y de campesinos nicaragüenses, quienes explotarán nuestras propias riquezas naturales, en provecho de la familia nicaragüense en general». Desgraciadamente, el asesinato de Sandino y la derrota de la guerra de liberación nacional nicaragüense cortaron de cuajo las potencialidades liberadoras de esta concepción revolucionaria e independentista que fusionaba lo identitario con el cooperativismo.

Significativamente, y sin entrar ahora en precisiones sobre las relaciones entre lo «nacional» y el «indigenismo», sí debemos insistir en que el transcurso de los años ha reforzado la razón de lo arriba leído. Precisamente en la Bolivia actual asistimos a una nueva oleada de luchas sociales sustentadas, entre otras cosas, también en la participación directa del comunalismo indígena. Álvaro García estudia en «Multitud y comunidad. La insurgencia social en Bolivia» la importancia de las prácticas colectivas de los pueblos indígenas y la actualidad de sus formas sociales: «En términos generales, la importancia de la rebelión de abril y de septiembre es mucho más que la carga de descontento que ha aflorado en la sociedad. Es, por sobre todo, la reconstitución de un tejido social capaz de proponer formas alternativas de democratización de la vida pública, formas de autoorganización que devuelvan a la sociedad el control de sus facultades políticas; en fin, formas de autogobierno plebeyo y comunal capaces de arrebatar el monopolio de lo público a unas élites empresariales fracasadas que pese a sus promesas han llevado a la nación a la bancarrota«.

También en México se está produciendo una activación de las movilizaciones sociales, y dentro de estas de las reivindicaciones indígenas en defensa de sus formas tradicionales de vida. Antonio Paoli en «Comunidad tzeltal y socialización«, hace una muy interesante síntesis de cómo son estas formas entre los indios tzeltales: «El acceso a la tierra y el uso del ecosistema pasan por los valores y las regulaciones de la comunidad, por sus trabajos, por sus arreglos, su cooperación y su justicia (…) La educación comunitaria es un proceso permanente, no sólo de inculcar reglas y órdenes sociales, sino también, y principalmente, un sentimiento placentero de solidaridad, de grandeza vista en los otros, cuya observación y promoción hacen sentir un bien personal y un sentimiento superior de pertenencia e identidad. Identidad que no se agota en la pequeña comunidad, sino que se proyecta en el mundo trascendente de los Ahcananetic y en la comarca india que está conformada por una comunidad de comunidades. Ella constituye la esencia del pueblo indio

Ahora bien, Mariátegi era muy consciente de la imposibilidad objetiva de construir el comunismos moderno copiando el sistema comunal antiguo. Como buen dominador del materialismo histórico, sabía que la historia real no puede repetirse y que los logros en sus fases más simples no pueden ser plenamente aplicados en sus fases más complejas, aunque sí se puede y se debe recuperar, readecuar y aplicar partes suyas al presente, pero dentro de una totalidad nueva.

5.4. Cuba, excedente colectivo e identidad nacional

Los pueblos indios que sufrieron la primera oleada de invasiones europeas fueron los ciboneyes y los taínos, que vivían en las islas y el territorio de lo que ahora es Cuba. A pesar de los excasos datos disponibles, sabemos que los taínos, más desarrollados que los ciboneyes, guardaban el excedente social colectivo en la «casa grande«, según la denominó Colón, que además era el sitio de asambleas y reunines deliberativas, rituales, etc. Cuenta R. Guerrero en su imprescindible «Manual de historia de Cuba» que: «La matanza de los indios en el pueblo de Caonao, durante la expedición de Narváez y Las Casas por el territorio de la Isla, comenzó cuando numerosos indios estaban reunidos en «la casa grande» del poblado«. El autor citado explica cómo los taínos se relacionaban en base a la «ayuda mutua» entre las familias y los clanes, que establecían alianzas amistosas para responder a las necesidades cambiantes, y que, en comparación a los caribes, más belicosos y agresivos, ellos no habían desarrollado aún la forma tribal de vida, surge como sistema de autodefensa ante las agresiones exteriores. Sin embargo, ello no les impidoó resistir a la invasión europea:

«Los taínos de Cuba pelearon contra los conquistadores bajo la dirección de Hatuey, Caguax, Guamá y otros caciques, cuyos nombres han recogido los documentos dela época. La resistencia que ofrecieron fue débil e ineficaz, porque carecían de medios de subsistencia, de organización y de armas, pero la hostilidad al dominador no cesó sino con la absoluta libertad que les fue concedida treinta o cuarenta años después de la conquista«. Tenemos aquí uno de los primeros ejemplos de victoria de una lucha de resistencia étnica ante la invasión extranjera. Resistencia tanto más meritoria cuanto que, en primer lugar, era abrumadora la diferencia de productividad material del trabajo entre ambos contendientes: «Un labriego español provisto de una azada realizaba, según Las Casas, igual labor que treinta indios con coas y hachas de piedra«; y, en segundo lugar, los invasores disponían de una superioridad aplastante en armas y equipos. Sin embargo, pese a todo, la resistencia indígena, latente al princio, se endureció desde antes de 1524 manteniéndose hasta casi 1550, con el reconocimiento de sus derechos por los españoles:

«En los primeros años, cuando el número de pobladores españoles era grande y aumentaba sin cesar, los indios permanecieron sumisos, pero despuès que la Isla empezó a despoblarse, alentaron la esperanza de liberars ed ela servidumbre. No pocos de ellos se fugaron a los momntes en franca rebeldía (…) En 1524, poco después de morir Velázquez, los indios rebeldes, ya más atrevidos y numerosos, dieron muerte a varios españoles y hacían inseguros los caminos (…) Cada vez uno de éstos –indios– era muerto, la cabeza, clavada en la punta de un palo, se colocaba a la entrada de las poblaciones, para scarmiento delos demás. No obstante, la rebelión continuó (…) Una terrible epidemia de viruelas diezmó por segunda vez la población india en 1530, la cual quedó reducida a las dos terceras partes. Con este motivo los alzamientos disminuyeron, excepto en la zona de Baracoa, donde un cacique llamado Guamá vivía independiente en las zonas montañosas y reunía mayor número de indios bajo su mando cada vez. La rebelión violvió a recrudecerse (…) Para perseguir a los rebeldes, se organizaron cuadrillas mixtas, formadas de españoles, negros e indios, a pesar de que también había negros alzados. Estos, según el testimonio de sus perseguidres, peleaban hasta morir. La esclavitud o la horca era el destino que esperaba a los indios prisioneros«.

A lo largo de esta primera resistencia india contra los conquistadores, éstos aplicaron una táctica terrible: «Además de las cuadrillas mixtas ya mencionadas, hubo otras de indios exclusivamente, pagados por los concejos para perseguir a sus hermanos de raza. Las cuadrillas de españoles daban poco resultado, según decían los procuradores a Carlos V en 1542. En cambio, las constituidas por «indios naturales» rastreaban, mataban o apresaban con mayor facilidad a los rebeldes. El empleo de estas cuadrillas era, a juicio de dichos procuradores, el mejor medio parta acabar con los alzamientos«. Sin embargo, la cruel guerra no terminó con victoria española sino al contrario. Precisamente en ese año de 1542, se decretó la abolición de las encomiendas, una de las razones de la sublevación india, pero todavía en 1550 no se habían erradicado del todo no tampoco habían desaparecido todos los focos de resistencia. Incluso en 1553, cuando terminaron de hacerse efectivas todas las reformas de 1542, seguía existiendo «palenques«, grupos de indios y negros irreductibles.

Nos hemos detenido un poco en esta primera guerra de liberación étnica en Cuba porque anuncia algunas de las constantes de lo que será la historia porterior de la Isla, aunque se librarse en una formación social corroida por contradicciones precapitalistas en su inmensa mayoría, y por muy pocas contradicciones del incipiente capitalismo comercial aun no cohesionado políticamente por un Estado con mayoría burguesa. Aún así, dicha guerra adelanta lecciones básicas porque se desenvolvió dentro de una economía dineraria con predominancia cualitativa de la mercancía, especialmente de la fuerza de trabajo humana sometida a la explotación de la plusvalía absolutaa al ser esclava. Los taínos se sublevaron porque se negaron a ser deshumanizados mediante la explotación en las encomiendas, y también los negros esclavizados en Africa y trasladados a Cuba. Los taínos que aceptaron la opresión, al igual que los negros que aceptaron la esclavización se comportaron como los trabajadores actuales que aceptan el capitalismo.

El uso de «indios naturales» como fuerzas represivas especialmente aptas para exterminar a sus propios hermanos había sido una táctica ya empleada contra otras luchas, y se ampliaría posteriormente. Dicha táctica exige que el invasor busque, potencie y logre la rotura de la unidad grupal, identidad étnica y/o conciencia nacional, según los casos. El objetivo es conseguir la lucha fratricida interna, y lograr que una parte degenere y se aliene lo suficiente como para corromperse hasta la abyección de transformarse en fuerzas colaboracionistas con y del ocupante. En la historia posterior de Cuba, como en la de todos los pueblos invadidos, esta táctica ha sido propiciada por los sucesivos poderes extranjeros. Ahora bien, como hemos visto, para aplicar esta táctica es necesario contar con el apoyo de sectores del país, de la propia nación, sectores que acepten ser fuerzas represivas especiales en defensa de los intereses del pooder opresor y, en los casos de ocupaciónj naiconal, de los del ocupante. Tanto en una como en otra situación, ello nos remite a las contradicciones sociales existentes en esa comunidad, en esa nación. Nos remite, en definitiva, a la lucha de clases. De este modo, al margen de las divagaciones demagógicas de tantos «estudiosos» sobre la llamada «cuestión nacional», la realidad histórica marcada por las crecientes contradicciones de la esconomía dineraria y, dentro de esta y como última materialización suya, del modo de producción capitalista, –esta realidad– impone una dialéctica objetiva entre lucha de clases e identidad nacional.

La experiencia de Cuba no es ajena a ello, no puede ser ajena como tampoco puede serlo la de cualquier otro pueblo. El exterminio de las naciones indias, ciboneyes y taínos, simultáneo a la extinción de sus estructuras socioeconómicas de producción y acumulación del excendente social colectivo, que se guardaba en la «casa grande«, no anuló definitivamente dicha dialéctica objetiva, sino que fue el final de una fase menos intensa en contradicciones y el comienzo de otra más brutal y terrible. Sucesivos aluviones de gentes de varias culturas formaron con el tiempo un colectivo que fue creando conciencia de comunidad trabajadora y una nueva identidad en el mismo poceso de resistencia al expolio español y después, sin ningún sólo día de descanso, al imperialismo yanki tras un breve perido de guerras y ocupación británica en la mitad del siglo XVIII. Pero también en el mismo proceso de lucha contra las clases ricas cubanas aque unían su suerte a la de las sucesivas potencias extranejeras ocupantes. Tal necesidad permanente creó un sentimiento nacional cubano que explica la impresionante historia revolucionaria de este pueblo. Naturalmente, en dicha identidad había intereses sociales antagónicos, los de una minoría propietaria dispuesta a obedecir a cualquier ocupante extranjero con tal de seguir enriqueciéndose, y los de una minoría consciente de la gravedad de la situación. Entre ambas, una mayoría cada vez menos dubitativa y progresivamente orientada hacia la liberación nacional.

Como veremos luego, semejante evolución histórica y sobre todo el poceso revolucionario de liberación nacional en su última fase, aparentemente no tendría nada que ver –en apariencia, repetimos– con la teoría marxista. Sin embargo, han sido las sorprendentes y excepcionales condiciones de la formación social cubana, constituyéndose ella misma atenazada entre un imperio en descomposicón y otro en ascenso, las que, de nuevo, confirman la corrección teórica del marxismo. En secreto no es otro que el pueblo cubano tuvo que crear su identidad durante el mismo proceso de defensa de sus riquezas colectivas, luchando contra el saqueo y el expolio imperialista. A lo largo de una resistencia sostenida por generaciones, los intereses de la minoría rica aliada con el ocupante de turno fueron perdiendo legitimidad y fuerza frente a los de la cada vez más amplia mayoría independentista y revolucionaria que sólo reivindicaba ser dueña de su propio excedente social colectivo. Los pueblos indígenas habían luchado y seguían luchando por lo mismo, con la simple diferencia de las características de su contexto material y simbólico. El pueblo cubano, en otro contexto, hacía otro tanto. La corrección de la teoría marxista radica, además de en otras razones, también en haber demostrado la esencia material del excedente social colectivo y las contradicciones que se desencadenan cuando una minoría pretende apropiarse del producto del trabajo –ese excedente– social.

El desarrollo de estas pugnas en Cuba se dio dentro de los cauces adelantados por el marxismo, como se comprueba al leer los textos de Julio Antonio Mella, jóven comunista asesinado por el gobierno del dictador Machado el 11 de enero de 1929. Mella, pese a su juventud, dio en el centro del problema histórico al afirmar en «La única salida» que: «El dominio yanqui en la América no es como el antiguo dominio romano de conquista militar, ni como el inglés, de imperio comercial disfrazado de Home rule, es de absoluta dominación económica con garantías políticas cuando son necesarias«. Mella estaba diciendo que en la fase imperialista del capitalismo, la dominación norteamericana en la América se realizaba mediante la absoluta explotación económica, que es lo decisivo, pudiendo adquirir en sus formas de gobierno diversas apariencias políticas diferentes que garanticen pese a todo la dominación yanki. Ya en este nivel de desarrollo histórico de las contradicciones capitalistas, y por tando de las opresiones que sufren los pueblos dominados, lo decisivo es la capacidad de las fuerzas revolucionarias para presentar un programa que exprese esa realidad de total antagonismo porque la opresión es a su vez total.

No debe sorprender, por tanto, que habiéndose llegado a un grado tal de irreconciliabilidad del pueblo trabajador de Cuba con la dominación yanki, al margen de los gobiernos de turno que la defendiesen, uno de los factores que minasen el poder de la dictadura de Batista en la retaguardia urbana, en las grandes ciudades y en los centros industriales, fuera la radicalización del movimiento obrero pese a las férreas cadenas represivas y de control que lo amordazaban. El imparable posicionamiento revolucionario de las masas y, a la vez, la capacidad integradora del Ejército Rebelde para presentar un programa abierto y aglutinante de todas las demandas sociales, ambos fenómenos, que deben integrarse en la dialéctica de la aceleración de las contradicciones en Cuba, fueron los que dieron la victoria a los revolucionarios en el invierno de 1958-59. Primero en el campo, con la creación de los «congresos campesinos en armas» y después en el resto del país como los «congresos obreros en armas«, las masas trabajadoras se autoorganizaban siguiendo los criterios definidores esenciales que el Trabajo empezó a experimentar desde hacía más de un siglo en el capitalismo europeo más desarrollado.

Dejando de lado las necesarias y lógicas diferencias de forma, correspondientes a las contingencias históricas particulares que dependen de las formaciones sociales concretas, también en Cuba las masas trabajadoras tendieron a desarrollar la autoorganización e independencia del Trabajo en su lucha contra el Capital, a pesar de los enormes obstáculos impuestos por la dictadura de batista. Podemos leer en «Historia del movimiento obrero cubano«, las decisiones de la reunión del «congreso obrero en armas» celebrado los días 8 y 9 de diciembre de 1958, entre las que destacamos: «El congreso desautorizó a la CTC y a la Federación Nacional de Trabajadores Azucareros (ambas mujalistas) –corrupta burocracia político-sindical fiel a Batista– y les negó todo derecho para discutir con los hacendados y colonos los problemas relacionados con la zafra azucarera o con cualquier otro asunto, y acordó crear comisiones de trabajadores que organizaran, sin sectarismos, elecciones libres en todos los centros laborales de las zonas liberadas, a fin de que los obreros tuvieran la oportunidad de destituir a las repudiadas directivas impuestas y elegir democráticamente a sus líderes. Estas comisiones se encargarían, además, de discutir los contraros de trabajo con los patronos de sus respectivos centros«.

Sin embargo, el movimiento obrero cubano no estaba constreñido sólo por la represión interna, sino que además, dentro de los muy reducidos espacios de movilización, era apreciable el control del PC, que se distinguió por su colaboracinosmo político con la dictadura, por su oposición pública al Ejército Rebelde y, lógicamente, por una caricaturización trágica del marxismo. Pero, por si fuera poco, también el Ejército Rebelde sufría de una carancia teórica inquietante. Como es sabido, solamente Che Gebara tenía un conocimiento básico del marxismo que, aunque muy influenciado por el stalinismo, disponía ya de un núcleo crítico y dialéctico, ético y democrático socialista, que se enriquecería con el tiempo. Raúl Castro tenía un conocimiento bastante más restrinfico y Fidel Castro era, en aquella época anterior a la victoria, un consecuente y heroico demócrata revolucionario que no tenía crítica que hacer al marxismo, y que nombró a Che responsable de la foramción teórica de los guerrilleros. A estas condiciones subjetivas hay que añadir las objetivas del empobrecimiento extremo de Cuba vampirizada por los EUU.

El desarrollo de la revolución, sus logros gloriosos pero igualmente sus limitaciones internas, que irían creciendo en la medida en que decrecía la influencia de Che y aumentaba la de la URSS, este proceso no puede entenderse, pese a todo, si no apreciamos en su justo valor la fuerza del pueblo cubano y su dignidad frente a la multiplicación de las agresiones. De hecho, se produjo un enriquecimiento de la conciencia nacional precisamente como respuesta a la ferocidad imperialista. De este modo, en el primer año de gobierno revolucionario tanto las masas trabajadoras como el Ejército Rebelde se vieron sometidas a una vorágine de presiones exteriores, limitaciones interiores y escaso desarrollo teórico que deben tenerse en cuenta. Por ejemplo, Che, con su honestidad proverbial, no tuvo problemas en reconocer públicamente sus limitados conocimientos para enjuiciar la autogestión yugoslava que había conocido en el viaje a ese país en el verano de 1959. Decía esto mientras que él y Raúl Castro procedían a crear un aparato vertical de Estado en el que se integraron sin apenas problemas más y más miembros del PC cubano, con una policía, la G2, que absorvió a militares exbatistas.

Simultáneamente, era Che quien dirigía el impulso hacia una profundización en las reformas democrático-radicales durante año y medio como única respuesta a las agresiones yankis y a la resistencia de la burguesía cubana. También era él quien en una fecha tan temprana como el 8 de febrero de 1959, justo a las cinco semanas de la victoria, decía en el «Discurso en «El Pedrero»» que: «Debemos señores, ir rápidamente a la constitución de Asociaciones Campesinas, que sean primero por barrios, como hicimos alguna vez en Gavilanes, y que después se vayan aumentando en federaciobes regionales hasta constituir una gran federación nacional campesina, que sea la encargada de distribuir toda la tierra, pero que sea contriolada directamente por el pueblo, es decir, la conscotución de estas federaciones debe nacer de la voluntad popular y no de la vountad de ningún gobierno, por bueno que sea. Las Federaciones deben constituirse de abajo hacia arriba por el voto popular y no de arriba hacia abajo«.

Que esta declaración tajante de Che no era fortuita y para la galería, producto del fervor voluntarista y triunfalista tras el muy reciente triunfo revolucionario, sino que mostraba su profundo ideal democrático socialista, lo podemos constatar justo al cabo de un año, el 7 de febrero de 1960, en el «Discurso a los trabajadores de la industria textil«. El estilo del discurso sugiere que amparándose en las dificultades habidas para organizar un amplio recibiento a Anastas Mikoyan, representante dela URSS, Che quiere decir que el pueblo de Cuba es más que lo que se le está mostrando, pero además dice que: «Esa es la base de nuestro triunfo –el esfuerzo del pueblo–. Nuestro triunfo no será el triunfo de personalidades aisladas, no puede ser siquiera el triunfo de Fidel Castro, siendo como es el lider indiscutido de todos nosotros. Nuestro triunfo es el triunfo del pueblo entero«. ¿Estaba advirtiendo Che de una incipiente deriva hacia el llamdo «culto a la personalidad», que era la excusa puesta por el PC de la URSS para justiciar las monstruosidades de Stalin? En los escritos de aquella época no hay datos que permitan responder a esta pregunta, pero sí se van acumulando sus advertencias y críticas a una serie de problemas que lastran el proceso revolucionario y que se aparecen explícitamente expuestos con toda la brillantez de Che, pero con las lagunas de su marxismo de aquella época, en el «Discurso a la clase obrera» del 14 de junio de 1960:

«Y hoy, cuando se produce el proceso dela industrialización, dándole una gran importancia al Estado, muchas veces los obreros ven el Estado a un patrón más, y lo tratan como un patrón. Y como este es un Estado que precisamente es todo lo contrario a un Estado-Patrón, tienen que establecerse diálogos muy largos, muy fatigosos, con los obreros, que evidentemente, al fin se convencen, pero que durante esa época, durante ese tiempo, han frenado el desarrollo«. Sigue diendo Che: «Evidentemente que también habrá errores del parte del Gobierno, y el dirigente obrero tendrá que señalar esos errores, y tendrá que señalarlos con energía si los errores son repetidos y si no se corrigen. (…) Y allí está la tarea del dirigente obrero; ir, mostrar el error, y convencer, si es necesario, al diorigente para rectificar el error, y seguir ese camino por vía ascendente, hasta llegar a los más altos nioveeles del Gobioerno Revolucionario, hasta que se enmiende el error. Y también mostrar a sus compañeros cuál es el error y cómo hay que combatirlo, cómo hay que ir a enmendar eso, pero siempre por la vía de la discusión«.

A continuación Che entra a saco en la gravedad del momento: «Es inadmisible, y sería el principio de nuestro fracaso, que tuvieran los obreros que declararse en una huelga, por ejemplo, porque los patrones-Estado –y estoy hablando del proceso de industrialización, es decir, de la participación mayoritaria del Estado en todo ese proceso–, vayan a ponerse en una situación tan intransigente y tan absolutamente absurda que los obreros tengan que llegar a la huelga. Eso sería el principio del fin del gobierno popular, porque sería la negación de todo lo que hemos estado sosteniendo«. Che reconoce que hay empresas en las que todavía algunos sectores no han comprendido los beneficios de la economía planificada, y profundiza en la autocrítica al reconocer que el plan de «gobierno mixto de las fábricas» que él mismo se comprometió a presentar al ser el Jefe del Deparpamento de Industrialización, ese plan, aún está sin concluir. Sin embargo, y a pesar de su sinceridad autocrítica y constructiva, en ningún momento habla de las clásicas y permanentes formas del control obrero, de los consejos, etc., y de sus relaciones con los sindicatos y el Estado. La palabra «soviets» no existe y todo el discurso muestra una inquietante distancia entre el Estado, que está arriba, y los trabajadores, que están abajo. Las tareas de los dirigentes obreros son las de servir de enlances –mejor decir ascensores– entre ambos extremos, y, en todo caso, como hemos visto, recordar a unos y otros sus obligaciones respectivas.

A mediados de 1960 esta concepción era abrumadoramente dominante en la izquierda mundial porque las corrientes consejistas, luxemburguistas y trostskistas, por citar las más conocidas, eran minoritarias o muy minoritarias. En la Cuba de ese año, además, el concepto de «socialismo» casi no aparece por ningún lado, todavía. En la «Primera declaración de La Habana» del 2 de septiembre de 1960, Castro no lo usa, como tampoco el de «clase obrera» en general aunque sí cita una vez al «obrero azucarero» y a los «sindicatos obreros» cuando habla de América. El sujeto estructurante es el «pueblo» pero tampoco aparece el concepto de «pueblo trabajador». Sin embargo, en el fondo de la declaración palpita una lógica marxista recubierta aún de lenguaje democrático-revolucionario.

De todos modos, esa lógica marxista va subiendo rápidamente a la superficie, como se demuestra en el discurso de Castro «Ante la ONU» de sólo 24 días más tarde. No podemos entrar ahora a discutir si Castro conocía o no, y menos aún si estaba de acuerdo o no con la teoría marxista de la revolución permanente, que ya aparece embrionariamente en Marx, que fue profundizada por Trotsky en 1904-05 y finalmente confirmada por Lenin en sus decisivas «Tesis de Abril» de 1917, sin preocuparnos aquí por esas interesantes cuestiones, sí es innegable que al margen de la voluntad de Castro, su discurso «Ante la ONU» confirma la vigencia de dicha teoría al menos en Cuba. Castro va enumerando los problemas, las agresiones yankis, las medidas suscesivas de respuesta, las nuevas agresiones imperialistas más duras que las anteriores y, consiguientemente, las nuevas respuestas cubanas dentro de un proceso revolucionario permenente hasta que: «Pero viene la tercera ley, ley imprescindible, ley inevitable, inevitable para nuestra patria, e inevitable más tarde o más temprano para todos los pueblos del mundo… al menos para todos los pueblos del mundo que no lo hayan hecho todavía: la Ley de la Reforma Agraria«.

Castro estaba teorizando y hablando en marxismo porque la Reforma Agraria no era sino la forma que adquiría en Cuba lo esencial de la «expropiación de los expropiadores«, proceso revolucionario que empezó cuando las guerrillas confircaban tierras a los latifundistas y las entragaban a los campesinos, que siguió ampliándose permanentemente y que dio un salto cualitativo con la Reforma Agraria. Marx escribió una vez en El Capital que «No lo saben, pero lo hacen«. Y sin haber transcurrido tres meses, el 15 de diciembre de 1960 en «La clase obrera debe conquistas el poder político«, Castro es ya explícito: «la revolución basa su fuerza en la clase obrera, en la clase campesina, y cuando nosotros decimos campesino estamos pensando también en esa parte de la clase obrera que es campesina, como el obrero agrícola«. Y algo más adelante, Castro afirma:

«A la clase obrera se le mantenía impotente, se le mantenía dividida sin luchar por las verdaderas metas por las que debe luchar la clase obrea. Y ¿saben ustedes cuál es la primera meta por la que debe luchar la clase obrera, la única meta por la cual debe luchar fundamentalmente la clase obrera en un país moderno? ¡Por la conquista del poder político! Porque la clase obrera es la clase absolutamente mayoritaria, la clase obrera es la clase fecunda y creadora, la clase obrera es la que produce cuanta riqueza material existe en el país. Y mientras el poder no esté en sus manos, mientras la clase obrera permita que el poder esté en manos de los patronos que los explotan, que el poder esté en manos de los especuladores que los explotan, de los terratenientes que los explotan, de los monopolios que los explotan, de los intereses extranjeros o nacionales que los explotan, mientras las armas estén en manos de la camarilla al servicio de esos intereses, y no en sus propias manos, la clase obrera estará condenada en cualquier parte del mundo, a una existencia miserable«.

Las cartas están echadas y el futuro no dependerá ya de la suerte sino de la lucha revolucionaria. La Reforma Agraria, que fue un salto cualitativo en el proceso,bien pronto pasará a ser el inicio de un nuevo proceso dentro de la permanencia de la revolución, pero aún más decisivo. El 16 de abril de 1961, un día antes del desembarco de tropas mercenarias en Playa Girón, Castro lanzó el discurso «Revolución socialista y democrática» en que terminaba con la consigna «¡Viva la revolución socialista!«, entre otras más. Pero fue el día siguiente, en el «Comunicado de guerra del gobierno revolucionario de Cuba» donmde encpontramos la más vibrante y plena definición del proceso revolucionario, la síntesis del porqué y del para qué de la independencia cubana:

«¡Adelante cubanos! A contestar con hierro y fuego a los bárbaros que nos desprecian y que pretenden hacernos regresar a la esclavitud. Ellos vienen a quitarnos la tierra que la revolución entregó a campesionos y cooperativistas; nosotros combatimos para defender la tierra del campesino y el cooperativista. Ellos vienen a quitarnos de nuevo las fábricas del pueblo, las centrales del pueblo, las minas del pueblo; nosotros combatimos por defender nuestras fábricas, nuestras centrales, nuestras minas. Ellos vienen a quitarles a nuestros hijos, a nuestras muchachas campesinas las escuelas que la revolución les ha abierto en todas partes; nosotros defendemos las escuelas de la niñez y del campesinado. Ellos vienen a quitarles al hombre y a la mujer negros la dignidad que la revolución les ha devuelto; nosotros luchamos por mantener a todo el pueblo esa dignidad suprema de la persona humana. Ellos vienen a quitarles a los obreros sus nuevos empleos; nosotros combatimos por una Cuba liberada con empleo para cada hombre y cada mujer trabajadores. Ellos vienen a destruir la patria y nosotros defendemos la patria. ¡Adelante cubanos, todos a los puestos de combate y de trabajo!«.

Dificilmente encontraremos una tan radical, definitiva y bella definición de la independencia socialista de una nación trabajadora. La confluencia de fuerzas e intereses particulaes, de cada sector de la clase obrera y del pueblo en general, en un único objetivo –«una Cuba liberada«– sólo fue posible porque la revolución había puesto al descubierto la raíz material de todos y cada uno de los componentes de la vida colectiva cubana, sobre todo de los que aparecen a primera vista como «factores ideales», «subjetivos», «culturales», etc. Habían bastado menos de dos años y medio, del 1 de enero de 1959 al 17 de abril de 1961, muy corto período de vigencia del poder revolucionario, para que las masas pudieran contrastar y comparar en su vida diaria, en su felicidad cotidiana, en su placer y alegría vital, la diferencia cualitativa entre explotación y liberación. Y en definitiva, en el momento de la comparación lo que prima es la ganancia material que se obtiene, aunque sea en cuestiones culturales y simbólicas, que siempre nos remiten en última instancia al control y uso público o privado del excedente social colectivo.

Volvemos aquí al problema crucial destacado por el marxismo –de hecho nunca lo hemos abandonando a lo largo de este texto– y que Luis Tapia en «El movimiento de la parte maldita«, ha expresado así: «La cuestión clave en el consumo del excedentge es la de la sobreranía, es decir, el cómo y quienes gastan ese excedente. El tiempo y el modo de gasto social del excedente dependen del modo en que se ha organizado el tiempo de la producción, esto es, la soberanía y el gasto dependen de la estructura de clases. El excedente funda o instituye también la dominación, o la exclusión de los trabajadores del gasto de él. Se podría decir que hay soberanía de la comunidad cuando el tiempo y los sujetos del gasto del excedente se corresponden con los de la producción. Hay soberanía sobre la comunidad cuando la participación den el tiempo y las formas del gasto del excedente es desigual y los sujetos del consumo no son los mismos que los de la producción. La soberanía consiste en el gasto del excedente. La política suele ser considerada como el campo privilegiado de la sobreranía porque en ella se decide la dirección del consumo y los grados de inclusión o exclusión en los momentos y formas del gasto«.

5.5. El marxismo del Che y la independencia de los pueblos

Desde este método materialista histórico de analizar los problemas sociales, podemos profundizar en tres cuestiones directamente relacionadas con el tema que tratamos y que la experiencia de Cuba en esos años aporta alguna reflexión, y que nos lleva a la aportación de Che Gebara. La primera no es otra que la «sorpresa» que causó la revolución. No debe sorprendernos que los EEUU se vieran sorprendidos y desbordados por la rapidez de los acontecimientos y de la radicalización de las masas cubanas. Pero tampoco debe sorprendernos la estupefacción de la URSS y de todos los PCs controlados por ella ya que, como intentamos explicar, su «marxismo» en modo alguno podía prever los acontecimientos. Che dice en el «Discurso de la inauguración del primer congreso latinoamericano de la juventud» en julio de 1960 que: «Recientemente una de las altas personalidades de la Unión Soviética, el Viceprimer Ministro Mikoyan al brindar por la felicidad de la Revolución cubana, reconocía él –marxista de siempre–, que esto era un fenómeno que Marx no había previsto. Y acotaba entonces, que la vida enseña más, que el más sabio de los libros y que el más profundo de los pensadores«.

Dejando para el segundo punto la muy importante cuestión de los límites teóricos del marxismo de Che en ese período, antes, en primer lugar, hay que analizar porqué Mikoyan –el stalinismo– pudo decir que lo que dijo. La URSS y los PCs stalinistas se sorprendieron por la revolución cubana porque para esa época ya había sido extirpado del marxismo oficial todo componente dialéctico e histórico del marxismo como método de transformación de la realidad que se va desarrollando al son del movimiento de las contradicciones del capitalismo, movimiento y contradicciones en los que el marxismo interviene activamente a su vez. Para después de 1945, por poner una fecha clave, el «marxismo» stalinista ya había roto del todo con el método iniciado por Marx y Engels. Ese «marxismo» fue sorprendido una y otra vez por todos los procesos revolucionarios y por las protestas sociales dentro mismo del bloque stalinista porque no podía ya captar la dialéctica de las contradicciones mundiales. Por ejemplo, ese «marxismo» permitía «teorizar» que mientras la explotación y el malestar se multiplicaban en Cuba, hubiera ministros del gobierno del dictador Batista que a su vez eran militantes stalinistas. El «marxismo» stalinista había sido reducido a un pobre libro de citas sagradas que no tenía nada que ver con el método originario. Por eso, Mikoyan tuvo la depravada ocurrencia de echar la culpa a Marx por no haber previsto –¿día y hora incluidas?– la revolución cubana cuando en realidad la culpa corresponde a su corriente por haber destruido el método marxista.

Llegamos así a la segunda reflexión. Che define a Mikoyan como «marxista de siempre» porque él mismo se había formado teóricamente en ese «marxismo» y porque tenía en esa época muy poco conocimiento de otras corrientes no sólo porque eran sistemáticamente desprestigiadas sino, sobre todo, porque además de haber sido perseguidas por la propia izquiera, resultaba difícil acceder a sus ideas. Hemos visto más arriba cómo Che no usaba ninguna palabra que insinuara la teoría consejista y del sovietismo, básicas para entender a Lenin y al entero marxismo, sin embargo. Ahora bien, Che sí pudo responder con algunos puntos críticos no stalinistas a Mikoyan y a toda la corriente que no entendía la raíz marxista de la revolución cubana, como se demuestra leyendo, entre otros, las «Notas para el estudio de la ideología de la revolución cubana» del 8 de octubre de 1960. Las razones de esta capacidad de Che, pese a sus iniciales limitaciones, las veremos en la tercera reflexión porque exigen un análisis más detenido por su importancia, mientras que ahora mismo tenemos que analizar sus limitaciones.

Por circunstancias sociopolíticas e históricas que ya hemos citado, Che no pudo acceder apenas a textos no stalinistas. Resulta difícil por no decir imposible encontrar datos fiables que permitan asegurar que Che leyera por ejemplo a Rosa Luxemburgo, la «águila» fervientemente recomendada por Lenin pero prohibida por Stalin. Lo mismo hay que decir de una larga lista de marxistas fundamentales para entender el método del materialismo histórico, y aunque sí estudió con fruicción los tres libros de El Capital de Marx, no pudo profundizar mucho en Lenin y desconocemos si había leído lo imprescindible de Hegel. Pero le fue tan beneficioso el estudio de El Capital que, sin duda, esa fue una de las razones –la otra la veremos luego– que le pusieron en guardia tan temprano, desde 1960, ante los problemas internos como, desde 1963, ante los problemas externos, y sobre todo el esencial debate sobre la ley del valor-trabajo que integra ambos niveles del análisis y también encuadra el consejismo y el sovietismo dentro del proceso de producción y distribución del excendete social colectivo, es decir, el problema de la soberanía, de la independencia de la nación trabajadora.

Efectivamente, Che fue comprendiendo que la política exterior de la URSS a comienzos de la década de 1961 no guardaba relación las necesidades revolucionarias mundiales. Con la llamada «crisis de los cohetes» de octubre de 1962 y con los problemas estre la URSS y China Popular, además de otras cuestiones, sus dudas fueron en aumento. Simultáneamente, Che mantenía un diario contacto de trabajo en el Ministerio con un revolucionario trotskista que le hacía llegar el periódico «Voz Proletaria«. No está suficientemente estudiada la influencia del trotskismo en las reflexiones críticas de Che desde esa época, aunque por lo que dice G. Tennant en «El Che Guevara y los trotskystas cubanos» Che ya había empezado a estudiar la problemática de la ley del valor-trabajo antes de la intensa conversación con Acosta Etxebarria, su compañero de trabajo en el Ministerio. Desde ésta perspectiva, comprendemos mejor la riqueza del famoso «Debate cubano. Sobre el funcionamiento de la ley del valor en el socialismo«, en el que se contrastan posturas de autores como Che, Mandel, Bettelheim, Mora y Fernández Font, apreciándose nítidamente el distanciamiento teórico-crítico de Che con respecto al stalinismo y a Bettelheim, su acercamiento basico a Mandel, que sale en defensa de Che, y su reivindicación de la ley del desarrollo desigual y combinado.

Lo cierto es que Che se distanció de la URSS tanto que ya antes de su viaje de otoño de 1964 a Moscú era criticado por la corriente stalinista cubana. A la vuelta de aquél viaje, que reforzó su crítica a la URSS, ni siquiera visitó el Congreso de los Partidos Comunistas de América Latina que se realizaba en La Habana, dando la conferencia en otro lugar. Las reflexiones sobre la ley del valor-trabajo, en las que no podemos entrar aquí, sustentaban un conjunto de otras reflexiones escritas al final de su estancia en Cuba. Por ejemplo, en «El socialismo y el hombre en Cuba«, escrito durante su estancia en Africa en el invierno de 1964-65, se aprecian, por un lado, los adelantos teóricos permitidos por la profundicación en el marxismo, con una crítica directa aunque no explícita a la URSS en cuestionces entrales como la mercantilización de la existencia, el realismo socialista, los privilegios burocráticos, la desincentivación moral, la reducción del marxismo a un simple escolasticismo, etc; pero por otro lado, también se aprecia la dificultad para comprender que la superación histórica de la ley del valor-trabajo, o si se quiere decirlo en sus palabras: si bien es cierto que «la apreciación marxista de que el hombre realmente alcanza su plena condición humana cuando produce sin la compulsión de la necesidad física de venderse como mercancía«, no es menos cierto que ello requiere que se avance en la sociedad de los «productores asociados» mediante el proceso integral del control obrero, del consejismo y del sovietismo. Sin embargo, Che sigue separando tajantemente los dirigidos de los directores, pese a la radicalización y ampliación de sus críticas al burocratismo creciente en Cuba.

Es innegable el proceso de enriquecimiento teórico de Che desde que se introduce en una reflexión más profunda sobre el marxismo a partir de 1963. Pero también es innegable que dicho avance tiene inmediatas repercusiones prácticas, no limitándose a ser abstractamente teoricista sobre todo en política internacional. En el «Discurso en el segundo seminario económico de solidaridad afroasiática«, del 24 de febrero de 1965, o sea el famosísimo «Discurso de Argel«, Che hace una demoledora crítica a la «ayuda socialista» que se justifica con el pretexto de «beneficio mutuo» pero que se rige por la ley del valor-trabajo: «¿Cómo puede significar «beneficio mutuo», vender a precios de mercado mundial las materias primas que cuestan sudor y sufrimientos sin límites a los países atrasados y comprar a precios de mercado mundial las máquinas producidas en las grandes fábricas automatizadas del presente? Si establecemos ese tipo de relación entre los dos grupos de naciones, debemos convenir en que los países socialista som, en cierta manera, complices de la explotación imperial. Se puede argüir que el monto del intercambio con los países subdesarrollados, constituye una parte insignificante del comercio exterior de esos países. Es una gran verdad, pero no elimina el carácter inmoral del cambio. Los países socialistas tienen el deber moral de liquidar su complicidad tácita con los países explotadores del Occidente«.

No hace falta que nos extendamos contando el terremoto causado por el «Discurso de Argel«. Pero Che no se amilanó por las reacciones de los stalinistas dentro y fuera de Cuba, sino que con el tiempo fue mucho más duro y explícito en el no menos famoso «Mensaje a los pueblos del mundo a través de la Tricontinental«, editado el 16 de abril de 1967: «Hay una penosa realidad: Vietnam, esa nación que representa las aspiraciones, las esperanzas de victoria de todo un modo preterido, está trágicamente solo. Este pueblo debe soportar los embates de la técnica norteamericana, casi a mansalva en el sur, con algunas posibilidades de defensa en el norte, pero siempre solo. La solidaridad del mundo progresista para con el pueblo de Vietbnam semeja a la amarga ironía que significaba para los gladiadores del circo romano el estímulo de la plebe. No se trata de desear éxitos al agredido, sino de correr la misma sueerte; acompañarlo a la muerte o a la victoria«. La «soledad» vietnamita era efecto directo de la estrategia stalinista de «coexistencia pacífica» con el imperialismo. Y Che no hizo aquí una crítica, hizo una denuncia revolucionaria.

La evolución de Che fue debida, además de a sus múltiples lecturas y tareas concretas que le obligaban a reflexiones de todo tipo, también a sus primeras bases teóricas, con lo que llegamos a la tercera cuestión que necesitamos plantear. Ya hemos visto que Che estudió, mejor decir deboró, los tres libros de El Capital, aunque no sabemos si pudo leer el Capítulo Sexto (inédito), así como los Grundrisse y otros textos que entonces se estaban rescatando de la censura stalinista, pero esto ahora es relativamente secundario porque nos interesa es dejar constancia de su esencial defensa de la democracia socialista en lo que concierne a las libertades colectivas e individuales. Ya en una época tan temprana como 1961 había protestado públicamente por la prohibición de «La revolución permanente» de Trotsky. También ese mismo año prohibió que en el Ministerio de Industria se investigaran las tendencias ideológicas de los funcionarios a su cargo, control burocrático que iba en aumento coincidiendo con la fuerza creciente de los antiguos miembros del PC oficial, que poco antes había apoyado la dictadura. A partir de verano de 1962, se inició la campaña contra los trotskistas cubanos, intensificándose en la medida en que la URSS aumentaba su fuerza en los aparatos cubanos. Che intervino personalmente en la puesta en libertad de trotskistas y en la defensa del derecho de libre expresión.

Esta cualidad personal es fundamental porque denota una capacidad humana imprescindible para comprender la dialéctica entre la creatividad del pensamiento crítico y la asunción de la libertad de debate y contrastación de ideas, dialéctica inherente a la teoría materialista del conocimiento –a nuestro entender, claro– y base previa para superar el miedo a la libertad de crítica. Según la teoríamaterialista del conocimiento, el proceso dialéctico que conduce a las verdades concretas debe surgir de la práctica antes que de una teoría preestablecida. Sin caer en modo alguno en el empirismo, Che responde a la acusación de Mikoyan a Marx –recordemos lo arriba visto– de que éste no había previsto la revolución cubana, planteando el problema en su verdadera dimensión marxista. Así, en el texto que ya hemos nombrado, «Notas para el estudio de la ideología de la revolución cubana«, Che afirma tajantemente que: «Es esta una Revolución singular que algunos han creído ver que no se ajusta con respecto a una de las premisas más de lo ortodoxo del movimiento revolucionario expresado por Lenin: «sin teoría revolucionaria no hay movimiento revolucionario». Convendría decir que la teoría revolucionaria, como expresión de una verdad social, está por encima de cualquier enunciado; es decir, que la Revolución puede hacerse si se interpreta correctamente la realidad histórica y se utilizan correctamente las fuerzas que intervienen en ella, aun sin conocer teoría«.

Che reinvidica aquí dos cosas elementañes para el marxismo, una, que la práctica antecede en última y definitiva instancia a la teoría y, dos, que un estudio «correcto» –marxista– de la realidad y una práctica correcta de las fuerzas socials, puede conducir a la victoria revolucionaria. A comienzos de ocubre de 1960, fecha de este texto, el conocimiento que Che tenía de Lenin era bastante circunscrito a pocas obras tenidas como «definitivas» por la escolástica talinista, pero precísamente todo el texto que ahora vemos no hace sino demostrar la capacidad de Che para empezar a superar al Lenin oficial y empezar a llegar al Lenin entero. Y lo va logrando porque con anterioridad había ya empezado a comprender con más pelnitud al entero Marx:

«El mérito de Marx es que produce de pronto en la historia del pensamiento social un cambio cualitativo; interpreta la historia, comprende su dinámica, prevé el futuro, pero, además de preverlo, donde acabaría su obligación científica, expresa un concepto revolucionario no sólo hay que interpretar la naturaleza, es preciso transformarla. El hombre deja de ser esclavo e instrumendo del medio y se convierte en arquitecto de su propio destino. En este momento, Marx empieza a colocarse en una situación tal, que se constituye en el blanco obligado de todos los que tienen interés especial en mantener lo viejo, como antes le pasara a Demócrito, cuya obra fue quemada por el propio Platón y sus discípulso ideológicos de la aristocracia esclavista ateniense. A partir de Marx revolucionario, se establece un grupo político con ideas concretas que, apoyándose en los gigantes, Marx y Engels, y desarrollándose a través de etapas sucesivas, con personalidades como Lenin, Stalin, Mao Tse-tung y losnuevos gobernantes soviéticos y chinos, establecen un cuerpo de doctrina y, digamos, ejemplo a seguir.

«La Revolución cubana toma a Marx donde éste dejara la ciencia para empuñar su fusil revolucionario, y lo toma allí, no por espíritu de revisión, de luchar contra lo que sigue a Marx, de revivir a Marx «puro», sino simplemente, porque hasta allí Marx, el científico, colocado fuera de la historia, estudiaba y vaticinaba. Después Marx revolucionario, dentro de la historia, lucharía. Nosotros, revolucionarios prácticos, iniciando nuestra lucha simplemente cumplíamos leyes previstas por Marx el científico, y por ese camino de rebeldía, al luchar contra la vieja estructura del poder, al apoyarnos en el pueblo para destruir esa estructura y, al tener como base de nuestra lucha la felicidad de ese pueblo, estamos simplemente ajustándonos a las predicciones del científico Marx. Es decir, y es bueno puntualizarlo una vez más, las leyes del marxismo están presentes en los acontecimientos de la Revoclución cubana, independientemente de que sus líderes profesen o conozcan cabalmente, desde un punto de vista teórico, esas leyes«.

Aunque esta larga cita muestra la todavía incompleta lectura de Marx por Che en el sentido de que seoara lo inseparable y no capta la dialéctica del pensamiento al incomunicar la ciencia de la práctica, el saber científico de la práctica revolucionaria, cuestión que no podemos analizar ahora, y pese a esta limitación de otoño de 1960, Che sin embargo muestra una virtud pública que no es otra que la reivindicación del Mar explícitamente revolucionario. Y esta virtud le llevará a distanciarse silenciosa pero imparablemente de Stalin, como se comprueba, en primer lugar, en su re-estudio de la dialéctica materialista y en especial de Hegel, distanciandose muy criticamente de las vulgares simplificaciones de los manuales sovieticos. En la «Carta a Armando Hart Davalos» escrita en Tanzania el 4 de diciembre de 1965, Che anuncia su proyecto de revisar todo el sistema cubano de estudio y enseñanza de la dialéctica marxista introduciendo autores que en esos momentos estaban prohibidos en la URSS y desarrollando un sistema pedagógico totalmente diferente y abiertamente democrático. Especial mención hay que hacer aquí de su insistencia en Hegel, pues Che, tal vez sin saberlo, no hace sino seguir el comportamiento de otros revolucionarios anteriores que, en los momentos críticos y de opción estratégica, se enfrascaron en profundas lecturas de Hegel. Este es el caso de Marx al comienzo de la segunda mitad del siglo XIX, cuando se enfrasca en los estudios preliminares sobre El Capital. Este es el caso de Lenin durante la primera guerra mundial y poco antes de la revolución de 1917. Este es el caso de Mao cuando se lanza a la guerra popular prolongada y estudia la dialéctica hegeliana y de los filósofos chinos, y este es el caso de Trotsky que sale en defensa de la dialéctica a finales de los años ’30. En todos estos casos, los revolucionarios citados comprendieron que su esquema de pensamiento adolecía de grandes limitaciones que le imposibilitaban aprehender las contradicciones en movimiento permanente de la realidad social, y todos ellos se lanzaron al estudio de Hegel y de la dialéctica. Che también.

Otro punto de separación definitiva con la URSS se produjo a lo largo de todo el debate sobre la ley del valor-trabajo, como hemos visto antes. Pero fue durante su estancia en Praga en primavera de 1966 cuando Che se percata definitivamente del rumbo de reinstauración lenta pero imparable del capitalismo en los «países socialista» tanto por lo que veía allí mismo como por la lectura del Manual de Economía Política de la AC de la URSS. Este Manual le confirmaba lo aprendido en su anterior debate en Cuba, al que nos hemos referido, pero disponiendo de una base teórica más sólida, viendo la realidad del Este en el mismo lugar y leyendo el texto oficial de la URSS. Las celebres «Notas (inéditas) de Ernesto Che Guevara«, son concluyentes al respecto. Nestor Kohan en «Estímulos morales y materiales en el marxismo del Che Guevara», ha expresado así la elaboracion teorica dede Che entre 1963 y 1966:

«Existen corrientes marxistas (diversas e incluso enfrentadas a la corriente del Che), por lo general de fuerte impregnación positivista, que piensan que no es así, que la economía tiene leyes autónomas y que no se puede interceder en ellas. Coinciden plenamente, en nombre de Carlos Marx y de la bandera roja, con los economistas liberales. Porque son los economistas burgueses quienes más defienden el carácter «autónomo» de la economía. Son ellos quienes más defienden la economía entendida como fetiche, como realidad ajena y externa a los sujetos sociales y a sus conflictos, como una institución «natural» que no puede modificarse.

En cambio, el Che plantea, al igual que Carlos Marx, que si se pretende comprender la realidad de manera científica, no se puede ser fetichista: no existe una «mano invisible» (como pensaba Adam Smith), no existe una economía al margen de las relaciones de fuerza, de las relaciones políticas, al margen —en el lenguaje clásico del marxismo— de la lucha de clases. Menos que menos, en una sociedad donde se supone que el poder central está en manos de los revolucionarios. Entonces, ¿cómo seguir respetando de manera fetichista estas supuestas «leyes naturales de la economía» y dejar que el mercado vaya…, vaya a saber uno dónde va?. En realidad sí se sabe. El mercado conduce en una sola dirección cuando se lo deja actuar en forma «autónoma»: hacia el capitalismo. Por eso el Che, cuando anota en sus Cuadernos de Praga el Manual de economía política de la URSS en forma crítica, vaticina que la Unión Soviética está regresando al capitalismo. Guevara no era brujo ni tenía la bola de cristal. Simplemente advertía hacia donde se dirigía ese mercado que, de manera fetichista, se estaba alimentando en la economía soviética en nombre del respeto a «las leyes fundamentales de la economía«.

A la vez, esta virtud de revisar críticamente todo el sistema de pensamiento hasta encontrar sus limitaciones, tiene otra potencialidad que ha sido sino ocultada u olvidada por sus «apologistas» oficiales, si minimizada. Nos estamos refiriendo a la toma de conciencia por parte de Che de la existencia de pueblos americanos con formas sociales precitalistas, es decir, a empezar a acercarse a las aportaciones de Mariategi, de quien ya había leído cosas con anterioridad. En el «Discurso en Punta del Este«, en Uruguay, del 18 de mayo de 1962, Che hace un repaso muy rico y concreto aunque breve por el lugar de exposición, de los diferentes procesos de lucha que en esos momentos se están dando en las Américas y de sus ritmos y posibilidades. Al llegar a Bolivia y el Perú realiza un sorprendente estudio de la importancia del «problema indígena» si tenemos en cuenta la extrema simplicidad dogmática del «marxismo» de la III Internacional entonces dominante.

Deberíamos preguntarnos sobre si su opción de empezar en Bolivia una nueva guerra de liberación que debió empezar a considerar entre tres o cuatro años más tarde, estaba facilitada por los estudios que debió hacer sobre las contradicciones estructurales de esa importante área andina, una de las cuales era el «problema indígena». Deberíamos hacernos esta interrogante pero carecemos de tiempo y también de fuentes fidedignas. De cualquier modo, en la concepción teórico-filosófica de Che, que aparece expuesta con cierta coherencia en «El socialismo y el hombre en Cuba«, hay un fuerte componente de crítica a la concepción burguesa de vida y de civilización, y de reivindicación de otro modelo alternativo basado en la superación definitiva de la propiedad privada, lo que nos refuerza la interrogante de si en el proceso de enriquecimiento teórico de Che tuvo o no, o que importancia tuvo, por decirlo mejor, su simultánea toma de conciencia de formas de vida social carentes de propiedad privada de los medios de producción. Pero leamos a Che en la «Despedida a las Brigadas Internacionales de Trabajo Voluntario«, del 30 de septiembre de 1960:

«Y ¿qué ha sido esa propiedad privada, en términos de grandes monopolios –no hablamos del pequeño industrial o comerciante, pero en término de grandes monopolios– sino precisamente la destructora no solamente de nuestra fuerza, sino aun de nuestra nacionalidad y de nuestra cultura? Ese monopolio, que es el arquetipo de la propiedad privada, el arquetipo de la lucha del hombre contra el hombre, es el arma imperial que divide, que explota, y que desgarra al pueblo. Ese es el que da productos más baratos, pero de una calidad ínfima o innecesarios; el que vende su cultura en forma de películas, de novelas o de cuentos para niños, con toda intención de ir creando en nosotros una mentalidad diferente. Porque ellos tienen su estrategia; la estrategia del dejar hacer, la estrategia del esfuerzo individual frente al esfuerzo colectivo; el llamado a esa partícula de egoísmo que existe en el hombre, para que sobresalga sobre los demás. Y además de eso, el llamado también a esa partícula, a ese pequeño complejo de superioridad que todos los hombres tienen, que los hacen creer que son mejores que los otros hombres. Y entonces, el monopolio le inculca desde pequeño que a él, que es mejor y más trabajador, le conviene luchar individualmente contra todos, ganarlos a todos y convertirse también en un explotador«.

Un miembro de una comunidad indígena que mantiene aún tierras colectivas y una integración del individuo en la colectividad en base a esa comunidad de los bienes, entenderá sin apenas dificultades estas palabras de Che, mientras que un miembro individualista e insolidario de la sociedad capitalismo de consumismo compulsivo e irracional, apenas podrá comprenderlo. Esto no quiere decir que la revolución sólo pueden realizarla los pueblos originarios, sino que realmente muestra la importancia extrema tanto de las vanguardias militantes organizadas como de las experiencias colectivas e autoorganizacón de las masas explotadas alrededor de sus necesidades colectivas. Entre ambos polos debe establecerse una irrompible conexión integradora basada en el proceso que va de la autoorganización a la autogestión para ciulminar en la autodeterminación colectiva del Trabajo en su lucha contra el Capital. Che se fue acercando a esta concepción, adelantando etapas celéricamente y abriendo a la reflexión colectiva problemas de crucial transcendencia. Su muerte prematura segó tan prometedora evolución.

5.6. China, consejos y terror reaccionario

V. Kiernan ha analizado en «Imperialismo y revolución» la compleja interacción de factores que propiciaron el que los pueblos de Asia y Africa reaccionaran con mayor o menor virulencia, pero reaccionaran frente y contra la agresión del imperialismo capitalista. Partiendo de la diferencia introducida por el capitalismo en las formas de vida y de resistencia de los pueblos y de las naciones, el autor critica el eurocentrismo ye l desprecio occidental hacia culturas impresionantes como la china, la india y otras, pero también explica como estos pueblos encontraron mal que bien en sus pasados, en sus historias, en sus formas de producción precapitalista, relaciones sociales y hasta creencias religiosas, argumentos para sus luchas nacionales contra el imperialismo. Insiste con mucha razón en la existencia de divisiones clasistas y de castas en estas sociales, y como las potencias europeas supieron aprovecharlas para, por medio de atrarse se las minorias dominantes, fortalecer su poder. Pero, por lo general, los pueblos resistieron mal que bien realizando un impresionante esfuerzo de recuperación de sus tradiciones dentro de una modernización revolucionaria o al menos progresista, en muchos casos.

China es un ejemplo concluyente que no podemos analizar con la atención que se merece. En esta vieja civilización, la práctica del cooperativismo, consejismo y sovietismo también tuvo una brillante demostración en el medio campesino chino del período 1927-34. Debemos reconocer aquí la crucial tarea de Mao Tse Tung a comienzos de 1927 cuando tras analizar críticamente los errores estratégicos de los comunistas chinos, decide refugiarse en Junan y estudiar allí la situación real del campesinado, rompiendo el mito stalinista de que el campesinado no podía ser un sujeto revolucionario si no estaba supeditado a las directrices de la burguesía nacional supuestamente democrático-radical. En realidad, este criterio se impuso en la URSS gracias al ascenso de la burocracia stalinista y al retroceso de la oposición marxista, pero fue objeto de un áspero y premonitorio debate sobre cuestiones estratégicas que marcarían el camino de derrotas sucesivas de la revolución mundial en el llamado actualmente «Tercer Mundo».

En realidad, aquí debemos hacer también una referencia a Mariátegui, porque sus estudios sobre las comunidades campesinas incaicas sacaban a la luz un problema más hondo y amplio, que ya había sido estudiado por Marx, y que ha sido retomado muy tardíamente por los estudios históricos soviéticos. Yuri Zabritski en «Mariátegui y el problema indígena«, ha estudiado el pensamiento del revolucionario peruano, y tras enumerar la impresionante lista de luchas nacionales de los pueblos indígenas y su interrelación con las luchas de clases, afirma:

«La comunidad no es una invención de los incas. El ayllu, la comunidad había existido mucho antes que ellos. Mas fue absorbida posteriormente por el Estado incaico convirtiéndose en su célula. Naturalmente, ésta ya no era una comunidad antigua de trabajadores libres. Dentro de Tahuantinsuyo el ayllu se convierte en una comunidad explotada. Sin embargo, la vida interna de la comunidad y las relaciones entre sus miembros se diferenciaban poco del ayllu del régimen de comunidad primitiva. Es la existencia misma de estas comunidades –células de la sociedad– lo que dio a Mariátegui el motivo y la razón para hablar de «comunismo» (o un «socialismo») agrario en los antiguos incas. Por cierto que las propias relaciones dentro de la comunidad ya se habían incluido en el círculo más amplio de relaciones de sometimiento y dominio y coexistían con los vínculos cada vez más sólidos, propios de la esclavitud. Mas la experiencia histórica de la Humanidad –lo ejemplifican los casos del Egipto antiguo, Babilonia o China– nos permite llegar a la conclusión retrospectiva acerca de la posibilidad de que una comunidad existiera siglos y milenios en el seno del Estado esclavista antiguo. Los acontecimientos posteriores probaron la estabilidad del ayllu. Ni la conquista que causó serias transformaciones socioeconómicas, ni la época del yugo colonial, lograron borrar la comunidad peruana de la faz de la tierra«.

Según esta visión teórico-histórica, al margen ahora del debate sobre el esclavismo y/o el sistema tributario, es más que probable que en 1927 Mao se encontrara con algunas tradiciones societarias aún vivas en las viejas comunidades campesinas en China, muy presionadas y atacadas por los poderes y señores de la guerra, pero aún activas siquiera dentro de la vida clandestina de las masas trabajadoras que no tenían apenas formas de autoorganización y resistencia. Más aún, las oleadas periódicas de sublevaciones campesinas en China, siempre basadas ideológicamens sus demandas materiales en viejas tradiciones comunalistas y de «emperadores buenos», al estilo de los «Principales» de las comunidades indias estudiados por Antonio Paoli, indican que esas tradiciones tenían bastante fuerza. Mao Tse Tung, por tanto, tuvo la capacidad crítica suficiente para comprender la realidad material de fondo del movimiento campesino.

En realidad, la tradición de los «emperadores buenos» era una de las dos tradiciones en pugna en la China agraria antigua, surcada por permanentes revueltas campesinas que buscaban reinstaurar «una edad de oro de vida comunitaria primitiva o de reyes sabios«, como ha explicado Needham en «Herencia y revolución social: Ta Thung y Thai Phing«. La otra tradición insistía no en la acción restauracionista de las masas campesinas, sino en la acción de individuos o «héroes culturales» que guiaban al pueblo por los senderos del desarrollo. El Ta Thung significaba ‘la gran unidad´, y el Thai Phing ‘el reino de la gran paz e igualdad’. Entre ambas tradiciones pululaban colectivos organizados que frecuentemente funcionaban de manera secreta para eludir la represion. Estos grupos, sociedades secretas en su mayoría, se basaban en una especie de sincretismo de entre varias ideologías, tomando de cada una de ellas los componentes que mejor les ayudaban a la lucha, y como sistema especial de autodefensa inventaron artes de defensa sin armas, con las manos y piernas, con palos y otros instrumentos no metálicos, las famosas artes marciales, que les permitieran compensar la superioridad en armamento de las tropas de los poderes explotadores.

A finales del siglo XIX la situación en China era explosiva porque tanto las potencias imperialistas occidentales, cono Japón y la propia clase dominante china sometían al campesinado a una explotación brutal. Uno de los movimientos de protesta popular más amplios y duros, y más reprimidos, fue el «movimiento Yijetuan» que se basaba en una sociedad secreta «de la justicia y de la armonia» que había sintetizado componentes de las dos grandes lineas ideologicas anteriormente citadas. Este movimiento defendia a los campesinos y artesanos pobres y aceptaba la participación de gran cantidad de mujeres. Rechazaba radicalmente el intrusismo de las misiones cristianas, verdaderos agentes económicos y espías militares de sus Estados respectivos, y proponía la vuelta a un reino de paz y justicia, de armonía. Entre finales del siglo XIX y comienzos del XX tuvo una enorme fuerza en China al liderar la rebelión y guerra de liberación nacional contra las ocho potencias imperialistas. Sin las viejas tradiciones campesinas el movimiento Yitejuan, que tanto impresiono a Lenin en 1900, apenas hubiera tenido la fuerza que tuvo. Pero, solamente a partir de 1911, cuando la burguesía y el proletariado chinos disponían de fuerza suficiente para romper el ciclo cerrado que constreñía el potencial emancipador campesino, se sientan las bases para que irrumpa la revolución social. Mao vivió ese momento crucial y comprendió mejor que nadie que el sueño campesino del reino de la gran paz e igualdad únicamente podría realizarse mediante la guerra revolucionaria socialista.

Pero antes de seguir, es conveniente recordar algunos datos escalofriantes sobre la extrema dureza de la lucha de clases en China para hacernos una idea adecuada del contexto en el que se desenvolvieron los acontecimientos que vamos a analizar. Enrica Collotti explica en «La revolución china» que:

«El 14 de diciembre —de 1927— las fuerzas de la represión ya habían logrado ventaja y 8000 comunistas yacían muertos en las calles de la ciudad (…) después del fracaso de la revolución de Cantón comenzó también en el partido comunista una terrible hemorragia de cuadros de alto nivel. Si en la primavera de 1927 habían sido alcanzados por la represión sobre todo los hombres de los piquetes sindicales y los militantes campesinos y un cierto número de dirigentes de Shangai, a principios de 1928 fue cada vez más directa y gravemente diezmado (…) el núcleo dirigente del partido en su nivel más elevado. El mecanismo de la represión había sido ya perfeccionado por el Kuomintang durante esa primavera y no se basaba ya en el simple terror de masas que por ser indiscriminado podía permitir a los hombres de primer plano escapar a la muerte, aunque fuera por casualidad. Ahora existía el aparato «científico» de los servicios secretos dedicados únicamente a la caza de los comunistas y organizados en estrecha colaboración con la policía de las «concesiones» extranjeras; al tiempo se empleaba en gran escala la tortura y se había perfeccionado cada vez más técnica de los «secuestros» y de los asesinatos a cargo de la gente del hampa empleada por la policía. La suerte de algunos comunistas (…) fue conocida solamente después de la liberación de 1939, cuando la red de «secreto de honor» del hampa fue rota y fueron capturados en parte los archivos del Kuomintang: y se trataba siempre de historias atroces. Entre 1927 y 1933 se perdieron cuatro quintos de los «revolucionarios profesionales» del partido: rastreados, arrestados y fusilados (…) Hombres y mujeres indistintamente se comportaron todos con una firmeza que terminó por dar al partido comunista un indiscutible prestigio moral incluso entre los conservadores y confucianos que alcanzaban a ver en los mártires de la revolución solamente un insigne «ejemplo de virtud» en un mundo en el que todos los «valores» estaban en decadencia«.

Mao estudió el fracaso de la estrategia interclasista, rompió con la dogmática stalinista y pese a las críticas y ataques que sufrió al realizar por su cuenta un «análisis concreto de la realidad concreta«, descubrió, analizó y sintetizó teóricamente una crisis estructural explosiva. En «Investigaciones del movimiento campesino en Junan» explicó con detalle su tremenda sorpresa al descubrir la iniciativa revolucionaria de las comunidades campesinas que iban expresando cada vez más la autoorganización de los pobres que suman el 70% del campesinado chino Mao expresó así la capacidad creativa de las masas campesinas autoorganizadas en sus asociaciones:

«Son muchas las cosas que han hecho los campesinos, y a fin de responder a los ataques, debemos examinar detalladamente todas sus acciones, una a una, y ver qué han hecho en realidad. He resumido y clasificados sus actividades en los últimos meses; bajo la dirección de sus asociaciones, los campesinos han logrado, en toda, las siguientes catorce grandes conquistas: 1. Organización de los campesinos en asociaciones campesinas. 2. Golpes políticos a los terratenientes. 3. Golpes económicos a los terratenientes. 4. Derrocamiento del poder feudal de los déspotas y destrucción de sus órganos de poder. 5. Derrocamiento de las fuerzas armadas de los terratenientes y creación de las fuerzas armadas de los campesinos. 6. Derrocamiento del poder del señor jefe del distrito y de sus alguaciles. 7. Derrocamiento de la autoridad del clan (autoridad de los templos ancestrales y de los jefes de clan), la autoridad religiosa (autoridad del Dios protector de la ciudad y de las divinidades locales) y la autoridad marital. 8. Difusión de la propaganda política. 9. Prohibiciones campesinas. 10. Eliminación del bandolerismo. 11. Abolición de los impuestos exorbitantes. 12. El movimiento de la educación. 13. El movimiento cooperativo, y 14. Reparación de caminos y diques«.

Si hay que denominar de algún modo a la tarea de las asociaciones campesinas sólo existe la palabra soviets de campesinos, soviets que toman a su cargo la autogestión global de la vida colectiva y que se basan en la capacidad de autoorgación de las masas en sus áreas concretas de vida, trabajo, cultura, defensa, educación, relaciones interpersonales, etc. Tampoco nada esto sería entendible sin el recurso al concepto de «apoyo mutuo» que, con sus niveles específicos, recorre y entrelaza a cada una de las catorce conquistas. Como no podemos una a una dichas conquistas, sí vamos a resumir muy brevemente la novena, la décima y la decimotercera. Las prohibiciones campesinas destacan por el especial cuidado puesto en desarrollar otra forma de vida cualitativamente diferente a la impuesta por la explotación religiosa, patriarcal y feudal, desde el control de los juegos de azar hasta la total prohibición del opio y el control muy severo del alcoholismo, pasando por el control del gasto suntuosos desorbitado e irracional y por la multiplicación de la producción de alimentos básicos mediante el control de las gallinas, patos y cerdos, que son alimentados por los ricos con enormes cantidades de granos imprescindibles para asegurar la reproducción ampliada de las cosechas, y el cuidado de bueyes, prohibiendo su matanza sin razón mayor por cuanto son una fuerza de trabajo fundamental para facilitar la calidad de vida de los campesinos pobres y arar las cantidades de tierra que se van añadiendo a los cultivos, sin olvidar la disminución drástica del vagabundeo con medidas de trabajo colectivo, etc.

La eliminación del bandolerismo tiene un valor teórico muy importante porque ha sido desde tiempos muy remotos unos de los grandes problemas a los que se han enfrentado todos los movimientos revolucionarios, fueran esclavistas, campesinos, artesanos y villanos, burgueses u obreros. Tengamos en cuenta que el bandolerismo, además de ser una forma de resistencia social instintiva a la opresión, también es, de un lado, un instrumento de terror de las clases dominantes y, de otro, una consecuencia de la prolongada crisis social. La solución dada por las asociaciones campesinas chinas es tremendamente valiosa incluso en la actualidad ya que, desde una situación de poder popular, desarrollaron una medida coercitiva y tres integradoras. La coercitiva fue acudir las asociaciones armadas a los montes y valles más recónditos, anulando sus zonas de seguridad.

Pero más importantes son las tres soluciones integradoras consistentes, primero, en bajar mucho, de seis a dos yuanes, el precio del arroz –alimento básico– de modo que casi desaparecían las causas de hambre y miseria; segundo, y en palabras de Mao: «Los miembros de las sociedades secretas han ingresado en las sociedades campesinas y a través de ellas pueden demostrar abierta y legalmente su valentía y descargar su rencor, de manera que las sociedades secretas «montaña», «templo», «altar» y «agua» ya no tienen razón de ser. Matando cerdos y ovejas de la clase de los déspotas y shenshi malvados e imponiéndoles fuertes contribuciones y multas —recordemos que estaba muy controlada su existencia por las asociaciones campesinas para aumentar el vital grano de siembra— tienen suficientes oportunidades para dar salida a su cólera contra sus opresores«. La tercera solución era integrar en los ejércitos campesinos a muchos «malhechores«. Los campesinos pobres demostraron así un exacto conocimiento de las causas sociales del bandolerismo y de cómo acabar con él e integrar a muchos de ellos en la causa revolucionaria.

Y sobre el cooperativismo Mao cuenta que: «Los campesinos tienen real necesidad de cooperativas, sobre todo de cooperativas de consumo, de compras y de crédito. Cuando compran artículos, los explotan los comerciantes; cuando venden sus productos agrícolas, los estafan los comerciantes; cuando piden dinero o arroz prestado, los explotan los usureros. Y están ansiosos de encontrar una solución a estos tres problemas. Durante las operaciones militares en el río Yantsé, el invierno pasado, cuando las rutas comerciales quedaron cortadas y el precio de la sal subió mucho en Junán, numeroso campesinos organizaron cooperativas para la compra de sal. Cuando los terratenientes suspendieron los préstamos, en muchos lugares los campesinos, necesitados de dinero, intentaron organizar cajas de crédito. El problema es la falta de estatutos de organización modelo y detallados. Organizada espontáneamente por los propios campesinos, estas cooperativas con frecuencia no se ajustan a los principios que las rigen, por lo cual los camaradas que trabajan entre campesinos reclaman con insistencia esos estatutos. Si el movimiento cooperativo cuenta con una orientación adecuada podrá desarrollarse por todas partes paralelamente a las asociaciones campesinas«.

Mientras tanto, la derrota y represión del movimiento obrero en Cantón en la primavera de 1927 no destruyó del todo su fuerza, y los comunistas realización otra insurrección –la comuna de Cantón– en la primera quincena de diciembre, que terminó en terrible fracaso. Ya para entonces, desde noviembre de ese año, se estaban formando soviets campesinos en bastantes sitios, como hemos visto, pero las dificultades fueron considerables al principio por la debilidad ideológica del campesinado pobre, la fuerza del feudalismo y de los señores de la guerra y la extrema debilidad material del movimiento obrero sobre todo en los montes de Chingkangshan.

Era mucha la influencia de intelectuales y arribistas, y poca la predisposición al consejismo de los militantes comunistas. Relativamente pronto se superaron esas dificultades y en 1930 los soviets de Kiangsi habían desarrollado un verdadero poder popular en las montañas. Se tomaron medidas democráticas, sociales, económicas y de reforma agraria, educativas, sanitarias, etc., que no se detuvieron ni frente a la propiedad de la tierra, ni frente al monopolio de la violencia, ni frente a la función de los templos, que fueron empleados como escuelas, hospitales, almacenes. Un objetivo prioritario era el de acabar con la presión de la mujer. Surgieron soviets también en Hifeng y Lufeng, que fueron por fin masacrados con una brutalidad sanguinaria pocas veces vista en la historia de la represión mundial.

5.7. Consejos en Indonesia, Vietnam y Argelia

En Indonesia la lucha de liberación nacional contra el ocupante holandés era ya fuerte en 1917, cuando se cantaba La internacional en la lengua del país. La revolución de 1926 fracasó y los pocos supervivientes fueron desterrados tan lejos como Nueva Guinea. La ocupación japonesa debilitó aún más a las izquierdas y sólo respetó a los seguidores burgueses de Sukarno y a los técnicos holandeses. La revolución de septiembre de 1945, iniciada por los ferroviarios, se extendió como la pólvora y por todas partes surgieron comités y consejos de obreros y campesinos que tomaron la dirección económica del país en base a las milicias obreras —Laskar Buruh— e implantaron medidas sociales muy progresistas. Pero al carecer de coordinación interna y al ser muy débiles los revolucionarios, los seguidores de Sukarno y la tecnocracia formado por los holandeses, se hicieron con el poder y comenzaron a debilitar las conquistas populares.

En 1954 y 1957 las masas urbanas volvieron a la lucha no sólo para contener el retroceso de sus conquistas sino para tomar la dirección del proceso, pero fracasaron sobre todo porque no se había organizado con suficiente fuerza la revolución agraria. Cada derrota suponía un retroceso en los ya mermados derechos de los comités y consejos de fábrica. Para el otoño de 1964 la consigna Aksi Sefikah –toma y control de la tierra–, con fuerte raigambre en la cultura tradicional, era aplicada masivamente y el poder respondió con la represión. Se inició una espiral de lucha de clases y el bloque reformista dirigido por Sukarno echó marcha atrás con a ayuda del PKI, pero fue tarde porque la burguesía estaba decidida y Suharto tomó el poder exterminando para principios de 1967 a 500.000 personas.

En Vietnam los comunistas supieron imbricar y actualizar en el socialismo las prácticas comunitarias tradicionales muy caracterizadas por el apoyo mutuo y una profunda identidad nacional. De ambas cosas se dieron cuenta los franceses desde 1859 cuando tuvieron que reprimir las serias resistencias iniciales a su llegada, y a su vez explican tanto las sucesivas revueltas campesinas como el fracaso de la occidentalización y feudalización del país que el Estado francés quiso imponer por la fuerza para asegurar su ocupación y expolio. Ambas también aparecen en los primeros escritos de un tal Nguyen-Ai-Quoc, más tarde Ho-Chi-Minh, que en 1925 empezó a unir marxismo y liberación nacional. Ambas también estaban presentes en las movilizaciones populares que estallaron en 1939-40 como respuesta a los efectos sociales desastrosos de la crisis del caucho, monocultivo impuesto por el ocupante francés y que entró en barrena a partir de la crisis capitalista mundial de iniciada en 1929-31. La capacidad comunistas de aglutinar sectores en base a la emancipación nacional y de clase, también de género, dio un paso decisivo en mayo de 1941 con la creación del Vietminh.

La ocupación japonesa sumergió al Vietnam en una hambruna con cientos de miles de muertos, motivando la sublevación que liberó Hanoi y Saigón a finales de agosto de 1945. En noviembre de 1946 los franceses iniciaron la invasión militar tras el fracaso de las presiones de todo tipo; los comunistas, refugiados en las montañas, desarrollaron y adaptaron el comunitarismo a las exigencias de la guerra de liberación. Para 1953, cuando se inició la reforma agraria, el 50% de las tierras ya eran de propiedad cooperativa. En siete años terminaron con el analfabetismo e iniciaron una básica industria en talleres fabricando una gran parte de las armas ligeras del Ejército Popular. Pero, mientras tanto, el burocratismo deterioró tanto el cooperativismo desde 1955 que causó una crisis agraria enorme y hasta la sublevación de la estratégica provincia de Nghê Tinh, obligando a Ho-Chi-Ming, natural de esa provincia, y a Vo Nguyen Giap a una severa y sincera autocrítica pública.

Sin embargo, muy lejos allí, en la década de 1950 el independentismo argelino fue ganando fuerza y cohesión, y hasta el PCA terminó independizándose teórica y prácticamente del chauvinista PCF. Las duras derrotas urbanas hicieron que fueran los campesinos quienes sostuvieran el grueso de la guerra de liberación. Al final, una mezcla de avances del campo a la ciudad y de simultánea sublevación de la ciudad, dio la victoria a los argelinos sobre los franceses tras dejar un millón de muertos. La burguesía y los terratenientes abandonaron sus propiedades e inmediatamente proliferaron los comités de gestión obrera y campesina, que se apoderaban de las empresas y tierras, poniéndolas en funcionamiento. No podemos detallar las muy agudas tensiones en el FLN, pero terminaron imponiéndose quienes propugnaban el «socialismo argelino» diferenciado del modelo soviético y francés.

El nuevo gobierno reconoció en octubre de 1962 la legalidad de los comités de gestión que ya eran una fuerza asentada y expansiva de manera que a principios de 1963 el gobierno se veía ya desbordado por la iniciativa de las masas. Ese 18 de marzo se reglamentaron los «bienes vacantes» abandonados por los franceses y las funciones de los comités. El 22 de marzo el gobierno dictó dos decretos también básicos, uno legalizó la autogestión en las empresas, talleres y campos, y se precisaron las relaciones entre la asamblea general de trabajadores, el consejo obrero, el comité de gestión y el director; y otro, relacionó la autogestión con el Estado, con la modernización de las empresas y con su rentabilidad.

La euforia campesina se demostró en el Congreso Nacional Campesino celebrado en octubre de 1963, ridiculizado hasta el racismo por la prensa francesa. Pero bien pronto surgieron las tensiones con la incipiente burocratización, como sucedió en el Primer Congreso de Autogestión Industrial en marzo de 1964, cuando se agudizaban nuevas diferencias dentro del FLN que concluyeron con la victoria de Bumedian y su «realismo» en junio de 1965, acelerándose la burocratización del poder que llevó a la crisis mortal de la década de 1980.

Goubart ha abalizado en su texto «Autogestión en Argelia«, el contradictorio y limitado desde su interior mismo proceso de autogestión, resaltando la creciente pugna entre los trabajadores en el área autogestionada y la burocracia estatal: «Puede afirmarse, desde el punto de vista del control, que la organización de la empresa autogestionada sugiere la imagen de una pirámide muy puntiaguda, y, como habría dicho Lapalisse, cuanto más puntiaguda es, tanto más alejada de la base se halla la cúspide (…) desde el punto de vista de la capacidad de los organismos, cuanto más nos elevemos en los engranajes, tantomás observamos una ampliación de los poderes. Pero, aunque esto sea de por sí inquietante, no resulta, con todo, lo más grave: una autogestión limitada a la empresa, a menos que se trate desde el comienzo de un movimiento animado por los propios trabajadores, corre el riesgo de convertirse en una mera parodia de autogestión. Ahora bien, todo lo que excede un poco el nivel de la empresa escapa a los trabajadores: la coordinación de la producción global, y, desde el punto de vista de la coordinación financiera, el sostén financiero«.

6. Cooperativas y consejos en 1929-1936.

Volviendo al capitalismo occidental, el «desarrollado», vemos que la crisis de 1929 permite una recuperación del cooperativismo neutro y ambiguo, pero pronto se produce la respuesta de la empresa privada grande y pequeña porque la crisis económica no permite mucha ganancia, y menos aún que una porción de estas se diluyan en los descuentos de las cooperativas. Pero, además, también presiona contra el cooperativismo el contexto sociopolítico marcado por la presencia internacional de la URSS, por las fuertes luchas obreras en muchos países con sus prácticas consejistas y asamblearias, soviéticas, y por las reacciones contrarrevolucionarias y fascistas en otros. Para unas burguesías atemorizadas y reaccionarias, el lenguaje ambiguo y ecléctico e del cooperativismo mayoritario de este período, supone cuando menos una incertidumbre más y también una merma de u tasa de ganancia.

Pero, además y lo que es peor, dentro del cooperativismo en general de esta época también existen tres corrientes como la reformista socialdemócrata, la que va quedando de las directrices de los IV Congresos de la Internacional Comunista, paulatinamente abandonadas por la burocracia stalinista; y la del cooperativismo anarquista y libertario, que subsiste en algunas zonas y que crece en otras. Así se comprende que las milicias del capital ataquen además de a los comunistas, anarquistas, judíos, etc., también a cooperativas.

Por ejemplo, en Luxemburgo, Austria, Estado francés, Alemania, Japón, etc., se imponen al principio de la crisis severas restricciones al cooperativismo, y más tarde, al triunfar el nazi-fascismo, en Alemania, Italia, Gobierno de Vichy, y Japón se prohibe el cooperativismo. El franquismo, como veremos, barre muy tempranamente el cooperativismo obrero en todas sus variables, y sobre todo destruye el colectivismo, pero a la vez, respondiendo a la fuerza de la Iglesia Católica en el Estado y su capacidad de control y vigilancia, llega a una especie de simbiosis entre el cooperativismo nacionalsindicalista y el cooperativismo católico, siguiendo la misma finalidad que con el nacional-catolicismo.

Sin embargo, y siempre dependiendo de los casos concretos, otras burguesías, en plena guerra de 1939-45,crean sus propias cooperativas, tiendas y almacenes de distribución para sus trabajadores. Lo cierto es que en 1937, cuando la proximidad de una nueva guerra mundial era comentario público, el cooperativismo no socialista ni anarquistas, el llamado «neutro», reafirmó solemne e internacionalmente su neutralidad. Tal vez ésta era una condición previa para ser aceptado por algunas burguesías, preocupadas tanto por el ascenso socialista como por el fascista.

Lejos de allí, en EEUU, la clase trabajadora iniciaba uno de los períodos más impresionantes de lucha de clases que se hayan producido jamás, y que, como es habitual, ha sido ocultado por la historiografía oficial. En 1934-38 los sindicatos oficiales fueron diariamente desbordados y ridiculizados por los trabajadores en un proceso imposible de narrar aquí, y que si bien no llegó a alcanzar la unidad de Seattle en 1919, sí dio pasos significativos hacia el consejismo desde la base. Esta vez la represión y el hambre no bastaron para detener las movilizaciones, aunque las debilitaron y mucho; fue la militarización de la economía en previsión de la II GM, que la burguesía yanki necesitaba y deseaba con ahínco, la que al crear decenas de miles de puestos de trabajo desinfló la combatividad obrera.

En la Europa de 1936 se vivieron cuatro experiencias de poder popular con diferente intensidad y duración pero con la misma suerte, la derrota. En el Estado francés, ya desde 1934 se asistió a un ascenso de las luchas obreras y en mayo de 1936 las izquierdas ganaron abrumadoramente las elecciones, pero en la realidad las masas trabajadoras estaban muy decididas a dar pasos revolucionarios. Las ocupaciones de fábricas, empresas y talleres proliferaron por doquier, con especial fuerza en Danos y Gibelin en el mes de junio.

La clase obrera volvió a demostrar una enorme capacidad de administración democrática y de aglutinación de amplios sectores del pueblo trabajador, pero los partidos y sindicatos, sobre todo los stalinistas, habían decidido reinstaurar el orden, como se lo habían asegurado a la burguesía en reuniones privadas. Lo hicieron desmoralizando y paralizando desde dentro al movimiento obrero y purgando de «ultraizquierdistas» todas las organizaciones. Pero hicieron más, cortaron toda ayuda militar a las fuerzas democráticas y revolucionarias que en Euskal Herria, Catalunya y Estado español se enfrentaron a la contrarrevolución franquista apoyada por el capital internacional. Para septiembre de 1936 el prometedor consejismo obrero francés estaba derrotado básicamente desde dentro.

6.1. Revolución y comuna obrera en Asturias

En Asturias estallaba el 5 de octubre de 1934 una insurrección obrera que se apoderó de los centros mineros, industriales y portuarios, instaurando una comuna revolucionaria que contó con el apoyo de la inmensa mayoría de las masas trabajadoras. Los obreros, sin grandes disensiones internas entre los partidos de izquierdas, además de organizar su defensa, también demostraron una gran capacidad administradora al mantener en funcionamiento las grandes y complejas instalaciones, trenes y transportes, alimentación y sanidad, etc. Otros estallidos revolucionarios habidos en la península ibérica, y también en Euskal Herria, como veremos, fueron derrotados de inmediato, y Asturias quedó aislada por una burguesía española que movilizó lo mejor de sus tropas, la legión, regulares africanos y guardia civil.

El 12 de octubre empezó el ataque que fue detenido en su avance al centro de Oviedo también por dos mujeres con una ametralladora. Una de ella, Aida de la Fuente, fue apresada viva, desnudada, asesinada con treces tiros y su cadáver abandonado en plena calle. La comuna, consejo o soviet de Asturias se rindió el 18 de octubre. El ejército incumplió lo pactado y bañó en sangre al pueblo asturiano. J. Ambou ha narrado en «La Revolución de Octubre en Asturias«, texto recogido en «Octubre 1934 Urria» algunos de sur recuerdos personales como joven militante comunista:

«Hacía falta organizar lo conquistado, reforzar, acabar con los reductos que quedaban y dar de comer al pueblo, los medios de producción eran nuestros, no puede extrañar por el ello el funcionamiento de las minas que necesitábamos y la conservación perfecta, técnicamente perfecta de las demás, el trabajo normal y regular de toda la industria de guerra. El trabajo de toda la industria metalúrgica, muy importante en Asturias (…) Los trabajadores decían: se está demostrando que podemos trabajar sin capataces y sin patronos capitalistas; el entusiasmo revolucionario era desbordante. Nos parecía que éramos capaces de tomar el cielo por asalto, recordando la comuna de París, y no tomamos el cielo por asalto pero sí fuimos poder obrero durante 15 días (…) Se pusieron a trabajar todas las panaderías de Oviedo. No faltó pan y las lecheras que venían de todos los puntos cardinales fueron localizadas para que trajeran con sus borricos leche para los niños (…) Se pusieron en funcionamiento los transportes ferroviarios. Blindamos máquinas y dimos de comer al pueblo y a los combatientes (…) Aunque lejana, la comuna de País nos enseñó bastante y nosotros copiamos en nuestro comité la creación de las comisiones de vigilancia –destinadas a impedir todo pillaje y toda provocación y al mismo tiempo de indicar dónde estaban los centros de reclutamiento–. La mujer tuvo una gran participación, se dio también un gran salto de calidad en lo que se refiere a la participación de la mujer. Participó en la lucha, en la organización, en esas comisiones de vigilancia, en los comedores colectivos«.

7. Euskal Herria, comunales, luchas e identidad nacional

Comprender la rápida respuesta del pueblo trabajador vasco a la sublevación militar del 18 de julio de 1936 nos lleva a la experiencia histórica de la autoorganización popular en general, como práctica superviviente de formas y normas asociativas profundamente imbricadas en la vida colectiva del país expresada en los sistemas de autorregulación del llamado Antiguo Régimen. Aunque se ha investigado mucho sobre esta cuestión, pensamos que resta aún mucho por descubrir ya que el grueso de esas investigaciones fueron realizadas desde criterios selectivos que, de un modo u otro, menospreciaban o ridiculizaban, cuando no ignoraban, la importancia de esta cuestión.

Hemos visto al principio la honda raigambre de la ayuda mutua en el proceso social de trabajo y vida euskaldún, y que se perpetúa en y mediante palabras y costumbres como ordeak, lorra, auzolan, batzarra, hermandades, anteiglesia, etc., que si bien no pueden ser aisladas de los contextos sociales de división clasista y de género, con pocos hombres ricos y propietarios, así como muy pocas mujeres, y muchas mujeres y hombres explotados, y empobrecidos, si bien esto es verdad, tampoco podemos caer en el error opuesto de olvidar esas formas sociales de regulación precapitalista y creer que sólo con el capitalismo irrumpe algo parecido a la «justicia social».

Desde esta perspectiva, y desde la que mantenemos a lo largo de todo el texto, podemos analizar con más profundidad el sempiterno debate sobre el «igualitarismo vasco«, en el sentido de captar además de la dialéctica de contradicciones sociales internas a la sociedad vasca precapitalista–sobre todo la lucha de clases y las matxinadas–, también la pervivencia en el capitalismo del siglo XX de una memoria popular más o menos activa de aquellas formas de vida y de lucha. O sea, se trata de comprender que también en Euskal Herria, como en otras naciones, la lucha de clases ha estado y está internamente condicionada por el contexto nacional en evolución que, a su vez, es inseparable de las condiciones materiales de producción y de sus correspondientes relaciones sociales.

Por ejemplo, tenemos el decisivo problema de la propiedad de la tierra, de los alodios. Pues bien, en la monumental obra colectiva «Historia de Euskal Herria«, podemos leer:

«El alodio era una forma de posesión de la tierra que suponía la inalienalidad de ésta fuera del clan familiar. El alodio estaba considerado como un bien que se poseía en plena propiedad, oponiéndose por esta razón, al feudo, que era un bien concedido. Los alodiarios, es decir, los campesinos que disponían de tierras alodiales, constituían una auténtica aristocracia rural, no sometida a la servidumbre de los amos, integrada por individuos, normalmente de condición humilde, que eran propietarios de pleno derecho. Las exacciones señoriales o reales de carácter público, como los impuestos, no destruían el alodio. El concepto de alodio, que, en principio, se refiere a la existencia de un patrimonio familiar libre, se aplica también alas tierras de los pastos, de propiedad comunal,. Especialmente importantes en países de economía predominantemente ganadera, como el País Vasco«.

Y un poco más adelante leemos en el mismo texto:

«La sociedad vasca medieval presentaba muchos rasgos comunes, en cuanto a estratificación social, con el resto de culturas occidentales, pues en su seno se daban notorias desigualdades económicas que venían determinadas por las diferencias de fortuna de existentes entre sus miembros. Sin embargo, la conciencia igualitaria que se extiende por el país desde finales del Medievo, exterioriza la existencia de una voluntad popular por acabar con las distinciones jerárquicas de carácter jurídico, tan características del sistema feudal. Ello unido al disfrute de derechos, detentados exclusivamente por los señores en otras áreas de Occidente, como el poder llevar armas, cazar y pescar libremente, facultad para construir molinos y utilizar extensos bosques y tierras pertenecientes a la comunidad aldeana, por parte de los habitantes de zonas vascófonas, proporcionaría al pueblo vasco una fisonomía particular respecto de pueblos vecinos«.

Hay, como mínimo, tres cuestiones que nos interesa remarcar de esta cita. La primera y fundamental es la directa relación que se establece entre la continuidad de las zonas vascófonas, las que siguen hablando el euskara, y la continuidad de esas formas de identidad, de socialización y de costumbres prácticas de una transcendencia clave para que, en determinadas condiciones, perviva la memoria e identidad colectivas.

La segunda no es otra que el derecho a llevar armas, derecho que además de ser decisivo para el mantenimiento de las libertades colectivas e individuales, o al menos para intentar frenar los abusos del poder, sobre todo y fundamentalmente su pervivencia es decisiva para legitimar el derecho de la autodefensa ante la injusticia y para deslegitimar la pretensión de cualquier poder dominante, sobre todo si es extranjero, de monopolizar el uso de la violencia y de prohibir la autodefensa vasca. La pervivencia práctica pese a todos los ataques contra este derecho básico de toda comunidad libre es un referente objetivo imprescindible para entender la profunda legitimidad histórica de la violencia defensiva que caracteriza al Pueblo Vasco.

Y la tercera es la irrompible relación entre el derecho al uso de la tierra comunal y las formas de vida, cultura y trabajo, todo ello, además, dentro siempre de los dos puntos anteriores, o sea, del uso del euskara y del derecho a la autodefensa armada.

La evolución de estos y otros factores exige entender, por tanto, la dialéctica entre ese mundo material y simbólico preexistente a las generaciones concretas y las contradicciones que éstas han de resolver durante su propia vida. El resultado de todo ello, groseramente explicado, es uno de los factores que explica la naturaleza contradictoria del igualitarismo vasco, que es, desde luego, producto de la misma lucha de clases y no de una inexistente esencia eterna. Y la lucha de clases se realiza en un enmarque material y simbólico que tiene su propia historia y condicionantes. Tiene razón Ortzi cuando en «Historia del nacionalismo vasco y de ETA» sostiene que:

«En el País Vasco, en efecto, las declaraciones de hidalguía universal y el mito del igualitarismo que la sustenta, de diverso alcance según los territorios, responde al triunfo parcial de la alianza de las villas y de los campesinos sobre el poder político de los parientes mayores. Por ello, en la obra de Zaldibia y Garibay, la consigna banderiza del «valer más» queda reemplaza por el lema igualitario del «valer igual»«.

La lucha de clases en el Antiguo Régimen es, insistimos en ello, la que condiciona, junto a presiones externas, la evolución, debilitamiento o reforzamiento, de las libertades concretas del pueblo, o si se quiere el engorde o enflaquecimiento del llamado igualitarismo vasco. J. Extremiana en Historia de las guerras carlistas responde así a la pregunta de Alcance de los Fueros: ¿Una democracia vasca? Que él mismo se plantea:

«Si nos negamos a admitir el mito vasco de la «libertad» y de la «igualdad», no por ello hemos de perder de vista lo que de positivo, y por qué no decirlo, de democrático hay en los Fueros. El sistema es, al parecer, más democrático en Vizcaya, por lo menos en sus comienzos, pues se tiene la impresión que hay cierta «corrupción» del siglo XV al siglo XVII. En efecto, la discriminación se agrava progresivamente (…) Sin embargo… el derecho de representación se hace extensivo a localidades que no lo tenían y que la representación misma se mejora en el siglo XIX; es decir, los Fueros han sido capaces de adaptarse a nuevas realidades, al ascenso de algunas aglomeraciones y de algunas capas sociales. Claro que siempre han sido propensos a preservar y consolidar privilegios de clase, pero también privilegios regionales ventajosos para amplias masas de hombres (…) La realidad social compleja que los Fueros abarcan y los efectos de esa propaganda se han conjugado para hacerlos populares. Y no sorprende que cuando, desde fuera y desde el interior, se pongan en tela de juicio, haya tanta gente dispuesta a defenderlos«.

Sería conveniente ahora recordar las palabras de Marx y Engels transcritas en el segundo capítulo porque nos permiten entender la dialéctica de factores que propiciaron las tenaces resistencias del pueblo trabajador vasco a las agresiones francesas y españolas y a los intereses de parte de las clases dominantes internas. La existencia de amplios territorios comunales y populares, del pueblo, de grandes sectores de pequeños campesinos libres y de pequeña producción doméstica, más la pervivencia de una fuerte tradición cultural y euskaldun totalmente diferente a la cultura indoeuropea, de un medio ambiente material y simbólico y, por no extendernos, de una colectividad etno-nacional, todos estos factores, más el hecho de la existencia de un Sistema Foral arraigado y legitimado entre el pueblo con capacidad legal de autodefensa frente a agresiones exteriores, todos estos factores son en sí mismos suficientes para concluir que Euskal Herria era a finales del siglo XVIII lo que Marx define como un sistema nacional de producción precapitalista.

Parte de las clases dominantes vascas más el capitalismo español y francés, necesitaban para facilitar y acelerar su acumulación de capital, explotar la fuerza de trabajo vasca que en sí misma es un factor económico y como tal subsumible en la lógica capitalista. Igualmente, necesitaban apropiarse de los bienes populares y comunales, privatizarlos e integrarlos en el sistema capitalista. Para todo ello, necesitaban acabar con la tradición euskaldun y cultural de ese pueblo, destruir su identidad, prohibir sus derechos a la autodefensa armada e imponer los ejércitos, las leyes y la cultura extranjeras.

Los sistemas nacionales de producción capitalista, en formación desde los siglos XV-XVI en algunos casos y en otros, los más tardíos, desde el XIX, como el español, estos sistemas nacionales burgueses recurrieron sin piedad a sus Estados correspondientes y aplicaron la violencia más terrorista no sólo para conseguir esos objetivos, sino también porque esa violencia estatal era –es– en sí misma una potencia económica en manos de las burguesías expoliadoras. Por tanto, cuando la inmensa mayoría de las masas trabajadoras vascas practicaron sus derechos nacionales de autodefensa armada ante una agresión externa apoyada e incitada por una colaboración burguesa interna defendía además de sus derechos socioeconómicos y políticos, con sus contradicciones y limitaciones, también su identidad profunda y la totalidad de sus relaciones materiales y simbólicas de estar y ser en el mundo.

7.1. Comunales, minas y autodefensa popular vasca

Rafael Uriarte Ayo –«La minería vizcaína del hierro en las primeras etapas de la industrialización«– ha investigado cómo:

«los vecinos de las Encartaciones, lugar donde se ubican los yacimientos, tenían absoluta libertad de acceso a su explotación, no se exigían gravámenes de ningún tipo, ni era necesario realizar trámites de carácter burocrático ni administrativo«. Además, existían eficaces regulaciones para impedir que al dedicarse muchos recursos y tiempo de trabajo a la extracción de mineral se abandonasen las básicas tareas de labranza, mermando así el autoabastecimiento colectivo y abriendo la posibilidad de crisis de hambre, empobrecimiento social y enriquecimiento minoritario ya que dicho sistema regulador «contribuía a frenar el proceso de diferenciación social que de manera latente debía existir en el seno de la comunidad minera«.

Más en concreto: «Asociados en reducidos equipos de cuatro o cinco miembros, los mineros de las Encartaciones compartían equitativamente los gastos y las utilidades de la «empresa», lo cual era posible, como se ha visto, gracias a la riqueza y extensión de los yacimientos, a la relativa facilidad con la que podían ser explotados y, sobre todo, a la libertad de laboreo garantizada por el carácter comunal de la propiedad«.

Este sistema ha sido denigrado no sólo desde los criterios burgueses de máxima rentabilidad y productividad, sino también desde los criterios de 1818, especialmente los de los técnicos del Real Gabinete Fisico-Químico de Madrid; sin embargo, «De hecho, frente a alternativas más «racionales», basadas en «métodos de explotación arreglados al arte de la minería», la práctica minera asociada al carácter comunal de los yacimientos demostró evidentes e importantes ventajas«.

El autor que citamos prosigue analizando cómo, a pesar de constatarse «la eficacia del sistema y su indudable racionalidad económica«, una cierta burguesía vasca inició desde finales del siglo XVIII una presión creciente destinada a incrementar sus beneficios «modificando el régimen de explotación. Para ello, resultaba imprescindible acelerar el proceso de proletarización de los productores autónomos, limitando el libre acceso a la explotación de los yacimientos«. Fechas como 1818, 1825, 1827, 1840-44 y el arancel de 1849, marcan hitos en la áspera lucha de clases interna inseparable de las presiones y agresiones externas, españolas, entre quienes defendían la propiedad comunal y quienes buscaban privatizarla e imponer la propiedad privada de la tierra y del subsuelo.

El autor reconoce explícitamente la fuerte resistencia popular demostrada en el hecho del largo retraso de aplicación de la Ley de Minas estatal, pues: «Aunque las informaciones son algo contradictorias, la Ley de Minas de 1825 empezó a aplicarse de forma gradual en Vizcaya entre 1840 y 1844«. Sin embargo no cita la para nosotros causa directa del hecho de que fuera precisamente en 1840 cuando se iniciase su gradual aplicación. Y el hecho no es otro que la derrota vasca en la guerra de 1833-39, llamada «carlista» por la historiografía española.

Fue esta derrota militar la que facilitó, entre otras medidas españolas y proburguesas, el inicio de la aplicación de la Ley de Minas de 1825, aún así con fuertes resistencias. Solamente introduciendo la derrota militar de 1839 y el debilitamiento posterior, se entiende que para «mediados del siglo XIX, el retroceso de los productores autónomos es un hecho irreversible. Tanto por su número como por la actividad que desempeñaban, habían pasado a ocupar una posición absolutamente marginal en un contexto en el que el trabajo asalariado y las relaciones capitalistas se habían impuesto de forma definitiva«.

Ahora bien, la resistencia siguió siendo tremenda incluso así, porque como el autor reconocer en una nota a pie de página y citando a un historiador de aquella época:

«Todo ello daría lugar a frecuentes conflictos sociales. Incluso, según ciertos autores, el descontento de la población afectada explicaría su activa participación en las insurrecciones armadas del siglo XIX: «Sus habitantes han opuesto siempre tenaz resistencia a las leyes de minas, y puede asegurarse que una de las causas que hizo levantarse más gente en armas en las Encartaciones al comenzar la actual guerra civil fue la propiedad de las minas, que juzgaban se les arrebataba injustamente» (G.Vicuña, «El hierro en Vizcaya», Revista Minera, Científica, Industrial y Mercantil, vol. I, 1875, p.131).«. Recordemos, por acabar, que en 1875 se libraba la guerra de 1873-76, llamada por la historiografía española «segunda guerra carlista«, y que desde una perspectiva vasca tiene, como se ve, otro significado muy diferente.

7.2. Memoria popular, lucha de clases y cooperativismo

En base a los conocimientos actuales, ya nadie puede negar la profunda raíz material y simbólica en la identidad vasca de lo colectivo, lo comunal, lo que une en la práctica común. Con todas sus debilidades y contradicciones internas, innegables y que no podemos analizar aquí, esa raíz fue resistiendo mal que bien a los cambios y ataques internos, de las clases dominantes internas y muy especialmente de la burguesía, y externos, de los Estados español y francés. Pues bien, simultáneamente a la resistencia de esa raigambre se produjo el nacimiento del cooperativismo de consumo tan sólo 8 años después de acabar en derrota para los vascos la guerra de 1873-76. En 1884 se creó la Sociedad Cooperativa de Obreros de Barakaldo, en 1886 la Unión Obrera en Araia y en 1887 la Cooperativa de Consumo de Sestao, año en el que muy probablemente se creó una cooperativa de consumo en Ermua. Simultáneamente a esta emergencia, se dio la de las cooperativas católicas impulsadas oficialmente por la Iglesia al aplicar las nuevas directrices de la «Rerum novarum» de 1891.

Sin embargo, la presión de la burguesía comercial contra el cooperativismo de consumo era muy dura, y la debilidad del movimiento obrero y popular muy grande, por lo que no debe extrañar el que la cooperativa de Barakaldo entrase en crisis a los pocos años. En 1888 se suprimió su autonomía obrera y tras cambiar sus estatutos se creó una nueva junta directiva de 11 miembros de los cuales 5 eran miembros el Consejo de Administración de Altos Hornos de Bilbao. Esta misma suerte siguió la cooperativa de Sestao, supeditada a la Compañía Vizcaya, y desde esa época, muchas grandes industrias crearon sus propias cooperativas, y como ejemplo, la Unión Obrera de Araia pertenecía a la Fábrica de Hierro, Ferrería y Talleres de Herraje de Araia.

En el libro «Historia de las cooperativas de consumo vascas«, del que hemos extraído estas y otras referencias, se afirma al respecto que: «El que las fábricas propiciasen la creación de cooperativas resultaba una ventaja para los obreros que, de esta manera, obtenían los productos prácticamente a precio de coste y con una calidad garantizada. Pero no cabe duda de que también era una ventaja para los patronos, ya que fomentando la creación de estas sociedades, podían evitar incrementos salariales a sus empleados y controlar el flujo de dinero generado por la empresa«.

Sin embargo, en el libro no se dice una sola palabra sobre las feroces luchas obreras y populares, sobre las huelgas locales y generales, revueltas, motines e insurrecciones que entonces empezaban a darse en Bizkaia y que no tardarían en extenderse a otras partes de Euskal Herria.

Pensamos nosotros que el control patronal de las cooperativas además de evitar incrementos laborales y facilitar el control económico, también y sobre todo rompían la creciente unidad obrera y popular, sembraban la división interna y aumentaban la efectividad de la vigilancia represiva. De igual modo, fue la realidad de la lucha de clase en ascenso la que llevó a la patronal no sólo a suprimir la independencia de las cooperativas sino, a continuación, y para aumentar la fuerza de la burguesía, potenciar los economatos de empresa, que aseguraban un estricto control empresarial y estatal, y un corte de cuajo de las posibilidades de desarrollo de las tendencias positivas embrionariamente implícitas en el cooperativismo. Así, ya en 1904 la Junta de la Asociación Patronos Mineros de Vizcaya optó oficialmente por los economatos en vez de por las cooperativas, y en ese mismo años aparecieron economatos en Ortuella, Gallarta y La Arboleda.

La reacción burguesa mediante el empleo del cooperativismo reaccionario contra la lucha obrera y popular también se produjo en otras zonas de Euskal Herria en donde las masas trabajadoras entraban en una fase ascendente de sus reivindicaciones y de su autoorganización. Especialmente en la Ribera de Nafarroa, en donde la implacable liquidación y privatización de los comunales con el consiguiente emprobrecimiento e hiperexplotación del campesinado, unido al ataque devastador contra la identidad vasca y su lengua y cultura tras la derrota militar de 1876 y la sucesión de leyes represivas que le siguieron, todo ello unido, estaba abriendo una nueva fase de luchas sociales.

Así, una vez más confirmando la ambigua contradicción inherente al cooperativismo, varios jesuitas impulsaron desde 1905 Cajas Rurales en Olite, Mendigorría, Artajona, Larraga y Berbinzana, según leemos en la obra colectiva «Historia contemporánea de Navarra«, para ayudar a los campesinos y jornaleros más pobres, pero la burguesía terrateniente y la burocracia eclesiástica bien pronto desnaturalizaron n estos objetivos, imponiendo otros públicamente antisocialistas.

Para 1909 el poder ya había acabado con la variante progresista del catolicismo social. A la vez, se fundaron los Sindicatos Católicos y para comienzos de la década de 1920, la Federación Agro-Social Navarra férreamente controlada por los la derecha más dura y reaccionaria, que utilizaba el cooperativismo para luchar contra la influencia anarquista y socialista entre los campesinos pobres y jornaleros. Esta derecha no se inquietó por el corporativismo parafascista de la doctrina social de la dictadura de Primo de Ribera y luego, más debilitado, de Berenguer (1923-30), porque apenas surgen choques serios entre ambos modelos capitalistas, como tampoco surgirían durante el largo terror franquista que ya en octubre de 1938 regula el cooperativismo católico entro de su ideario político, y vuelve a regularlo en 1942.

Mientras tanto, el movimiento obrero también avanzaba en la línea cooperativista pero desde dos perspectivas muy diferentes. Una era la del cooperativismo amplio, abierto a miembros que no tenían que ser forzosamente del sindicato y que pretendía guiarse por los «Siete Principios de Rochdale» de 1844 que asumió ELA en 1919 al crear la cooperativa «Vasca de Consumos de Bilbao«, y que fue luego rápidamente extendido a otras zonas, y reforzado en los congresos de 1929 y 1933, pasando a crear cooperativas de producción industrial, agrícola y pesquera, y de crédito. Para ELA, el cooperativismo debía servir como instrumento de avances en la reforma intensa del capitalismo que terminase acabando con el salario, aunque este objetivo final quedaba muy licuado en la práctica diaria, aunque el cooperativismo nacionalista de sus beneficios a las obras sociales y a la educación. En el texto colectivo «El movimiento cooperativo en Euskadi 1884-1936«, podemos leer:

«Ya en 1920 la Cooperativa de Algorta (Getxo) pretendía actuar en el terreno social en todas las manifestaciones y modalidades. Era ésta una de las principales señas de identidad de las cooperativas nacionalistas con relación al resto de las cooperativas, la mayoría de las cuales concedieron prioridad al beneficio económico inmediato –concretado en el reparto del exceso de percepción a los asociados–, y no constituyeron un fondo social de entidad hasta que fueron obligadas a ello por la legislación republicana. Incluso los socialistas se preocuparon más por los aspectos propagandísticos y de difusión del ideal. Las cooperativas nacionalistas dedicaron también especial atención a la educación, y orientaron sus esfuerzos a la creación o sostenimiento de escuelas vascas. Significativo fue el caso de la Cooperativa de Matiko (Bilbao), pues, según se afirmaba en las páginas de Euzkadi, uno de los motivos que indujeron a su constitución fue el deseo de crear una escuela vasca (…) siempre fueron cooperativas abiertas, sin que existiera cláusula estatutaria alguna que obligara a los asociados a estar afiliados al Sindicato o al Partido. Sin embargo, todos ellos debían ser conscientes de que las cooperativas nacionalistas eran un pieza más en el engranaje de la cosmovisión y del proyecto de construcción nacional auspiciado por Solidaridad y el PNV«.

La otra corriente era la del cooperativismo de la UGT, tampoco estrictamente limitado a sus propios afiliados y que seguía la orientación del cooperativismo socialdemócrata de finales del siglo XIX en el Norte de Europa, como hemos visto antes. Para la UGT y el PSOE, por lo general, el cooperativismo era un instrumento que aún insuficiente en sí mismo y en aislado para transformar el capitalismo, sí servía para adelantar algunos principios de la sociedad futura ya en el presente; pero, además, también para obtener recursos para la militancia política, locales y sitios de encuentro. Y decimos por lo general porque también en el PSOE había reticencias y críticas al cooperativismo. Volviendo al texto colectivo citado «El movimiento cooperativo en Euskadi 1884-1936«, leemos que:

«Otra de las razones fundamentales –de los problemas de la Cooperativa Socialista Bilbaína– hay que situarla en las reticencias «doctrinales» de algunos sectores socialistas hacia el modelo cooperativo, y que tuvieron también su eco en el seno del socialismo bilbaíno. Además, fueron constantes las quejas acerca de la indiferencia tanto de los socios cooperativistas como de los socialistas en general. En 1904, por ejemplo, se decía que sólo dos docenas de correligionarios practicaban asiduamente la cooperación, a pesar de la importancia que el socialismo tenía en Bilbao; y en 1921, un articulista de La lucha de clases se lamentaba de que la Cooperativa Socialista Bilbaína jamás había conseguido que consumiera en ella un 10% del total de los miembros de la Agrupación Socialista«.

A modo de información del modelo cooperativo socialista, hay que saber que la Cooperativa Socialista Bilbaína dedicaba el 29% de sus ganancias a ayudar a la revista La lucha de clases. Otro ejemplo paradigmático de esta concepción socialista fue la cooperativa ALFA de Eibar, como buque insignia de un proyecto de reformismo duro, por utilizar la terminología actual, que permitiese avanzar al socialismo por métodos no tan drásticos como los empleados en la URSS.

7.3. Comuna popular de Donostia y traición burguesa

Hemos citado antes la Revolución de 1934 en Asturias y en otros lugares, pero nos hemos extendido en la experiencia de su comuna, de su poder obrero y popular, como hemos visto, porque confirma de nuevo la capacidad creadora y de autogestión del pueblo trabajador. También en la parte peninsular de Euskal Herria tuvo lugar el Octubre de 1934 aunque fracasando casi instantáneamente pero, sobre todo, y para el tema de este escrito, no pudo instaurar la experiencia de una comuna autogestionada, como la asturiana. Se ha discutido mucho sobre las razones del fracaso y carecemos de espacio para dar nuestra opinión aquí, aunque se ha discutido bastante menos sobre lo más principal,. Sobre las lecciones para el presente y para el futuro de aquella derrota. Sin embargo, Santi Brouard sí extrajo estas lecciones en 1984 en Octubre 1934 Urria, y las reproducimos aquí por su importancia:

«Centrándonos en cómo vemos el problema hoy en Euskadi, vemos que las condiciones son distintas. Hoy la influencia numérica de la clase obrera respecto a otras clases populares, ha disminuido –los obreros, porcentualmente, son menos de lo que eran antes respecto a otras capas populares. Nuestro camino lo tenemos que hacer conjuntando los intereses de la clase obrera con las capas populares, haciendo llegar la conciencia de las clases populares o pequeño-burguesas al grado de altura del proletariado, que tiene que ser la vanguardia que conduzca el proceso que se está dando. Hacen falta consignas para esas clases. Para que esas clases revolucionarias y republicanas que todavía existen alcancen el nivel necesario para luchar contra la burguesía que es fundamentalmente monárquica (…) Nosotros creemos que «esto» sólo puede triunfar –y ahora me refiero a Euskadi– siempre que tengamos la capacidad de ligar en profundidad la lucha de clases con la lucha de liberación nacional y vasca. Una desgajada de la otra no tiene la dinámica y la fuerza suficiente para conducir al pueblo hacia el triunfo«.

Dejando de lado la precisión de que Santi Brouard se refiere a la clase obrera como a los trabajadores de mono azul, a la clase obrera industrial y de fábrica, lo que T. Negri define como «obrero-masa«, en vez de a los asalariados en su conjunto, no es menos cierto que toda su cita asume de pleno la línea estratégica permanente de aglutinación del pueblo trabajador en su conjunto alrededor de su clase obrera, línea en la que insistió desde su origen el marxismo y que aparece reforzada en los textos de la III Internacional, como hemos visto. De igual modo, también engarzan con esta experiencia las últimas palabras de S. Brouard en dicho texto:

«Creo que tenemos que tener presente que sin una lucha intensa y sin una entrega articulada no se va a conseguir nada. Si al final esta lucha va a terminar con una lucha revolucionaria armada es algo que no sabemos. Pero si eso ocurriese, no sería porque el pueblo quiere sino porque la burguesía, a través e su poder, nos pondría en el disparadero de luchar con las armas para conseguir lo que el pueblo se propone«.

Volviendo a la mitad de la década de 1930, lo cierto es que la burguesía sí puso en el disparadero al pueblo trabajador vasco. No pasaron ni veinticuatro meses desde octubre de 1934 para que, en respuesta a la sublevación burguesa del 18 de julio de 1936 en el Estado español, se instaurase una comuna popular y obrera en Donostia esa misma mañana, y se extendiese un inicial proceso similar como un reguero por los más importantes centros industriales de Gipuzkoa; también en Bizkaia se vivió una situación así aunque en Bilbo la pequeña y mediana burguesía, apoyada por el ejército no sublevado y el reformismo, controló rápidamente la situación.

Chiapuso narra en «Los anarquistas y la guerra en Euskadi. La comuna de San Sebastián«, cómo fue en esta ciudad donde las fuerzas sublevadas fueron derrotadas y las masas trabajadoras, sin hacer diferencias partidarias –excepto el comportamiento pasivo y expectante, cuando no colaboracionista con los sublevados, del PNV y ELA–, tomaron lar armas, detuvieron el ataque militar y realizaron una contraofensiva inmediata, organizaron la defensa general y la vida social y económica bajo bombardeos y ataques cada vez más duros. Coincidimos con Pedro Barruso cuando en su obra «Verano y Revolución. La Guerra Civil en Gipuzkoa«, dice :

«El carácter revolucionario que atribuimos a las nuevas autoridades quipuzcoanas tiene uno de sus pilares más sólidos en la nueva estructura económica del Territorio diseñada desde la Comisaría de Finanzas. Más que una estructura económica –en el sentido estricto del término– lo que la Comisaría de Finanzas plantea es una transformación radical de las relaciones económicas de Gipuzkoa, adecuadas a la situación que se está produciendo en la misma. La Comisaría de Finanzas encarga la formulación de una economía, que ella misma denomina «de guerra», lo que se le presentan dos proyectos; uno basado en la circulación de dinero y el otro eliminando la moneda y basándose exclusivamente en el abastecimiento. En la primera proposición se contempla que todos aquellos que dependa de la Comisaría (milicianos, obreros de las fábricas controladas por el Frente Popular, burocracia…) reciban un salario de la misma en función del abastecimiento que reciban tanto en comida como en ropa. El comercio y las empresas que no estén bajo el control de la Junta de Defensa se harán cargo del pago de los salarios a sus respectivos empleados y trabajadores. De igual forma, todos aquellos que se encuentren sin trabajo recibirán un subsidio de la Junta, bien en especie o bien en metálico«.

La Junta de Defensa de Gipuzkoa carecía prácticamente de recursos y de tiempo para detener la ofensiva militar en un frente estratégico para los sublevados. Partiendo de la nada tuvo que crear de la noche a la mañana los rudimentos básicos de un Estado con casi todos sus «ministerios» –guerra, orden público, finanzas, trabajo, abastos, transporte, sanidad y asistencia social, e información y propaganda– y luchando contra el sabotaje reaccionario dentro del Territorio que controlaba. Pese a ello dio un ejemplo impresionante de autoorganización, autogestión y autodeterminación de pueblos trabajador –trilogía del Poder Soviético– y sus logros históricos fueron grandiosos. Sin la heroica lucha de los gudaris revolucionarios la contrarrevolución se habría paseado triunfante por Gipuzkoa llegando mucho antes a Bizkaia, dejándola sin tiempo para preparar su tenaz resistencia armada.

Y tamposo sin la heroica participación de mujeres gudaris en aquellos combates, como narra Kasilda Hernáz en Partisanas: «En el episodio de Peñas de Aya nos encontramos las milicianas, no muchas, pero demasiadas, porque con la mayor parte de ellas se ensañaron los requetés cuando cayeron prisioneras al perder esa posición estratégica (…) Éramos ignorantes en el arte de la guerra. Nos ganaba la pasión enorme de creer que hacíamos un servicio ineludible, una acción indispensable para la revolución…«.

Pero en lo más decisivo y desesperado de los combates en Irún, punto neurálgico, el gobierno de izquierda francés, como hemos dicho, bloqueó la frontera y no entregó a los gudaris las vitales armas y municiones que esperaban en un tren a pocos metros de distancia de los combates. La comuna de Donostia cayó el 13 de septiembre y toda Gipuzkoa a finales de ese mes. Ya hemos hablado antes, muy rápidamente, del ascenso de luchas obreras en el Estado francés desde 1934, del triunfo del Frente Popular en mayo de 1936, y de cómo este poder hizo todo lo posible hasta que logró paralizar el ascenso de los trabajadores y mantener el orden capitalista.

Es cierto que el Frente Popular francés arrancó a la burguesía de ese Estado importantes conquistas sociales, pero a costa de una derrota obrera estratégica. Pues bien, fue este mismo Frente Popular el que más aceleró la derrota inmediata de la Comuna de Donostia y la caída de Gipuzkoa. Más tarde perjudicó también mucho la defensa de Bizkaia al prohibir que la aviación republicana española sobrevolara su territorio al ir en ayuda de Bizkaia. Además de estos tremendos obstáculos externos que aceleraron y facilitaron la derrota de los los gudaris guipuzcoanos, también hay que tener en cuenta tla extrema pobreza en armas y formación militar, y, menos aún debemos olvidar o minimizar como otra causa básica de la derrota la decisión del nacionalismo burgués vasco de no movilizar sus bases, mayormente trabajadoras, contra el ejército español y el resto de fuerzas reaccionarias.

Conforme avanzaba la década de 1930 y se acercaba el verano de 1936 en Euskal Herria crecían las condiciones objetivas suficientes para lanzar un proceso revolucionario con la participación de muy amplias bases populares y pequeño burguesas. El fracaso de la Revolución de 1934 fue debido, antes que nada, a la desunión profunda entre las fuerzas de izquierda y democráticas radicales, pero no a la indecisión de amplios sectores de las clases trabajadoras. Luego, la represión de los participantes y el debilitamiento de sus organizaciones limitó mucho la preparación de la respuesta a la más que previsible sublevación militar.

Todas las fuerzas políticas y sindicales sabían a principios de verano de 1936 que la sublevación militar estaba muy próxima, como lo sabía el gobierno republicano de Madrid. Pero, una vez más, mientras aumentaban las condiciones objetivas a una velocidad apreciable, y eso se constatan estudiando al auge de la lucha de clases y de la independentista vasca, las condiciones subjetivas avanzaban a bastante menos velocidad, e incluso retrocedían en aspectos importantes como era el comportamiento de las fuerzas stalinistas en Euskal Herria y en Europa con su tesis del Frente Popular.

Pero, sobre todo, fue el comportamiento del PNV el que abortó toda posibilidad de un avance no ya revolucionario radical, imposible en sí mismo porque el PSOE y el PCE no estaban de acuerdo, y porque los anarquistas y los marxistas revolucionarios, así como los independentistas radicales como Jagi Jagi y de izquierdas como ANV, era minoritarios, sino siquiera democrático-radical. Dejando por conocido el comportamiento colaboracionista con los sublevados de la inmensa mayoría del PNV en Araba y Nafarroa, sí es conveniente reflejar sólo con una cita cómo decidió el PNV sumarse a la resistencia popular. Son las palabras de J. Ajuriaguerra, uno de los poderes fácticos en el PNV; recogidas en «Documentos para la historia del nacionalismo vasco«:

«Tenía la esperanza de escuchar alguna noticia que nos ahorrase el tener que tomar una decisión: que uno u otro bando ya hubiese ganado la partida. A medida que avanzaba la noche, algo iba quedando bien claro: el alzamiento militar lo había organizado la oligarquía derechista cuyo eslogan era la unidad, una agresiva unidad española apuntaba hacia nosotros. La derecha se oponía frontalmente a cualquier estatuto de autonomía par el País Vasco. Por otro lado, el gobierno legal nos lo había prometido y sabíamos que acabaríamos consiguiéndolo. A las seis de la mañana (del 19 de julio de 1936), tras una noche en blanco, tomamos una decisión unánime. Promulgamos una declaración dando nuestro apoyo al gobierno republicano. Tomamos esta decisión sin mucho entusiasmo, pero convencidos de haber elegido por el bando más favorable para los intereses del pueblo vasco; convencidos también de que, de habernos decidido por el otro bando, nuestra base se nos habría opuesto«.

Pocas veces podremos leer una confesión tan indiferente a la suerte de las clases trabajadoras, tan acobardada ante las consecuencias y tan oportunista ante las propias bases. Naturalmente, Ajuriaguerra no dice nada de los intereses a favor de los militares sublevados, y sobre todo a permanecer «neutrales», que existían dentro del PNV de Gipuzkoa y Bizkaia, pero, pese a todo, sus palabras explican todo el comportamiento de su partido durante 1936 y 1937, hasta la rendición de Santoña, impulsada e impuesta a los batallones del PNV por él mismo.

A partir de aquí, comprendemos perfectamente que el PNV en ningún momento quiso, primero, prepararse para los acontecimientos que aproximaban; segundo, exigir a su militancia en Araba y Nafarroa una oposición decidida contra los sublevados; tercero, defender Gipuzkoa con sus tropas en vez de abandonarla a los franquistas; cuarto, preparar desde el principio la movilización de todos los recursos de Bizkaia; quinto, especialmente militarizar la industria; sexto, especialmente controlar la banca; séptimo, crear una ejército nacional vasco unido y moderno; octavo, luchar decididamente contra el sabotaje y el espionaje franquista; noveno, potenciar la participación democrática de las masas trabajadoras y décimo, como síntesis, luchar con plena decisión hasta el final.

La humillante y estúpida rendición de Santoña fue la consecuencia directa de ese decálogo de traiciones. Y decimos rendición estúpida porque el PNV se creyó las promesas de los italianos, sin sospechar que los españoles las iban a incumplir y fiándose de las promesas de otras potencias encargadas de embarcar a las tropas para llevarlas al Estado francés.

Lo cierto es que si comparamos el Gobierno Vasco de 1936-1937 con las experiencias anteriores y posteriores de poder popular, de consejismo y sovietismo, apreciamos una insalvable distancia. El Gobierno Vasco ni siquiera llegó a instaurar una democracia radical en el sentido de llegar hasta los límites del poder de la burguesía, de esa oligarquía derechista enemiga acérrima de todo lo euskaldun, aunque sin superarlos ni forzarlos.

Esos límites no son otros que socializar los medios de producción, nacionalizar la banca, impulsar la autogestión social generalizada, suprimir el secreto empresarial e imponer el control obrero, reducir drásticamente la jornada laboral y ampliar drásticamente la oferta de trabajo, reducir drásticamente la burocracia estatal e instaurar la democracia socialista, armar al pueblo y desarmar a la burguesía, suprimir la justicia privada de la burguesía y desarrollar la justicia pública del pueblo, instaurara la libertad de prensa y debate, impulsar la desmercantilización y la superación de la ley del valor-trabajo, etc.


7.4. Arizmendiarrieta y su elite económica y tecnocrática

El franquismo era el brazo político-militar y cultural, con el aporte substancial de la Iglesia Católica, de la dictadura burguesa. Por eso, el movimiento obrero fue brutalmente aplastado y, en cuanto burguesía española, el franquismo aplastó con inquina especial al pueblo trabajador vasco. La experiencia cooperativista, pese a todas sus ambigüedades, fue reducida a su mínima expresión e integrada, su resto, en la maquinaria controladora y represora del régimen. En 1938 se dictó en Burgos la primera Ley sobre el cooperativismo franquista que anulaba la republicana de 1931, y entre enero de 1942 y noviembre de 1943 se implementó la regulación completa del cooperativismo oficial para todo el Estado. En realidad, era difícil compaginar el cooperativismo y el corporativismo franquista, sobre todo en el período de autarquía, antes de 1959. Sin embargo, pese a todo, ya en verano de 1946 se creó la «Unión Provincial de Cooperativas de Consumo de Vizcaya«, como respuesta a la nueva tendencia lenta pero premonitoria de recuperación del cooperativismo.

No es casualidad, por tanto, que en 1947 la patronal retomase la vieja iniciativa de crear cooperativas propias, como la de la fábrica Michelín en Lasarte. Tampoco es casualidad que a comienzos de 1958 se decretase que las empresas con más de 500 trabajadores creasen los «Economatos Laborales«, decisión que recuperaba y adaptaba a las duras condiciones de vida de esa época de la táctica patronal de 1904, como hemos visto anteriormente.

Fue en este período cuando se sentaron las bases de lo que terminaría siendo Mondragón Corporación Cooperativa. Desde la perspectiva de este texto sobre la autogestión socialista como un proceso que integra sistémicamente desde el apoyo mutuo hasta el modo comunista de producción pasando por múltiples formas de solidaridad, cooperación, consejismo, etc., desde aquí, el cooperativismo de Mondragón ha de ser visto críticamente como uno de los ejemplos paradigmáticos de la ebullición de las ambigüedades contradictorias del cooperativismo neutral y aséptico en una sociedad clasista convulsa y en un pueblo oprimido nacionalmente. Ebullición que nunca permite la emergencia de una solución creativa ni a la opresión nacional ni a la explotación de clase porque, a pesar de las contradicciones que hierven en su interior, no surge ninguna solución nueva porque todos los componentes son viejos.

En un texto conjunto a este ya se ha investigado la práctica real de MCC, y nos remitimos a él. Aquí solamente vamos a hacer un somero repaso de la ideología de Arizmendiarrieta siguiendo los textos «Pensamientos«, «La empresa para el hombre» y «Emancipación obrera: la cooperación» y la voluminosa obra de Joxe Azurmendi: «El Hombre Cooperativo. Pensamiento de Arizmendiarrieta«.

La muestra definitiva del límite estructural del cooperativismo de Mondragón lo tenemos en el hecho de que mientras la ideología de Arizmendiarrieta se va acercando con el tiempo hacia una crítica superficial del sistema capitalista sustentada sobre una mezcolanza de ideologías del siglo XIX conjuntada mediante la doctrina social católica y con algunas dosis muy pequeñas, para dar aroma, de referencias izquierdosas. Esta superestructura ideológica, verdadera sopa ecléctica, en modo alguno puede dirigir la práctica real del cooperativismo sino, lo que es decisivo, ir por detrás de esa práctica justificando sus actos por cuanto la ambigüedad de la «teoría» permite legitimar cualquier cosa. Así, en relativamente poco tiempo, el cooperativismo realmente existente termina contradiciendo la «teoría» inicial.

Y este distanciamiento se agudizará una vez muerto Arizmendiarrieta de tal modo que su ideología –que no teoría– termine en un estruendoso fracaso. No es la primera vez que sucede una cosa así, ni será la última. Los casos de Owen, Fourier y Proudhom, por citar algunos directamente relacionados con el cooperativismo, son de sobra conocidos, como lo es el de Gandhi en otra problemática reformista que también tiene sus conexiones indirectas con cierta interpretación del cooperativismo.

Queremos decir con esto que la razón del fracaso no radica exclusivamente en la extrema debilidad teórica del pensamiento de Arizmendiarrieta, lo que es cierto, ni tampoco en el hecho de que es un pensamiento ideológico, que encubre e invierte la realidad contradictoria, presentando la causa como efecto y viceversa. Una razón importante aunque secundaria de ello es su idealismo religioso, cristiano, y además fuertemente influenciando por Mounier, Borne y Maritain, y por Kant, como demuestra Joxe Azurmendi.

La razón del fracaso, en última instancia, radica en la propia naturaleza del capitalismo que, en determinadas situaciones transitorias, puede tolerar alguna pequeña autonomía del cooperativismo e incluso su duración prolongada en algún caso excepcional pero, inexcusablemente, termina por integrar el cooperativismo en la lógica de la acumulación ampliada, o, en caso contrario, por desintegrarlo. La superestructura ideológica del cooperativismo no revolucionario, en este caso el de Arizmendiarrieta, sólo sirve para engatusar a sus miembros en una primera fase, la de ascenso, después para justificar su estancamiento y, por último, para no descubrir las razones materiales del fracaso.

Nosotros vamos a descomponer la mezcolanza ideológica, vamos a analizar los cinco tropiezos que tiene la sopa ecléctica del cooperativismo de Arizmendiarrieta –su concepción económica burguesa, su arrogancia elitista, su propuesta educativa, su falsa neutralidad, y su indiferencia política ante la opresión nacional vasca– entrelazados y mutuamente influyentes en una época decisiva, como es 1965-1976, año de su muerte.

Con respecto a la primera cuestión, la de su concepción económica, Arizmendiarrieta está lastrado por una confusa ideología sobre de la propiedad privada:

«El cooperativismo trata de que todos sean acreedores a un capital, a una propiedad; y persigue este fin a pesar de tener que desenvolverse en un medio ambiente y en un marco institucional prácticamente incompatibles, en un clima natural y educativo que minusvalora los valores comunitarios. En primer lugar el cooperativismo acaba con el divorcio de la propiedad y del trabajo. Luego, estima y valora la propiedad, no en sí misma, sino por su carácter dinámico, por su condición de instrumento de promoción: «no sólo aboga el cooperativismo por la propiedad privada y el capital cuando los patrimonios son fruto de un esfuerzo, de un sacrificio, sino que los sobrevalora como elementos de promoción progresiva y, por eso, en ningún ambiente puede encontrarse mejor considerado un patrimonio que nace de un esfuerzo, , se constituye sustrayéndose a ciertas comodidades, como entre los cooperativistas»- El cooperativismo, finalmente, promueve la propiedad para todos «mediante la paralela y sincronizada promoción de patrimonios personales y comunitarios», en oposición al capitalismo, que provoca una concentración de propiedad individual tal que la mayoría carece de ella o dispone de la misma en límites puramente simbólicos«.

Siendo en exceso magnánimos, podríamos estar tentados a pensar que semejante contraposición entre el cooperativismo y el capitalismo sólo podría sostenerse en la educación de Arizmendiarrieta, lastrada por la Iglesia y el franquismo, por su censura y por la dificultad relativa de acceder a textos más profundos. Pero esa magnanimidad es demasiada dado que, en esa misma época, otras personas con recursos para disponer de información y para contrastar teorías, no dudaban en hacerlo. ¿Cómo explicar entonces este pensamiento? ¿Solamente por la imposibilidad de disponer de más información, por cruda ignorancia o por simple ideología utópica? ¿O por todo ello a la vez? ¿Cómo entender sino lo que sigue?:

«Los cooperativistas hemos renunciado al sistema capitalista, pero no a la necesidad de disponer cada vez de más amplios capitales. Ello entrañaría la renuncia al progreso, a la productividad e incluso a la mejora de nuestra comodidad laboral«.

La forma de resolver la cuadratura del círculo de un capital sin capitalismo es, para Arizmendiarrieta muy sencilla, aceptando lo bueno y dejando lo malo del capitalismo:

«No basta hablar mal del capitalismo como sistema. Hay que profundizar en su contenido interno y, extraer del mismo aquellos factores útiles, que son propios de cualquier régimen o sistema que pretende hacer avanzar y progresas a la empresa y a la sociedad. Este factor insustituible es el de la capitalización progresiva de los excedentes que surgen del trabajo no consumid,. Bien es verdad que la imputación y titularidad de estos excedentes es lo que realmente está en entredicho, pero no es nuestro objetivo aclarar esta cuestión, sino en llevar al ánimo de todos nosotros la importancia de la noción de capitalización, que va unida a la noción de implicación de cada miembro de la comunidad de trabajo, como factor estimulante e imprescindible en el proceso de producción de bienes«.

Si el cooperativismo ha renunciado al capitalismo –lo malo– pero aceptando el capital, la capitalización –lo bueno–, entonces ¿cómo definir la empresa cooperativa? La respuesta es esta: «Consideramos que la empresa debe ser una comunidad humana de actividades e intereses, basada en la propiedad e iniciativa privada (salvo en el caso de que por causas de bien común intervenga el Estado), instituida para prestar a la sociedad un servicio de producción necesario o conveniente, mediante el cual recibe una contraprestación económica acorde con el servicio prestado, que es retribuida entre sus miembros de una manera justa«.

Y para intentar el milagro último, buscado desde siempre por reformadores y utópicos, Arizmendiarrieta crea la figura del «trabajador empresario«: «El cooperativista, además de trabajador, es también empresario. No puede desdoblarse en forma tal que pueda ser lo uno o lo otro separadamente. Su éxito depende de que en ambas funciones y paneles esté a la altura de las circunstancias; a nadie puede disculparse una preocupación exclusiva por lo uno o lo otro, ya que en el caso del cooperativista ambas condiciones, de trabajador y empresario, van tan estrechamente ligadas como el cuerpo y el alma«. Fijémonos, empero, que en la frase citada el trabajador es igualado al cuerpo y el empresario al alma.

Hay en esta cita una afirmación a nuestro entender clave para comprender especialmente dos de entre las muchas de las incoherencias teóricas y prácticas de Arizmendiarrieta: «salvo en el caso de que por causas de bien común intervenga el Estado«. Por un lado, esta es una tesis esencialmente reaccionaria tanto en lo social como en lo nacional vasco. El sacerdote debía haber oído al menos las críticas de mucha gente al Estado franquista, a sus crímenes y a su permanente intervención contra Euskal Herria. Aunque su formación teórica fuera nula –como lo era– en lo relacionado al conocimiento de la teoría política y económica, y aunque su ideología fuera utópica en extremo, siendo así, empero, afirmar que el Estado puede intervenir por «causa de bien común» es burlarse de la historia y burlarse del presente. Es más, sólo desde lo que entonces eran restos del liberalismo decimonónico más conservador, el de «laissez faire, laissez passé«, podría comprenderse semejante afirmación.

Ahora bien ¿habría leído Arizmendiarrieta a los neoliberales como Ayek o von Misses que ya para entonces empezaban a ser adorados por la derecha burguesa? ¿Cómo compaginar el explícito contenido neoliberal de esta frase con sus constantes afirmaciones de que el cooperativismo es la «tercera vía», la alternativa a los extremos del capitalismo más individual y el comunismo más autoritario?

La respuesta a esta pregunta nos lleva a la otra incoherencia. Como veremos más adelante, el sacerdote cooperativista sí está de acuerdo con el intervencionismo estatal pero siempre y cuando sea en beneficio de su cooperativismo, siempre y cuando lo proteja e impulse. Como veremos luego, esto no es una contradicción irresoluble. Solamente es una muestra más de la doblez y del cinismo neoliberal que quiere acaparar para sí la protección exclusiva del Estado burgués. ¿Cómo relacionar ambas incoherencias? De una forma tan simple como es recurrir ala historia del elitismo dirigente y del elitismo tecnocrático. Las minorías que se han erigido en grupos selectos, superiores y directores de las masas siempre han defendido la tesis de que ellos deben dirigir a la sociedad y, por tanto, deben o bien controlar al estado o bien recibir el apoyo estatal. El cooperativismo del Arizmendiarrieta aúna ambas posturas, lo que nos lleva a la segunda crítica.

El elitismo dirigente es tan viejo como la escisión entre el trabajo manual y el trabajo intelectual, y podemos rastrear sus orígenes en Platón y sobre todo en Aristóteles; y el elitismo tecnocrático dirigente surge en el mismo momento en el que la burguesía necesita exterminar el saber artesanal y después el saber obrero para convertirlo en partes del capital, y sus orígenes están ya dados teóricamente en Comte y sobre todo en Pareto, de donde se introdujo en el fascismo por la puerta grande. Tenemos así, sin mayores precisiones, los dos básicos sustentadores del elitismo franquista: la mezcla del idealismo religioso con el fascismo italiano. El nacional-catolicismo franquista es la síntesis de ambos, y el Opus Dei introdujo en ese elitismo un contenido tecnocrático espeluznante.

Disponemos así de una descripción mínimamente adecuada del contexto político, ideológico y religioso que a grandes rasgos explica el elitismo de Arizmendiarrieta; el otro componente, el económico, proviene de la ideología neoliberal que antes hemos descubierto en su tesis sobre el Estado, y recordemos que Pareto pertenecía a la escuela austríaca del marginalismo, punto de arranque del neoliberalismo. De todos modos, el pensamiento de Arizmendiarrieta es tan confuso y revuelto, dentro de sus pilares básicos, que estos diferentes componentes se mezclan en diferentes mixturas según los momentos y los temas.

Pero veamos ya algunos ejemplos de elitismo: << «los constructores de la grandeza de la humanidad son, ante todo, los pocos hombres que consagran su vida a los valores espirituales» (Ib.), los sabios, los artistas, los pensadores, los santos, los justos. Todo lo que eleva al hombre procede de ellos, lo mismo el arado, la rueda o la máquina de vapor, que la obra de educación y de perfeccionamiento del hombre mismo. «El justo aporta a la vida social el concurso de un espíritu que busca la verdad y el bien, no simplemente su propio bien en detrimento del ajeno, sino el bien» (Ib.)>>. Más aún, Arizmendiarrieta, que no valora en su justa importancia el esfuerzo conscientemente teórico del cooperativismo en buena parte de sus prácticas de masas, de partidos y de sindicatos, añade que:

«El movimiento cooperativo de tipo industrial que conocemos se ha desarrollado por generación espontánea, al abrigo y amparo de personas nobles, bien intencionadas y, en no pocos casos, ajustadas en conocimientos y, por supuesto, las más sensibilizadas en transformar una situación con la que no están de acuerdo«.

Semejante desprecio por la capacidad de intervención creativa de las masas trabajadoras, capaces de elaborar mediante el cooperativismo socialista y otros instrumentos e instituciones, un proceso de autogestión social generalizada, es del todo coherente con el más frío de los elitismos tecnocráticos actuales. Pero no solamente esto, Arizmendiarrieta va más allá y sostiene que: «Una buena concepción de la cooperación debe poder ver en la gestión empresarial un noble y complejo quehacer, por lo que sus protagonistas son acreedores al apoyo de todos«. O más crudamente:

«Los trabajadores empresarios podemos tener y debemos tener un puesto de honor en el desarrollo del país, en la gestión y conducción de sus problemas; sobre todo hemos de poder dejar constancia de que hoy los Trabajadores tienen madurez y su emancipación se impone: no se puede retrasar alegando su minoría de edad o impreparación- El Trabajo es un blasón y una fortaleza siempre actuales«.

Lo realmente insoportable de esta ideología no es su forma abstracta, aun siendo esto muy grave, sino sobretodo el que se elaborase y divulgase cuando el franquismo iniciaba su deterioro, cuando las masas trabajadoras comenzaban a ponerse en pie y cuando iba tomando cuerpo y fuerza la lucha de liberación nacional y social de Euskal Herria. En estas condiciones el mensaje del sacerdote cooperativista aparecía como una oferta asequible, una promesa de futuro para cientos o miles de personas que por la censura franquista, el silencio atroz y el olvido del pasado impuesto por la derrota de 1939, el miedo o el egoísmo no querían saber nada de la lucha revolucionaria, o no podían saber nada del socialismo, o creían sinceramente en la doctrina social católica. Además, les presentaba una imagen no sólo idílica del cooperativismo oficial sino también impulsaba una ambición social precisa, la de que la comunidad debía poner en «un puesto de honor» a los cooperativistas en la dirección de la sociedad.

Mientras el franquismo se resistía a morir provocando la muerte de la oposición creciente, y mientras el movimiento obrero se organizaba y los partidos se movilizaban y se dividían, Arizmendiarrieta presentaba una «tercera dirección » como alternativa a la pugna ya abierta entre la tendencia a la autogestión socialista del pueblo trabajador y la tendencia a delegar el poder político en los partidos y sindicatos que en su inmensa mayoría, apenas habían luchado contra la dictadura franquista.

7.5. Arizmendiarrieta y su educación como mito liberador

Es una constante de la ideología burguesa, y de todas las de las clases dominantes basadas en la explotación de la fuerza de trabajo, sostener que la dirección de la sociedad corresponde a la elite, a quien monopoliza el conocimiento, la inteligencia y la información. El resto, la inmensa masa de explotados ignorantes e incultos, debe obedecer y, a lo sumo, intentar mejorar mediante un sistema educativo ideado por el poder elitista. Llegamos así a la tercera consideración crítica sobre la obra ideológica de Arizmendiarrieta.

Los partidos que desde finales de la década de 1961 intentaban controlar y dirigir hacia el reformismo parlamentario y la claudicación práctica al poderoso movimiento de masas, y liquidar a la vez la lucha independentista, asumían de pleno esta ideología aunque la modernizaban con el derecho a un voto –«calla y vota, idiota» según decía un lema abstencionista– limitado por una democracia castrada impuesta por los poderes fácticos. Contra ellos se levantaba un movimiento espontáneo de autogestión social y de independencia de clase, de consejismo obrero y popular que llegó en Euskal Herria a su plasmación más alta, y que fue brutalmente reprimido por las fuerzas represivas, como la masacre del 3 de marzo de 1976 en Gasteiz al atacar la policía a la asamblea de trabajadores refugiada en la catedral de la ciudad.

Pues bien, en la mitad de esta pugna aparece la propuesta del sacerdote cooperativista según el cual, son «los sabios, los artistas, los pensadores, los santos, los justos» quienes impulsan el progreso humano, y quienes desarrollan las cualidades de los «trabajadores empresarios«. Son estos, en síntesis, quienes deben dirigir la sociedad. Arizmendiarrieta podía haber dicho que era «la sociedad» la encargada de regirse a sí misma, como sostenían los partidos parlamentarios y reformistas, y en una dictadura eso sonaba incluso «democrático». Pero ni eso.

Para reducir la distancia entre la elite directora y la masa dirigida, el sacerdote intercala su modelo educativo. Como en el socialismo utópico, es la educación de las masas, antes que su intervención revolucionaria, la que les permitirá ascender a su libertad. Aún y todo así, hay que precisar que el sistema educativo de Arizmendiarrieta es impresionantemente conservador y hasta reaccionarios en determinados momentos, como este:

«Es verdad que los que tienen alma de peón mejor es que queden en peones, pero no hemos de pensar que las únicas almas de peón brotan en la clase humilde«. Partimos, pues, de una base lapidaria y contundente –«que queden en peones«– esencialmente reaccionaria. A partir de aquí podemos estudiar mejor la finalidad de su sistema educativo: «La mejor forma de que una comunidad sea dinámica, floreciente en iniciativas de todo género, es la concesión de amplias opciones a todos los que estén en condiciones de cultivar sus facultades superiores«. Está claro que no son quienes tienen «alma de peón» los que están en «condiciones de cultivar sus facultades superiores«.

Arizmendiarrieta no oculta la severidad de su modelo, un modelo que no puede ser rebajado en su exigente calidad so riesgo de desvirtuase, como luego veremos. Antes hay que decir que la formación de los hombres capaces de asumir esas obligaciones se basa en que «Educación, trabajo y ahorro suenan a tres cosas tan dispares que abordarlas como un pudiera parecer un contrasentido; sin embargo, tenemos que considerarlas más bien como tres dimensiones o aspectos de un mismo problema, el problema de la promoción social de los hombres y de los pueblos«.

Ahora bien, antes de estudiar cómo es la educación que va unida al trabajo y al ahorro, hemos de leer estas palabras del sacerdote sobre las especiales aptitudes de los cooperativistas: «El radicalismo del planteamiento cooperativo cara al desarrollo, apelando al concurso integral, laboral y económico, personal y comunitario, de sus adeptos, impone la alternativa del éxito o del fracaso más rotundo; presupone espíritus fuertes o, cuando menos, hombres dispuesto a jugar el todo por el todo. Por eso mismo no es una fórmula apta para todos; pero el mayor error que pudiéramos cometer es el de situar sus exigencias al nivel de los más débiles, en cuyo caso será imposible que se alcances niveles elevados«.

Sin embargo, a pesar de que Arizmendiarrieta insiste con frecuencia en las especiales aptitudes de los cooperativistas, y aunque incluso, como los revolucionarios antiburocráticos e igualitarista de todas las épocas, afirme que: «Una sociedad que intente seriamente planificar el desarrollo de la grandeza humana, necesita contar con una plantilla suficiente de hombres competentes dispuestos a cargar con los puestos de mayor responsabilidad y calidad sin exigir por ello un nivel de vida individual y familiar superior al resto del pueblo«, pese a esta declaración que formal e inicialmente podemos subscribir, el problema real y práctico es muy opuesto ya que fue el mismo sacerdote quien, como veremos luego, no dudaba en pedir al régimen franquista unas especiales condiciones fiscales y ayudas al cooperativismo. ¿En qué quedamos? Suena a trampa el sermonear sobre la dureza del cooperativismo pero a la vez, en plena dictadura, exigir un trato a favor para suavizar el funcionamiento cooperativo.

Dejemos para más adelante estas y otras contradicciones porque ahora nos interesa comprender que el sacerdote acepta la existencia de dos grandes bloques de personas, los peones y débiles, y los dirigentes, los «espíritus fuertes«. Esta división es coherente con la ideología de la elite. Entonces, ¿qué objetivo tiene la educación? La respuesta puede ser esta:

«Conocemos los anhelos de libertad de los humildes, de los proletarios, del pueblo en una palabra. Anhelos que están muy bien y que dicen mucho a su favor, a favor del sentimiento de dignidad, que como sabemos todos ese sentimiento de dignidad es en hombre tiene un santo y una seña que es la libertad. Qué pena da tener que pensar que esos anhelos no pueden colmarse ni en el mejor de los casos, pues esos mismos que tienen tales anhelos no son, por otra parte, capaces de administrar sus propios intereses y derechos, puestos que carecen de la instrucción y técnica indispensable para ello al carecer de conocimientos. Un pueblo amante de la libertad, un pueblo consciente de sus derechos, debe saber que la libertad no se poseerá si no se sabe administrar, si se vive siempre en una minoría de edad. Un pueblo así debe preocuparse de su instrucción, pues por el camino del analfabetismo y por el de la ignorancia no se encontrará más que la esclavitud, aunque sea de otra forma«.

No deja de sorprender ese lenguaje paternalista, superior y hasta de cierto desprecio hacia los «humildes«. Parece que Arizmendiarrieta desconociera totalmente los impresionantes logros educativos que esos «humildes» han logrado mediante sus conquistas autoorganizativas, desde las cooperativas obreras y socialistas de finales del siglo XIX, como hemos visto, hasta los avances revolucionarios. No sabemos si el sacerdote vasco había tenido acceso a los datos sobre la intensa y extensa campaña de alfabetización popular en Cuba nada más liberarse de la dictadura interna y de la tutela de los EEUU, justo a comienzos de la década de 1961, pero ese ejemplo por sí sólo, y podríamos poner otros muchos, demostraba concluyentemente que los anhelos de los «humildes» sí pueden colmarse si se autoorganizan y generan cotas suficientes de poder popular, y sobre todo si crean su propio poder político.

Una vez más llama la atención la ignorancia de sacerdote sobre la historia del movimiento obrero internacional y en especial sobre sus logros educativos. Pudiera ser que Arizmendiarrieta supiera algo más sobre esos hechos pero se lo callase porque contradecían abiertamente su modelo social. O si se quiere ¿educar para qué? El cómo educar depende del para qué educar. Desde esta perspectiva, la única válida a nuestro entender, nos parece que Joxe Azurmendi fuerza bastante la lógica cuando relaciona las ideas de Arizmendiarrieta con las de Marx y hasta con las de Mao Tse Tung en la fase de la Revolución Cultural.

Si bien ya en la cita anterior tenemos una pista clara sobre el para qué educar, preferimos estas otras palabras más concretas: «Tras la socialización de la cultura viene inevitablemente una socialización de las fortunas y hasta del poder; diríamos que es la condición previa indispensable para una democratización y un progreso económico-social de un pueblo«. O esta: «El agente más activo de la renovación es la cultura, la ciencia, la técnica, que tienen un común denominador que constituye el hombre con nueva mentalidad«. Y esta última, para no extendernos: «Saber es poder y para democratizar el poder hay que socializar previamente el saber. No hacemos nada con proclamar los derechos, si luego los hombres cuyos derechos hemos proclamados son incapaces de administrarse, si para poder actuar no tienen otra solución que disponer de unos pocos indispensables«.

Realmente, nada de esto se puede comparar con las ideas de Marx y de Mao, y no siquiera con las de Gramsci, quien insistía con total razón en la importancia de que las clases trabajadoras desarrollaran su propia hegemonía cultural e ideológica antes de conquistas el poder político. Pero este es un debate que no entra en el objetivo de este texto.

Lo realmente importante es descubrir el objetivo estratégico del por qué de esa educación, es decir, la ideología culturalista, pacifista y redentorista que Arizmendiarrieta quiere inculcar con esa educación. Y lo primero que hace es o bien mentir o bien volver a demostrar su crasa ignorancia histórica al sostener que: «No olvidemos que la burguesía superó y destronó a la aristocracia cuando alcanzó una cultura superior y por tanto el proletariado estará en condiciones de iniciar su reinado social cuando sea capaz de sustituir a relevar a la burguesía por su capacidad y preparación técnica y cultural«. O desconoce la historia real de la lucha de clases o miente. La burguesía llegó al poder solamente gracias a terribles y sangrientas guerras de clase. Incluso aunque hubiera sido cierto lo que dice, que no lo fue, incluso así tampoco puede establecer una identidad entre la burguesía y el proletariado ya que el auge de cada uno se produce en contextos históricos cualitativamente diferentes.

De nuevo, es clamorosa la ignorancia o la manipulación de Arizmendiarrieta. Hasta el presente y desde las primeras revueltas obreras y populares de finales del siglo XVIII en Gran Bretaña, por mucho desarrollo cultural, científico y técnico que hay logrado la clase trabajadora no le ha servido de nada si no ha asegurado esos avances mediante un poder de clase que lo englobe, proteja de la reacción burguesa y lo impulse hacia delante. Peor aún, periódicamente el Capital adapta sus disciplinas laborales y métodos de explotación para expropiar el saber obrero e integrarlo, subsumirlo, en el proceso de acumulación ampliada.

Además, el sistema educativo del sacerdote busca expandir un pacifismo que sólo ha cosechado fracasos estrepitosos y ridículos trágicos. Simplemente, no es cierto que: «La salvación no la hemos de encontrar por el camino de la violencia y la fuerza. Que quien a hierro mata a hiero muere, dice el refrán; que por el camino de la violencia no se ha de allanar el abismo, sino ahondarlo más y más. Lo que a lo sumo pasará será que se variará el bastón de posición, de forma que la montera haga de mango y el mango de montera«. Semejante manipulación falsificadora de la historia, o su desconocimiento, es empero necesaria para poder defender una postura pacifista que sí ha fracasado una y otra vez en la historia de la lucha de clases.

Nos resulta imposible imaginar un sistema educativo que potencie el espíritu crítico y creativo de la gente «humilde» si está cimentado en esta advertencia: «Tenemos que ponernos a salvo de las aspiraciones utópicas, ya que las que pudieran merecer tal calificativo son un elemento perturbador por muy halagüeñas que pudieran parecernos«. Recordemos que esta «pedagogía liberadora» –¡¡¿¿Qué dirían Freire, Piaget y otros muchos??!!– está defendida en pleno franquismo. Y que durante esa dictadura Arizmendiarrieta defendió que: «La democracia ha de servir para hallar el punto de equilibrio«. Recordemos el lema de la UCD de Adolfo Suárez: «la razón está en el centro«.

Por último, hay que entender este sistema educativo dentro del redentorismo idealista, cristiano, que mina y pudre toda la ideología del sacerdote: «El trabajo no es un castigo de Dios sino una prueba de confianza dada por Dios al hombre haciéndole colaborador suyo«. Exceptuando muy pocas y reducidas corrientes históricas del movimiento obrero, y en su tiempo el stalinismo con todas sus variantes, el grueso de las aspiraciones socialistas ha criticado radicalmente el trabajo asalariado; ha luchado, matado y muerto por reducir lo más posible el tiempo de trabajo y por aumentar el tiempo libre, propio y verdaderamente humano. Para la clase obrera consciente de su suerte, el trabajo es una maldición, y Marx es el crítico radical por excelencia del trabajo asalariado.

Pero Arizmendiarrieta sostiene que: «para nosotros nunca será el trabajo un castigo y el ocio una bendición del cielo y, por tanto, la riqueza el camino por donde se llega propiamente al paraíso humano. Para nosotros el trabajo es la contribución humana al plan y designios divinos para ir transformando y mejorando un mundo que, si bien no llegará a paraíso terrenal, sí debe aspirar a ser más confortable que lo que es hoy día«.

Los tres objetivos básicos se juntan, como la Santísima Trinidad, en un único fin como es el de desarrollar una masa social moldeada y educada desde su infancia más tierna e inocente en el culturalismo pacifista cristiano, en el que el redentorismo por y mediante el trabajo, el ahorro y la educación permanente sea el cemento social que permite que las personas como «alma de peón» y los «débiles» sean la fuerza de trabajo, el cuerpo y la materia que está bajo la dirección de los «espíritus fuertes».

7.6. Arizmendiarrieta y su neutralidad polírica reaccionaria

Sin embargo, y llegamos a la cuarta crítica, esta pretensión consustancial al elitismo tecnocrático, o de la tecnoestructura dentro del cooperativismo, chocaba con dos obstáculos tremendos. Uno con las reiteradas afirmaciones de neutralidad del cooperativismo oficial, interclasista, y otro con la realidad social. Recordemos que en 1937, cuando las tensiones sociales bullían, el cooperativismo oficial insistía en su neutralidad. Precisamente en 1966, durante el 23 Congreso de la Alianza Cooperativa Internacional celebrado en Viena, ese cooperativismo ratificó lo dicho 1937 y la declaró más actual que nunca antes.

Recordemos, en lo referente al segundo obstáculo, que durante la segunda mitad de la década de 1961 la lucha antifranquista desbordaba claramente los intentos de control y dirección de los partidos, como se demostró de forma irrefutable durante los largos meses del Consejo de Guerra de Burgos iniciado en 1969. La neutralidad del cooperativismo exigía a éste no intervenir y menos aún pretender dirigir la sociedad, y el auge de la autoorganización de las masas frenaba el deseo de dirigismo tecnocrático nada neutral de Arizmendiearrieta. ¿Cómo resolver esta contradicción?

Según el sacerdote: <<La neutralidad política, filosófica, religiosa del cooperativismo puede resumirse tal vez en una fórmula simple de este modo: el cooperativismo es neutro, lo cooperativistas no. O más claro tal vez: para todo cuanto atañe a la cooperativa misma no hay más filosofía ni política que la propia del cooperativismo mismo; para cuanto atañe a cuestiones extracooperativas el cooperativismo no predetermina posición alguna>>. Dicho de otro modo: «La neutralidad cooperativa no consiste tanto en inhibición o indiferencia frente a los grandes problemas humanos y sociales, cuanto en ser un sólido presupuesto para acceder a un afrontamiento más eficiente de los mismos, imputando a la organización cooperativa aquella independencia o autonomía requerida por las propias fuerzas y su mejor aglutinación con lealtad a la conciencia humana y social de sus componentes. La neutralidad es la garantía de la autonomía cooperativa«.

Como se aprecia a simple vista, estas definiciones no pueden resolver la contradicción entre el deseo dirigista del elitimos y la imposibilidad de hacerlo tanto por el principio de neutralidad como por el rechazo del movimiento obrero. El punto crítico irresoluble no es otro que el de la separación entre lo intracoopeativo y los extracooperativo porque engarza en directo tanto con la extrema pobreza teórica de Arizmendiarrieta en lo relacionado con la economía y la política, como en la pretensión del cooperativismo oficial de permanecer al margen de la economía capitalista dominante, supuestamente exterior a los muros de las cooperativas. Ni existe ni puede existir nunca una separación tajante y absoluta, insalvable, entre lo interior y lo exterior a una empresa económica.

Además, esta crítica básica se hace aún más incontrovertible cuando se concreta en un período histórico cargado de represiones, torturas, manifestaciones prohibidas, huelgas locales y generales, estados de excepción, leyes represivas especiales, crisis socioeconómica, aumento del paro, etc. En un prolongado contexto como el malvivido en Euskal Herria, cualquier intento de incomunicar totalmente el interior y el exterior de un proyecto como el cooperativista, además de una utopía, es sobre todo una utopía reaccionaria fácilmente entendible al observar cómo las cooperativas seguían trabajando mientras otras muchas empresas y grandes zonas urbanas cerraban por huelgas.

De hecho, aquí estamos tratando el problema «eterno» del cooperativismo que se pretende neutro y que, pese a ello, en la realidad cotidiana debe optar o bien por el sistema capitalista o bien por la lucha de clases socialista. Más aún, cuando el cooperativismo supuestamente neutral existe en un contexto de opresión nacional terrible, entonces llegamos al extremo del problema «eterno» pues o se opta por la propia nación y su pueblo trabajador, o por el Estado ocupante y su burguesía. Sin embargo, este límite interno al cooperativismo neutro, ya puesto en evidencia desde el siglo XIX, no parece ser, sin embargo, plenamente comprendido por Joxe Azurmendi cuando el texto que tratamos dice:

«Parece un punto –difícil de suyo– no suficientemente madurado en el pensamiento de Arizmendiarrieta. Se comprende que en el clima de los años 1960 y 1970 se haya visto obligado a destacar alternativamente ambos aspectos, el de la neutralidad, por un lado, y el de la dimensión política real del cooperativismo y del compromiso obligado de las cooperativas, por el otro. Sus viejos recelos hacia la política («que siempre divide, achica y agria el corazón») y los políticos no le facilitaban, sin duda, la tarea«.

Llegamos así a la quinta y última crítica, la relacionada con la intervención política de un proyecto cooperativista nacido en plena dictadura de opresión nacional y explotación capitalista. Y aquí emerge a la superficie definitivamente toda la coherencia reaccionaria de Arizmendiarrieta. Insistimos en que para comprender el problema entero que tratamos, la incapacidad genética del cooperativismo neutro e interclasista para resolver las contradicciones sociales, hay que recurrir a la larga historia de las relaciones entre el cooperativismo en todas sus formas y la lucha de clases.

Pues bien, esta exigencia de método debe resultar muy difícil de realizar ya que incluso ni Joxe Azurmendi la desarrolla plenamente, dejando en el aire cuestiones importantes como son, una, profundizar más en la práctica del cooperativismo real y no sólo en una referencia muy vaga a algunos revolucionarios; otra, analizar más el contexto histórico de entre 1950 y 1970 y, por último, comparar los actos de Arizmendiarrieta con otros vascos y vascas. Desde esta perspectiva, sorprende que Joxe Azurmendi justifique las aparentes ambigüedades políticas del sacerdote ya que «téngase en cuenta que todos estos textos relativos a la política proceden del tiempo de la dictadura y es natural que no puedan ser muy explícitos«.

Sin embargo, la pregunta es ¿podían ser más «explícitos» teniendo en cuenta la ideología del sacerdote, su sopa ecléctica y su reaccionarismo substancial? Pensamos que no, que si se escribieron así es porque así pensaba su autor. Más aún, hay que analizar, primero, si se puede aplicar literalmente nuestra concepción actual de política, al menos la existente a comienzos de la década de 1981, a la realidad sociopolítica de la segunda mitad de la década de 1961; segundo, preguntarse por qué esperó hasta 1965 para empezar a escribir de «política», y tercero, contextualizar sus escritos políticos.

En la primera cuestión, bajo la dictadura franquista y en aquellos años, cualquier cosa que desbordase la «democracia orgánica» era considerada como «política», y esta ampliación del concepto permitía ampliar a su vez el campo represivo todo lo que hiciera falta. Desde finales de la década de 1971, con la democracia vigilada impuesta entonces, muchas personas y colectivos que prácticamente no hicieron nada contra el franquismo se ampararon en esa laxa e imprecisa definición de política para montarse una imagen falsa de su supuesta «militancia antifranquista». Los «demócratas de toda la vida» surgieron como champiñones tras desaparecer oficialmente la dictadura, aunque antes, durante ésta, los opositores reales eran bastante menos. El caso de Arizmendiarrieta y su cooperativismo se inscribe en esta masa oportunista.

Es cierto que en algunos casos, el cooperativismo oficial tuvo pequeños roces con la burocracia franquista –por ejemplo, la tensa reunión con Oltra Moltó, Gobernador Civil de Gipuzkoa, la tarde del 16 de julio de 1969– y hasta eclesiástica, pero estas ligeras tensiones han sido magnificadas por el martirologio del cooperativismo oficial ya que, por un lado, tales pugnas son constantes y lógicas dentro del capitalismo entre sus diversas corrientes porque las fracciones más reaccionarias y arcaicas difícilmente aceptan las reformas del sistema –por ejemplo, la iracunda oposición de los falangistas al Opus Dei–, por otro lado, una de las funciones elementales del Estado burgués es la de intentar racionalizar las disputas internas entre facciones diferentes, e intentar que triunfen las que mejor aseguran la acumulación ampliada, y en este caso el cooperativismo era una de las salvaciones del capitalismo estatal en un área de intensamente creciente lucha de liberación nacional y de clase, mientras que el corporativismo autocrático falangista era un estruendoso fracaso; y, por último, lo decisivo, quien realmente estaba machacado sin piedad, torturado y encarcelado, cuando no asesinado, era el movimiento obrero radical e independentista.

En la segunda cuestión –¿por qué hay que esperar hasta 1965 para encontrar los primeros textos políticos explícitos?– tampoco hay excesivos problemas de interpretación no sólo por lo visto hasta ahora sino también porque el pensamiento del sacerdote cooperativista era de suyo indiferente a la política en sentido fuerte y decisivo de la palabra; es decir, en términos marxistas, a la síntesis política de la explotación global de la mayoría por la minoría. Solamente cuando a mediados de la década de 1961 aparecen ya tan manifiestamente las contradicciones sociales, sólo entonces, cuando Arizmendiarrieta tenía 50 años de edad, aparecen sus primeros textos explícitos, como los define Joxe Azurmendi. ¿Se puede pensar que durante una vida «políticamente» –en el sentido amplio de política– consciente de cómo mínimo 25 años el sacerdote no se enfrentó a muy serios problemas de opresión y explotación? No. ¿Entonces?

Joxe Azurmendi comienza su valiosa investigación exponiendo la situación de crisis generalizada en la que vivió el joven Arizmendiarrieta y nos advierte de entrada que: «La política no parece haberle interesado nunca«, para poco después afirmar que: «De su interés por los temas sociales dan testimonio los numerosos apuntes y recortes de periódicos que aún se conservan archivados. El tema de la cooperación está ya en ellos presente, así como la vía entre liberalismo y colectivismo, o la de un socialismo vasco genuino«.

No nos llevemos a engaño. Arizmendiarrieta podía ser perfectamente «apolítico» pero en modo alguno quería pasar del Estado y de su protección. Ya hemos advertido antes que su rechazo del «proteccionismo» e «intervencionismo» del Estado acaba cuando se trata del cooperativismo, cuando el Estado debe proteger e impulsar el cooperativismo. Ahora vamos a desarrollar este aspecto porque es imprescindible para entender la política reaccionaria del sacerdote cooperativista, su apoyo al Estado franquista realmente existente y su indiferencia ante la situación real del Pueblo Vasco. Y es que, en el sentido marxista de la política, no es posible entender qué es ésta sin analizar simultáneamente el problema del Estado ya que ambos son las piezas clases en la síntesis de la explotación de la fuerza de trabajo social de la mayoría oprimida y dominada por la minoría explotadora, opresora y dominante.

Pues bien, en una época tan significativa como abril de 1964, Arizmendiarrieta responde a las críticas de quienes aseguran que existía un trato oficial a favor del cooperativismo:

«Verdad es que gozamos de una serie de exenciones fiscales, aunque de justicia es decir que en la práctica no son tantas como muchos afirman y esgrimen (…) Estamos a disposición del legislador para someternos al régimen fiscal que estimen procedente e incluso efectivamente nos alegraría se nos situara en igualdad de condiciones con respecto a empresas particulares o anónimas, pues demostraríamos no afectaba en nada la evolución cooperativa, aunque, debemos consignarlo, no lo estimamos justo. Dejando de lado los aspecto de índole social que ningún Estado puede desconocer, razones económicas derivadas de nuestra estructura pueden sobradamente justificar un régimen fiscal distinto. (…) El cooperativismo tiene sobradas razones para disfrutar de cierta consideración por parte del legislador y su progreso debemos atribuirlo a la idoneidad del sistema y al empuje de sus componentes«.

Al año siguiente, en 1965, Arizmendiarrieta recibiría la Medalla de Oro del Trabajo, concedida por el régimen franquista a quien mejor cumpliera con los cánones de la dictadura, aunque no por ello deja de pedir más y más apoyo del Estado franquista al cooperativismo.

Por un lado, como hemos visto, el sacerdote cooperativista afirmaba que el Estado debía intervenir sólo «por causas de bien común«, y por otro lado, ahora justifica que el cooperativismo tiene derecho a una especial consideración por parte del legislador, del Estado. Dejando de lado que en pleno franquismo opuesdeísta se pudiera afirmar que existía un legislador, aceptando así la tesis democrático-burguesa de la separación de poderes según la definió Montesquieu, la cita anterior nos lleva a pensar que Arizmendiarrieta, además de sostener que su cooperativismo es un «bien común«, también sostiene que el Estado debe protegerlo y apoyarlo. Nos encontraríamos así ante una especial versión de la tesis neoliberal de que el Estado no debe intervenir en la vida económica excepto en los casos de subvencionar con dinero público los negocios privados, de salvar con dinero público las empresas en crisis, de sufragar con dinero público las infraestructuras necesarias para sus empresas –que son «bienes públicos» según el neoliberalismo– en vez de impulsar los servicios sociales.

Por la misma razón, los fanáticos neoliberales exigen al Estado inversiones en sus negocios y abandono de los gastos sociales, y Arizmendiarrieta exige ayudas a sus cooperativas y trato normal al resto de empresas. Se comprende así que, al igual que el empresariado neoliberal que no se mete en política, tampoco lo haga el cooperativismo oficial, cerrando los ojos a los problemas sociales y ciñéndose a la defensa de las especiales exenciones y ayudas del Estado franquista. Lógicamente, no le interesaba en modo alguno criticar a ese Estado porque podría perder esas ayudas. Un apoliticismo muy rentable en lo fiscal.

Este criterio se sostendrá en lo básico durante toda su vida, y cuando urgido por las contradicciones internas y externas al cooperativismo, por su dialéctica, deba intervenir con más precisión, aún así, sus palabras seguirán siendo extremadamente ambiguas al principio, en 1965, para transformarse en abiertamente reaccionarias en 1973: «Damos por sentado que todo hombre debe ser político en todo el sentido de la palabra; es una faceta más en la cultura de cada ciudadano. Hay que ser político y hay que hacer política, pero en justicia, con rectitud y aceptando las reglas del juego, admitiendo las normas de nuestro pacto social«. ¿Qué «normas de nuestro pacto social«, qué «reglas de juego«, qué «rectitud» y qué «justicia» podían darse en 1973?

Una respuesta algo detenida a esta crucial pregunta nos exige el séptimo apartado de este capítulo, en el que vamos a estudiar la evolución vasca hasta la muerte de Arizmendiarrieta a finales de noviembre de 1976.

7.7. Arizmendiarrieta y la liberación nacional y social vasca

Joxe Azurmendi explica cómo entre 1945 y 1950 Arizmendiarrieta va centrando su atención en los problemas sociales, y que para 1955 son muchas sus conferencias sobre la reforma social. Sin embargo, en ningún momento nos dice nada concreto de las grande y pequeñas huelgas políticas y económicas que entre 1947 y 1952 recorren prácticamente la totalidad de Hego Euskal Herria, reprimidas sin piedad. Parece que la evolución del sacerdote es antes debida a sus reflexiones sobre una abstracta «justicia social» que a la impresión que le causa la muy concreta lucha político-económica contra el franquismo.

Nosotros pensamos al contrario, que es este segundo factor el verdaderamente causante del cambio en Arizmendiarrieta, aunque tampoco negamos que en el plano ideológico ese cambio se licúe y desmaterialice bajo la forma de una abstracta reflexión sobre la no menos abstracta «justicia social». No podemos detallar ahora esa primera oleada de luchas obreras y populares contra la burguesía franquista; oleada que refluye hasta prácticamente desaparecer del todo durante varios años hasta finales de 1961. Durante este período las condiciones de explotación social, de opresión nacional y de dominación española fueron durísimas y, a nuestro entender, ni el cooperativismo, ni la oposición democrático-burguesa y reformista al franquismo, ni el sindicalismo y, ni mucho menos, el independentismo socialista abertzale posteriores pueden comprenderse sin esos años.

Si la lucha obrera inicia una nueva fase ascendente a finales de 1961, como veremos, la lucha independentista irrumpe con fuerza cualitativamente nueva en 1959 y sobre todo verano de 1961. Sería muy interesante analizar aquí el ritmo desigual pero combinado de ambas luchas para comprender cómo va tomando cuerpo lentamente la corriente política que con el tiempo será la izquierda abertzale, y que, mirando hacia atrás, tiene antecedentes importantes en grupos independentistas y socialistas de la década de 1931. Sin embargo, sólo podemos limitarnos a constatar esa dialéctica de factores, suficiente por otra parte para confirmar que dicho movimiento nace con una base muy arraigada y, a la vez, con una fuerza juvenil –la edad promedio de los militantes de ETA detenidos en 1961 es de 28,6 años– muy poderosa. Nadie fue capaz de comprender esta dialéctica de permanencia e innovación que irrumpe en 1959 y se hace definitiva en 1961. Decimos esto porque tampoco Arizmendiarrieta fue consciente de ello, incluso cuando una década más tarde arremeta con fuerza en defensa de su cooperativismo ante las críticas de la izquierda, como veremos.

A finales de noviembre de 1961 los obreros de la CAF empiezan su protesta contra los salarios bajos y enseguida se le suman trabajadores de otras empresas de Beasain. Las movilizaciones van creciendo en los meses siguientes y para mediados de febrero de 1962 amplias zonas de Gipuzkoa están en plena ebullición obrera y popular porque a las movilizaciones de las grandes empresas se le unen las de los pequeños talleres y la incipiente autoorganización vecinal. Parta finales de febrero y comienzos de marzo, la lucha se extiende a Bizkaia y el 4 de mayo se declara el estado de excepción. La represión es fuerte y las detenciones azotan al movimiento obrero que se autorganiza al margen y en contra del sindicalismo vertical. Solamente empieza a descender a comienzos de junio y puede darse por concluía esta onda de luchas a mediados de junio de 1962.

La centralidad social del movimiento obrero queda demostrada tanto por su capacidad de arrastrar prácticamente a todas las fracciones trabajadoras y hasta pequeño burguesas, como por su fuerza para movilizar a la Iglesia que crea en el obispado de Bilbo una oficina de asistencia. Y también para impulsar la autoorganización estable de la que surgiría las Comisiones Obreras y para introducir en la joven ETA una decisiva reflexión anticapitalista. Salvando todas las distancias, las lecciones que aporta esta oleada coinciden básicamente con las aportadas por oleadas similares habidas en otras luchas obreras internacionales.

Que son lecciones importante queda demostrado en la irrupción de ETA en el movimiento obrero que renace en la primavera de 1963 sobre todo en Bizkaia y que va pasando de la lucha economicista a los primeros contenidos políticos y democráticos cuando el 7 de octubre de ese año miles de trabajadores hacen un paro de diez minutos para exigir la vuelta de los deportados por la represión de 1962. Esta acción conjunta no ha podido realizarse sin una eficaz autoorganización clandestina entre decenas de empresas y decenas de talleres.

Que estamos ante una tendencia ascendente de luchas se demuestra por la respuesta represiva del franquismo consistente en crear el 2 de noviembre el Tribunal de Orden Público. A mediados de marzo de 1964 ETA reparte ejemplares de Zutik que analizan la situación obrera, y en septiembre de ese año se produce una erupción de luchas obreras en zonas de Gipuzkoa y Bizkaia. Aunque las luchas puntuales son mal que bien contenidas, acaban muy frecuentemente con victorias de los trabajadores, la tendencia al alza del movimiento obrero es tal que el 5 de junio de 1965 el Estado franquista modifica el artículo 222 del Código Penal que queda así:

«Serán considerados reos de sedición los patrones y obreros que con el fin de atentar contra la seguridad del Estado, de perturbar su normal actividad o de perturbar su autoridad, suspendan o alteren la normalidad del trabajo«.

El comportamiento de la diócesis de Bilbo a lo largo de la oleada de luchas de finales de 1961 y primera mitad de 1962, no es casual sino que responde a la creciente toma de conciencia de los sacerdotes y frailes de base de las penurias y sufrimientos del pueblo trabajador en general y de los derechos hymanos en concreto, las detenciones arbitrarias, las multas, las torturas, las condenas de cárcel. El 28 de mayo de 1960, 339 sacerdotes de las cuatro diócesis de Hego Euskal Herria firman un documento analizando esta situación y denunciando al régimen franquista, un documento que tiene mucha difusión. El 1 de diciembre de ese año, los 339 sacerdotes son sancionados.

A partir de aquí, ya nada será igual, llegándose a situaciones que serían cómicas de no producirse en una dictadura, como el procesamiento y deportación al convento jesuita de Valladolid de 22 jesuitas vascos implicados el 20 de diciembre de 1961 en la desaparición de una multicopista. El 10 de abril de 1963 la emisora Radio Popular de Bilbo, propiedad del Obispado, se atreve a emitir quince minutos en euskara a la semana. El 21 de abril de 1965 se notifica que el TOP pide tres años de prisión para un sacerdote que durante el sermón del 1 de noviembre de 1964 había denunciado en euskara la tortura de un vecino de su pueblo.

Este y no otro es el primer contexto social y nacional en el que el sacerdote Arizmendiarrieta va dando forma a su cooperativismo que, desde 1956 al crear Ulgor, va creciendo al amparo del franquismo hasta dar el salto con la creación de Caja Laboral Popular en 1959. Desde esta fecha y hasta verano de 1966, el crecimiento cooperativo que hemos seguido en el plano de la ideología de Arizmendiarrieta, vive dentro de una realidad objetiva –«exterior» según la distinción establecida por el sacerdote, como hemos visto antes– extraordinariamente tensa y palpitante. Ahora podemos ir comprendiendo mejor lo imposible que resulta separar esa realidad «exterior» de la práctica «interior» del cooperativismo, sobre todo cuando el régimen franquista apoya el proyecto mientras reprime con creciente dureza a los obreros no cooperativistas.

Solamente si el cooperativismo se aísla esquizofrénica y egoístamente de esa situación, sólo así, puede mantener la escisión entre la realidad objetiva y la vida interna de la cooperativa. Este problema se agrava cuando comparamos la práctica de Arizmendiarrieta como sacerdote con la mayoría de los sacerdotes vascos en esos mismos años. El primero recibe la Medalla la Oro del Trabajo y bastantes sacerdotes son sancionados y hasta condenados. No nos debe sorprender entonces que en 1964 se hiciera la primera crítica al cooperativismo acusándole de doble traición a Euskal Herria y a la clase obrera.

Más aún, en ese 1965 de la condecoración franquista al sacerdote cooperativista, otro sacerdote se niega a pagar una multa gubernativa y el gobierno el embarga la moto, A la subasta realizada el 15 de octubre de dicho año acuden muchos sacerdotes con cascos de motoristas. El 26 de diciembre de 1965 el abogado Miguel Castells ingresa en la prisión de Martutene al negarse a pagar una multa de 60.000 pts. impuesta por denunciar las torturas sufridas por Recalde, su cuñado. La práctica de la desobediencia civil, pacífica y no violenta a la dictadura franquista fue realizada por personas que, al margen de lo que pensaban sobre la violencia defensiva de ETA, no aceptaba la violencia opresora del Estado franquista. ¿Debía haber rechazado Arizmendiarrieta la condecoración? Pero, si lo hubiera hecho ¿seguiría recibiendo el trato de favor con los especiales descuentos fiscales que le hacía la dictadura y que, como hemos visto, causaban malestar en potros empresarios no cooperativistas?

Hemos hablado del primer contexto y le hemos puesto la fecha de caducidad de verano de 1966 porque desde abril de ese año florecen los primeros datos de otra oleada de luchas, esta vez en Babcock Wilcox, porque en agosto son detenidas en Eibar seis personas acusadas de formar la Comisión Obrera provincial, porque en septiembre las huelgas proliferan en Zumárraga y, sobre todo, porque el 28 de octubre los obreros de Laminaciones de Bandas de Etxebarri llevan a cabo una protesta contra la reducción en un 50% del complemento de primas pese a la exigencia patronal de un aumento de su productividad. Empezaba así la decisiva Huelga de Bandas que no era sino el inicio de otra fase de lucha de liberación nacional y social del pueblo trabajador vasco.

El 14 de noviembre, ante la cerrazón patronal, los trabajadores deciden parar una hora. El 30 de ese mes inician la huelga y a las pocas horas los 564 obreros reciben la carta de suspensión de empleo y sueldo. Los acontecimientos se aceleran. La alta burguesía vasca decide cortar por lo sano, sin piedad, decidida a derrotar al pueblo trabajador en su conjunto mediante la derrota de los obreros de Bandas porque el 31 de diciembre se conoce que de las 150 huelgas obreras habidas durante 1966 en el Estado español, Gipuzkoa ocupa el primer lugar, seguida por Asturias y Bizkaia. Pero las fábricas y los barrios populares se movilizan en apoyo de los de Bandas. El 22 de abril de1967 se decreta el estado de excepción y se detiene ese día a 150 obreros. El Estado recurre a todo su poder para vencer, y vence, derrota a los obreros de Bandas el 15 de mayo de 1967.

Pero no vence al movimiento obrero en cuanto tal y menos aún el pueblo trabajador. Un ejemplo de su fuerza en ascenso lo tenemos en las múltiples medidas represivas que debe imponer el régimen como el cerco por la Guardia Civil de Arrasate el 26 de junio de 1966 para impedir la Fiesta Vasca, fracasando; o, más en general, los resultados del «Referendum Nacional» español del 14 de diciembre de 1966 en el que Barcelona, Bizkaia y Gipuzkoa lograron la abstención más alta del Estado. Además, entre el 7 y el 11 de ese mes se celebró la primera parte de la V Asamblea de ETA, que tendrá una transcendencia histórica. Precisamente, la diferente interpretación de la Huelga de Bandas es una de las razones de la importancia de la V Asamblea ya que el sector que abandona la organización –ETAberri– sostuvo que esa huelga demostraba la debilidad del régimen, mientras que ETA mantenía que demostraba su endurecimiento represor. A partir de esa y otras diferencias estratégicas se decidieron dos líneas políticas cualitativamente diferentes.

El 11 de mayo de 1968, se prohibe una conferencia sobre los derechos humanos en Iruñea, y el 3 de agosto de ese año se instaura el estado de excepción en Gipuzkoa que se prolongaría el 4 de noviembre. Desde finales de enero hasta finales de febrero de 1969 la lucha obrera y popular se generaliza en Bizkaia y Gipuzkoa, que vuelve recrudecerse con algo menos de virulencia de principios de junio a finales de diciembre. Sin embargo, en el interior de este claro ascenso, surgió la semilla de un factor muy importante de la futura derrota del movimiento obrero, nos referimos al control burocrático que el PCE iba adquiriendo en las Comisiones Obreras en Gipuzkoa y Bizkaia, que luego se extendería a Araba y algo más tarde a Nafarroa.

Mientras tanto, en diciembre de 1970 comenzaba el Consejo de Guerra de Burgos y la oleada de luchas obreras y populares que se mantenía desde verano de 1966, con sus altibajos, se recrudeció a niveles nunca vistos hasta entonces, niveles que irían ascendiendo en peldaños hasta, grosso modo, finales de esa década. En enero de 1971 estallaban dos grandes luchas obreras en Nafarroa, la de Eaton Ibérica y la de Potasas, y en septiembre en Imenasa. Otra vez se reprodujo el proceso de autoorganización, solidaridad y apoyo mutuo dentro del pueblo trabajador y entre las fábricas y talleres.

La lucha también se extendió a Gipuzkoa y de entre las varias huelgas, hay que destacar la iniciada en noviembre de 1971 en Precicontrol, huelga en ETA secuestraba el 19 de enero de 1972 a su accionista principal, Lorenzo Zabala, liberándolo tras la victoria de los trabajadores el 22 de ese mes. Pocos días más tarde se inicia la huelga de Mitxelin en Gasteiz que durará casi un mes. No podemos analizar al detalle todo el proceso de luchas que se sostienen en esta época, con su generalización en enero de 1973 y el secuestro por ETA del empresario Huarte, ni las protestas contra la opresión y dominación, como la carta de 352 sacerdotes del 31 de marzo de ese año, sobre las condiciones de las cárceles españolas, y que, en lo estrictamente laboral llega a su cúlmen con la victoria de los obreros de Motor Ibérica el 4 de julio de ese año.

Tampoco podemos detallar el maremagnum de acontecimiento políticos habidos entre 1973 y finales de 1976, con los hitos de la muerte de Carrero Blanco y de Franco, y con el papel decisivo de ETA durante este período. Sí debemos extendernos, por su importancia, en el proceso asambleario y autoorganizativo del movimiento obrero en Araba ya fuerte a mitad de enero de 1976, que crecerá durante todo el mes de febrero y que llega a su apogeo el 3 de marzo con el asesinato en Gasteiz de cinco trabajadores por las fuerzas represivas. De entre la bibliografía existente sobre esta significativa e importante lucha, hemos escogido el cuaderno nº 14 de Likiniano Elkartea titulado «Todo el poder a la asamblea» en el que los propios protagonistas analizan su lucha y extraen en uno de los texto recogidos, fechado en abril de 1976, cuatro grandes lecciones que debemos tener siempre presentes porque, en síntesis, son constantes a toda lucha importante del movimiento obrero y popular internacional:

Una, «la trampa de la ley«; dos, «la fuerza de la unidad y la lucha«; tres, «la violencia de los ricos«, y, cuatro, «nuestra organización«. Vemos que se forman dos polos antagónicos: por un lado, la fuerza de la unidad y la lucha organizadas del movimiento obrero y, por otro, la trampa de l a ley y la violencia de los ricos. La cuádruple lección, extrapolable a cualquier lucha importante, la concentran los trabajadores en estas palabras: «Este derecho a las asambleas es el que tenemos que defender como una conquista y un derecho de la clase obrera y que nadie nos puede arrebatar. Esto nos permitirá ser independientes y protagonistas del cambio«. Sin embargo, ya por esa época los sindicatos reformistas preparaban la extinción práctica del derecho a la asamblea , y pese a ello, hasta noviembre de 1976, fecha de la muerte de Arizmendiarrieta, se suceden las protestas y llega la gran Huelga General de septiembre de ese año.

Pues bien, ante este panorama y en palabras de Joxe Azurmendi: «En los últimos años 60 no faltan textos de Arizmendiarrieta alusivos a la «abundancia de convocatorias» o al «griterío informe». Pero se tiene la impresión de que Arizmendiarrieta aún habla de todo ello como de algo lejano, que no afecta directamente al cooperativismo. En septiembre de 1970, se alude por primera vez a gente que no ve otra alternativa que la «lucha de clases sin cuartel». Tampoco parece que hayan intentado todavía seriamente llevar esta lucha hasta el interior de las cooperativas«.

Pero la tensión social era tan fuerte que el sacerdote no tuvo más remedio que salir en defensa de su cooperativismo y, algo más tarde, también tuvo que dar su opinión sobre la violencia lo que le originó algunos problemas con la censura franquista. Sin embargo, no podemos pensar que estas reacciones supongan un cambio cualitativo en su ideología de «pacto social«, «reglas de juego«, etc., que resumió tan esencialmente en la cita de 1973 anteriormente vista. Además, en aquella época era frecuente opinar sobre la violencia con algo más de valentía y sinceridad que en los momentos actuales, aunque los medios de difusión oficiales no permitían que dichas opiniones transcendieran. De cualquier modo, hay que recordar que la represión franquista se dirigía más contra quienes luchaban prácticamente que contra quienes sólo escribían su opinión ambigua en medios de difusión de reducida tirada.

Por ejemplo, y para centrarnos en el cooperativismo y en el sacerdocio, el 17 de febrero de 1972 fueron detenidos tres sacerdotes en Eibar y el director en esa localidad de la Caja Laboral Popular. Dos días después un sacerdote y el director de la Caja ingresaron en prisión. Este ejemplo confirmaba la imposibilidad de aislar totalmente el contexto objetivo con la vida «interna» del cooperativismo. La razón aducida era que en esa sucursal de la Caja Laboral se había abierto una cuenta de solidaridad con los huelguistas de Precicontrol.

Volvemos así al problema básico, el de las relaciones del cooperativismo con la lucha de clases y, más en concreto, con la lucha de clases en una nación oprimida. La reacción de Arizmendiarrieta ante las críticas desde la izquierda a su cooperativismo se caracteriza por ir detrás de los acontecimientos y por su defensismo. Pero esta limitación no es sólo suya, sino que corresponde a todo el cooperativismo neutro e interclasista desde su mismo origen porque, a pesar de lo que diga sobre crear una «tercera alternativa» entre el capitalismo y el comunismo, en la práctica no logra detener la evolución objetiva del capitalismo.

Dado que ese cooperativismo se define por su «neutralidad» a la fuerza ha de ir por detrás de las contradicciones sociales. Toda «neutralidad» se caracteriza por no tomar opción y por permanecer al margen de los conflictos. Si estos se agudizan y encrespan, los «neutrales» deben esperar a que sus problemas estallen porque protestar con antelación, adelantarse, proponer soluciones prácticas en la mitad del vendaval, hacerlo así es romper su «neutralidad» y tomar parte activa en el conflicto.

Aunque Arizmendiarrieta se vea en la necesidad de responder a las críticas que recibe, precisamente debe esperar a recibirlas, debe ir por detrás de ellas. Su proyecto de «transformación social» desde el cooperativismo tal cual lo define no le permite hacer críticas rigurosas a la opresión durante el mismo momento en que esta se ejerce contra su pueblo. Que esta opresión se endurezca al máximo desde 1937 y durante decenios el sacerdote cooperativista permanezca mudo o hablando muy bajito, e incluso reclame para su proyecto una especial atención por parte del Estado opresor, y que acepte su Medalla de Oro al Trabajo, todo esto es coherente con el criterio de «neutralidad» tal cual, a la fuerza, se ha de aplicar en una nación oprimida y convulsionada por una creciente lucha de liberación nacional y social.

Desde esta situación, es imposible que Arizmendiarrieta pudiera ir por delante de los acontecimientos. Y también es imposible que el cooperativismo por él legado pudiera resistir con éxito, si es que alguna vez lo intentó la absorción y supeditación a la mediana burguesía nacionalista representada por el PNV, con todas las consecuencias que eso ha acarreado. Unas palabras del sacerdote escritas en noviembre de 1975, nos lo explican perfectamente:

«Pocos colectivos, como el nuestro, asentados en espacios no pródigos en materias primas, necesitan apelar y apoyarse en la materia gris, en el desarrollo de su creatividad como sus relaciones con la periferia. No estamos como para tratar de marchar hacia delante con aires de desafío y menos aún de fuerza entendida en su sentido más elemental y universal, so pena de que por fuerza vayamos a interpretar nuestra competencia, nuestra honestidad. En resumen, hemos de aceptar vivir y desenvolvernos sin dramas ni actos heroicos, con el trabajo, con la cultura hacia los que polarizamos nuestro cerebro y nuestro corazón, en cuyas exigencias incluimos la ilusión por el bienestar de todos y contamos para ello con la implicación y responsabilidad de todos, de forma que la democracia siga siendo efectiva y expansiva en todos los campos de nuestra actividad y de nuestra relación y convivencia. Así hemos de consagrar nuestro amor a la libertad. En fin, morir es también ley de vida, pero no así el matar: de la vida sólo Dios puede disponer«.

Para comprender en su pleno significado estas palabras un tanto alambicadas, bastante ambiguas pero muy precisas sin embargo en la exigencia de no tomar «aires de desafío y menos aún de fuerza«, de «aceptar vivir y desenvolvernos sin dramas ni actos heroicos«, etc., hay que describir rápidamente la coyuntura inmediata y corta que las explican, porque tanto la coyuntura larga y mediata como el contexto ya están siendo descritos mal que bien.

En efecto, a finales de septiembre de ese año fueron fusilados cinco militantes revolucionarios, dos de ellos de ETA, en medio de una impresionante movilización popular; durante octubre aumentan las tensiones de todo tipo mientras se constata que el dictador Franco está al borde de la muerte, siendo ingresado en un hospital a finales de dicho mes; durante noviembre la situación sociopolítica sigue polarizándose y el régimen se precipita al caos mientras en su interior crecen los sectores que presionan para abrir una fase de reformas controladas y apoyadas por los sectores más blandos de la oposición, y el 20 de ese mes muere el dictador Franco; en diciembre de 1975 la situación es tremenda y, como ejemplo, además de las muertes, detenciones, torturas, manifestaciones reprimidas, huelgas de todo tipo, y además del ascenso de la reivindicación pro-amnistía, el 9 de diciembre incontrolados queman el coche de un cura obrero de Basauri. Los actos de heroísmo y los dramas humanos florecen por todas partes.

7.8. Consejismo, sindicalismo y resistencia obrera y popular

Arizmendiarreta murió en noviembre de 1976, cuando el movimiento obrero mantenía una clara tendencia ascendente en su autoorganización, como se demostraba con la Coordinadora de Fábricas de Bizkaia que en septiembre de ese año llegaba a coordinar a delegados de 150 empresas de dicho herrialde, o la lucha de los obreros alaveses que llegó a su más dura expresión el 3 de marzo de ese año, o el Consejo de Trabajadores de Nafarroa capaz de elaborar un Convenio General que afectaba a 9.000 empresas con más de 100.000 trabajadores a comienzos de 1976.

Pero, también cuando por debajo de ese ascenso empezaban a formarse loas causas de su progresivo debilitamiento ya que, por un lado, avanzaba la coordinación entre las fuerzas reformistas para encontrar una salida «pactada» al régimen franquista; por otro lado, muy relacionado con esta dinámica, los grandes partidos reformistas movían sus peones en el movimiento obrero para disciplinarlo, acabar con su independencia de clase y someterlo a los intereses pactistas; además, un conjunto de factores sociales e históricos forzaban la extrema debilidad de las fuerzas consejistas dentro del movimiento obrero y su lentitud para responder a la manipulación interna de los partidos reformistas y de sus sindicatos; y, por último, el movimiento independentista vasco mostraba una preocupante desunión y una debilidad seria en lo tocante a su estrategia obrera, sindical y consejista. Las razones de estos cuatro factores son fáciles de entender.

En la primera cuestión, tanto el capitalismo europeo como el norteamericano estaban vitalmente interesados por controlar la crisis general del sistema franquista, y para ello movilizaron todos sus recursos, sobre todo la socialdemocracia y los partidos cristiano-demócratas; pero también estaba la URSS interesada evitar una generalización de la crisis que azotaba al sur de Europa y, aunque con algunas querellas secundarias, movilizó al eurocomunismo. Sin poder alargarnos en fechas, por ejemplo en febrero de 1976 la prensa «democrática» ataca con virulencia al independentismo abertzale y el PSOE se pasea por Hego Euskal Herria con el apoyo del régimen –recordemos que Franco había muerto el 20 noviembre de1975, o sea sólo tres meses antes–, en marzo se crea la Coordinadora Democrática, en la primavera de ese año el PSOE habla ya abiertamente de «ruptura pactada», en junio tiene lugar un mitin en Donostia durante el cual el PCE, el PSOE y el PNV renuncian a la «política del todo o nada», en julio llega al gobierno de Madrid Adolfo Suárez y se oficializa así el proceso de la llamada «transición».

Un componente nuevo que entonces comenzó a aparecer en el reformismo estatal fue su incipiente nacionalismo postfranquista que sería luego introducido en e sindicalismo estatalistas afincado en Hego Euskal Herria.

En la segunda cuestión, la intervención del reformismo político en el movimiento obrero se realiza con muy poco retraso con respecto a su claudicación frente al régimen. Si bien en la primera mitad de 1976 los sindicatos aún no tienen capacidad para actuar por ellos mismo al margen y menos aún en contra de las coordinadoras de asambleas de fábrica, sí van aceptando internamente la lógica de supeditación al proceso de pacto extrafabril con la burguesía. Además, la insistencia del PCE y del PSOE por paralizar toda reivindicación de depuración de las fuerzas represivas y, posteriormente, por denominarlas como «trabajadores del orden«, esta claudicación en toda regla supone un demoledor ataque a la combatividad obrera, que a diario tenía que defenderse de esas fuerzas represivas. Conforme avanza la segunda mitad de 1976 se empieza a romper la unidad obrera y los sindicatos reformistas –ELA, CCOO y UGT– se lanzan decididamente a buscar su fortalecimiento atacando directa o indirectamente la unidad obrera. Se están sentando las bases para lo que sería el «pacto de la Moncloa» que, en síntesis, certifica la derrota del movimiento obrero.

En la tercera cuestión, esta derrota se ha sustentado sobre la previa extinción del movimiento consejista y asambleario que ha sostenido la clase trabajadora durante aproximadamente una década. Pero, además de la intervención destructora de los partidos y sindicatos reformistas, también hay que tener en cuenta la debilidad estructural política y teórica de las pequeñas organizaciones obreras que defienden esa línea en el interior del proletariado. Debilidad política tanto por la larga represión franquista, como por la compleja formación del proletariado vasco y por la inexperiencia de la joven militancia obrera; y debilidad teórica porque el «marxismo» oficial, el que llegaba de la Editorial Progreso de Moscú y de Pekín, fundamentalmente, minusvaloraba, tergiversaba y/o atacaba calumniosamente la impresionante experiencia del proletariado mundial al respecto. Solamente una muy reducida militancia obrera podía tener acceso a la rica y amplia teoría marxista al respecto.

Además, para rematar al enfermo, desde 1975 la crisis económica golpeaba con especial fuerza y la burguesía, como siempre, reprimía con especial saña a los militantes obreros más combativos mientras que los restantes iban prestando cada vez más atención a los sindicatos reformistas que, conforme pasaban los meses y avanzaba la estrategia reformista en lo político extralaboral, ofrecían soluciones milagrosas dependientes no de la lucha obrera sino del pacto político con el post-franquismo.

Por último, en la cuarta cuestión, el independentismo abertzale había tenido desde bastante pronto en su historia un muy fuerte contenido asambleario pero, además de bastantes de los obstáculos que minaban la fuerza de los militantes obreros no independentistas según hemos visto arriba, los militantes obreros abertzale sufrían, por un lado, una muy especial y más dura represión simplemente por ser abertzales; por otro lado, los debates y escisiones en ETA y en todas las organizaciones que de una u otra forma actuaban bajo su influencia, que no podemos reproducir aquí; y, por último, desde mediados de 1976, la deriva claudicacionista del reformismo y la reafirmación españolista que empezaba a producirse en el reformismo español, como hemos dicho arriba, fue agudizando las viejas y permanente disputas teóricas entre abertzales y españolistas, agriando progresivamente las relaciones de solidaridad basadas en la lucha obrera.

De entre los textos disponibles sobre este conjunto de factores hemos escogido el que sigue porque expresa mejor que los demás el panorama que describimos. Se trata de una entrevista-debate entre la redacción de la revista Teoría y Práctica de febrero de 1977, y de un militante anónimo de la izquierda independentista. A la pregunta de la redacción de que: «Creo que la opción de los partidos marxistas tradicionales es la libre unión federada dentro del Estado español, por lo menos es su alternativa estratégica…«, la respuesta del militante abertzale es:

«Sí, y sigue siendo una alternativa superestructural… lo cual no tiene nada de extraño, pues estos partidos se definen en relación al poder político… y creo que, precisamente por eso, estos partidos tienen, necesariamente, que convertir su acción sobre las superestructuras, la política fundamentalmente, en el eje determinante de su actividad. Los partidos marxistas tradicionales justifican su alternativa de autodeterminación como principio, y de mantenimiento del Estado español de hecho, aunque sea en forma federal, argumentando la necesidad de fomentar la unidad de clase dentro de este Estado, por encima de las diferencias nacionales… ¡Ahí está la cuestión!… esto está relacionado con su tendencia a crear «Estados socialistas» fuertes, unidos, potentes, que realicen un proceso de desarrollo, de acumulación, sobre las bases de los anteriores Estados capitalistas. Es natural que se identifiquen con los actuales Estados, y con las «economías nacionales» que les sirven de base.

A mi juicio, no se trata de negar la realidad de los Estados y de las economías nacionales, pero tampoco se trata de convertirlos en «supuestos» fuera de discusión. Habría que recordar que estos Estados y estas economías no son neutros, son Estados y economías de explotación. La lucha de la clase debe desarrollarse, y de hecho se desarrolla, contra estas formas de explotación. Y a mi juicio esta lucha puede ser progresiva. Creo que no se trata de «constatar» simplemente cuándo esa lucha ha llegado a un punto que hace necesario la formación de un Estadio independiente, o bien cuando no ha llegado este punto; cuándo la gente vota una u otra cosa por sufragio. Esto no es tener una política, esto es oportunismo político, o es tener una visión españolista. Se hacen diferenciaciones sutiles, como la diferencia entre nacionalidad (Euskadi) y nación (España). Entonces la unidad de clase que se plantea como necesaria entre todos los pueblos del Estado español, se plantea en referencia al Estado burgués, en referencia a la dominación burguesa. No hay una unidad en positivo, es una unidad, por así decirlo, en negativo. Yo creo que no es esta una auténtica unidad de clase, es una unidad mediatizada por la burguesía.

Por eso yo creo que la posición revolucionaria es saber impulsar en todo momento las tendencias al autogobierno nacional de los trabajadores de Euskadi, sin limitaciones que respondan a tal o cual táctica, la única limitación debe ser la de la conciencia de los trabajadores, y el problema es que estas tendencias al autogobierno nacional sean una expresión de su tendencia a la autogestión de clase. Evidentemente, esto hay que concretarlo, y aquí es donde parece claro que los análisis marxistas ortodoxos no dan respuesta. Es necesario encontrar una respuesta seria, elaborar teóricamente la cuestión«.

Esta larga cita resume, a nuestro entender, el grueso de problemas que llevaron a un debilitamiento serio de la práctica consejista y asamblearia vasca, pero no a su extinción definitiva. La militancia consejista y asamblearia abertzale se enfrentaba a una impresionante tarea sin los instrumentos organizativos, políticos y teóricos convenientes, especialmente sin una adecuada interpretación de la dialéctica entre consejismo, sindicalismo sociopolítico y organización revolucionaria estable.

Este problema es permanente en la lucha por la autoconciencia obrera porque surge del hecho objetivo de que mientras el Capital se enfrenta como unidad de clase al Trabajo, éste empieza a sufrir la explotación sin ninguna unidad de clase propia, a título individual de cada trabajador asalariado, de manera que debe ascender a su propia unidad de clase, a su autoconsciencia, mediante la creación en y durante la lucha de diversos niveles organizativos que aunque dialécticamente relacionados también mantienen una autonomía propia como son, básicamente, los consejos, soviets, comités y coordinadoras; los sindicatos sociopolíticos y sindicatos revolucionarios, y por último, las organizaciones revolucionarias estables, llámense partidos u organizaciones integradas en un movimiento de liberación nacional.

Naturalmente que entre estos grupos básicos existen colectivos y organizaciones intermedias, más o menos específicas y sectoriales que tienen gran autonomía de funcionamiento, sobre todo cuando sirven para enlazar al movimiento obrero con el pueblo trabajador, con sus movimientos populares y sociales, y a esta gran y decisiva clase asalariada con la pequeña burguesía antigua y/o moderna.

Aunque este tema decisivo lo tocaremos más adelante, para comprender plenamente el significado de la larga cita anterior, debemos decir que, en primer lugar, esta delicada relación dialéctica tiende a romperse en los momentos de reflujo y retroceso en su eslabón más débil, el de los consejos, los soviets y las coordinadoras, mientras que tiende a debilitarse mucho en su eslabón siguiente, el del sindicalismo sociopolítico y también en el de la organización revolucionaria, pero aquí a otro ritmo más lento; y en segundo lugar, sin embargo, en los procesos de liberación nacional y social, también de género, la flexibilidad y resistencia de la relación dialéctica es superior porque intervienen más factores subjetivos e identitarios en su engarce interno.

Ahora bien, como sucedió en la época que tratamos, de 1966 a 1978, la militancia obrera abertzale aún no había generado una base teórico-práctica suficiente para resistir con éxito a la ofensiva capitalista española que se preparaba en el interior de las negociaciones claudicacionistas con el franquismo, y que emergió con toda su fuerza reaccionaria tras los Pactos de la Moncloa y se volvió a reforzar tras el tejerazo de febrero de 1981. De todos modos, y sin que sirva de consuelo, mucho más débil era el movimiento obrero español.

Volviendo al tema inmediato que tratamos, la entrevista, a pesar de que al poco de su fecha se extinguía la Coordinadora de Fábricas de Bizkaia, en primavera de 1977, y aunque los Pactos de la Moncloa de otoño de ese mismo año significaron el endurecimiento del ataque del Capital contra el Trabajo, no por ello la burguesía pudo certificar la muerte del movimiento obrero vasco. El hecho de que entre 1975 y 1985 el Capital destruyera 170.000 puestos de trabajo en el sector industrial, demuestra la extrema dureza de la agresión burguesa contra la centralidad del Trabajo. Aun y todo así, no desaparecieron del todo las luchas obreras, pero sí entraron en un fase defensiva que no podemos analizar aquí. Como síntesis explicativa de todo este proceso destructor escogemos la cita del texto de Andrés Bilbao «Obreros y ciudadanos. La desestructuración de la clase obrera«. La cita es esta:

«Tanto la gestión empresarial como los cambios legislativos sólo pudieron materializarse una vez vencida la resistencia de los trabajadores ocupados al comienzo de la crisis. Y esto es precisamente lo que ocurrió a partir de 1973, y con especial intensidad entre 1977 y 1984, período en el que se inicia un ataque escalonado a la estabilidad del empleo. Se trata de un ataque desarrollado de forma concéntrica, que se inicia en los sectores más periféricos y culmina en lo sectores centrales de la economía. A medida que progresa este ataque concéntrico se irá produciendo tanto el debilitamiento político organizativo de las clase obrera como el desarrollo de profundas divisiones en su interior. Tres han sido los mecanismos mediante los cuales se ha producido el progresivo debilitamiento de la estabilidad de l empleo: 1) la vía judicial; 2) los expedientes de crisis; 3) la reconversión industrial (…) La vía judicial ha sido, durante todo este período, la que ha tenido un efecto más importante sobre el empleo estable. Su importancia numérica ha sido muy superior a cualquier otro procedimiento. Sin embargo, a pesar de su volumen numérico, no ha sido conflictiva ni ha representado, a diferencia de la reconversión industrial, un problema político«.

La importancia de esta cita radica en que presenta crudamente las limitaciones teórico-políticas de la clase trabajadora para comprender el contenido de clase del sistema judicial, contenido terriblemente efectivo en la desestructuración del movimiento obrero. El problema es más grave de lo que se puede pensar a simple vista porque es necesaria una cierta formación teórico-política crítica para conocer la imbricación real del aparato judicial en la estructura de poder del Capital. No hace falta sólo un sentimiento de rechazo basado en la experiencia colectiva sino, sobre todo, una comprensión teórica de la mecánica de poder y de explotación. Los obreros del Estado español aguantaban sobre sus costillas una apabullante experiencia empírica de la naturaleza del aparato judicial franquista, pero sin embargo se plegaban a sus dictados sin apenas presentar resistencia. Mientras que la patronal y el aparato franquista estaban muy desprestigiados no así el aparato judicial que, para colmo, no fue depurado en absoluto.

En el fondo, aquí reaperece la interesada separación de poderes legislativo, judicial y ejecutivo que estableció en lo ideológico Montesquieu, pero que prácticamente la burguesía nunca ha aplicado porque, en la realidad de la dominación, el poder del Capital funciona siempre como un todo unitario en lo esencial aunque tenga fricciones y contradicciones secundarias y no antagónicas en problemillas insustanciales. El reformismo no cuestiona ni teórica ni prácticamente este esquema porque ella misma sobrevive precisamente gracias a su aceptación.

Varias son las razones que explican por qué los trabajadores no adquirieron esa imprescindible conciencia teórico-política, desde la emigración masiva del campo a la ciudad hasta el nulo esfuerzo educador de la oposición antifranquista y la aceptación del sistema por las fuerzas político-sindicales reformistas, pasando por las dificultades puestas por la dictadura para la formación de las clases oprimidas. Pero también, la propia ideología burguesa que idealiza y separa al sistema judicial. El hecho es que por una razón u otras, la burguesía tuvo en el aparato judicial el instrumento decisivo de destrucción que apenas fue cuestionado.

Posteriormente, en el Estado español no se hizo ningún esfuerzo para denunciar cómo el aparato judicial franquista pasaba íntegro a ser el aparato judicial de la «democracia». Y si no hubo ninguna crítica a semejante continuidad tampoco hubo ningún esfuerzo de clarificación teórico-política crítica sobre los perniciosos efectos de la ideología subyacente, la que además de exonerar al aparato judicial también lo eleva sobre los conflictos sociales, lo presenta como neutral y, peor aún, garante último de la «democracia». Y aquí radica la otra parte del problema, que afecta directamente a todo el proyecto socialista dado que éste, si pretender ser realmente autogestionario, no puede permitir que exista un aparato de poder por encima de y en contra de la democracia socialista.

Peor aún, además del aparato judicial práctico, su ideología embaucadora e invisibilizadora refuerza la escisión esquizofrénica que rompe al ser humano concreto en, como mínimo, tres trozos totalmente incomunicados como son su trabajo, su cotidianeidad «privada» y su cotidianeidad «pública». En esta esquizofrenia es el aparato judicial el encargado de establecer las conexiones necesarias para enlazar los tres trozos, y otros más, pero sin facilitar nunca su unificación sino, al contrario, forzando su mantenimiento y su distanciamiento. Las distancias insalvables entre esas áreas se deben solventar transitoriamente gracias a la intervención puntual del aparato judicial burgués, que dicta cómo, cuando y hasta donde se enlazan puntualmente esas porciones para volver a aislarse a continuación.

Un ejemplo de los aplastantes efectos materiales de esta ideología lo tenemos en la tajante separación que establece Arizmendiarrieta entre «fuera» o «dentro» del cooperativismo. Separación típica de la ideología burguesa, de la escisión esquizofrénica entre, en este caso «dentro» o «fuera» de su cooperativa. Pero la misma ideología la asume el reformismo político-sindical al aceptar la separación absoluta entre los conflictos «dentro» y «fuera» de la fábrica.

Cuando Arizmendiarrieta exigía al franquismo un trato especial para sus cooperativas, cuando insistía en la separación estas y las fábricas de «fuera» no hacía sino beneficiarse de la reaccionaria concepción burguesa; beneficiarse, aplicarla y reforzarla pues mientras él se creía con derechos especiales y únicos, se desentendía de la represión implacable que el aparato judicial descargaba sobre los trabajadores de «fuera» del cooperativismo. Esta desunión del Trabajo es una constante provocada por el Capital que tiene como objetivo impedir los esfuerzos de reestructuración del Trabajo, del pueblo trabajador en su conjunto. La autogestión socialista generalizada, si quiere existir, ha de plantearse como necesidad prioritaria superar esta desestructuración que se presenta en múltiples formas, como veremos.

7.9. Autogestión de Euskadiko Eskerra y represión de Euskal Herria

Andrés Bilbao cita la fecha de 1984 como la de la consumación de la derrota estratégica del movimiento obrero español. Precisamente, en Hego Euskal Herria, en el 30 de junio de 1984 tuvieron lugar los «Encuentros sobre Autogestión y Socialismo en Euskadi» organizados en Arrasate por la extinta Euskadiko Ezkerra, justo cuando se iniciaba una ofensiva en toda regla contra el movimiento obrero vasco en una de sus bases fundamentales, la del metal y construcción naval. Tal ataque lo estaba realizando el Gobierno del PSOE, partido en el que se terminaría integrando el sector oficial de EE que dirigió la elaboración del documento que analizamos. Recordemos que el PSOE llegó al Gobierno de Madrid el 1 de diciembre de 1982; que el 6 de julio de 1983 el Gobierno decretó la regulación de las inversiones en la siderurgia integral; que durante los meses posteriores se incrementa la movilización obrera y popular contra dicho ataque, mostrando su fuerza en la gran manifestación del 13 de diciembre en Bilbo contra la reconversión naval.

Recordemos también que el 23 de enero de 1984 los trabajadores de Aceriales comienzan una huelga contra la reconversión del sector; que el 3 de febrero de ese año se realiza una contundente Huelga General en Hego Euskal Herria contra lo que el pueblo trabajador vasco entiende ya como una ofensiva estatal destinada a desertizar y empobrecer industrialmente al país; que pese a todo ello, el Estado impone por Real Decreto del 13 de junio la Ley de Reconversión Naval; que las movilizaciones se extienden y se plasman en duras luchas en las empresas directamente atacadas, como en Euskalduna, astillero emblemático, en la que muere un trabajador el 23 de noviembre de ese año en la mitad de un enfrentamiento con la policía; que el 26 de ese mes se produce una Jornada de Lucha en Hego Euskal Herria como protesta a esa muerte; que, por no extendernos más, el 11 de diciembre de 1984 se produce una Huelga General en Bizkaia y una Jornada de Lucha en el resto de Hego Euskal Herria contra la desertización industrial del país.

Una constante en ascenso a lo largo de este período es la progresiva toma de conciencia popular de que la llamada «reconversión naval» era sólo la forma externa de un devastador ataque contra el grueso de la industria vasca y, a la vez, contra el decisivo sector industrial de la clase obrera, que vertebra al pueblo trabajador vasco en su conjunto. No hace falta decir que fue la izquierda abertzale la que denunció este objetivo, pero tampoco hace falta decir que el sindicalismo español lo silenció y pasó a colaborar abiertamente con él, desmovilizando al movimiento obrero que controlaba. No podemos entrar ahora al significado que tuvo el ataque estatal contra Euskalduna, uno de los centros referenciales del movimiento obrero vasco con un decisivo componente abertzale mayoritario, astillero plenamente rentable y con futuro, mientras que el Estado español mantenía abierta con ayudas a fondo perdido a la Naval de Sestao, astillero en el que el sindicalismo reformista español era mayoritario. Este ejemplo decisivo no es sino uno más que confirma que el objetivo de fondo era destruir las bases materiales y simbólicas de existencia y crecimiento del pueblo trabajador vasco y, en general, de Hego Euskal Herria.

Esto nos plantea una reflexión estratégica que sólo podemos exponer en sus líneas maestras, pero que es imprescindible para contextualizar el papel histórico general jugado por Euskadiko Ezkerra y en concreto sus tesis sobre autogestión y socialismo. Nos referimos a la estrategia global de aplastamiento del independentismo vasco y de la propia identidad nacional de Euskal Herria mediante la destrucción de la izquierda abertzale y del amplio y diverso movimiento armado existente en esa época, destrucción que no sólo se buscaba con las leyes represivas aplicadas –recordemos que el Plan ZEN entró en vigencia al poco de llegar el PSOE al Gobierno de Madrid– sino también con la destrucción de las bases materiales de crecimiento de la identidad del pueblo trabajador vasco, y en especial de su componente socialista e independentista, inseparable de la historia de la lucha de clases y de la base industrial del capitalismo vasco. En realidad, el PSOE estaba aplicando contra Hego Euskal Herria la misma estrategia general aplicada contra la centralidad del Trabajo en Alemania Occidental, Italia, Gran Bretaña, Estado francés, EEUU, etc., pero con la diferencia cualitativa de que aquí esa represión tenía un definitorio contenido y esencia de destrucción nacional vasca y de reforzamiento del poder capitalista español.

Mientras que en los Estado citados, y en otros, la burguesía destrozaba las bases sociales de las izquierdas revolucionarias, de las organizaciones armadas, de los sindicatos sociopolíticos, etc., aplastando las grandes aglomeraciones industriales, el llamado «obrero-masa» de la fase taylor-fordista en el marco keynesiano de regulación, mientras sucedía eso, en el estado español la ofensiva reaccionaria se aplicaba desde los claudicantes Pactos de la Moncloa, como hemos visto. Uno de los objetivos en los Estados citados era, también, destruir las bases de las organizaciones armadas, de la violencia directa y difusa, de la autodefensa obrera, del sabotaje social, de las resistencias cotidianas, es decir, de las luchas ascendentes de oposición al Capital por parte del Trabajo. Muchos autores han estudiado esta estrategia global, pero de los fácilmente accesibles citamos a Mario Moretti en su texto «Brigadas Rojas«, en donde muestra cómo la derrota de esta organización armada no se debió a la efectividad estrictamente policial sino, decisivamente, a la «reconversión industrial», es decir, de la destrucción de las bases materiales de centralización del movimiento obrero revolucionario.

Pues bien, la tarea básica de Euskadiko Ezkerra en la época que analizamos ahora fue la de, por un lado, legitimar la extinción de la lucha armada mediante la desaparición del sector minoritario de ETA pm que se identificaba con sus tesis y, por otro lado, sentar las bases para la extinción del ya reducido movimiento obrero abertzale que seguía controlado mediante la aceptación del interclasismo. No podemos decir nada ahora sobre la primera tarea, porque supera los objetivos de este texto, aunque en el fondo es inseparable de la segunda, que sólo se entiende en su pleno sentido recurriendo a la primera. El documento que ahora vamos a criticar se inscribe en esta dinámica degenerativa de EE hacia su desaparición y subsunción real en el Estado español vía integración en el PSOE.

La primera parte del documento recoge la intervención de Mario Onaindia en la que expone los ejes reformistas de todo el proyecto autogestionario. Naturalmente, no puede renunciar a toda la tradición marxista de golpe, sino gradualmente, y es así como debe entenderse la siguiente afirmación: «La autogestión reside sobre todo en la organización de la empresa de modo que comiencen a superarse las divisiones entre el trabajo intelectual y el trabajo manual, entre dirigentes y dirigidos, que es uno de los motivos fundamentales del desarrollo de la alienación en el sentido preciso que otorgaba Marx a este término«. Formalmente, en abstracto, esta definición tiene tantas limitaciones como queramos sacárselas al contrastarla con la práctica concreta, pero siendo indulgentes podemos sintetizar esas limitaciones en una sola, que no tiene en cuenta el decisivo problema de la propiedad privada de los medios de producción.

Pero Onaindia abandona bien pronto el reino de la abstracción, y pasa a posicionarse abiertamente cuando tras decir que la historia de la emancipación socialista se ha caracterizado por tener que optar por dos corrientes opuestas, la que defiende la necesidad de la ruptura revolucionaria del sistema capitalista y la que defiende la lenta y paulatina transformación interna mediante la superioridad político-cultural de la clase trabajadora sobre la clase burguesa. Esta segunda opción viene a ser una copia del proceso anterior por el cual la burguesía triunfó sobre el sistema feudal, conquistando lentamente el poder político mediante la superioridad sociocultural y sociopolítica. Onaindia dice que: «los últimos cien años de capitalismo y de historia del movimiento obrero dan la razón a quienes consideraban que la marcha de la clase obrera sería, salvando las distancias, similar a la marcha de la burguesía. Es cierto que se plantea el problema de cómo puede la clase obrera adquirir conciencia de su misión histórica, pero tal problema no es tanto de cultura, de instrucción, cuanto de conciencia socialistas y de cultura socialista«.

Una de dos, u Onaindia es un ignorante al desconocer las terribles y sangrientas revoluciones políticas que necesitó la burguesía en los Países Bajos, Gran Bretaña, EEUU y Estado francés, para citar los casos menos violentos, para liberarse del sistema feudal, u Onaindia es un mentiroso que conscientemente falsea la realidad histórica para dar una irreal versión de la evolución histórica. La burguesía ha llegado al poder chorreando sangre por todas sus costuras. De todos modos, el problema es más grave porque Onaindia desconoce u oculta la diferencia cualitativa entre las revoluciones burguesas y las revoluciones socialistas, pero no podemos explayarnos ahora en esta cuestión algunos de cuyos aspectos centrales ha aparecido varias veces a lo largo de este texto. Partiendo de esta disyuntiva entre la mentira o la ignorancia –¿por qué no de ambas a la vez?– podemos acercarnos a la idea de Onaindia de que tanto el socialismo stalinista como la socialdemocracia han fracasado y que hay que buscar una tercera vía, una alternativa intermedia en unos momentos de extensión del paro y de la robotización.

Desde esta tesis Onaindia sostiene que: «Sólo el desarrollo de la autogestión plasmado en experiencias concretas puede devolver la confianza en sus fuerzas a una clase que parece cada vez más laminada por la división interna entre quienes tienen trabajo y se encuentran en paro, entre quienes están sindicados y no, etc. Y cuando los trabajadores han abandonando la confianza depositada en experiencias revolucionarias llevadas a cabo precisamente en países que económicamente se encuentran menos desarrollados que Europa. y por tanto, con menos posibilidades de superación del sistema«. Antes de releer esta cita conviene recordar además de la coyuntura sociopolítica rápidamente resumida arriba, la de los años entre 1982 y 1984, cuando la «reconversión industrial», también el contexto largo de lucha vasca, para comprender la enorme distancia que existe entre las divagaciones de Onaindia y la realidad vasca. Desde 1966 hasta 1984, la clase obrera vasca mantenía un áspero enfrentamiento con la burguesía en el que la «confianza» en experiencias exteriores jugaba realmente un papel secundario comparado al de otros Estados europeos. En realidad, Onaindia reflejaba en esta cita su irreversible distanciamiento de la realidad social y su deriva ideológica.

Aun y todo así, lo grave de esta cita es que presenta una determinada «autogestión» como la alternativa a la crisis de confianza de los trabajadores. ¿Cómo se relaciona esta «autogestión» con la esperanza nueva de los trabajadores desmoralizados? Mediante esta definición de «socialismo»: «Yo me inclinaría a definir el socialismo como un sistema económico en el que la democracia no se limita al terreno de la política, sino que se amplía y se extiende también a la economía y a todas las esferas de la vida individual y colectiva. Y en el terreno de la economía en concreto se debe extender tanto al seno de la empresa a través de la autogestión sino también al conjunto de la economía de la sociedad a través de la planificación económica por parte del Estado«. Esta definición de socialismo no se parece en nada a la marxista porque desaparecen cuestiones claves como el problema de la propiedad, el problema del valor de cambio y de la mercancía, el problema de la ley del valor-trabajo, etc. Tampoco se dice nada del contenido de clase del Estado, y otras muchas cosas. En 1984, y en la realidad vasca de entonces, esta definición encajaba perfectamente con las necesidades de la lucha ideológica del Capital y del estado español.

Llegamos así al otro componente decisivo de la ideología de Euskadiko Ezkerra, el de la aceptación del marco político impuesto por el Estado español desde 1978. Tras repasar varios de los problemas comunes sobre los riesgos de integración del cooperativismo y de la autogestión ene el sistema, problemas que en estas páginas hemos visto repetirse desde el inicio del siglo XIX, como mínimo, Onaindia dice que: «de ahí la importancia en que se cree un Consejo Socio-económico cuya misión sea que la reconversión y la reindustrialización del país no se dé al socaire de las empresas transnacionales sino por una decisión democrática y en las que las instituciones democráticas jueguen un papel relativamente planificador y en segundo lugar, que se cree una coordinadora de todas las experiencias. Las instituciones democráticas deberían dar a las mismas el rango de sector público vasco«. En pleno 1984 el Estado español recortaba sistemáticamente las anteriores promesas de «democracia autonomista», pues tras el tejerazo del 23-f de 1981, se había impuesto una auténtica recentralización nacionalista española. Además. Los crímenes del GAL, los ataques antiobreros, los cierres político-empresariales de fábricas enteras, el comportamiento del sindicalismo amarillo, etc., todo y más se vivía en 1984 mientras EE hablaba de «democracia».

En estas condiciones, crear esperanzas sobre las virtualidades de un marco democrático no sólo extremadamente limitado e incompetente, sino pensado y diseñado para asegurar la continuidad del capitalismo español –«cambiar algo para que nada cambie«, había dicho Fraga Iribarne– era tanto como ocultar la gravedad del ataque que se ocultaba tras la llamada «reconversión industrial». Y dado que, según hemos indicado antes, el objetivo último de la «reconversión» era la destrucción de la base material sobre la que se levanta el pueblo trabajador vasco, es perfectamente comprensible la admisión de EE de la legalidad impuesta por el franquismo moribundo. La «democracia» de 1984, como la actual, era el celofán que embellecía el sistema de poder existente. La admisión de dicha «democracia» exigía renunciar además de a la crítica radical y revolucionaria también y sobre todo renunciar a presentar un modelo alternativo, un modelo de construcción nacional vasca. En ningún momento, Onaindia y EE en todo el documento presentan un modelo nacional vasco alternativo a la «democracia» oficial. Al contrario. Su esquema es estrictamente vascongado, limitado a la CAV.

En el apartado dedicado a las sociedades anónimas laborales se analizan sus limitaciones pero se opta abiertamente por ellas, defendiéndolas y exigiendo toda clase de apoyos institucionales. Pero no se dice nada de qué propone EE para sus militantes en ellas, de qué criterios nacionales y progresistas han de desarrollar sus militantes dentro de ellas, sólo se dice que: «Como Empresas de socios-trabajadores, ofrecen la posibilidad de practicar la autogestión, papel en el que los Sindicatos deben intervenir activamente«. Nada más, aunque podría considerarse como «mucho» teniendo en cuenta que en el apartado siguiente, «El cooperativismo ante la crisis económica«, desaparece toda referencia a los sindicatos y a la autogestión. Parece que no ha existido nunca el duro y permanente choque entre, por un lado, el cooperativismo oficial e interclasista y, por otro, el cooperativismo obrero y la autogestión socialista. Ahora, para EE, el cooperativismo es únicamente una opción económica más.

Por último, es en el apartado «La autogestión en Euskadi» donde se insinúan algunas suaves críticas al cooperativismo oficial: «Identificación del éxito cooperativo con el éxito puramente económico«, «la participación como elemento subordinado» y «tendencia a la descalificación de las críticas de fondo«. Se reconoce que hay contradicciones internas, que la crisis ha agudizado las tendencias burocráticas, que también ha habido prácticas de solidaridad interna, entre los asociados, pero, excepto esto, ¿qué propone EE para después del 30 de junio de 1984? Exclusivamente soluciones económico-institucionales dentro de la «democracia» existente, aderezadas con una fraseología como esta: «Es evidente que las fuerzas de la derecha, ancladas en el estribillo de la «iniciativa privada», poco o nada van a hacer por favorecer la potenciación de la autogestión, es por ello, que las fuerzas de la izquierda deben ir construyendo el marco ideológico y las alternativas concretas que permitan que las clases populares presionen sobre los poderes públicos para que los proyectos autogestionarios sean llevados a cabo«.

Tras una palabras sobre por qué combatir el consumismo y desarrollar una forma de vida alternativa, sobre por qué luchar por la reducción drástica de las horas de trabajo y potenciar el pleno empleo, etc., se afirma que: «Pero, no es sólo la derecha la que va a dificultar este proceso, por las actuaciones de los dirigentes del PSOE en la reconversión industrial vamos comprobando que los enormes esfuerzos que se exigen a los trabajadores no se ven compensados por las contrapartidas reales de poder político en las empresas y que, de hecho, gran parte de esta reestructuración está soportada en la inyección de dinero público a manos privadas, mayor paro entre la clase obrera, y en ninguna contrapartida a los trabajadores afectados«. Debemos interpretar esta amable crítica al PSOE efecto tanto de la creciente resistencia popular y obrera, según hemos visto arriba, como de las diferencias internas en EE entre dos o más tendencias que existían en su seno, antes de que una de ellas, la oficial, decidiera entrar en el PSOE.

Son estas limitaciones internas de un partido reformista las que explican sus suaves reproches a un Gobierno feroz e implacable, y lo metafísico y abstracto de su «propuesta» definitiva: «Quizá sea el momento de recordarles a estos dirigentes en el poder, que la única reconversión con futuro es la autogestión y el socialismo«. ¿Qué quería decir esto en verano de 1984? Antes de responder, hay que preguntarse sobre por qué en ninguna sola línea del documento de EE se hace referencia alguna a la larga, rica y heroica lucha del cooperativismo obrero y popular vasco. Este pasado no existe para EE. Tampoco se dice una sola palabra sobre la experiencia teórico-práctica de la autogestión socialista acumulada durante siglo y medio. Todo esto es borrado, desconocido, y EE se sitúa en el vacío intemporal e inmóvil.

De este modo, la autogestión de EE aparece como un medio mayormente económico de reforma progresiva de los peores aspectos de la sociedad existente, sin recurrir a opciones radicales. Se trata de la vertebración de la «sociedad civil» mayoritariamente desde sus problemas económicos vividos por grupos pequeños, desclasados subjetivamente y orientados hacia su integración en la «democracia» mediante la participación en las instituciones existentes. Este modelo no se diferencia en nada cualitativo de los diversos modelos interclasistas vistos a lo largo de estas páginas.

Pero lo peor del proyecto «autogestionario» de 1984 es que en ninguna línea se insinúa ni siquiera remotamente el deseo de avanzar hacia una autogestión nacional vasca. Si comparamos este documento con las experiencias de los años treinta, vemos un impresionante y triste retroceso hacia la lógica española. Incluso si lo comparamos con las tenues ayudas al euskara de las cooperativas de Arrasate, vemos también ese retroceso porque en ninguna línea se insinúa una mínima ayuda a la defensa de la lengua nacional vasca. Podríamos seguir enumerando las ausencias totales de la más pequeña inquietud hacia cuestiones cruciales que afectaban en 1984, como antes y como después, a nuestro pueblo. Es lógico que así suceda porque la autogestión de Euskadiko Ezkerra era sólo un sistema de salvar algunas contradicciones secundarias del capitalismo del momento, ocultando la gravedad de la situación y creando falsas esperanzas reformistas mientras caía la represión, se cerraban empresas y se negaban los mínimos derechos vascos.

7.10. Tecnocracia e indiferencia nacional del cooperativismo

Mientras el movimiento obrero iba replegándose bajo la presión capitalista, la pasividad del reformismo sindical, la debilidad de los grupos obreros asamblearios y la lentitud de reorganización de la izquierda abertzale, por su parte el cooperativismo crecía en múltiples formas: de crédito, de consumo, agrarias y campesinas, de trabajo asociado, de viviendas, de enseñanza, de servicios, etc. En abril de 1993 en Nafarroa había un total de 570 cooperativas con 60.762 socios, y a finales de 1995 en la CAV las cooperativas ascendían a 1.666 con 307.610 socios. Ahora bien, no es oro todo lo que reluce. Joseba Polanco Beldarrain ha reconocido en su texto La empresa social cooperativa vasca que aparece en el texto colectivo Soberanía económica y globalización en Euskal Herria, reconoce que:

«Es claro que existen experiencias cooperativas en Euskal Herria que, siendo conscientes del reto que supone organizar una empresa para sus socios y la comunidad, se han desarrollado, y continúan haciéndolo, comprometiéndose con los mismos; pero también es claro que han nacido en este mundo cooperativo empresas con su mirada puesta en el horizonte personal exclusivo de los socios fundadores, y no sólo descuidan los principios que amparan la fórmula jurídica que les da nombre para desarrollar su actividad empresarial, sino que tampoco dedican una gran atención a la comunidad de su entorno, y en la práctica hacen de su cooperativa un «club» exclusivo de los mencionados socios fundadores, justificándolo con múltiples motivos, que ocultan la ambición de reservar para unos pocos los resultados conseguidos con el esfuerzo de muchos; en la misma línea de lo que criticaron otras personas antes de poner en marcha su experiencia cooperativa«.

El autor citado no descubre nada nuevo y se limita a constatar una degeneración ya advertida por el mismo Arizmendiarrieta cuando dijo que: «Nosotros tememos más para el futuro cooperativo el peligro que tienen los cooperativistas de destinar al consumo más de lo que fuera discreto en cada coyuntura. El mundo capitalista que nos rodea podrá sentirse tranquilo el día que nos vea los cooperativistas llevando un tren de vida de privilegiados, ya que así la reducción de nuestras tasas de inversión o la debilidad de nuestras empresas significará la reducción de nuestra fuerza expansiva y combativa y al propio tiempo también la rotura de nuestra solidaridad con el mundo trabajador«.

Pero estas palabras del sacerdote invierten la causa por el efecto ya que, en contra de la razón que aduce para explicar la integración del cooperativismo en el capitalismo «exterior» y acordémonos de lo dicho inmediatamente arriba, no es el «tren de vida de privilegiados» el que destruye el cooperativismo sino la objetividad de las leyes de producción capitalista. O en otras palabras, esa forma de vida es sólo uno de tantos efectos que nacen de las relaciones sociales capitalistas, y no a la inversa. Arizmendiarrieta sufre de todas las limitaciones del idealismo y de la metafísica. Tampoco Joseba Polanco supera esas limitaciones, peor aún no da una sola explicación de por qué degeneran determinadas cooperativas.

Analicemos un poco este asunto porque es importante. Joseba Polanco cita los siete principios de la identidad cooperativa fijados en 1995 por la Alianza Cooperativa Internacional (ACI): «Adhesión voluntaria y abierta. Gestión democrática por parte de los socios. Participación económica de los socios. Autonomía e independencia. Educación, formación e información. Cooperación entre cooperativas, e Interés por la comunidad«.

La extrema abstracción de estos principios, común y constante en la palabrería ideológica del cooperativismo oficial, permite comprender que en la práctica el cooperativismo sea tentado y presionado para degenerar en sus objetivos. Se supone que la coherencia ética y cooperativista sirven para asegurar el suficiente desarrollo de los siete principios en cuanto garantías que impidan la degeneración, y de ahí la importancia de esos principios y de la insistencia en la ética y en los valores, que el mismo Joseba Polanco desarrolla en su texto.

Sorprende mucho el que a la hora de explicar en las condiciones actuales de Euskal Herria los siete principios, el autor al que seguimos excluye sin ninguna razón dos de ellos, el que hace referencia a la participación económica de los socios y que insiste en la educación, formación e información. Es verdad que cuando explica la gestión democrática por parte de los socios insiste en la importancia clave de la formación y de la comunicación entre los socios para asegurar la gestión democrática interna pero, aún así, pensamos que no resuelve el problema.

Cuando en 1995 la ACI diferenció claramente entre la comunicación y la formación interna para garantizar la gestión democrática por parte de los socios, y la educación, formación e información, como principio específico y diferenciado es porque, obviamente, le daba una importancia propia. Pues bien, una de las causas de la degeneración del cooperativismo no es otra que la independización de los técnicos con respecto a los socios trabajadores directo. La complejidad de las tareas de dirección exige, además de preparación, también una dedicación plena y un acceso total ala información, a la enorme cantidad de datos necesarios para dirigir la cooperativa.

Los socios trabajadores pueden mantener el ritmo de información suficiente durante un tiempo, pero más temprano que tarde se irán quedando atrás, irán rezagándose. En las asambleas, sin información no se pude decir apenas nada, y el poder queda en manos de quienes poseen información y además están a diario en el meollo de los problemas. Si se retira el principio de educación, formación e información, aunque se insista en que sí están en el interior de otros principios, se están abriendo las puertas de par en par a la burocratización y después a la degeneración. Encima, si también se «olvida» el principio de participación económica de los socios, entonces se acelera y refuerza el elitismo interno, la burocratización y se multiplican los riesgos reales de degeneración.

El cooperativismo neutro sufre aquí más peligro de burocratización que el cooperativismo obrero y socialista porque en estos últimos, la mayor conciencia obrera y revolucionaria asegura una mayor resistencia, y con respecto al consejismo y al sovietismo habría que hacer una matización importante porque estos dos sistemas obreros tienen una diferencia cualitativa con respecto al cooperativismo, aunque pertenecen, según nuestro criterio, al proceso general que concluye en la autogestión social generalizada. Esa diferencia no es otra que el consejismo surge en momentos de crisis prerrevolucionaria y de doble poder real, de democracia socialista que se vive en medio de la revolución ya abierta y en plena lucha de supervivencia.

Pero, además de esto, el cooperativismo defendido por Arizmendiarrieta tiene una severa desventaja a la hora de combatir la tendencia al burocratismo, que es consustancial al elistismo, y es precisamente la loa del sacerdote hacia la minoría dirigente, como hemos visto antes. Veamos estas declaraciones suyas: «Han de hacer buena pareja: una dirección empeñada en promocionar a los hombres a sus órdenes y una comunidad que concede amplio crédito a tales gestores«. Y estas: «Todos podemos opinar, pero los que fueren capaces de obrar, son los que han de hacer el País«.

Aunque, como hemos dicho también, la obra de Arizmendiarrieta está plagada de ambigüedades y hasta de aparentes contradicciones insolubles entre lo que dice en un momento y lo que dice en otro, siendo así en la superficie de la lectura inmediata, no se puede negar que buceando un poco en su obra se descubre una lógica determinante. Por ejemplo, si bien afirma que: «En al cooperativa todos somos responsables de todo«, pese a esto, también insiste en que la dirección de la cooperativa ha de estar a cargo de los más aptos, de los mejor formados, de los más responsables: «En la base de un cooperativismo sano debemos tener hombres que tengan un profundo sentido de responsabilidad, implicados personalmente en el proceso económico y sujetos a la presión social de su respectiva comunidad«. ¿Y qué es la responsabilidad? La respuesta es esta: «Tener sentido de la responsabilidad significa ni más ni menos que considerarse totalmente insustituible en lo que le está encomendado«.

Los insustituibles son los que más temprano que tarde terminan acaparando y monopolizando el poder efectivo de la cooperativa. ¿Y los sustituibles? Antes de responder con sus propias palabras, conviene recordar lo anteriormente visto sobre la importancia de la educación para formar a los que «tienen alma de peón«, etc., para darnos cuenta de la profunda lógica elitista de Arizmendiarrieta. Recordado eso, podemos comprender ahora lo terrible de esta breves palabras: «No hay hombre inútil, sino mal utilizado«. La respuesta es pues sencilla: la dirección insustituible, dirección gestora a la que la base «concede amplio crédito«, debe lograr la óptima utilización de los demás, de los que están por debajo, de los que de no ser correctamente utilizados podrían ser inútiles. De aquí a la burocracia omnipotente hay un corto y rápido paso, sobre todo cuando se ha suprimido el principio de la educación, formación e información y el de la participación económica de los socios.

Lo que está en el fondo del problema es, en síntesis, la escisión entre el trabajo intelectual y el trabajo manual históricamente anterior al capitalismo pero que este modo de producción ha llevado a sus niveles más altos. La rotura de la unidad dialéctica mente/mano se refuerza con la mercantilización que se independiza definitivamente al separar del todo, por imperativos de la acumulación del capital, el valor de uso y el valor de cambio. Dicha escisión se extiende como una marea de ácido disolvente y corrosivo en toda la sociedad, en cualquiera de sus rincones más remotos e insignificantes, porque es un componente substancial y necesario a la explotación capitalista.

Arizmendiarrieta, que es un ignorante en teoría político-económica, no puede ni siquiera intuir la extrema y objetiva gravedad de lo que ello implica. Su ideología de la separación entre lo «exterior» al cooperativismo –«el mundo capitalista que nos rodea«– y el mundo «interior» de la vida cooperativista, vuelve a fallar estrepitosamente en el crucial aspecto de las fuerzas objetivas y subjetivas, todas ellas inherentes e internas al capitalismo como sistema, que propician la burocratización generalizada y, en cuanto parte suya, la del cooperativismo oficial y después, o simultáneamente, su degeneración.

La rotura de la unidad dialéctica mente/mano queda confirmada en el análisis que hace Antxon Mendizabal en Sobre la economía social y cooperativa, recogido en el mismo texto, al hablar del poder de la tecnoestructura sobre la socioestructura dentro del cooperativismo. Mendizabal profundiza en los problemas crecientes a los que se enfrenta el cooperativismo, análisis que no podemos resumir aquí sino sólo a grandes líneas. Comienza afirmando las tres aportaciones que la economía social hace a Euskal Herria, potenciando la territorialidad, la capacidad asociativa y la capacidad de respuesta flexible para aumentar la capitalización.

Ahora bien, la globalización capitalista presenta a las cooperativas cuatro grandes restos como son, uno, la internacionalización y, en este punto, surgen muchas preguntas sobre todo con respecto a las grandes cooperativas, a MCC, en el sentido de cómo van a organizar su respuesta a la mundialización:

«¿Cuáles son las modalidades jurídicas, sociales y económicas que viabilizan, o vehiculizan, estas nuevas entidades? Es decir, son las modalidades tipo «joint venture» y las implantaciones localizadas de capital directo del MCC. Ahora bien, ¿qué se va a crear? ¿Se va a crear un centro cooperativista y una «periferia» capitalista? ¿Qué relaciones van a existir entre ellos? ¿En qué medida afecta a la identidad propia de un movimiento cooperativo autogestionario? ¿Qué clase de relaciones se van a marcar entre un centro cooperativo que está en el País Vasco y un centro cooperativo que está en la periferia? ¿Van a ser relaciones de dependencia? ¿Van a ser lugares de donde se extrae plusvalía directamente? ¿O va a haber una dinámica diferente?«.

En este definitorio problema de la conversión del cooperativismo en instrumento de explotación obrera y de extracción de plusvalía, debemos recordar a Marx cuando hace 122 años en su ya citada Encuesta Obrera hacía la pregunta 98: «¿Hay sociedades cooperativas en vuestro ramo? ¿Cómo están dirigidas? ¿Utilizan trabajadores de fuera, al igual que los capitalistas?«. Y nosotros preguntamos: ¿qué diferencia cualitativa existe tras más de un siglo entre las interrogantes de Mendizabal y de Marx?

Un segundo reto es el de la financiación y el de «jugar» en Bolsa: «De cualquier forma, en las inversiones muy importantes, los inversores privados se arrogan el derecho de veto en algunas cuestiones, pero no cuestionan, en lo fundamental la soberanía de los socios-trabajadores sobre la marcha de la empresa, lo cual es un elemento fundamental, que diferencia claramente el modo de «jugar» en Bolsa por parte de las cooperativas y el modo en que lo hacen las sociedades anónimas«.

Un tercer reto del capitalismo actual es el de su impacto sobre la autogestión cooperativa: «La globalización implica nuevas tecnologías, lo que supone cambios en las formas organizativas como el taylorismo, el fordismo, etc., e introduce nuevas estrategias industriales (…) lo que conlleva un proceso de jerarquización que concentra el poder en los organismos centrales y «quita» o limita el poder de las cooperativas de base, que pierden autonomía, y por tanto, su poder real de autogestión disminuye«.

Por último, un cuarto reto es el de la flexibilidad productiva: «si la flexibilidad laboral es asumida por el conjunto de la Economía Social, como medio de mantener la competitividad empresarial y la viabilidad de las empresas, ¿no puede convertirse en la «vanguardia» de la introducción de la flexibilidad sociolaboral para el conjunto del movimiento obrero vasco?«.

El cuádruple reto que el capitalismo actual ejerce sobre el cooperativismo que ahora estudiamos no carece de suelo social, sino que se materializa en una nación oprimida, en un pueblo trabajado al que se le prohiben los mínimos derechos e instrumentos de autogobierno democrático para hacer frente a esos y otros más retos y agresiones. Y aquí surge otro problema decisivo que Mendizabal expone claramente:

«No hay un proyecto específico de la Economía Social con respecto a la soberanía nacional«. El autor es todavía más contundente: «Lo primero que la tecnoestructura tiene que integrar es que las cooperativas del País Vasco no están en España y en el mercado. Sino que están en una realidad como Euskal Herria que tiene vocación de ser un país específico con proyectos sociales, culturales y políticos definidos. Desde esta perspectiva señalaría que para que la Economía Social nos ayude a avanzar hacia la soberanía nacional es clave que haya secrto4es en la tecnoestructura, que es en donde se toman las grandes decisiones, que acepten esta nueva lógica«. Pero: «En segundo lugar es importante que los Consejos Sociales, las Juntas Rectoras, etc., lo que representa la socioestructura, también ahí es preciso que haya un movimiento que integre y se articule con el movimiento popular existente en el País Vasco que lucha por la soberanía nacional y por un diseño de desarrollo social diferente«.

Si comparamos estas afirmaciones, con las que estamos de acuerdo, con las de Arizmendiarrieta según los cuales su cooperativismo sería la vía y la solución a los problemas de Euskal Herria, tenemos sacar la conclusión de que su modelo ha resultado un estruendoso fracaso, desde la perspectiva independentista vasca, tras casi medio siglo de existencia. Mas una lectura un poco sistemática de la ideología del sacerdote nos enseña que este fracaso ya estaba anunciado y hasta propiciado por la ausencia total de una comprensión teórica de la dialéctica entre los fines y los medios. Leamos a Arizmendiarrieta:

«Una de nuestras características ha sido el sentido práctico, el de saber actuar en el ámbito de las posibilidades sin diferencia ni renuncia a los ideales. Se ha sabido aglutinar y no malograr las oportunidades en interés común. Los procesos de asociación no son viables sin moderación, como consentidos por unos y por otros, debiendo de ordinario sacrificar todos algo de sus respectivas posiciones. Las radicalizaciones contravienen a las cualidades más constantes de nuestro pueblo y a las virtudes humanas y sociales de sus hombres«.

Tras esta lectura no debe extrañar a nadie el fracaso práctico de cualquier pretensión de hacer de las cooperativas un sistema de transformación social. Y menos aún debe sorprender ese fracaso en una nación oprimida, como la vasca, contra la que los Estados español y francés aplican todos los instrumentos de control, represión y empobrecimiento económico y lingüístico-cultural. Como efecto de esa permanente agresión, se produce una desarticulación entre los diversos componentes de la nación oprimida y de su pueblo trabajador. Para contrarrestar esa desarticulación, Mendizabal propone:

«Las cooperativas y todo el conjunto de la Economía social necesita una articulación ideológica, política e incluso, parcialmente, orgánica con el resto del movimiento obrero vasco. La articulación orgánica no existe y la articulación ideológica y política es muy limitada. El hecho de que no haya sindicatos en las cooperativas debilita al movimiento obrero de las cooperativas, debilita la socioestructura y explica por qué en los centros de decisión están, fundamentalmente, representantes de la tecnoestructura (…) la introducción del movimiento sindical en las cooperativas posibilitaría la vehiculización de la potencialidades sociales de este tipo de empresas para las transformaciones de carácter nacional y social que se están planteando para el conjunto del País«.

Volvemos así a la larga experiencia revolucionaria que insiste en la necesidad de una ágil interrelación entre las formas de autoorganización obrera, desde el cooperativismo hasta el consejismo, los sindicatos sociopolíticos y las organizaciones militantes más estables y específicas.

Hasta aquí hemos analizado el problema del cooperativismo oficial desde la perspectiva de su fracaso en cuanto proyecto progresista dirigido a ayudar a la liberación vasca, proyecto que ha fracasado a la vista de los resultados históricos. ¿Pero si resultase que realmente ha triunfado? Es decir, ¿cuál sería nuestra valoración si analizamos el resultado desde la perspectiva de Arizmendiarrieta y del PNV? Hay que concluir que, desde esta otra perspectiva, el cooperativismo oficial ha triunfado teniendo en cuenta lo que dice Sharryn Kasmir en «El mito de Mondragón«:

«El cooperativismo surgió como una alternativa empresarial al socialismo y al activismo de la clase trabajadora. Desde sus inicios, las cooperativas estuvieron estrechamente vinculadas al proyecto político anti-socialista del PNV para la sociedad vasca y fueron concebidas por el padre Arizmendiarrieta como un medio de superación de la lucha de clases mediante la creación de negocios de capital vasco. Siguiendo este razonamiento, las cooperativas no se han adulterado, más bien vuelven a ser el proyecto reformista de sus orígenes, con importantes beneficios para la economía vasca y con serios inconvenientes para el activismo obrero«. En modo alguno podemos resumir aquí el largo texto de esta investigadora, pero sí vamos a concluir con estas palabras suyas:

«Una conclusión fundamental de este libro es que las cooperativas pueden dividir a las clases trabajadoras. (…) cuando la clase trabajadora vasca vivió una reestructuración en los años sesenta y setenta, los cooperativistas no tomaron parte en ese proceso. La documentación de la época, de fuentes tan dispares como las facciones izquierdistas de ETA y de la Iglesia Católica, deja ver que había una preocupación local por la distancia que había entre los cooperativistas y el resto de la clase trabajadora. Era notoria su ausencia en las huelgas de solidaridad con los trabajadores de fábricas cercanas. El especial dinamismo de la clase trabajadora y la lucha nacionalista que caracterizó a Mondragón desde la fundación de la Unión Cerrajera a comienzos de este siglo fueron decayendo a medida que las cooperativas transformaban las consciencias de gran parte de la población trabajadora. Este hecho se hizo evidente durante la huelga de 1990 en el sector del metal, cuando no acudió ni un sólo cooperativista en señal de solidaridad con sus compañeros y compañeras trabajadores«.

8. Poder obrero y colectivismo en Catalunya y Aragón

Para entender, por su parte, la rápida y radical respuesta en Catalunya en 1936, para seguir con le hilo del texto, y muy especialmente en Barcelona, hay que comprender además de la fuerza del anarquismo también la larga experiencia anterior del cooperativismo en general que había adquirido una legitimidad social muy amplia. las masas trabajadoras y casi toda la pequeña burguesía respondieron con la misma celeridad que en Euskal Herria, como hemos visto en el capítulo precedente. Los militares sublevados apenas tuvieron posibilidad de victoria y los catalanes gozaron de la ventaja de no ser una zona tan prioritaria para los sublevados como Madrid y Euskal Herria. Las masas trabajadoras se autoorganizaron desde la base e impusieron medidas de control obrero y expropiación de las grandes y medianas empresas de modo que se pude decir que sólo los talleres artesanos y pocas pequeñas empresas siguieron siendo privadas.

Mal que bien pero con una rapidez que sorprendió al mundo, los parias de la tierra se pusieron en pie y organizaron una democracia obrera en medio de una guerra implacable. De inmediato se formaron columnas que salieron de Catalunya en ayuda de los frentes decisivos, el madrileño y el aragonés. Sin embargo, el consejismo catalán sufría del cáncer interno compuesto por la inoperancia política del anarquismo y el reformismo práctico del gobierno republicano y de las fuerzas que le apoyaban, el partido comunista oficial sobre todo. Los anarquistas regalaron el poder popular a la mediana y pequeña burguesía nacionalista catalana y al reformismo, y los stalinistas esperaron a ser fuertes para arrasar a los «ultraizquierdistas» fueran marxistas, socialistas o anarquistas, y paralizar los avances revolucionarios e incluso recomponer el poder burgués republicano. Esta «contrarrevolución interna» sucedió a partir de mayo de 1937.

En el Estado español el poder popular y consejista se instauró de la noche a la mañana fundamentalmente en Madrid, Aragón y en menor medida en Asturias, pues los obreros estaban muy debilitados por la represión de octubre de 1934. Hubo conatos de poder popular y las milicias malamente armadas pero muy decididas recorrieron Extremadura, Guadarrama, Murcia, Castilla, la nación andaluza, etc., pero pese a su voluntarismo no tuvieron mucha continuidad y, excepto en Aragón, bien pronto los socialistas y stalinistas salvaron la república burguesa. Aunque en Madrid se colectivizó un tercio de las empresas y se tomaron medidas de excepción, el orden no sufrió un ataque total y fue salvaguardado en cuestiones decisivas. Si bien en muchas zonas los campesinos recuperaron sus tierras, solamente en la retaguardia aragonesa se socializó el campo, expropiando a los terratenientes y a la Iglesia.

Nunca valoraremos lo suficiente el significado histórico de estas conquistas que, entra otras muchas lecciones, demostraron que es factible dar saltos cualitativos de progreso histórico si se tiene el poder político. En muchos sitios se suprimió el dinero y floreció una economía antagónica con la capitalista. Pero la reacción del stalinismo fue, primero, desde el Ministerio de Agricultura boicotear todo lo posible la expansión del cooperativismo y del colectivismo y, segundo, al fracasar, mandar al ejército republicano obligando a los campesinos a deshacer las cooperativas y comprar individualmente las tierras, haciéndose propietarios de ellas. Es decir, reinstaurar el capitalismo. Pero, al marcharse el ejército, los campesinos quemaban las escrituras de propiedad individual y reabrían las cooperativas… hasta que llegaron los franquistas con sus curas y su propiedad privada.

Enrique Lister –«Memorias de un luchador«– fue el general republicano, militante del PCE, encargado oralmente, sin que constara en un documento oficial del Gobierno de Madrid, del desmantelamiento por la fuerza de las comunidades campesinas representadas en el Consejo de Aragón. Lister afirma que: «Al salir de la entrevista con Prieto y ultimar con Rojo cuestiones de tipo militar, me fue a informar a la dirección del Partido de la misión que acababa de recibir (con ello no descubría ningún secreto, pues en el Gobierno que había tomado la decisión había dos ministros comunistas). Los camaradas me confirmaron que el acuerdo existía«. Su versión constituye uno de los contrapuntos a la versión anarquista –idealizada en parte– de aquellos acontecimientos. Lister ofrece una versión bastante más matizada de la situación, aunque no puede superar el esquema estratégico de su militancia stalinista, como se comprueba al leer los bandos oficiales de prensa de agosto y septiembre de 1937, en donde se denuncia la existencia de armamento, munición y víveres en la retaguardia cuando eran necesarios en el frente. Dejando de lado si la cantidad y calidad de las armas encontradas era significante en comparación con el arsenal en el frente, pensamos que no, el problema de fondo radica en su loa a la necesidad de «paz social» en la retaguardia republicana, y en la insistencia en que las masas trabajadoras debían estar desarmadas y respetando la legalidad económica burguesa.

La asombrosa experiencia de las colectivizaciones ha sido silenciada, tergiversada, subestimada o negada directamente porque contradecía de raíz toda la concepción estratégica del stalinismo en general, y de todas sus derivaciones y tendencias. Es definitivamente esclarecedor que fueran incluso físicamente los mismos quienes destruyeron el colectivismo en 1936-39 y quienes destruyeron el movimiento obrero asambleario en 1969-79 en el Estado español. Sin embargo, desde la izquierda revolucionaria se ha mantenido viva la crítica teórica y la capacidad de extraer lecciones de las derrotas. De entre la excelente bibliografía disponible citamos estas interesantes reflexiones de Victor Alba en «Los colectivizadores«:

«Las colectivizaciones fueron víctimas indirectas, así de la confusión entre poder y política. El movimiento sindical había sido en España anticapitalista, lo cual no le había impedido actuar dentro del capitalismo, utilizando los medios de acción que arrancaba al capitalismo para combatir a éste (organización, huelgas, contratos, etcétera). Del mismo modo, aunque se esté en contra de la política (como lo estaba el anarcosindicalismo) y se considere la autoridad tan corruptora como la propiedad privada, no debía renunciarse a utilizar los medios que pudieran arrancarse a la política para combatirla. La mejor manera de disminuir el poder es tomándolo y desde el poder dispersarlo y, al mismo tiempo, utilizándolo para defender esta dispersión y para efectuar su devolución al pueblo. Ligado con este error inicial hubo otro: el de no atraerse a la clase media (…) El movimiento obrero, aunque no atacó los intereses mesocráticos, no llevó a cabo una política de atracción de la clase media. Era perfectamente posible, sin perjudicar los intereses obreros y hasta beneficiándolos. Habría podido incorporar a buena parte de la clase media a sus organizaciones, establecer ligámenes permanentes entre empresas privadas –pequeñas y medianas– y la economía colectivizada, utilizar más en esta los servicios de los profesionales (…) Si el movimiento obrero –el conjunto de las organizaciones obreras y no sólo una– hubiesen tomado el poder en julio de 1936 (en realidad, lo hubiesen aceptado o recogido, puesto que estaba en medio de la calle) la clase media, con su tendencia a ir a remolque del más fuerte, habría seguido al movimiento obrero y los enemigos de las colectivizaciones no hubieran encontrado una base sobre la cual encaramarse y utilizarla como carne de propaganda y de rumores contra la propiedad colectivista«.

Mientras se producían estos ataques contra el movimiento campesino, el movimiento obrero también sufría otro devastador recorte de sus conquistas revolucionarias. Morrow ha descrito en «Revolución y contrarrevolución en España» cómo fue este ataque desencadenado desde la primavera de 1937, y de manera irreversible desde el mes de mayo. Una de las primera decisiones fue anular la vigencia de los decisivos tribunales populares activos desde el 19 de julio de 1936. Otra fue cerrar todas las radios de partidos y sindicatos el 18 de junio de 1937, y el 23 de junio se dictó la ley que anulaba las libertades de crítica revolucionaria con la excusa de hacerlo así podría significar pasar información al enemigo. El 29 de julio se anunció la detención de diez miembros del POUM, partido al que pertenecía A. Nin, autor del librito «Los soviets«, como hemos visto antes. El 12 de agosto se reforzó aún más la justicia burguesa y se recortó la iniciativa obrera en la vigilancia de la Iglesia, que había optado pública y abiertamente por Franco. El 14 de agosto se prohibió toda crítica a la URSS, y, por no extendernos, citamos a Morrow:

«El Ministerio de Defensa mandó tomar las fábricas, una por una. El 28 de agosto se promulgó un decreto otorgándole al gobierno el derecho de intervenir o tomar cualquier empresa minera o metalúrgica. El gobierno declaró explícitamente que el control obrero debía limitarse a defender las condiciones de trabajo y a estimular la producción. Las fábricas que resistieron vieron negados sus pedidos de créditos o, habiendo hecho sus envíos, no se le pagó hasta que cedieron a la voluntad del gobierno. En muchas empresas extranjeras los obreros ya se habían visto despojados de toda autoridad. El Departamento de Compras del Ministerio de Defensa anunció que a partir de cierto día sólo haría contratos con empresas que funcionaran «en base a sus viejos propietarios» o «bajo la intervención correspondiente controlada por el Ministerio de Finanzas y Economía (…) El paso siguiente, por el cual los stalinistas venían librando una campaña de meses, fue la militarización de todas las industrias bélicas: transporte, minería, metalurgia, municiones, etcétera (…) Pero militarizar fábricas que ya están en manos de los obreros, junto con la plena indemnización a sus ex dueños liquida el control obrero de las fábricas y prepara la devolución a sus ex dueños«.

Muchas y concluyentes han sido las criticas al comportamiento de la URSS para con la República española en la guerra de 1936-39. El grueso ha coincidido en que la URSS sacrifico el proceso revolucionario en el Estado español a sus intereses estratégicos internacionales e internos. Se trataba de estabilizar una «república democrático burguesa» que no espantase a las burguesías «democráticas» europeas y que les convenciese de la necesidad de pactar con la URSS una alianza para detener a Hitler. Para ello la URSS necesitaba sacrificar la revolución social y las luchas de liberación nacional en el Estado español, no abriendo un frente revolucionario en el sur de Europa, frente que asustaría a las burguesías y que daría, según la URSS, razones a Hitler y Mussolini. Esta tesis no solo ha sido confirmada por los investigadores que desde comienzos de los años ’90 pueden acceder a muchos de los documentos del PCUS antes entonces secretos, sino que además ha sido enriquecida por datos espeluznantes. Tres investigadores, Radosh, Habeck y Sevostianov han resumido en «España traicionada. Stalin y la guerra civil«, las conclusiones sacadas del estudio de decenas de documentos rusos:

«En cuanto a la Unión Soviética, que pronto iba a suministrar armas y consejeros a la República, perseguía un doble objetivo. Cualquier intervención debía tener lugar dentro del marco de la política general soviética de establecer alianzas con Francia y Gran Bretaña; de ahí que Stalin proporcionada ayuda militar suficiente para que la República se defendiera a sí misma, pero no tanta que pudiera asustar o irritar a occidente. Además, su ayuda incluía la intervención en la política de la República, destinada a obtener el control sobre la guerra e impedir a cualquier grupo de la extrema izquierda española –ya fueran anarquistas o comunistas revolucionarios– fomentar la revolución social. Semejante evento, según pensaba Stalin, atizaría el miedo en las mentes de los dirigentes del Occidente conservador, por lo que debía evitarse. Los comunistas españoles, actuando bajo la orientación soviética, se convirtieron en un baluarte contra la revolución, la colectivización y el desorden social, al mismo tiempo que trataban de manipular y controlar los acontecimientos para sus propios fines«.

Mientras se producían estos acontecimientos, en el interior de Europa se vivieron experiencias transcendentales silenciadas o tergiversadas por las izquierdas y derechas, prácticas de poder popular y consejos obreros que no sólo sacaron a la superficie problemas de entonces sino que también anunciaban y adelantaban problemas estructurales muy actuales. Comprendemos ahora, tras este fugaz repaso de la experiencia consejista hasta 1939, que en plena guerra mundial, a finales de 1941, Brecht instara a Korsch a que investigase las relaciones entre los partidos y los consejos.

La experiencia histórica era, hasta entonces, apabullante pero lo sería aún mucho más y Brecht, como muchos marxistas y revolucionarios conscientes de la gravedad del momento y de lo que realmente sucedía en la URSS, preveía un agravamiento del problema. De hecho, aunque él no tuviera noticias fidedignas de lo que ya empezaba a suceder en los territorios ocupados por el nazi-fascismo, sí comenzaban a surgir algunos comités de resistencia y grupos clandestinos no sólo en el campo sino también en las ciudades y zonas industriales, de donde brotarían al poco tiempo auténticos poderes populares armados que en 1945-47, aproximadamente, podrían haber generalizado un proceso revolucionario en zonas estratégicas del capitalismo europeo.

Una constante significativa que no podemos analizar ahora, es que la alta burguesía europea no nazi-fascista públicamente no impulsó en modo alguno el nacimiento de la resistencia, y que sólo sectores muy contados de la mediana burguesía –Países Bajos sobre todo– la apoyaron para cortar de raíz la extensión y el prestigio creciente del movimiento obrero y campesino; otras medianas burguesías se sumaron muy tarde, cuando era segura no sólo la derrota nazi-fascista sino, sobre todo, que no habría una rendición pactada. Esta cobardía oportunista y rastrera, egoísta, minó muy profundamente la legitimidad de las burguesías colaboracionistas en la práctica, o pasivas del todo, de manera que el movimiento obrero europeo gozó de unos cortos años de supremacía absoluta en cuanto única fuerza social capaz de solucionar los problemas del pueblo en su conjunto, legitimidad decisiva que ya los clásicos marxistas habían valorado en su justa importancia desde mediados del siglo XIX.

9. La gran oleada consejista de postguerra

La retirada nazi-fascista dejaba tras de sí desolación y devastación. Muchos burgueses huían con ellos por miedo a la justa ira popular; otros se escondían y se quedaban muy pocos. Muchas empresas, negocios, transportes, tierras, aparecían sin «dueño» e inmediatamente eran ocupadas bien por la guerrilla o bien por los propios trabajadores. El doble poder surgió en amplísimas zonas liberadas y la clase dominante no tenía recursos para recuperar su propiedad, excepto el empleo de los ejércitos aliados. En Alemania esta expropiación práctica de dio en muchas empresas, y también en Italia, Estado francés, Yugoslavia, Grecia, Hungría, Rumania, Bulgaria… No podemos exponer aquí todas estas experiencias así que nos centraremos en las fundamentales.

En Alemania Occidental hubo ocupaciones de empresas por parte de los trabajadores que querían ponerlas cuanto antes en funcionamiento. Ha sido una práctica casi totalmente borrada de los registros históricos, pero se sabe que durante bastantes meses muchas empresas funcionaron bajo iniciativa y dirección de sus obreros, hasta que la burguesía pudo borrar su muy reciente identidad nazi y, apoyándose en una serie de factores beneficiosos como la extrema debilidad de las fuerzas revolucionarias, los pactos internacionales entre la URSS y EEUU, el comportamiento de la socialdemocracia, etc., recuperar su propiedad privada. De todos modos, uno de los pilares del sistema social alemán, tan adelantado en su época, viene precisamente de ese contexto transitorio, de la fuerza práctica y legitimidad que tuvo el movimiento obrero al demostrar su capacidad de poner en marcha fábricas e industrias destruidas y abandonadas por sus propietarios burgueses, nazis en su inmensa mayoría.

En la zona alemana liberada 1por el Ejército Rojo, los obreros ocuparon las fábricas sin ninguna demora y las pusieron en marcha en condiciones de penuria absoluta pero dentro de una democracia socialista, aunque también de inmediato comenzó a formarse un partido de fiel obediencia stalinista, formado por los supervivientes del anterior y por nuevos voluntarios, pero también por muchos arribistas y hasta ex-nazis. Fue un vibrante mes de abril de 1945. En mayo técnicos soviéticos que habían inspeccionado la industria alemana, comenzaron a desmontar algunas de ellas y a trasladarlas a la URSS como «reparación de guerra». Este saqueo aumentó los meses siguientes y para contener el creciente malestar de los trabajadores, la URSS recurrió como ayudantes a los comunistas alemanes que empezaron a perder prestigio entre sus compañeros.

Para el otoño de 1945 se habían impuestos sistemas de control exteriores a las empresas ya bastante supeditadas a los planes soviéticos. A la vez, se impulsaban los sindicatos con tareas y derechos superiores a las de los consejos y comités de modo que para finales de 1947 el poder consejista estaba prácticamente supeditado al partido y al sindicato. Por fin, a lo largo de 1948 el consejismo fue definitivamente arrinconado y controladas cuando no reprimidas las protestas que proliferaron en las zonas industriales hasta 1953.

Aunque en Italia, Estado francés, Indonesia y otros países, el movimiento obrero también ocupó empresas, los campesinos tierras y cooperativa y el movimiento popular llevó sus reivindicaciones a los ayuntamientos, dotándoles de una fuerza de decisión apreciable, aún así, la situación era muy diferente a la de los territorios liberados por el Ejército Rojo, o la ayuda china a Vietnam y sobre todo Yugoslavia. En Italia, por ejemplo, a finales de enero de 1944 se reunieron en Bari todas las fuerzas antifascistas y tomaron decisiones revolucionarias estratégicas, pero a finales de marzo el PCI rompió unilateralmente esas decisiones y optó por una alianza con la burguesía monárquica dirigida por el criminal Badoglio.

El derechazo brusco del PCI permitió a socialistas y reformistas sumarse al carro de la «reconciliación nacional» y arremeter contra la «ultraizquierda» con todas las fuerzas que les otorgaba un gobierno cuyo vicepresidente era el secretario del PCI, Togliatti. Las fábricas y campos fueron devueltos a burgueses y terratenientes; los ayuntamientos vaciados de presencia popular, las guerrillas desarmadas y miles de revolucionarios condenados al ostracismo y desprecio oficial.

Misteriosamente, hasta bien entrada la década de 1950 seguían apareciendo ejecutados fascistas, empresarios, terratenientes y chivatos. Lo mismo sucedió en el Estado francés donde las masas trabajadoras tenían el poder real y el gobierno de De Gaulle el poder oficial, pero el PCF, como en 1936 y el PCI en 1944, se volcó en la desmovilización general, devolver las armas al Estado y las empresas al capital, y la depuración de «ultraizquierdistas». También se pactó el silencio y perdón práctico para el impresionante colaboracionismo burgués con la brutalidad nazi. El PCF, que había conquistado el honor de ser calificado como «el partido de los fusilados» se degradó hasta ser «el partido de los traidores». Así, cuando en otoño de 1947 el PCF quiso movilizar a la clase obrera al ser expulsado del gobierno, la huelga general fue una triste caricatura de lo que fue 1944-45.

Los comunistas griegos –EAM– aparecieron en 1941, cuando la invasión alemana, como la una única fuerza patriótica capaz de aglutina la mayoría de los sectores sociales, logrando atraerse a buena parte de los pequeños y semiarruinados propietarios campesinos muy abundantes gracias a la derrota sufrida por los grandes terratenientes latifundistas años antes. Existían otras fuerzas, sobre todo el EDES, pero representaban a sectores republicanos y hasta monárquicos ampliamente despreciados por el pueblo. Ofertando un programa de acercamiento de intereses entre esos campesinos y los jornaleros, con las masas trabajadoras urbanas y la empobrecida pequeña burguesía, el EAM y su brazo armado –ELAS– logró extender un proyecto independentista fuertemente anclado en la identidad griega y en la solidaridad popular frente a la directa amenaza de la reinstauración del latifundismo y de la dictadura al estilo de Metaxas, anterior dictador. De este modo se convirtió en la fuerza dominante, y cuando los nazis se retiraron de Atenas en octubre de 1944, los comunistas detentaban el poder práctico aunque los ingleses se presentaron inmediatamente en la ciudad con poderosas unidades, e implantando el gobierno de Papandreu el 18 de ese mes.

Pero desde verano de 1944, la URSS presionaba al EAM para que se supeditase a la burguesía monárquica, paralizase las reformas sociales y desarmase al ejército popular. En octubre de 1944 Gran Bretaña y la URSS llegaron a un acuerdo por el que Grecia quedaba dentro del «lado capitalista». La batalla de Atenas —Dekemvriana— fue muy dura y totalmente desproporciondaa por la superioridad cualitativa británica. La URSS mantenía un representante militar en el cuartel general británico cercado por los atenienses, y mandó un embajador oficial a la corte griega. Para mediados de febrero de 1945 el ejército popular estaba debilitado porque la URSS no le entregó ni un solo cartucho. El avance británico iba acompañado de feroz represión y contrarrevolución social, pero para finales de 1946 los comunistas estuvieron en condiciones de reiniciar la lucha armada y el ejército británico tuvo que pedir ayuda a EEUU que se apropió de Grecia en marzo de 1947 pero no pudo vencer a la guerrilla hasta agosto de 1949.

9.1. El consejismo en el postcapitalismo europeo

En Yugoslavia, la guerra de liberación contra los nazi-fascistas había creado además de una fuerte identidad nacional eslavo-yugoslava, una conciencia social muy sólida de modo que cuando a finales de la década de 1940 la URSS intentó forzar a Yugoslavia a una unión incondicional, se produjo una reacción contraria, desde un reforzamiento de la identidad nacional yugoslava progresista hasta una búsqueda de un modelo socialista libre de la degeneración burocrática e hipercentralizada del stalinismo. La autogestión yugoslava intentó, primero, establecer la propiedad pública de los medios de producción; segundo, apoyarse en las bases trabajadoras autogestionadas; tercero, potenciar la abolición del salario y de la reunificación mente/mano; cuarto, potenciar la dirección obrera colectiva tanto para las ventajas como para los riesgos y, quinto, intentar reducir al mínimo imprescindible la intervención del Estado en la autogestión de las empresas concretas.

Sin embargo, este meritorio esfuerzo nació minado por el cerco implacable de la URSS, desde petróleo y máquinas hasta cereales, por lo que ya en 1950 el 60% del comercio yugoslavo tenía que hacerse a la fuerza con Estados capitalistas, con efectos desastrosos perceptibles ya entonces como se demostró en el esfuerzo democratizador realizado por Tito y Djilas en 1953 para contrarrestarlos, aunque sólo se retrasó la velocidad del problema pues en 1957 el 70% de los miembros con responsabilidad en los consejos obreros provenían de los ingenieros y técnicos. Así se explica el fuerte debate en el VII Congreso del partido, y el impacto del libro de Djilas sobre la formación de La nueva clase dirigente en Yugoslavia y la URSS, ambos en 1958. La constitución de 1963 intentó corregir esta tendencia, pero en 1966 la burocracia monopolizaba tan sólidamente el poder que el mismo Tito fue comprensivo con las fuertes revueltas estudiantiles y obreras de 1968 contra la «burguesía roja», la creciente desigualdad social, la censura, el paro, etc.

En Polonia los consejos obreros aparecieron en 1945 en las zonas industriales, especialmente en Silesia, y su fuerza duró hasta que, como en Alemania oriental, como hemos visto, el sindicalismo burocrático fue impuesto sobre y contra los consejos obreros. Pero no desapareció su prestigio sino que éste aumentaba en la medida en que degeneraba el control burocrático, obsesionado por reglamentar todos los procesos productivos. Para mediada la década de 1950 el control interno de alrededor de 300.000 mineros exigía de 39.000 miembros del partido y del sindicato, además de los externos. Además, el largo choque histórico entre el nacionalismo polaco y las sucesivas potencias ocupantes, se estaba transformando en rechazo hacia la URSS, y buena parte de los obreros veían en los consejos de 1945 un ejemplo práctico de la superioridad del socialismo polaco sobre el ruso.

En este contexto, en el verano de 1956 la efervescencia social desbordaba al gobierno, como la revuelta popular de Poznan reprimida con tanques, y aunque tenía razón en la tarea procapitalista de la Iglesia, el grueso de la clase trabajadora buscaba democratizar el socialismo con la reinstauración del consejismo. Tras una vorágine que no podemos detallar, los trabajadores ocuparon fábricas y campos decretando el control obrero y la movilización popular el 19 de octubre, día de elecciones en el Pleno del Comité Central y día de llegada de la representación soviética. Urgentes negociaciones a varias bandas evitaron un estallido social y su consiguiente represión mediante oportunas concesiones de Moscú al «comunismo nacional» polaco. Días después, como veremos, la invasión rusa de Hungría fue una contundente advertencia que aminoró sus reivindicaciones. Pero aunque atenuada, la efervescencia continuó y encima apoyada en la legitimidad dada a la democracia socialista y consejista por las experiencias en Vietnam, Argelia y Cuba.

En Hungría, los stalinistas con Rákosi a la cabeza repitieron fielmente todos los errores cometidos por la URSS, causando un impresionante deterioro de las condiciones de vida del pueblo magiar y el desprestigio de comunismo oficial, único existente tras las purgas de los marxistas sobrevivientes al terror Horthy, aliado de Hitler. La crisis era tan seria que en 1953, al poco de morir Stalin, el partido desplazó a Rákosi por Nagy que intentó mejorar las condiciones sociales pero bajo un fuerte control saboteador de la fracción de Rákosi, muy poderosa aún en la burocracia, que logró destituir a Nagy en abril de 1955.

Para detener el malestar creciente, Moscú destituyó a Rákosi y colocó a Gerö que introdujo reformas menos atrevidas que las de Nagy. Fue tarde porque los obreros creaban consejos; los intelectuales exigían mejoras culturales y el partido se diluía y desaparecía mientras aumentaba el prestigio de los marxistas ejecutados por los stalinistas, sobre todo el del mítico Rajk, cuyo solemne y masivo entierro el 6 de octubre de 1956 fue el comienzo del fin de Gerö. No existía poder alguno y el 23 de octubre las masas se insurrecionaron, Gerö dejó el poder nominal a Kádar, protegido por los rusos, pues el poder real estaba en manos de los consejos de obreros, estudiantes y hasta soldados y funcionarios, que reconocían como presidente a Nagy. Solamente la policía política resistió algo hasta que intervino el ejército ruso que, desbordado, se retiró el 31 de octubre.

El Consejo Central Obrero del Gran-Budapest, fundado el 28 de octubre, estaba formado en su 50% por obreros de 23 a 28 años, y el 90% eran miembros del partido y muchos de ellos militantes no burocratizados. Los consejos examinaban muy rigurosamente la calidad política de sus delegados y rechazaban a cualquiera que hubiese tenido alguna responsabilidad en la corrupción anterior. Excepto el presidente y el secretario, ninguno de los restantes miembros del consejo era permanente, debían trabajar y luego acudir a las reuniones y debían explicar todos los días la situación a sus compañeros. El 4 de noviembre se produjo el asalto final ruso con combates muy duros en Budapest, pero los consejos resistieron en las grandes fábricas hasta el día 11.

Los rusos estaban impresionados por la resistencia popular, y tras detener a Nagy y poner a Kádar oficialmente en la presidencia, iniciaron una campaña de desunión de los consejos pues el día 14 hicieron que Kádar reconociera formalmente los consejos y legalizara algunas de sus conquistas anteriores, y después aplicaron una represión sistemática para desbaratar la huelga general. Aun y todo así, el poder consejista disponía de la fuerza suficiente para seguir movilizando y organizando a muchas fábricas y barrios populares como se comprueba en el llamado del Consejo Central Obrero del Gran-Budapest a todos los consejos de fábrica, de distrito y de departamento fechado el 27 de noviembre de 1956, y que terminaba defendiendo «una Hungría socialista, independiente y democrática, edificada de acuerdo con nuestras características nacionales«. Los consejos obreros húngaros demostraron una enorme capacidad de organización al tener el poder real durante algo más de un mes en las peores condiciones. Nagy y otros fueron fusilados en junio de 1958, pero otros muchos obreros y militantes marxistas lo habían sido antes.

De entre la bibliografía disponible que analiza las razones del hundimiento del llamado «socialismo realmente existente«, y que hacen referencia al fracaso del cooperativismo, de la autogestión y hasta del mismo modelo de economía planificada, hemos escogido de entre los muchos disponibles, cuatro autores, dos mujres y dos hombres. En primer lugar, Catherine Samary, explicó en 1989 en «Planificación, mercado y democracia«, antes de la implosión, las razones porque fracasó el movimiento autogestionario, y las resumió en tres lecciones básicas:

Una, no se extendió la autogestión a toda la sociedad y siguió existiendo una dañina separación entre las empresas autogestionadas, el consumo social y los «estrechos horizontes como productores/administradores. Esta es la cuestión clave que está a la espera de una solución«. Dos, relacionada con la anterior pero que tiene importancia propia, no se logró la imprescindible y vital «convergencia entre los intereses individuales y las necesidades sociales«; y, tres, ahondando en esta lógica en absoluto socialista, no se logró que los medios fueran coherentes con los fines, no se logró avanzar en la superación práctica de la alienación mercantil, algo fundamental en la teoría marxista:

«Acortar el tiempo de trabajo, eliminar las labores más tediosas y difíciles, conceder tiempo para la capacitación, la educación, las tareas de la autogestión y el ocio, proporcionar a hombres y mujeres los medios para el control de las condiciones que afectan a sus vidas, pueden ser también formar de incentivos materiales no monetarios –al lado del desarrollo del gusto en la toma de decisiones en su propio provecho (…) reunificar al trabajador con su trabajo, estimular la libre expresión pública de las necesidades y promover un debate sobre los incentivos mismos, ayudaría a descartar la soluciones inadecuadas al problema. La gestión democrática de las cadenas de distribución puede ligar los incrementos en el ingreso monetario a los incrementos en la productividad general del sistema. Esto incitaría a los trabajadores a extender todas las ventajas alcanzadas en un sitio en particular, estimulando a aquellos de «más alto rendimiento» a asociarse con otros y a transmitirles su tecnología. Al mismo tiempo, permitiría que toda clase de incentivos ligados a las mejoras en la organización y en la calidad del trabajo operara a nivel local. Pero esto planeta de nuevo la cuestión de cual es la mejor relación tiempo/espacio en la que los consumidores pueden juzgar estos avances y sus mejoras ¿Deben medirlas bajo la opaca y compartimentada dimensión del valor, o bajo la dimensión de la cadena entera del trabajo social y el valor de uso?. Resulta claro, pues, que la conexión estrecha entre las relaciones de producción y las relaciones de distribución, enfatizada sobre todo en la obra de Marx, aparece en un contexto muy complejo en el que los hábitos de la gente permanecen configurados por los incentivos del mercado«.

Las reflexiones de esta autora son el resultado de un largo, minucioso y concreto análisis de los procesos anteriores al fracaso de la autogestión de la separación creciente entre una elite burocrática y una clase trabajadora, separación unida al surgimiento de una casta burocrática que se sobrepuso al pueblo trabajador en su conjunto. Aquí no podemos resumir este análisis, por lo que recurrimos a la ayuda de la otra investigadora y, en segundo lugar, Marie Lavigne que en su obra «Del socialismo al mercado» en la que constata cómo aunque:

«Sería de esperar que un régimen socialista concediese amplios derechos de gestión a los trabajadores, que son los propietarios colectivos de los medios de producción (…) En realidad, sólo Yugoslavia organizó toda su actividad económica sobre la base de la autogestión directa a partir de 1950. En otros países socialistas se aprobaron acuerdos formales para la participación de los trabajadores en la gestión, sobre todo a partir de los sindicatos oficiales, que se consideraban como las «correas de transmisión» del partido. Esta participación de los trabajadores siempre fue muy indirecta. Ocasionalmente surgieron consejos de trabajadores más activos políticamente durante períodos de crisis, como en 1918 en Rusia, 1956 en Polonia y Hungría, 1968 en Checoslovaquia y 1980 en Polonia (donde fueron respaldados por el sindicato no oficial Solidarnosc). Se les eliminó o se les vació de toda eficacia«.

Sobre estas bases, la autora continúa: «La autogestión se ha hundido como forma de actividad económica y como doctrina. Su debilidad quedó patente en Yugoslavia, donde se mantuvo en vigor hasta el final del régimen. El sistema desembocó en ineficiencia, y corrupción, alimentó la inflación y generó formas de propiedad privada disimuladas, así como desigualdades. En los otros países socialistas, los ideales de autogestión se identificaron pronto con el criptocomunismo y se rechazaron los sistemas de participación de los trabajadores por ineficientes en comparación con el capitalismo genuino. Las directrices de los planes de privatización a menudo han prohibido explícitamente la titularidad colectiva por parte de los empleados. Probablemente, el fracaso de la autogestión en el Este está entorpeciendo cualquier intento de aplicarla en el Oeste más allá de las experiencias existentes, frustrantes e imperfectas«. Un poco más tarde, Marie Lavigne afirma que: «Dentro de las cooperativas se desarrolló un sector semiprivado, sobre todo mediante contratos entre la dirección y los campesinos por lo que estos últimos realizaban tareas definidas para la cooperativa, tales como el engorde del ganado o siembra de un cultivo específico, mientras que la cooperativa proporcionaba semillas, fertilizantes, piensos y crías. En las cooperativas, así como entre sus miembros, se desarrolló un espíritu empresarial, sobre todo en Hungría, donde las cooperativas llegaron a ser propietarias de hoteles y clubs nocturnos«.

Volvemos a ver aquí el desarrollo de las contradicciones que Catherine Samary ha expuesto anteriormente y que nos conducen en directo al siempre actual y siempre estratégico debate sobre la vigencia de la ley del valor en el período de transición al socialismo, debate que no podemos exponer aquí, y que afecta al meollo esencial del proceso que va desde la ayuda mutua hasta la autogestión socialista, pasando por todas las formas de cooperación, consejismo, sovietismo, etc. Simplemente recordemos que, en contra de toda la teoría marxista sostenida hasta ese momento, ya en 1943 la revista oficial stalinista Pod Znamenem Marxizma, defendía en un artículo atribuido al académico Leontiev la tesis de que «En la sociedad socialista el producto del trabajo es una mercancía; tiene valor de uso y valor«.

Semejante negación del marxismo, que sostiene lo contrario mientras se siga afirmando que se trata de una «sociedad socialista«, fue inmediatamente aireado en septiembre de 1944 por la revista yanki American Economic Review, y fue luego elevada a rango de dogma por Stalin en su texto de 1952 «Los problemas económicos de la URSS«. Dogmatizado este principio, sin el cual no se explica en absoluto la legitimidad de la burocracia, todo el esfuerzo teórico-práctico posterior del stalinismo fue acabar con cualquier alternativa autogestionaria de acelerar la superación y extinción histórica de la ley del valor como requisito objetivo previo para dar el salto al socialismo en su pleno sentido marxista de sociedad que ha superado la mercancía y su alienación.

Durante medio siglo, la burocracia stalinista avanzó a trompicones, con problemas internos entre sus fracciones y contra una gran resistencia obrera y popular dentro de la URSS, por la senda de expandir el llamado «socialismo de mercado» en el que el dinero y la mercancía y por tanto la ley del valor-trabajo, convivieran sin antagonismos con la planificación socialista. Un proceso no lineal, con retrocesos y estancamientos dependiendo de las luchas intestinas entre las fracciones burocrática, que no podemos exponer aquí, pero también de las resistencias de los pueblos y de las masas trabajadoras de la URSS y de otros Estados «socialistas». De entre los muchos ejemplos que ilustran esta evolución contradictoria pero claramente tendente hacia la reinstauración del capitalismo, como ya advirtió Che, hemos escogido dos. Uno, el tétricamente celebre «Manual de Economía Política» de la AC de la URSS, criticado por Che y otros revolucionarios marxistas, y que hasta 1975 sufrió tres adecuaciones y remodelaciones sucesivas. El otro el no menos tétrico «Diccionario de Economía Política» de Borisov, Zhamin, Makarova et alii, de la mitad de la decada de los ’60. Estas y otras muchas obras oficiales desprecian absolutamente la teoría y la practica marxista del poder soviético y consejista, del cooperativismo obrero y autogestion socialista como piezas elementales tanto para entender la democracia socialista –y la dictadura del proletariado– como la naturaleza del Estado obrero en proceso de autoextinción consciente.

La Perestroika fue el último e imposible intento en esta cuadratura del círculo, y resultaron trágicos los esfuerzos de la intelectualidad stalinista no sólo para justificar la larga teoría antimarxista de la compatibilidad entre socialismo y ley de valor-trabajo, por ejemplo, P. I. Nikitin y su «Manual de Economía Política«, escrito en 1959 y reeditado muchas veces posteriormente; sino para demostrar que, en el caos creciente que descomponía por dentro al «socialismo real», la única solución práctica, que ya ni siquiera teórica y ni mucho menos «ortodoxa» era el «socialismo de mercado». Un patético ejemplo, de entre los muchos disponibles, de esta desesperada obcecación nos lo ofrece Leonid Abalkin, director del Instituto de Economía de la Academia de Ciencias de la URSS, en su artículo de 1989: «El mercado en el sistema económico socialista«. Comparando la obra de Nikitin de 1959 con la Abalkin de un tercio de siglo mas tarde, vemos el proceso de descomposición de la URSS y de ascenso lento pero imparable de, primero, la tesis del «socialismo de mercado», negado enfáticamente por Nikitin y, después, mas tarde, por la transformación del «socialismo de mercado» en simple victoria del capitalismo.

Producto de dicha degeneración que, insistimos, contradecía toda la teoría marxista anterior, se desarrolló como un cáncer un sistema transitorio potscapitalista y protosocialista estancado en sus contradicciones internas y que, a pesar de sus innegables éxitos históricos al inicio y durante su decisiva aportación a la victoria en la guerra contra el nazi-fascismo internacional, por citar algunos, comenzó a deteriorarse no tanto por las presiones y agresiones imperialistas exteriores sino, sobre todo, por sus deficiencias internas. Deficiencias que, en síntesis, podemos resumir en cinco grandes crisis estructurales que ya fueron debatidas por los mismos bolcheviques en los años veinte:

Una crisis socioeconómica al no lograr la paulatina extinción de la ley del valor-trabajo; una crisis de legitimidad al burocratizarse el partido, los sindicatos y el poder estatal y liquidar la democracia socialista y el poder soviético; una crisis de estructuración internacionalista interno al no respetarse los derechos nacionales de los pueblos de la URSS; una crisis de acción internacionalista externa al pactar sistemáticamente con el imperialismo y, último, una crisis de valores socialistas al sobrevivir y luego recuperarse lo peor de la ideología patriarcal, burguesa y religiosa. Estas grandes crisis interactuaban desde los años treinta y, tras la guerra de 1941-45, volvieron a crecer imparablemente desde la mitad de los años sesenta.

Aunque, según el método marxista, no se puede estudiar ninguna de estas crisis en aislado, sin relacionarlas con las otras cuatro e incluso con sub-crisis particulares en las que no podemos extendernos, sí hay que dar una centralidad cohesionadora a la crisis socioeconómica. En este tema, y pasando ya al tercer auto , hemos preferido recurrir a la explicación dada por Jesús Albarracín en su texto «Mercado, y plan en la crisis del «socialismo real»«, en la que expone seis razones internas, endógenas, del fracaso socioeconómico del «socialismo real»: Una, «responde a los intereses de la burocracia, no de la sociedad en su conjunto«; dos, «favorece la ineficiencia y la dilapidación de recursos«; tres, «desincentiva la productividad«; cuatro, «favorece la economía sumergida y la corrupción«; cinco, «incorrecta elección de las prioridades sociales«, y última, seis, «el desequilibrio macroeconómico«.

Todas y cada una de estas limitaciones estructurales al igual de las cinco crisis interrelacionadas antes vistas son incompatibles con la autogestión social generalizada; peor aún, sólo pudieron desarrollarse tras la extinción/aniquilamiento de la democracia socialista que mal que bien se mantuvo en envejecimiento prematuro hasta la mitad de los años veinte, y sobre todo de la experiencias de control obrero, cooperativismo socialista y desarrollo embrionario de la autogestión socialista. Sus efectos fueron devastadores no solamente en el desarrollo de la lucha de clases posterior, al conocerse lo que había pasado en el «socialismo», sino durante la misma experiencia en el interior de dicho «socialismo». Aquí pedimos perdón por la larga cita que hacemos del cuarto autor, Istvan Meszaros, en su texto «La teoría económica y la política: mas allá del capital«:

«El segundo caso que mencioné al comienzo de este trabajo me atañe mucho más de cerca. Se refiere a una concepción de organización del sistema productivo –bajo los principios rectores de la economía planificada– que pretende proporcionar una alternativa viable frente a la característica propensión a los accidentes de la economía de mercado capitalista.

El caso que citaré realmente ocurrió, pese a que hoy pueda parecer bastante increíble. Pero ocurrió. Cuando me enteré del caso, en el verano de 1954 (no por la prensa, donde estos asuntos no podían mencionarse, sino en la sala de un hospital y de boca de un individuo que lo sufrió: mi vecino, involucrado directamente), en la primera oportunidad que tuve expuse públicamente el disparate de lo que denominé una «sátira de la vida real»: en un pequeño condado en el sudoeste de Hungría «algunos burócratas sin sentido común sumaron la fecha, 1952, multiplicada por 100 kilos, a la remesa de carne de cerdo que obligatoriamente debía enviar el condado al Estado». Lo que fue especialmente absurdo en este caso no es que hubiera pasado, sino más bien el hecho de que resultó completamente imposible corregir la situación –cancelando el astronómico recargo al compromiso de una entidad económica relativamente pequeña– incluso después de que se revelara el error obvio y de que las autoridades competentes tuvieran que reconocer que había sido una terrible equivocación, con graves consecuencias para las ya precarias condiciones económicas de uno de los condados más pobres de Hungría, el condado de Zala. Por el contrario, las autoridades decretaron arbitrariamente que no era admisible ninguna reducción, porque entre tanto el compromiso exagerado se había convertido en una parte legalmente sancionada del «Plan Nacional» y, por consiguiente, debía cumplirse. Por esta razón, dadas las circunstancias, sostuve que:

Es evidente que detrás de estos accidentes se encuentra la inhumanidad de la burocracia. En efecto, éste es el contenido social y la fuerza característica del acontecimiento, incluso si tan sorprendente acción no hubiera sido cometida por un burócrata nato, sino accidentalmente por un simplón subjetivamente bien intencionado. En el fondo, la acción tiene su lógica interna objetiva, que apunta su dedo acusador en contra de la burocracia.

Para cumplir, el condado de Zala tenía que entregar al Estado la cantidad de cerdos insensatamente inflada, comprándolos donde pudiera para cumplir sus obligaciones «nacionalmente planificadas», puesto que el número total de cerdos que se criaban en Zala no llegaba ni remotamente a la «cifra legal» que se le había impuesto. En consecuencia, para poder cumplir la ley, el condado de Zala, una región montañosa donde se usaban los bueyes como fuerza de tracción agrícola en vez de caballos que eran mucho menos aptos para el trabajo, tuvo que cambiar en los condados vecinos muchos de sus bueyes por cerdos, y además tomar dinero en préstamo, con lo cual enfrentaría más privaciones económicas en el futuro.

No es sorprendente que la arbitrariedad del proceso de planificación económica del cual fueron excluidas las personas que debían sufrir las consecuencias haya generado resentimiento e incluso hostilidad en cada país que se encontraba bajo el sistema socioeconómico del tipo soviético. Para citar sólo un ejemplo: en un libro publicado en 1965, un autor ruso, O.I. Antónov, describió así la actitud prácticamente negativa de los trabajadores que tenían que someterse a las «normas» impuestas arbitrariamente y a la correspondiente disciplina laboral:

Dos trabajadores que habían sido empleados para descargar ladrillos rápidamente de unos camiones, lo hacían lanzándolos al piso y, en consecuencia, rompían por lo general alrededor de 30 por ciento de los mismos. Ellos sabían que sus acciones iban tanto en contra de los intereses del país como en contra del simple sentido común, pero su trabajo era evaluado y pagado sobre la base de un indicador de tiempo. Por ende, se los sancionaría, de hecho no podrían ganarse la vida, si ordenaban los ladrillos cuidadosamente en el piso. Su manera de hacer el trabajo era inadecuada para el país, pero, a primera vista, ¡buena para el plan! Entonces, actuaban en contra de su conciencia e inteligencia, pero con un profundo resentimiento hacia los encargados de la planificación: «No quieren que se haga de la manera que estipularía una buena administración, sino que presionan para que se haga cada vez más rápido. ¡Dale! ¡Dale!» De esta manera, en todo el país, ciudadanos decentes y responsables, seres perfectamente racionales, actuaban de manera desastrosa, casi criminal a veces.

Por ende, la marcada y aparentemente irreconciliable contradicción entre el proceso de planificación y las necesidades de las personas al servicio de quienes debía estar el «Plan Nacional» legalmente ejecutado tenía que terminar, tarde o temprano, con la implosión del sistema socioeconómico del tipo soviético, en lugar de corregir los defectos del capitalismo como se había prometido».

9.2. La lucha de clases en el capitalismo antes de 1980

Mientras estas prácticas consejistas, autogestionarias y de cooperativismo obrero nacían y morían en el este europeo, y en la Europa capitalista se preparaban las condiciones objetivas y subjetivas para un estallido social que rozó el consejismo y que en muchos sitios demostró pese a todos los obstáculos, que el pueblo trabajador y su núcleo obrero puede perfectamente construir una sociedad socialista; mientras tanto, se producía a escala mundial una pugna ascendente antagónica entre el cooperativismo burgués y la autogestión socialista. Aunque es muy interesante detenernos un segundo en el papel imperialista del cooperativismo israelí de los Kibutz, que en su tiempo incluso fueron puestos como «ejemplo» para movimientos de liberación nacional, por lo que citamos a A. Lertxundi:

«Sus antecedentes–los del Kibutz— provienen del Segundo Congreso Sionista, celebrado en Basilea en 1890, donde se adoptó la decisión de crear el Fondo Nacional Judío. En 1921 este estamento adquiere a los ingleses en el valle de Jezreel unas 6.000 Has. de tierra que se arriendan a colonos a través de la institución Nir Shitufí por períodos de 49 años y un valor equivalente al 2% del valor estimado de la tierra. De este modo, los primeros colonos combinan dos elementos, su ideología socialista, en unos casos y anarquista en otros, con el concepto bíblico de la recuperación de la «tierra prometida». Esta experiencia cooperativa , tras un período autárquico, promueve y se integra en el Estado capitalista e imperialista de Israel; dotándose de un carácter sociopolítico y militar, además de agropecuario y agroindustrial en el aspecto económico. Así, de los kibutz procedía la «Haganá», organización clandestina que practicó la lucha armada contra el colonialismo inglés y sería la base del ejército sionista actual. En 1963, constituyen la Asociación de Industrias de los Kibutzin (KIA), confederación cooperativa que pretendiendo una mayor racionalización económica dentro del campo capitalista, determina la subsumisión de estas organizaciones comunitarias en este sistema. Además de todo ello, esta experiencia cooperativa adquiere un carácter imperialista por la ocupación y colonización de tierras en Palestina, que aún en nuestra época continúa practicando«.

Por un lado, el imperialismo potenció deliberadamente cooperativas y otras formas asociadas de distribución, consumo y hasta producción desde el final de la II Guerra Mundial en sus primeras estrategias de contrainsurgencia mundial. Para detener la expansión de procesos revolucionarios de liberación nacional, el imperialismo aplicó al llamado Tercer Mundo diversos planes de apoyo para crear bases de contención y colaboración anticomunista. Especial papel comenzaron a tener las diversas iglesias protestantes y organizaciones supuestamente civiles y apolíticas de ayuda humanitaria.

Con la excusa de «propagar la civilización» –aplastar a los pueblos sublevados– el imperialismo lanzó múltiples campañas de «cooperación», «iniciativa civil», «ayuda al desarrollo», etc., en las que el cooperativismo era un simple anzuelo para extender las redes de colaboracionistas y espías, también para romper imperceptible pero rápidamente las prácticas comunitaristas precapitalistas de los pueblos –táctica ya aplicada por los jesuitas en sus encomiendas sudamericanas– y, por no extendernos, para expropiar las tierras comunales e imponer la propiedad privada del campo casi siempre en beneficio de las grandes corporaciones imperialistas. Conviene recordar, como hemos visto antes en este sentido, que en el 23 Congreso de la Alianza Cooperativa Internacional celebrado en Viena en 1966, justo la épica de la que estamos hablando, el cooperativismo burgués ratificó la declaración de neutralidad de 1937 y la declaró más actual que nunca antes.

Por otro lado, proliferaba prácticamente en todos los continentes el proceso de lucha ascendente que va de las simples huelgas y asociaciones de ayuda mutua y cooperativismo social en los barrios populares y obreros, a los consejos y el control obrero pasando por las previas tomas de empresa por los trabajadores, en estrecha unión solidaria tanto con otras empresas menos radicalizadas y con los barrios populares y sus asociaciones vecinales, sociales, etc.

Es imposible citar las experiencias más importantes que se dieron desde Ceilán y Australia hasta a Canadá y Argentina, país este en el que en 1964 cientos de miles de trabajadores ocuparon 4.000 empresas y las mantuvieron en funcionamiento durante una impresionante huelga general. No hay duda en que la creciente resistencia del Trabajo contra el Capital durante estos años aceleró la llagada de la crisis estructural del capitalismo a finales de dicha década, y con ella, y con sus efectos colaterales pero internos, como la crisis del petróleo de 1973, la agudización de las luchas obreras y populares, que solamente se apagaron a comienzos de la década de 1980, en concreto, por poner una fecha, con la derrota obrera inglesa en 1984. Tampoco hay duda e que esta derrota fue producto no sólo de la contraofensiva capitalista generalizada denominada como «neoliberalismo», sino también de la generalizada traición del sindicalismo y de los partidos reformistas.

El Estado francés fue zarandeado hasta sus cimientos en mayo de 1968 cuando alrededor de 10.000.000 de trabajadores mantuvieron una larga huelga que paralizó el país y que supuso el verdadero peligro revolucionario. Muchas empresas, nacionalizadas o no, fueron ocupadas por los trabajadores y entre bastantes de ellas se establecieron relaciones de intercambio al margen del mercado. Fuertes movimientos sociales, vecinales, culturales, etc., se interrelacionaron vitalmente con el movimiento obrero de modo que pese a los altibajos producidos por la presión desmovilizadora y hasta represiva del PCF y PSF, en los años posteriores, entre junio de 1973 y marzo de 1974, la empresa LIP de alta tecnología en relojes, máquinas-herramienta y armamento, mantuvo una ejemplar lucha de autogestión en base a un consejo obrero que acabo en victoria gracias, entre otras cosas, a la efectiva red de comercio alternativo con empresas, cooperativas y consumidores asociados. Pero las grandes lecciones de LIP fueron despreciadas por sindicatos y partidos reformistas. Uno de los apoyos de LIP provino de la comuna campesina de Larzac que desde 1971 no sólo resistía contra un plan de expropiación de las tierras de 103 agricultores para establecer una base militar, sino que creó una efectiva producción y distribución muchas veces al margen del mercado capitalista, logrando movilizaciones solidarias impresionantes a lo largo de los cinco años de lucha.

Pues bien, en este contexto de auge de la iniciativa obrera y popular en todo el sistema capitalista y ahora en concreto en el Estado frances, el PCF respondio publicando el «Tratado Marxista de Economía Política«, obra supuestamente «teórica» destinada no solamente a justificar la practica colaboracionista con la burguesia frances, ayuddando a desctivar la movilizacion popular, sino también a sentar «teoricamente» la imposibilidad de la autogestion socialista y a reducir la independencia de clase del proletariado a una pobre «autonomia de gestion«. Esta tesis de defiende y se explica detalladamente al final del segundo volumen de la obra, en la edición que nosotros tenemos. El PCF abandona totalmente incluso hasta el léxico y la terminología marxista sobre cooperativismo, control obrero, asambleas de trabajadores, poder obrero, consejos, soviets, ocupación de fabricas, autogestión, democracia socialista, etc., para asumir la demagogia socialdemócrata al uso sobre «gestión democrática», «participación real», «derecho a la información», «consejos de administración», etc. Se trata de anular la independencia de clase del pueblo trabajador e imponer un conjunto de estructuras verticales que imponer la pobre y controlada autonomía de gestión en vez de la autogestion social generalizada.

La mejor forma de comprender el terrible contenido autoritario y reformista del PCF en 1971, año de la primera edición del libro, es leer la composición del «consejo de administración»: «…estará compuesto de representantes del personal (elegidos por escrutinio proporcional a partir de listas presentadas por las organizaciones sindicales); de algunas grandes categorías de usuarios (organizaciones sindicales, colectividades territoriales o profesionales) igualmente elegidas, y de representantes cualificados del poder central (pertenecientes en particular a los organismos del Plan y eventualmente a algunos ministerios). El Consejo de Administración elegiría a su presidente y designaría, teniendo en cuenta las propuestas que le serian hechas, al nivel de la empresa, al director general, y los directores generales o de servicios«.

Vemos, en primer lugar, que no existe ninguna diferencia de fondo entre el modelo burocrático de la URSS y el proyecto del PCF. En segundo lugar, este modelo choca frontalmente con toda la experiencia de las masas y con toda la insistencia marxista desde las enseñanzas de la Comuna de París de 1871, tal cual las asume plenamente Marx, como hemos constatado, y que se refieren a la revocabilidad inmediata de los «dirigentes», a sus sueldos iguales a los de los demás trabajadores, al poder decisorio de las asambleas y de las comunas, etc., principios de democracia socialista que no aparecen en absoluto en el texto del PCF. Y en tercer lugar, por ultimo, en las condiciones concretas del Estado francés y de la lucha de clases que lo agitaba en aquel contexto, esta definición supone reintaurar el poder de las burocracias sindicales y partidistas, de los aparatos politiqueros y ministeriales, de las maniobras secretas al margen del pueblo. Y todo en nombre del marxismo.

Poco antes de estas movilizaciones en el Estado francés, desde 1966, en Checoslovaquia se desarrollaba un sistema de autogestión que, impulsado abiertamente por el gobierno en enero de 1968, fue una de las bases materiales sobre las que descansó la reanimación de un socialismo diferente al ruso y la famosa Primavera de Praga. En las zonas más industriales del país, hasta una sexta parte de la población activa era autogestionada e iba en aumento. El prestigio de la autogestión era tal que el nuevo gobierno impuesto por los rusos tras la invasión de finales de agosto de 1968, tuvo que esperar hasta marzo de 1969, mas de medio año, para comenzar a desmontar autoritariamente toda la iniciativa obrera y popular.

Simultáneamente, desde la mitad de la década de 1960, en Italia el movimiento obrero iba distanciándose de la burocracia sindical y política, y en 1968 dio un salto tremendo en las prácticas de control y hasta poder obrero. Por ejemplo, los trabajadores de las fábricas milanesas de Pirelli modificaron las cadencias de producción, uno de los sacrosantos derechos patronales, y en Turín los obreros de las fábricas de Fiat condicionaron muy seriamente la modificación de los tipos de coches producidos, la empresa quería más coches de lujo y menos populares, y después crearon un consejo obrero.

Estas prácticas se generalizaron hasta sembrar el pánico en la burguesía italiana y en la OTAN, pero tras el desbordamiento inicial, a partir de 1970 el reformismo del PCI se puso en marcha dentro de las empresas interviniendo duramente contra la independencia de clase de los trabajadores, debilitándola al extremo para 1972. Pero entonces, las fuerzas obreras militantes se lanzaron a la lucha fuera de la fábrica como última posibilidad para asegurar una relación de poder obrero y popular capaz de resistir al doble ataque del Estado burgués, con sus organizaciones de terrorismo fascista incluidas, y del reformismo político-sindical.

Desde 1972-73 se inició una áspera batalla en pueblos, barrios y ciudades industriales entre la tendencia expansiva de los comités y colectivos vecinales, escolares, asistenciales, de transporte, estudiantiles, urbanísticos, médicos, feministas, etc., con sus esfuerzos por apoyar y apoyarse en los consejos obreros sobrevivientes, y, por el lado contrario, la alianza estratégica entre la burguesía y el PCI. Fue en este contexto en el que proliferó la acción directa, la lucha armada y, por el lado burgués, el terrorismo fascista y policial; contexto en el que, desde finales de 1976, el sistema de seguridad del PCI rastreó a fondo la realidad de lucha hasta formar un fichero de alrededor de 10.000 militantes de izquierda, entregado luego a la policía italiana que desencadenó una oleada represiva sin precedentes desde el fascismo mussoliniano. Los jueces afiliados al PCI fueron los más duros y los periodistas del PCI fueron los que más jalearon la «represión democrática».

También en Gran Bretaña las luchas obreras iban en ascenso desde finales de esa década. La decadencia del capitalismo británico tras 1945, incapaz de mantener los costos de su imperio, era soportada básicamente por la sobreexplotación de los pueblos oprimidos y por la explotación de los trabajadores metropolitanos. Ni el laborismo ni los sindicatos oficiales contuvieron el ataque, y por eso a finales de la década los sindicatos estaban muy desprestigiados. No podemos hacer ahora un seguimiento de las grandes huelgas locales y de las no menos grandes movilizaciones de apoyo de todo tipo que obtuvieron, pero sí insistir en que las ocupaciones de fábrica, los piquetes, las redes de autoayuda obrera y popular, y la reivindicación práctica del control obrero fueron en aumento. Este proceso fue unido a un debate teórico muy interesante sobre el sindicalismo necesario para la nueva oleada de luchas, debate del que vamos a citar sólo un trozo muy relacionado con el tema de este texto.

Ken Coates y Tony Topham han expresado así en su obra «El nuevo sindicalismo (el control obrero)«las relaciones entre las experiencias periódicas de control obrero, el sindicalismo combativo y la autogestión con las cooperativas como «otro medio» de emancipación social:

«Existe otro medio, que ha sido adoptado en algunos momentos de la historia y que se aplica aún en limitadas ocasiones. Es el del restablecimiento directo de la autogestión en industrias cooperativas; equivaldrían, como ya lo fueron, a islotes particulares de democracia en el mar proceloso del autoritarismo capitalista. Toda la tradición cooperativa pertenece a este método, y aunque las cooperativas al detalle tienen un lugar importante en la moderna industria de la distribución, hasta ahora no ha sido posible ni siquiera en ese campo la creación de efectivas democracias de trabajadores. Las fábricas de la Paz y la Scott-Bader Commwealt son otros ejemplos de la democracia industrial directa en fábricas. Estos ejemplos son interesantes y pueden enseñarnos útiles lecciones en la elaboración de reglas y constituciones para la futura industria democrática a la que aspiramos. Pero su experiencia es limitada. Una y otra vez en la historia, los trabajadores o una parte de ellos han pensado poder romper completamente con el sistema imperante organizándose al margen de él. Lo malo de esta idea es que en el sistema «exterior» las fábricas se dirigen como siempre y que, debido a sus recursos financieros y técnicos el mundo capitalista exterior sigue siendo mucho más «eficiente» en puros términos de mercado que las utópicas islas democráticas. Si el mercado determina que determinadas máquinas costosas deben ser accionadas por tres turnos de obreros en el sector privado dominante, los idealistas que constituyen las cooperativas de producción tendrán que seguir el ejemplo o caminar a la bancarrota. Los recursos financieros de la sociedad están bajo el control de los hombres de negocios y de los bancos, y el movimiento obrero ha visto siempre impracticable la acumulación de medios financieros suficientes como para hacer posible una alternativa eficaz y rival al sistema establecido, paralela e interior al mismo«.

Entre septiembre de 1970 y el 11 de septiembre de 1973 Chile vivió un proceso que se inició con la esperanza prerrevolucionaria y concluyó con la masacre contrarrevolucionaria de un golpe militar. Un gobierno de izquierda reformista dirigido por Allende, intentó aplicar una «tercera vía» hacia el socialismo, sin dar pasos revolucionarios pero intentando avanzar paulatinamente dentro de las instituciones democrático-burguesas parlamentarias. Argumentando que la exigua mayoría del gobierno de la Unidad Popular obligaba al «realismo», la UP intentó atraerse a la pequeña y mediana burguesía, para lo que buscaba controlar y suavizar la radicalidad obrera y popular siguiendo los consejos del PC chileno que había adquirido gran influencia sobre Allende. Sin embargo tanto la agudización de las contradicciones socioeconómicas como la reorganización de la burguesía alrededorde la democracia cristiana aumentaron la polarización social. Para finales de verano de 1972 el movimiento obrero había avanzado en su lucha contra los cierres de empresas, contra el mercado negro y el boicoteo burgués de productos de primera necesidad, forzando al gobierno a facilitar o permitir las Juntas de Abastecimientos y Precios, las ferias libres en los barrios populares, los economatos y almacenes populares, la ocupación de fábricas abandonadas y su puesta en funcionamiento, etc. Sin embargo, este impulso fue frenado por el sector reformista del gobierno Allende.

Mauro Marini y Sepúlveda escribieron la siguiente valoración del proceso en a principios de 1973: «Al abstenerse de invertir y al fomentar el mercado negro, la burguesía provoca un funcionamiento cada vez más degenerado del sistema capitalista, que acarrea un proceso acelerado de descomposición del mismo.. La táctica burguesa se presenta, desde este punto de vista, en contradicción con su estrategia: acelerando la descomposición del sistema crea condiciones para que éste sea superado. Sin embargo, en la medida en que se retrasen los intentos de la clase obrera y de los sectores más avanzados del movimiento de masas para proceder a esa superación, la anarquía económica amenaza con debilitar al movimiento popular y abrir camino al derrocamiento del gobierno, lo que implicaría el restablecimiento de la plena dominación política del capital». Esto fue lo que sucedió.

El retraso que el gobierno imponía al movimiento popular, cuando no su paralización en luchas concretas, y las concesiones a la burguesía, envalentonaron al capitalismo chileno. En verano de 1973, sectores de la pequeña y mediana burguesía como transportistas y médicos, pasan a movilizarse activamente contra el movimiento popular. El 30 de julio la democracia cristiana, principal partido burgués, pone una serie de condiciones a Allende, que la investigadora Susana Bruna, resume así: «A) La aplicación sin restricciones de la ley de control de armas; B) La promulgación de la reforma constitucional sobre las Tres Areas de la Economía tal como fue aprobada por el Congreso, y C) la devolución a sus antiguos propietarios de las empresas ocupadas por los trabajadores«. Como vemos, son los pilares decisivos del poder de clase, del poder de Estado y de la propiedad privada de los medios de producción, los que la burguesía no está dispuesta a perder de ningún modo, y sí a recuperarlos del todo a cualquier precio. Las indecisiones, dudas y retrasos del gobierno de Allende aumentaron la confusión en el movimiento popular y el envalentonamiento capitalista a lo largo de todo el mes de agosto. Por fin, el 11 de septiembre, como sabemos, el general Pinochet mandó bombardear y tomar al asalto la sede el gobierno, asesinando a Allende e implantando una feroz dictadura.

El 25 de abril de 1974 algunos militares portugueses derrocaron la dictadura e inmediatamente el pueblo trabajador comenzó a ocupar fábricas, talleres y latifundios. De entra las muchas empresas liberadas, especial interés ofrece para nuestro análisis, además de Lisnave, la industria de vanguardia en Lisboa, sobre todo el control obrero realizado en la banca portuguesa, lo que permitió a todo el movimiento obrero conocer muy al detalle la verdadera situación económica, los intentos de fuga de capitales y de cierre de empresas y sobre todo las relaciones entre la alta burguesía y el fallido golpe reaccionario del 11 de marzo de 1975. Pero el PCP no estaba en modo alguno preparado ni teórica ni prácticamente para impulsar desde dentro el amplio pero inexperto e invertebrado consejismo obrero y campesino, y bien pronto comenzó a desarrollar un sindicalismo demagógicamente revolucionario pero reformista en la práctica. Más tarde, la victoria electoral del PSP terminó por marchitar los claveles revolucionarios.

Simultáneamente a estos acontecimientos la agonía del franquismo estaba forzada, básicamente por las luchas nacionales, especialmente la vasca, y por las luchas obreras y populares en claro ascenso desde 1971. Pero a diferencia de Portugal y de todos aquellos sitios donde la burguesía se desplomó, abandonó sus posiciones y hasta huyó con el invasor, en el Estado español había tenido el tiempo suficiente para pactar una supuesta «transición» que no fue sino el apoyo decidido del reformismo político-sindical al sistema españolista y capitalista, a la monarquía en suma. El movimiento obrero fue sacrificado sin piedad por la izquierda para salvar el sistema y sus iniciales logros y conquistas fueron congeladas o desmontadas desde finales de 1977. Nunca se criticará lo necesario el comportamiento del PCE-PSOE y CCOO-UGT, y de otras organizaciones menores de izquierda española, en la imposición de semejante derrota estratégica.

Por último y para no extendernos, sí hemos de terminar con una directa referencia a la prolongada y tremenda crisis de orden que azotaba a los EEUU en esta misma época. H. Zinn ha explicado en su imprescindible investigación La otra historia de los Estados Unidos el proceso general de surgimiento de múltiples crisis aisladas y su confluencia progresiva en una gran crisis global a finales de los sesenta y toda la década de los setenta; y dentro de esta crisis el papel clave jugado por las mujeres en su toma de conciencia y su autoorganización feminista, la lucha de las minorías nacionales, de los trabajadores, de los estudiantes, las negativas de la juventud al servicio militar y a la guerra de Vietnam, etc. Zinn sostiene que:

«Nunca en la historia americana había habido tantos movimientos por el cambio concentrados en tan corto espacio de tiempo. Pero el sistema –a lo largo de dos siglos– había aprendido mucho sobre la mejor manera de controlar a la gente. Así que, a mediados de los setenta, se puso manos a la obra«. Ahora bien, que lanzara una tremenda ofensiva a mediados de los setenta no indica que tuviera éxito inmediatamente, pues su investigación muestra cómo el sistema yanki necesitó de varios años para empezar a desmontar las conquistas de todo tipo que habías conseguido las masas oprimidas estadounidenses. En 1976, recuerda Zinn, la Comisión Trilateral publicaba su informe titulado «La gobernabilidad de las democracias«, en el que Huntington, encargado de la situación en los EEUU, tras analizar cómo las luchas populares habían desequilibrado los presupuestos oficiales –disminuyendo las ganancias burguesas–, sostenía que se había producido un «exceso de democracia«.

No podemos en modo alguno resumir aquí cómo dicho «exceso de democracia» se expresaba prácticamente en las formas de lucha de las masas trabajadoras. Sí hemos escogido, a modo de ejemplo muy ilustrativo, los trece «rasgos y caracteres» comunes a las ocupaciones obreras de los lugares de trabajo, que ha sintetizado I. García-Perrote Escartín en su riguroso estudio «La huelga con ocupación de lugar de trabajo» que abarca de 1917 a 1979. Según el autor, el primer rasgo es que «la huelga con ocupación del lugar de trabajo comporta la ocupación general o parcial de la fábrica«; segundo rasgo: «es prolongada, existe en ella una indeterminación en cuanto al tiempo«; tercer rasgo: «la ocupación se extiende más allá del horario normal de trabajo, más allá de la jornada laboral (…) al concluir la jornada (…) los trabajadores no abandonan la empresa«; cuarto: «en la huelga con ocupación de lugar de trabajo, no se prosigue con la producción; no es una huelga o una ocupación activa«; quinto: «los trabajadores de hacen con el control del centro (…) se ha de organizar el ritmo de vida (…) desde las asambleas hasta los entretenimientos, pasando por mantener la moral«; sexto: «actualmente –desde finales de los setenta– es un fenómeno aislado, no se incardina en grandes movimientos sociales, sino que, por el contrario, tiene lugar en empresas aisladas«.

El séptimo rasgo que expone el autor citado es que: «los trabajadores recurren a la ocupación del lugar del trabajo en situaciones límites, desesperadas«; octavo: «objetivo fundamental (…) es el implicar a otras categorías de trabajadores (…) y a la opinión pública«; noveno: «la motivación que más frecuentemente conduce a los trabajadores a recurrir a la huelga con ocupación, es (…) conservar su puesto de trabajo (…) defender el empleo«; décimo: «finalidad de los trabajadores (…) es el forzar, ante la negativa empresarial, la apertura de negociaciones y oponerse a despidos«; undécimo: «la ocupación no pretende por tanto sino aumentar la presión sobre el empleador cuando la huelga ha devenido ineficaz«; duodécimo: «la ocupación (…) es la plasmación de la reivindicación del conjunto de los trabajadores de decidir por sí mismos las formas y los modos de lucha, negando el monopolio, en este terreno, de las centrales sindicales«; y el décimo tercer rasgo: «la huelga con ocupación (…)es cada vez más frecuente en la fenomenología huelguística (…) La enorme frecuencia contemporánea al recurso de la huelga con ocupación de lugar de trabajo abona la necesaria inclusión de la figura en la noción, dinámica, de huelga«.

Bien es cierto que, como insiste el autor, esta modalidad de huelga en claro ascenso a finales de los setenta del siglo XX, no cuestionaba el derecho burgués a la propiedad privada de las empresas y de las fuerzas productiva; pero no es menos cierto, y eso lo decimos nosotros, que, primero, sí aceleraba el ritmo de experiencia y aprendizaje práctico de las masas trabajadoras en sus propias fuerzas autoorganizadas, segundo, sí aumentaba su toma de conciencia clasista y teórico-política en la dinámica que concatena la ocupación con la autogestión socialista generalizada y, por todo ello, tercero, era y es una modalidad de huelga que se inscribe en la tendencia ascendente hacia la centralidad de la fuerza de trabajo. Por eso fue también reprimida sin piedad por la contraofensiva burguesa.

9.3. Ataque burgués a la centralidad del trabajo

Si por exceso de democracia entendemos en la actualidad lo que hace un siglo y medio entendía Marx como la capacidad de la clase trabajadora para mejorar sus condiciones de vida y reducir su explotación, entonces es verdad que, grosso modo expuesto, en la década de 1971 hubo un exceso de democracia dentro del capitalismo desarrollado o céntrico. También es verdad que precisamente entonces la burguesía comenzó a recortar ese exceso de democracia mediante un ataque generalizado contra la entera forma de vida y trabajo de las clases trabajadoras.

Queremos insistir en esta cuestión a nuestro entender decisiva porque ella explica los diversos componentes y líneas del ataque global de la burguesía. Recordemos que desde mediados de la década de 1960, como hemos visto muy brevemente, la autoorganización de las masas trabajadoras empezó a cuestionar de un modo u otro la totalidad del sistema capitalista. Y dado que la democracia excesiva se había generalizado por todas las áreas en las que vivían y trabajaban las clases oprimidas, el ataque burgués fue también generalizado en esas áreas, en todas. Nada ni nadie permaneció libre de la agresión.

Para analizar esta cuestión con un poco de detalle debemos, antes que nada, negar validez a la versión oficial según la cual no existe ya lucha de clases, no existe tampoco clase obrera, no hay ya resistencias al dominio absoluto del capital, etc. Nada de esto es cierto. Aunque la clase dominante logró infringir derrotas muy serias al movimiento obrero, como la de los trabajadores británicos en la primera mitad de la década de 1981, por ejemplo; aunque la implosión de la URSS ha envalentonado a la burguesía, no es menos cierto que el grueso del ataque burgués era anterior a la crisis rusa, y aunque la socialdemocracia ha pasado por altibajos político-electorales espectaculares, tampoco es menos cierto que la sociedad se ha autoorganizado de muchas formas para defender sus intereses.

Dentro de esa amplia complejidad, también ha habido experiencias cooperativistas de todo tipo y hasta de «socialismo municipal«, es decir, de la capacidad popular de desarrollar programas avanzados en barrios, y pueblos, incluso en grandes ciudades, en las que la izquierda –sin definirla ahora– ha ganado las elecciones municipales y, contando con la movilización vecinal, social, popular, obrera, etc., ha llevado a cabo una parte substancial del programa electoral de mejoras. Pero, de todas formas, la experiencia acumulada hasta justo comienzos de la década de 1991, vuelve la confirmar las limitaciones estructurales de todas estas prácticas, como ya se afirmaba hace siglo y medio. E. Mandel sintetizó en 1992 en su obra El poder y el dinero dicha experiencia así:

«Cuando la transportación pública es gratuita en dos ciudades europeas –Bolonia y Atenas– durante las primeras horas de la mañana, en que la gente se dirige al trabajo, este hecho representa un avance del modo de distribución socialista –satisfacción de las necesidades–, contrario a uno burgués. Es un paso adelante incluso en comparación con los esfuerzos de los sindicatos industriales, que en general se preocupan solamente por los intereses de los asalariados más fuertes y mejor pagados. Las reformas sociales e las que estamos hablando están diseñadas para servir y cuidar el bienestar de todos. Pero si es imposible la construcción del socialismo en un país, construir el socialismo en una municipalidad o en una cooperativa de producción es una empresa aún más irrealista. La administración de los hospitales obreros, las sociedades cooperativas, o las municipalidades presididas por socialistas está entretejida por medio de mil y un vínculos con los mecanismos generales de la sociedad burguesa, la producción de plusvalía y la realización de ganancias. Todas necesitan dinero para funcionar. Incluso necesitan más dinero para que funcionen mejor desde un punto de vista de clase, esto es, garantizar más alta calidad de los servicios para los trabajadores«.

Además de confirmarse así, de nuevo, la crítica que en este texto se hace al reformismo y al cooperativismo neutro e interclasista, también pensamos que es necesario insistir en que por debajo y en contra de la propaganda oficial citada, la resistencia popular es más seria de lo que podemos imaginar si solamente nos basamos en la información de la prensa capitalista. Esto no niega la dureza palpable del empeoramiento de las condiciones de vida y trabajo de amplios sectores sociales, la precarización y el empobrecimiento crecientes, etc. Todo esto es cierto, pero no es cierto en modo alguno que no haya resistencias, que no haya incluso pequeñas conquistas en barrios y pueblos, en los transportes públicos, en los hospitales, en la educación, en los convenios laborales, en la defensa del medio ambiente, etc.

La realidad capitalista occidental en las dos últimas décadas está rebosante de conflictos sociales de baja y media intensidad que no podemos detallar aquí, aunque, desde luego, no han alcanzado el grado la alta tensión lograda entre 1968 y 1978. Precisamente es esta lucha unas veces subterránea y otras veces pública la que explica la persistencia del ataque burgués y en endurecimiento de sus objetivos y métodos. Solamente quienes viven aislados de la práctica sociopolítica, sindical y popular en sus muchas formas de acción, también quien permanece recluido en la burbuja elitista universitaria e intelectual, y, sobre todo, quienes están directamente interesados en aborregar a las clases trabajadoras, sostienen la tesis de su pasividad derrotista.

Ahora bien, para comprender más seriamente la dialéctica de la lucha de clases debemos estudiar lo esencial de la ofensiva capitalista contra la centralidad del Trabajo, porque las derrotas del consejismo del sindicalismo sociopolítico y de las organizaciones revolucionarias son debidas, en síntesis, a que no han sabido y/o podido responder a tiempo a la descentración, desvertebración y desestructuración del Trabajo. El ataque debilita las prácticas de cooperación internas e inherentes al Trabajo, prácticas que se van adaptando y mejorando según las necesidades de la lucha del Trabajo contra el Capital, de manera que, durante la fase de ascenso de una oleada de lucha de clases y por tanto de contradicciones dentro de la producción de valor, también asciende y se expande esa centralidad y su cooperación correspondiente, pero durante la fase descendente y de derrota posterior decrece y se debilita. Un truco ideológico previo y muy rentable es afirmar la extinción histórica de la clase trabajadora, intentando generalizar la falsa idea de que ya no existe lucha de clases porque no existe ya proletariado.

Este truco tramposo tiene varias formas de presentación, desde la tesis de que ya no es válida la ley del valor-trabajo hasta que vivimos ya en la sociedad post-industrial. Semejante malabarismo ideológico busca sostener la tesis de que no tiene sentido plantear la cuestión de la explotación asalariada. Una vez aquí, sin esta explotación, tampoco tiene sentido luchar contra la superación histórica del salariado. Una vez aquí, para seguir en la caída libre en el absurdo teórico, tampoco tiene sentido la dialéctica entre el consejismo, la autogestión social generalizada, el sindicalismo sociopolítico y las organizaciones revolucionarias porque todas ellas, la misma dialéctica que las integra, están en función de acelerar la desaparición del régimen del salariado, de la explotación asalariada, tal como una y otra vez insistieron Marx y Engels.

Sin entrar a exponer la teoría marxista al respecto, sí hay que decir que, por el contrario, todo demuestra el aumento cuantitativo y cualitativo del asalariado, es decir, de la masa de la población que vive de la venta de su fuerza de trabajo y que es desposeída de los medios de producción.

Hay que decir, también, que esta masa social cada vez más amplia crece en la medida en que el capitalismo, necesitado de aumentar su tasa de ganancia e intensificar la acumulación ampliada, relaciona más estrechamente en todo el proceso general de realización del beneficio al trabajo productivo de valor con el trabajo improductivo pero necesario para que el anterior pueda seguir siendo rentable.

Además, en la medida en que el capital financiero se hace cada vez más necesario para facilitar el funcionamiento del capital industrial y comercial, en esta medida también aumenta la asalariazación de la población al proletarizarse los servicios bancarios, anteriormente elitistas y separados del proletariado.

Por último, dado que el capital debe subsumir cada vez más el trabajo complejo, intelectual, eso que se llama «ciencia» en el capital constante, por eso mismo sectores crecientes de asalariados que deben vender su fuerza de trabajo en el proceso general de producción de ciencia y tecnología, desde la educación hasta los laboratorios industriales y militares pasando por las universidades privadas y públicas, sufren una pérdida de su elitismo selectivo y distanciador para reaparecer como lo que realmente son, fracciones específicas de la fuerza de trabajo social asalariado y explotado por una minoría cada vez más reducida de propietarios de los medios de producción. Esta y no otra es la realidad actual.

Pero semejante nivel de síntesis teórica debe enroquecerse con sus correspondientes niveles analíticos más concretos, que son imprescindibles para conocer los efectos materiales del ataque del Capital a la centralidad del Trabajo. Vamos a exponer muy brevemente siete bloques de efectos concretos que llevan impactando negativamente en el pueblo trabajador.

Uno, el ataque implacable a la centralidad unitaria del trabajo en cuanto totalidad e integralidad psicosomática de la especie humana, rompiendo esa unidad psicofísica para imponer sólo una parte, la del trabajo supuestamente desmaterializado, la del llamado trabajo intelectual o del conocimiento, negando el carácter y contenido de trabajo al otro componente de la unidad dialéctica, el del esfuerzo y el sudor. La supuesta «economía del conocimiento» expulsa así a una creciente masa humana de los sistemas de salario menos injusto –nunca existe salario justo y menos aún digno, por definición– condenándolos a la precariedad y al empobrecimiento socioeconómico, pero sobre todo hundiéndolos en el abismo de lo subhumano, de la reducción a simples bestias de cargas. El Capital busca, en síntesis, excluir de lo humano al trabajo bruto, animal, sudoroso, condenándolo a lo subhumano, y, a la vez, reducir lo humano sólo a la elite y casta intelectual propietaria de conocimiento. De esta forma, se abarata enormemente el precio de la reproducción de la fuerza de trabajo social, por ello se abarata la mercancía, y muy posiblemente se aumenta la tasa de ganancia. Se deshumaniza al Trabajo para aumentar el beneficio del Capital.

Dos, la multidivisión de la clase trabajadora en varios niveles y fracciones, reduciendo la cuantía del obrero industrial taylor-fordista y ampliando las escalas de técnicos bajos y medios, de servicios, de asistencia y mantenimiento, e incluso dentro mismo de los trabajadores industriales al potenciar artificialmente las escalas de salario. Se busca al final la total individualización de las relaciones contractuales entre el patrón como unidad de clase, con múltiples instrumentos de planificación y centralización, sobre todo el Estado burgués, y el trabajador como unidad individual aislada y carente de cualquier referencia colectiva y clasista.

Tres, la reducción al máximo de la efectividad sindical aunque manteniendo una mínima presencia sindical para activarla como apagafuegos en momentos críticos. A la vez, la potenciación de además de la individualización contractual, también del trato directo y exclusivo entre los grupos de trabajo del toyotismo y de la producción flexible con la administración patronal, enfrentando a los grupos entre sí, cuando no se puede enfrentar a los trabajadores individuales entre sí. Simultáneamente se busca el corporativismo o a lo sumo el sindicalismo amarillo, empresarial y colaboracionista, pero como mal menor.

Cuatro, la precarización de la existencia de la clase obrera y del pueblo trabajador, aumentando su debilidad e indefensión ante la dictadura del salario, imponiendo condiciones laborales brutales, multifraccionadas y carentes de derechos elementales. Se trata de crear un ejército industrial de reserva invertebrado, atemorizado y pasivo. La feminización del precariado es una de las más incontrovertibles realidades, y hacen de las mujeres una fuerza de trabajo abundante, barata, dócil y muy apta para la explotación intensiva y extensiva no en capital y en tecnología sino en puro y duro esfuerzo físico agotador. Igualmente, dentro de la precarización y agravándola se incluyen la sobreexplotación de los jóvenes y la exclusión de la tercera edad, y, sobre todo, la reinstauración del esclavismo bien mediante los inmigrantes bien mediante el trabajo infantil clandestino.

Cinco, la imposición de una tecnociencia productiva incompatible con el trabajo en cooperación liberadora, destinada a aumentar la explotación del trabajo y asegurar además de la insolidaridad obrera, también a acelerar la expropiación del saber obrero y su inmediata subsunción en la producción capitalista, como un componente más de la tecnociencia burguesa. La patronal es consciente de que las actuales innovaciones técnicas son ambivalentes y pueden facilitar la cooperación liberadora del trabajo contra el Capital, y para impedirlo depura esa técnica al someterla a la tecnología y la tecnociencia burguesa, autoritaria y jerárquica, que sólo admite la producción flexible y el toyotismo como única cooperación burguesa posible.

Seis, la ruptura de la unidad vivencial de la geografía productiva y del espacio de recuperación de la fuerza de trabajo, separando lo más posible la fábrica y/o lugar de trabajo asalariado del domicilio, y ambos del lugar de compras, de sanidad, de educación, de papeleo administrativo, de diversión, etc. La destrucción del espacio material y cultural de recomposición de la fuerza de trabajo supone, sobre todo, el debilitamiento extremo de la capacidad de pensamiento crítico y creativo, de autoorganización y de socialización colectiva del saber obrero y popular. A su vez, el aumento del tiempo de transporte y de tramitación cotidiana, a la vez que agota psicosomáticamente también aumenta los costos y reduce la autonomía económica, sobrecarga a las mujeres, multiplica las tensiones intrafamiliares y debilita o rompe las redes de solidaridad, ayuda mutua y cooperación obrera y popular.

Y siete, la separación lo más posible de los focos y lugares de poder y de administración de los espacios de cooperación obrera y popular, para evitar que se repitan las experiencias anteriores, cuando el poder obrero llegaba a controlar gran parte de los instrumentos del poder burgués. Esta es una práctica estratégica que no debemos menospreciar o tener como superada e imposible de repetirse. Las concentraciones, manifestaciones, huelgas con presencia en la calle, revueltas, motines y estallidos urbanos, pertenecen por código genético de la autodefensa obrera y popular al proceso ascendente que tiene a concluir en las insurrecciones por espontáneas que sean. No existe dato alguno en los últimos ciento cincuenta años de historia de la geografía social y del espacio urbano que permita pensar que esta tendencia ha quedado definitiva e irreversiblemente superada. Al contrario. La burguesía internacional es cada día más consciente del peligro potencial que se acumula en las urbes sometidas a crisis múltiples e interrrelacionadas.

Como síntesis y a la vez enriquecimiento de los siete puntos expuestos, queremos citar a Boltanski y Chiapello en su imprescindible obra «El nuevo espíritu del capitalismo» en la que sostienen que:

«La taylorización del trabajo consiste en tratar a los seres humanos como máquinas. Pero el carácter rudimentario de los métodos empleados, precisamente porque se insertan en una perspectiva de robotización de los seres humanos, no permite poder directamente al servicio de la obtención de beneficios las propiedades más humanas de las personas: sus afectos, su sentido moral, su honor, su capacidad de invención. Al contrario, los nuevos dispositivos que reclaman un compromiso total y que se apoyan en una ergonomía más sofisticada, integrando las aportaciones de la psicología posbehaviorista y de las ciencias cognitivas, precisamente y hasta cierto punto, porque son más humanas, penetran también más profundamente en el interior de las personas, de las que se espera que se «entreguen» –como suele decirse– a su trabajo, haciendo posible así una instrumentalización de los seres humanos precisamente en aquello que los hace propiamente humanos«.

Aunque son innegables los efectos destructores de este séptuple y global ataque a la centralidad de clase del pueblo trabajador –también a su centralidad nacional, y a otra escala más honda y decisiva, ataque contra las mujeres–, y a su misma naturaleza humana tal cual se ha materializado hasta esta fase de la evolución humano-capitalista, como han criticado los dos autores arriba citados; siendo innegables estos efectos destructores, no es menos cierto que desde la mitad de la década de 1991, aproximadamente, asistimos a una nueva oleada de luchas del Trabajo que conjuga viejos, permanentes y nuevos métodos de cooperación, desde múltiples colectivos de voluntariado social, hasta nuevas maneras de lucha contra los sistemas neurálgicos para la circulación de las mercancías y su realización, como transporte, telecomunicaciones, banca y ahorro, etc., pasando por la adaptación de las tradiciones formas de lucha en los grandes centros industriales a las nuevas condiciones de explotación.

Las experiencias habidas desde comienzos de los años de 1991 con las sublevaciones y motines urbanos en Sudamérica y EEUU, así como un conjunto de fenómenos de lucha que no podemos reflejar aquí y se van en aumento desde mediados de dicha década, confirman que poco a poco el Trabajo reconstruye lentamente, mal que bien, con retrocesos y hasta derrotas serias, pero vuelve con dudas e indecisiones a crear su nueva centralidad.

Hemos seleccionado sólo cinco grandes conjuntos de prácticas colectivas que aunque se han realizado en lugares muy distintos del capitalismo mundial, no por ello carecen de valor para Euskal Herria.

El primero es la recuperación en las condiciones actuales de explotación de las «viejas» tradiciones de apoyo mutuo, de autoorganización defensiva en problemas decisivos para la calidad de vida humana. Por ejemplo, las «hoyas populares» que si bien aparecieron en grandes zonas de América Latina, también se han extendido a otras partes de la tierra. Dentro mismo del capitalismo desarrollado, han surgido formas que obviamente no se mueven en niveles tan dramáticos de subsistencia absoluta –aunque esta situación crítica ya existe en crecientes barriadas desindustrializadas, depauperadas y envejecidas en donde se agolpan crecientes masas de personas mayores, jóvenes, adultos, emigrantes y sobre todo mujeres de todas las edades empujadas al empobrecimiento y sobreexplotación– pero que sí van acercándose por pura necesidad de respuesta solidaria y van ampliándose a más «zonas de miseria» que se multiplican bajo la presión capitalista.

Se podrían establecer sólidos paralelismos entre las nuevas formas de defensa de estas masas sobreexplotadas, de «los nuevos esclavos» como los define Carlos Montemayor, y las de las fracciones más golpeadas del Trabajo en fases históricas anteriores del Capital, y más concretamente en su origen, en la época que analiza Robert Castel en «Las metamorfosis de la cuestión social«.

El segundo es la recuperación de formas de economía de trueque, fuera de las leyes capitalistas, que aparece en las crisis prolongadas, cuando grande sectores populares deben autorganizarse para poder sobrevivir porque se ha desarticulado buena parte del mercado capitalista. Es cierto que la economía de trueque también suele aparecer embrionaria y débilmente durante largas huelgas en las que los trabajadores reciben ayudas de los vecinos y de otras empresas, pero la economía de trueque se refuerza y se masifica cuando la crisis es general, prolongada y afecta masivamente al pueblo trabajador.

El caso de Argentina es ilustrativo porque el Club del Trueque se fundó en 1995, cuando un colectivo de personas conscientes de la gravedad de la crisis estructural del país, fundó un sistema de economía sin dinero, con vales o créditos, y con unas normas de funcionamiento muy simples pero que exigían una previa reunión en la que el solicitante debatía una explicación teórica y recibía un programa de concienciación social. Mientras la crisis crecía lentamente, también lo hacían los socios del trueque, y por eso para 1997 sólo llegaban a 2.000, pero al empeorar la situación los asociados se multiplicaron llegando a comienzos del 2002 a 2.500.000 socios, con un aumento diario de 5.000. El Club inicial ha quedado superado, y ahora 4.500 centro populares organizados en la Red Global Trueque se expanden por toda Argentina habiendo iniciado ya las transacciones indirectas. Incluso la ciudad de Chacabuco, con 45.000 habitantes organiza gran parte de su economía comunal con créditos de trueque.

Este proceso no surge de la nada, ni tampoco del voluntarismo utópico de minorías iluminadas. Sus causas radican en la acelerada evolución social impulsada por las contradicciones del país. El colectivo «Movimiento Teresa Rodríguez» lo ha expresado así en su texto «Proyecto de mercado piquetero«:

«Pensamos que en una etapa como la que se ha iniciado en diciembre último, en la que los lazos solidarios brotan con inusitada fuerza al calor del proceso asambleario y de movilización popular vigente, contamos con inmejorables condiciones para el éxito de este emprendimiento. Amplias franjas de la población porteña que todavía conservan un importante poder de compra, podrían convertirse en promotores, difusores y consumidores solidarios de este tipo de productos, y del «Mercado Central Piquetero» en sí mismo como resultado de sus propias convicciones y del extraordinario estado de ánimo reinante. Esto implicaría de por sí el surgimiento de una comunidad de intereses, y la posibilidad de una mayor unidad, ahora incluso material, no solamente de los diversos grupos productores entre sí, sino también entre estos y las capas medias que conformen la demanda, que tendrán la posibilidad de abastecerse con productos de buena calidad, baratos y naturales, a la vez que apoyarán materialmente a trabajadores desocupados y ocupados que pugnan por recuperar o mantenerse en una actividad productiva. Trabajadores y capas medias asociados (asambleas populares mediante), estaríamos cubriendo aunque más no sea una porción pequeña de nuestras necesidades evitando a grandes fabricantes, intermediarios, cadenas de comercialización, a todo tipo de grandes empresarios en general.

Por otra parte, la mayoría de nuestros productos serían competitivos en precio por cuanto su proceso de producción no incluye la necesidad de pagar plusvalía alguna, ni costos de intermediación. Su costo es estrictamente el de los insumos y el de la fuerza de trabajo involucrada«.

Por su parte, Jorge Marchinio, realiza un estudio muy detenido titulado «En Argentina, economía y trueque«, en el que tras varias reflexiones que seria prolijo repetir aquí, afirma que:

«Los clubes del trueque no deben ser exclusivamente analizados desde una perspectiva económica, sino también como un rico escenario para la promoción de nuevas y positivas instancias de vinculación y participación comunitaria. Por cierto que la vuelta a través del trueque a una ‘economía de subsistencia’ no es en si mismo la solución o la alternativa integral para el insoslayable desarrollo social y productivo. No es posible pensar en una economía esencialmente urbana y altamente compleja pueda organizarse a través del trueque. De todas formas los clubes del trueque pueden rescatar muy rápidamente valores de participación, y cooperación presentes también en la historia un poco olvidada en los últimos años (mutualistas, cooperativas, cooperadoras escolares, uniones vecinales, sindicatos, sociedades de fomento, etc.) y dar impulso, en un momento tan grave, a la imprescindible necesidad de cada familia de lograr con el esfuerzo y la solidaridad el pan de cada día y un horizonte a la esperanza«.

Insistimos en que no es la primera ni será la última experiencia al respecto. De hecho, al comienzo del texto hemos hecho referencia a los intentos del socialismo utópico al respecto. Después, dejando de lado las experiencias revolucionarias, en los setenta se mantuvieron en los EEUU experiencias de trueque y de cooperativismo basado en ideologías alternativistas, naturistas, ecologistas y hasta orientalistas y mística, aunque en menor medida, y si bien lograron cierta continuidad paulatinamente fueron integradas por el sistemas o desintegradas por la sorda coerción del mercado capitalista. También en Euskal Herria hay intentos al respecto. Pero la experiencia argentina es llamativa por su extensión y reaviva todos los recurrentes debates sobre la capacidad de autogestión social generalizada del pueblo trabajador para, en medio de una contradictoria e inestable e incierta dialéctica de pugna y superación desde dentro del capitalismo, explorar caminos propios.

El tercero es la recuperación también desde comienzos de la década de 1991 se dieron pasos y avances prácticos en el autogobierno de las masas trabajadoras en bastantes sitios del planeta, a algunos de los cuales ya nos hemos referido al citar a Ernest Mandel, pero aquí queremos detenernos en el estudio que hace Marta Harnecker en «La izquierda en el umbral del siglo XXI» sobre ocho experiencias de gestión municipal en Uruguay, Brasil y Venezuela entre 1991-94 –actualmente se ampliaría mucho este número– cuando comenzaba el inicio de la nueva oleada de luchas. De entre las lecciones que extrae la autora, ahora sólo podemos reseñar dos grandes pero decisivos bloques como son, uno, el que hace referencia a una constante ya enunciada por Marx y Engels, y luego reafirmada por toda la experiencia histórica, y que no es otra que la necesidad de la conciencia política de las masas para superar las limitaciones del asambleísmo puramente espontáneo:

«Cuando estos gobiernos populares triunfaron, no sólo se encontraron con un gran escepticismo y apatía en la gente, sino que, al mismo tiempo, con movimientos populares débiles, fragmentados, despolitizados; se encontraron con un pueblo acostumbrado al populismo, al clientelismo, a no razonar políticamente, a pedir cosas. En las asambleas populares que organizaban lo que ocurría era que se recogían un listado de peticiones que sobrepasaban ampliamente la capacidad de respuesta del municipio.

Esta experiencia los llevó a concluir que no toda asamblea era sinónimo de democracia; que las asambleas no eran productivas si la gente no tenía información adecuada, si no estaba politizada. La politización se convirtió, entonces, en el problema fundamental. Para profundizar la democracia era necesario politizar. El problema fue cómo bajar a la gente –expresa el ex alcalde de Caracas, Aristóbulo Istúriz–, cómo acercar hasta el más humilde de los ciudadanos la posibilidad de politizarse y de adquirir la capacidad de tomar decisiones. Para lograr eso era fundamental darle información a la gente: sólo existe democracia con gente igualmente informada«

El otro bloque, que es una profundización del anterior, es el compuesto por un conjunto de necesidades elementales como son la «necesidad de llegar a la gente, no sólo a los activistas«; la necesidad de transformar «los problemas más sentidos por la población: el punto de partida» la necesidad de «escuchar y respetar los criterios de la gente aunque sean diferentes a los de la administración«; también «la necesidad de contar con un mínimo de organización y de recursos técnicos y materiales«, y, por último, «es necesario tener gran confianza en la iniciativa creadora del pueblo, considerando que éste puede llegar a elaborar soluciones que quizá no han sido pensadas por la administración«.

El cuarto es muy importante porque indica cómo se debilitan los mitos burgueses en situaciones de crisis. Un mito es el de la aparición de una «nueva burguesía» formada por los ejecutivos, técnicos, especialistas, managers, etc. No podemos rastrear los orígenes remotos de este mito que nos conducirían a algunas tesis del reformismo inglés de finales del siglo XIX y comienzos del XX, y lo próximos nos conducen a la sociología funcionalista yanki y su afán por «demostrar» la desaparición de la lucha de clases. Pues bien, una de las características de la flexibilización laboral es la introducción de la ofimática, que viene a ser como el una mezcla de taylorismo y toyotismo más la ergonomía y la informática, aplicadas a las oficinas y al trabajo ejecutivo. Sus efectos son devastadores sobre esta fracción del trabajo asalariado, pero rinden muchos beneficios al Capital.

Una parte apreciable de la «nueva pobreza«, de la «nueva marginalidad» y del vagabundeo actual proviene de la aplicación salvaje de la ofimática y de la expulsión del proceso de explotación laboral de miles de cuadros técnicos y hasta de altos ejecutivos –frecuentemente mujeres– que no pueden reciclarse a tiempo, que no pueden aguantar los crecientes ritmos de explotación y el individualismo caníbal salvaje que impera en esa área de la producción. Hasta antes de la introducción de la ofimática, y durante lo sus primeros años de aplicación, era proverbialmente conocida la insolidaridad y el desprecio de estos trabajadores asalariados hacia los demás, hacia sus problemas y sus luchas, pero las cosas están cambiando, como afirma, entre muchos, Paul Bouffartigue en «La crisis también afecta a los ejecutivos«:

«La conciencia salarial y el sentimiento de proximidad con los otros trabajadores se están consolidando. El recurso más frecuente al SMAC (servicio de mediación, arbitraje y conciliación) den caso de litigio con el empresario –la concesión de sus votos en provecho del sindicalismo confederado en las elecciones profesionales– y, a veces, el compromiso en los conflictos sociales así lo demuestran. La lógica financiera que guía las reestructuraciones se pone al descubierto, y las decisiones directivas parecen irracionales e ilegítimas económicamente. Entonces los potentes pestillos ideológicos y subjetivos que obstaculizan la acción colectiva saltan, como en el caso de Crédit Foncier (1997) o en el de Elf Aquitaine (1998-1999). Son muchos los altos cargos que mantienen la reivindicación sindical de un derecho de oposición a las órdenes jerárquicas cuyas consecuencias serían negativas para las condiciones de trabajo. La adhesión masiva al liberalismo se rompió a principios de los noventa, dando lugar a interpretaciones múltiples sobre los efectos de la mundialización capitalista«.

Desde luego que la experiencia histórica ha enseñando qué difícil es que esta fracción de la fuerza de trabajo se sume mayoritaria y decididamente –como sucede con los intelectuales del sistema– a la lucha del grueso del movimiento obrero; pero también ha demostrado que una vez que ese proceso ha llegado a un punto de no retorno, debido sobre todo a la sabiduría integradora del pueblo trabajador, y que estos técnicos y ejecutivos participan desde sus lugares de trabajo y con su conocimiento, entonces se multiplican exponencialmente las fuerzas emancipadoras y decrecen en la misma proporción los medios represivos del Capital.

El quinto y último es la de la aparición de formas autoorganizativas que adquiriendo formas nuevas sin embargo se inscriben en las constantes históricas del Trabajo –en el sentido marxista de polo antagónico al Capital– para reorganizarse ante los permanentes ataques de la burguesía. La lucha de clases es un proceso permanente que, sin embargo, tiene altibajos en su extensión e intensidad, y ya en el Manifiesto Comunista se hace insistencia desde la primera frase en esos cambios de ritmo y de virulencia. A lo largo del texto que estamos exponiendo queda claro que la lucha de clases ha pasado por fases y subfases pero siempre ha habido lucha.

A grandes rasgos, las fases de lucha de clases además de mantener relación dialéctica con las fases económicas, políticas, culturales, etc., guardan estrecha conexión con los cambios en la composición interna del Trabajo, de las diferentes fracciones del pueblo trabajador y de la clase obrera. Existe así una interacción compleja que en su esencia teórica no podemos exponer aquí pero de la que llevamos vistos algunos ejemplos prácticos. Uno de los componentes activos en la evolución de este panorama es precisamente el de la capacidad de recuperación del Trabajo de los mazazos que le asesta el Capital –y también viceversa– lo que nos lleva al papel clave de la conciencia política que es una parte de lo correctamente denominado como «función del factor subjetivo en la historia«.

Pues bien, desde los mismos comienzos de la década de 1991, en Italia el Trabajo pensaba y practicaba una respuesta autoorganizativa. Esta cita de miembros de la Cámara del Trabajo Autoorganizado de Brescia, realizada durante una reflexión colectiva a comienzos de 1999:

«Después de la caída de la URSS y del Tratado de Maastricht, y la lógica de la competitividad expandida, todos aquellos que han continuado encontrándose en una lógica antagonista al capitalismo han advertido la necesidad de tomar de forma compleja los cambios producidos en el interior del mundo del trabajo y al mismo tiempo formular nuevas hipótesis organizativas adecuadas a sostener el enfrentamiento de clase en esta cambiada situación. Se trataba, por tanto, de no perder el norte; para nosotros el conflicto capital-trabajo permanece central incluso en esta nueva fase vulgarmente definida postfordista, pero que muy a menudo reutilizaba viejos mecanismos esclavistas y serviles sometiéndolos al dominio informático. Para esto habíamos pensado en la Cámara del Trabajo Autoorganizado como lugar en el cual los momentos de la producción y reproducción de la fuerza de trabajo pudieran tendencialmente recomponerse en un proceso de mutuo conocimiento del os sujetos en curso, pero también de puesta en común de los objetivos de lucha, de un cuestionamiento general que desde el lugar de trabajo, llegan al territorio; que de los derechos negados se uniera con la controversia de las pensiones, por la defensa de los puestos de trabajo y la lucha por la mejoras de sus condiciones, se enganchase de los derechos individuales y colectivos del disfrute de los servicios sociales,. Si en las Cobas estaba la solución ideal para el trabajo con un mínimo de estabilidad, se precisaba de una estructura territorial más amplia y ágil para recoger y poner enfrente las fuerzas dispersas del trabajo negro, de los precarios de distinto tipo, de los obreros de servicios dependientes de las cooperativas y de trabajadores por cuenta propia. Esta posibilidad para nosotros las daba la C.d.L.A.»

Muchas son las reflexiones que debemos hacer sobre esta importante cita, pero nos centraremos en las más urgentes ahora:

Una, la reutilización por la burguesía de «viejos mecanismos esclavistas y serviles sometiéndolos al dominio informático«, lo que confirma que el capitalismo, además de innovar en sus sucesivas fases, también recupera viejos mecanismos para aumentar su beneficio, lo que nos devuelve a la existencia objetiva de un mismo modo de producción.

Dos, certificar esto tiene su importancia porque explica que, además de las novedades introducidas por el Trabajo para defenderse o atacar, también éste recurre a sistemas permanentes de autoorganización, y en este caso es innegable la esencia sovietista y consejista de la Cámara del Trabajo Autoorganizado de Brescia.

Tres, además, esta esencia recupera la voluntad originaria del poder consejista de dar voz y voto a todas las formas de explotación del Trabajo, especialmente a las aplastadas y, entre estas, a «los obreros de servicios dependientes de las cooperativas«, lo que demuestra cómo la lógica burguesa interna a muchas cooperativas exige la explotación por los cooperativistas de obreros no cooperativistas, volviendo así a las críticas de Marx de 1880.

Cuatro, adaptando el consejismo de siempre al capitalismo más actual, al extender al territorio la conflictividad del centro de trabajo, lo que niega de cuajo el modelo del reformismo político-sindical y replantea alternativas decisivas de socialización de la lucha del Trabajo.

Y cinco, reafirmar en las condiciones actuales algo tan decisivo como lograr que la Cámara del Trabajo Autoorganizado sea el «lugar en el cual los momentos de la producción y reproducción de la fuerza de trabajo pudieran tendencialmente recomponerse en un proceso de mutuo conocimiento del os sujetos en curso«.

Buena parte de la recuperación de las luchas populares y obreras que se está dando desde comienzos de la década de 1991, se asienta sobre estos tres pilares y sobre otros que también expresan la capacidad de la actual «clase-que-vive-del-trabajo«, como muy correctamente la define Ricardo Antunes en su necesario texto «Las metamorfosis y la centralidad del trabajo, hoy«, recogido en «El Trabajo del Futuro«, para responder y atacar. Desde esta perspectiva es como debemos estudiar ese universo denominado «lucha antiglobalización» y que también los deseos manipuladores y reventadores del reformismo político-sindical. De cualquier modo, lo decisivo es que esa emergencia de luchas siempre y manera objetiva se inserta en la lucha entre el Capital y el Trabajo.

Un ejemplo de esto lo tenemos en la áspera lucha que se está agudizando en Argentina entre el Capital y el Trabajo al ponerse en marcha otra vez la constante obrera de ocupación de fábricas abandonadas, de autogestión de los trabajadores y de las trabajadoras de las empresas ocupadas o simplemente puesta en funcionamiento tras el abandono de la patronal. En Argentina, en donde la pequeña y mediana burguesía está haciendo caceroladas para recuperar sus ahorros –y es la única lucha que refleja la industria político-mediática– el pueblo trabajador, está empezando a ocupar ya algunas de las 450 empresas abandonas por sus propietarios. Un movimiento que, al crecer, va cumpliendo casi paso a paso las etapas ya comunes en la autoorganización de las masas trabajadoras, adaptando flexible y creativamente la esencia y el contenido a la forma y al contienen, y viceversa. Así se explica la proliferación de asambleas barriales en muchas ciudades argentinas –en Buenos Aires son ya setenta– conectadas en red y con estrechas relaciones con otros movimientos.

Y es precisamente en Argentina en donde encontramos una muy aleccionadora práctica creciente de control obrero y ocupaciones de fábricas, además de cooperativismo y economía de trueque, práctica que no hace sino confirmar toda la experiencia teórica acumulada por el movimiento revolucionario y que aquí hemos intentado resumir tan brevemente. Cesar Hazaki en «La toma de fabrica y la produccion de realidad» lo explica así.

«El caso específico de la ocupación y puesta en funcionamiento de empresas y fábricas se despliega con una velocidad y fuerza enormes por todo el país. Los obreros comienzan a dar respuestas a los puntos más dolorosos y ciegos de la crisis: construir alternativas de trabajo, desarrollarlas y sostenerlas. Aparece una economía de producción sostenida desde la resistencia por los obreros que estaban condenados al paro y la desocupación. A la cultura del hambre y la exclusión social oponen la política de la lucha y el trabajo.

Las fábricas dirigidas por sus propios obreros dan un marco absolutamente distinto y cualitativamente superior a la cultura de la resistencia.

Primero, porque rompen con la convicción de que sólo los patrones y sus técnicos saben hacer producir la empresa. Permiten crear trabajo para evitar la desocupación y el hambre. Como escribe Daniel Sans, en un e-mail que envía al Foro de los Sueños del Sur del Planeta, relatando la experiencia de Zanón en la provincia de Neuquén:

De un alambrito dependía que les llevara el pan a mis hijos. El alambrito al que se refería Raúl Godoy, secretario general del sindicato de ceramistas de Neuquen, era el que había puesto la distribuidora de gas para cortar el servicio. El alambre fue cortado y la fábrica puesta a producir. El alambre distinguía lo legal de lo legitimo y los trabajadores optaron por lo legitimo.

Segundo, porque la acción elegida es lo antagónico al sometimiento, el aislamiento y la depresión personal, familiar o del grupo de obreros desocupados. Genera una potencia, una política, constituye la convicción del autodesarrollo y sostén. Este proceso crea trabajo y organización, al mismo tiempo que pelea en los otros ámbitos, tanto políticos como judiciales, haciendo centro en la idea de derechos y obligaciones. Como dice Sans, tan claramente, estas experiencias dan batalla en el campo de lo legítimo de los derechos del pueblo.

Esta lucha se aleja, rompe, con el discurso posmoderno de los winners, del individualismo, de lo light. También escapa de los discursos salvacionistas del alma: las distintas variantes del fundamentalismo religioso. Es decir, los obreros recuperan, para exasperación de los capitalistas, la cultura de la producción, el trabajo, en definitiva la cultura obrera cuyo eje es la lucha de clases«.

Por la importancia de este proceso actual, hemos preferido citar en extenso a Josefina Martínez, autora de «La experiencia de fábricas ocupadas y el control obrero«:

«Cuando la agudeza de la crisis capitalista quiebra el funcionamiento «normal» del capital, pueden desarrollarse desde «los márgenes» formas que no responden directamente a las necesidades de las propias relaciones capitalistas. Cooperativas, clubes de trueque. No pueden sostenerse indefinidamente bajo la dura ley del valor y la competencia. Pero pueden extenderse como hongos en las crisis.

En este marco, hoy son también algunos patrones junto a burocracias sindicales o la iglesia, los que en ciertos lugares impulsan la formación de cooperativas de trabajo «mixtas» donde se sigue descargando el peso de la crisis en los propios obreros, y donde intentan que los trabajadores no den un paso más allá de la legalidad capitalista.

Sin embargo, junto con este fenómeno cooperativista se desarrollan otros procesos que pueden cuestionar las relaciones capitalistas. Los ejemplos del Ingenio la Esperanza en Jujuy, la Baskonia en Matanza, Impa, Panificación 5, Clínica Junín en Córdoba, Zanon y Brukman creemos que abren un trabajo de investigación necesario y pensar nuevos problemas.

Cuando un grupo de obreros se afirma en la posibilidad de producir «sin patrones», ¿no encontramos allí el inicio de una nueva experiencia y conciencia obrera? ¿Los secretos del funcionamiento capitalista no empiezan a develarse cuando la producción no se moldea según el afán de ganancia del capital sino movilizada por las necesidades de los productores? En los últimos meses dos fábricas, la ceramista Zanon de Neuquén y la textil Brukman de Bs. As, empiezan a ser un polo de referencia, puestas a producir bajo control obrero y en lucha por la estatización de las fábricas, o sea su expropiación. Llaman a repensar profundamente sobre la potencia del movimiento obrero como clase cuando empieza a tomar en sus manos la resolución de su propio destino«.

Una cuestión que nos parece muy importante es la respuesta que ofrece la autora a la siguiente pregunta:

¿Qué es el control obrero?

El funcionamiento de las leyes capitalistas se asienta en la separación de los productores asalariados respecto de los productos de su trabajo y del control de las condiciones del mismo.

«La enajenación del trabajador en su producto significa no solamente que su trabajo se convierte en un objeto, en una existencia exterior, sino que existe fuera de él, independiente, extraño, que se convierte en un poder independiente frente a él; que la vida que ha prestado al objeto se le enfrenta como cosa extraña y hostil» Enajenación respecto de su producto, pero también respecto del propio proceso productivo: «El producto no es más que el resumen de la actividad, de la producción. Por tanto, si el producto del trabajo es la enajenación, la producción misma ha de ser la enajenación activa, la enajenación de la actividad; la actividad de la enajenación. En el extrañamiento del producto del trabajo no hace más que resumirse el extrañamiento, la enajenación en la actividad del trabajo mismo.» El control obrero dentro de una fábrica empieza a cuestionar esta separación.

La ocupación de la empresa también lo hace, ya que pone en cuestión quién tiene el poder dentro de la fábrica.

El control obrero puede empezar de manera puntual, como el control ejercido por los obreros sobre sus condiciones de trabajo o aspectos de la organización de la producción misma, por ejemplo para controlar la implementación de mejores condiciones de seguridad en el trabajo. El reclamo de apertura de los libros de contabilidad cuando un capitalista declara la «crisis», apunta a develar los secretos de los negocios capitalistas.

Como lo que se ejerce es un control, se entiende que se refiere a una tarea de observación, o lucha por el cambio sobre las acciones de otro, en este caso, de los patrones que ejercen su poder en la fábrica. El control obrero entonces empieza a instalar un doble poder a nivel de la empresa. La propiedad continúa en manos de los capitalistas, pero ya empieza a ser enfrentada por los productores en su acción.

Ejemplos de producción bajo control obrero se han desarrollado en ricas experiencias históricas. En nuestro país en los años70 la experiencia de PASA en la zona norte del gran Rosario merece ser estudiada. Allí se desarrolló por un mes la experiencia de TOMA DE FABRICA CON GESTION Y CONTROL OBRERO DE LA PRODUCCION en julio-agosto de 1974, con la formación de comisiones de producción, de seguridad, etc., en base a la práctica de la democracia obrera. En el caso de Zanon y Brukman, en este momento, la patronal no se halla presente en la fábrica. Por lo que el nivel de control obrero alcanza también la gestión directa de toda la producción, e incluso formas de comercialización.

En Zanon los obreros organizan la gestión mediante resoluciones en asambleas generales y asambleas por sección donde se decide cada paso a seguir: tiempos de trabajo, cómo preparar nuevos modelos de cerámicos, conseguir materia prima, seguridad, etc. Los obreros establecen así nuevas formas de solidaridad entre ellos que les permiten comenzar a dar pasos hacia la autodeterminación como clase. En estos meses se ha demostrado la verdadera función de la mayoría de los supervisores o jefes puestos por la patronal en la fábrica durante períodos «normales»: más que dirigir la producción su función es mantener un despotismo permanente sobre los trabajadores y sus tareas.

El control obrero devela los secretos de la explotación capitalista. Por ejemplo, en dos días de trabajo los obreros de Zanon produjeron cerámicos por un valor superior a los costos salariales de todo un mes. Al mismo tiempo demuestra a escala de un establecimiento, que los trabajadores pueden controlar su propio destino y gobernarse a sí mismos«.

Ahora bien, la autora precisa a continuación que:

«Sin embargo, una cooperativa o una fábrica ocupada produciendo bajo control obrero, aislada como una barca en el mar de las relaciones capitalistas de producción no puede mantenerse indefinidamente. Ejemplos de cooperativas que para no «perecer» ante la competencia capitalista terminan superexplotando a sus trabajadores más que en otras fábricas, sobran por doquier. O que colapsan ante el peso de las deudas o la imposibilidad de comercializar sus productos. La cooperativa aislada en el marco de las relaciones capitalistas no tiene futuro y se limita a intentar viejas ilusiones reformistas sobre el capital.

La diferencia entre las cooperativas que impulsan sectores de la iglesia o la burocracia y el caso del control obrero de Zanon y Brukman es clara. Una primer diferencia notoria es que en Zanon se prioriza el salario obrero a un nivel digno. Hoy los trabajadores de Zanon mantienen salarios de alrededor de 700 pesos. Mientras que en la mayoría de las cooperativas el salario es miserable, ya sea porque se prioriza los «tiempos legales» y no se produce lo necesario, o ya sea porque la dirección de la cooperativa decide rebajar el salario a sus propios trabajadores para mantenerse funcionando frente al peso de las deudas.

El salario, mínimo derecho de los esclavos productores en la sociedad capitalista tiende a no ser respetado por los propios patrones frente a las crisis, como forma de contrarrestar la caída en sus ganancias. En las cooperativas la lógica capitalista de la plusvalía absoluta reduciendo el salario más allá de los límites de subsistencia y extendiendo la jornada laboral tiende a imponerse cruelmente sobre los propios trabajadores asociados.

En los casos de Zanon y Brukman los obreros rechazan hacerse cargo de las deudas de los patrones, reclaman la expropiación sin pago de las fábricas y su estatización, manteniendo el control obrero sobre la producción.

La lucha por la estatización de las fábricas bajo control obrero señala la única posibilidad de incorporar rápidamente más trabajadores, y no «reabrir» con menos, mientras a su alrededor aumenta la desocupación en forma descomunal. Tanto los trabajadores de Zanon como los de Brukman, han elaborado propuestas concretas que posibilitan que en sus fábricas se incorporen más obreros con el capital fijo actual. Producto de la crisis económica en la argentina existe una gran capacidad industrial instalada no utilizada. Bajo una planificación de la producción no subordinada al interés individual del capitalista, podrían incorporarse más trabajadores, si fueran estatizadas y se las pusiera a producir en función de las necesidades de la población mediante un plan de obras públicas para viviendas, escuelas, hospitales, etc.

Las cooperativas, en cambio, son una salida sólo para los antiguos trabajadores y sólo si les va bien desde un punto de vista capitalista (no importa si los que compran la producción son pobres o ricos, ni si hay necesidades insatisfechas). Pueden tomar nuevos trabajadores, pero en estos casos siempre lo hacen con peores condiciones y no como «socios» de la cooperativa sinoen una relación de empleados con los socios originales.

Diferente es el camino que intentan los trabajadores de Zanon, en su alianza con los desocupados del MTD de Neuquén, para conseguir trabajo para todos. En estos días los trabajadores de Zanon están discutiendo incorporar 100 desocupados de los distintos movimientos de desocupados de la región (en forma proporcional a su número) a la producción, en una «escuela de oficios», para hacer real la unidad entre ocupados y desocupados.

La pregunta que merece ser profundizada e investigada es la siguiente: ¿pueden mantenerse por tiempo indefinido experiencias de este tipo? ¿Cabe la posibilidad de la multiplicación evolutiva y pacífica de experiencias de «autogestión obrera» como contrapoderes locales al poder del capital? La feroz conspiración de la patronal, el estado provincial y nacional, las fuerzas de represión y la burocracia sindical contra los trabajadores ceramistas muestra una respuesta en sentido contrario.

Si el fenómeno de control obrero no se extiende por lo menos a varias cientos de fábricas en las principales empresas industriales, ¿cómo podrán resistir los trabajadores la fuerza del ataque de las clases enemigas? ¿Cuál es su futuro si esta experiencia no es defendida por otros trabajadores de la zona, y por movimientos de desocupados o de vecinos y estudiantes que tomen esta causa como propia?

Pero para lograr esto es necesario superar las barreras entre desocupados y ocupados, las barreras impuestas por los viejos aparatos sindicales, entre los obreros y con el resto del pueblo. En fin, es necesario el desarrollo de una verdadera unidad de los trabajadores y el pueblo pobre, enfrentando la división existente y «naturalizada» entre ellos, funcional para la reproducción de las relaciones de explotación capitalistas«.

Y para acabar la autora se pregunta:

«¿Autogestión de la crisis o socialización de la riqueza?

Actualmente se desarrollan en argentina experiencias de distinto tipo donde vemos que sectores de trabajadores, desocupados o vecinos de las asambleas populares tienden a tomar en sus propias manos caminos para sobrellevar la aguda crisis económica y social.

Muchas asambleas populares de la Capital Federal y Rosario han propuesto la creación de huertas comunitarias en los barrios, comedores populares o dispensarios médicos para solucionar el problema del hambre y la crisis sanitaria.

Algunas organizaciones de desocupados como el MTD de Solano y la Coordinadora Anibal Verón trabajan con micro-emprendimientos como panaderías, fabricación de ladrillos o de zapatos, en base a los planes trabajar u otros subsidios a desocupados. El ejemplo de las cooperativas que ya mencionamos, impulsadas en muchos lugares por sectores de la iglesia y la CTA o en otros por los propios trabajadores. En algunos hospitales vecinos junto a médicos y enfermeras discuten la necesidad de co-gestionar en común con las autoridades.

10. Lecciones propuestas para Euskal Herria

10.1. Lecciones generales y siempre válidas

La ayuda mutua, la solidaridad colectiva e individual, la cooperación simple y compleja, el aunar esfuerzos para reducir el tiempo de trabajo en cualquier tarea y aumentar el tiempo libre, el socializar y comunicar las mejoras técnicas inventadas para acelerar la productividad colectiva, etc., estas y otras prácticas sociales han sido comunes en la historia de la humanidad y todavía las encontramos más o menos debilitadas y adulteradas en muchos pueblos.

Estas prácticas no vienen sólo de las formas de trabajo en cooperación de y en los modos de producción precapitalistas, que también, sino de la misma naturaleza social y colectiva, comunista, de la especie humana. La autogénesis humana hubiera sido imposible sin la cooperación. Todas las mal llamadas «culturas primitivas» vivas conservan fuertes y profundos lazos de cohesión colectiva e individual en los que la cooperación simple y compleja juega un papel decisivo. La misma lengua es producto de la interacción cooperativa y por eso tienden a sobrevivir en el uso del lenguaje incluso tiempo después haber desaparecido las necesidades materiales que le dieron vida.

Tampoco esta supervivencia es un misterio porque responde a la confluencia de fuerzas materiales más o menos contradictorias según los casos. Por un lado, los oprimidos buscan y rebuscan en su pasado y en su presente los instrumentos que les ayuden en su liberación, y también crean otros específicamente nuevos. Por otro lado, los opresores intentan por todos los medios antiguos y modernos, sobre todo nuevos, destruir la identidad siempre re-creada de los oprimidos. En esta pugna, con frecuencia violenta, una y otra vez tiende a aparecer en las condiciones del presente toda la fuerza emancipadora de la ayuda y del apoyo mutuos, de la solidaridad, de la cooperación, del profundo sentido comunista de nuestra especie.

Según sean los modos de producción, esta pugna adquiere una forma precisa y esa cooperación entre los oprimidos adquiere también contenidos precisos impuestos por el modo de producción dominante, pero que se impregnan de los restos heredados o aún vivos y prácticos, aunque no dominantes, dejados por los modos precedentes. En esta compleja escala de influencias y necesidades prácticas, es de importancia vital tanto la solidez creativa de la conciencia popular como la existencia en el interior del pueblo de un sector especialmente consciente y organizado. Esta dialéctica entre la conciencia popular y la organización militante es fundamental para la re-creación de las prácticas de apoyo y ayuda colectiva.

Mientras que los modos de producción anteriores al capitalismo no se caracterizaban por supeditarlo todo a la producción generalizada de mercancías, el capitalismo precisamente sí se caracteriza por ello, por la dictadura omnipotente de la omnipresente mercancía. Esta naturaleza única impone también un ataque especial contra la naturaleza cooperativa y comunista de nuestra especie pues incluso la cooperación más simple y limitada cuestiona el algo esencial el dogma de la propiedad privada y del salariado. Y en la medida en que se avanza hacia la cooperación obrera y socialista, en la medida en que avanza al comunismo, la propiedad, el salariado, la mercancía, el valor y el plusvalor, el valor de cambio y el dinero, es decir, la alienación, no tienen más remedio que ir extinguiéndose, desapareciendo.

Semejante avasallamiento aniquilador concita las resistencias de las gentes oprimidas, y tras la fase de resistencia permite el surgimiento de la fase de ofensiva obrera y popular,. Es aquí cuando surge el proceso que va del apoyo mutuo y de la cooperación inicial y básica a la forma más plena y acabada de sociedad colectiva, cual es la autogestión social generalizada, o comunismo. Durante este proceso, si la lucha mantiene su tendencia de avance, se van dando pasos como los de los comités, los movimientos populares y sociales, los sistemas de control obrero y vecinal, la autoorganización de base, las cooperativas de consumo y producción, las cooperativas de ahorro y los bancos cooperativos, los consejos y los soviets, la autogestión local, etc., para concluir en la autogestión social generalizada.

Sólo con el capitalismo se han desarrollado las contradicciones totales que permiten e impulsan esta tendencia a la autoorganización como base y prerrequisito de la autogestión y, ambas, como impulso a la autodeterminación y autogobierno humano. Es muy frecuente encontrar en la literatura teórica del movimiento obrero revolucionario la expresión «independencia de clase«, expresión que nace y es una concreción práctica del principio marxista según el cual «la emancipación de los trabajadores será obra de los trabajadores mismos, o no será«.

10.2. Sistema nacional de producción precapitalista vasco

Defendemos la tesis según la cual Euskal Herria fue hasta comienzos del siglo XIX lo que Marx definió como «sistema nacional de producción precapitalista«. El capitalismo necesita para desarrollar todas sus fuerzas sociales, ellas mismas cargadas de contradicciones internas, no sólo del poder económico y cultural sino sobre todo del poder político-militar y estatal en manos de la burguesía. El capitalismo es una totalidad sistémica impelida a utilizar todos los recursos posibles en aras del máximo beneficio. Para ello, históricamente, el capitalismo ha ido ocupando pueblos y naciones, obligándoles por fuerza militar y/o económica a obedecer a un Estado extranjero. En nuestro caso, las formas sociales precapitalistas ya habían sido subsumidas por el capitalismo desde el siglo XVI en adelante, y también bastantes de las culturales, pero las formas políticas y militares, y sobre todo muchas formas de propiedad comunal, de aduanas y de impuestos, por citar algunos requisitos decisivos para la acumulación de capital, sólo pudieron ser destruidas sin piedad tras las derrotas militares y subsiguientemente políticas causas por atroces guerras de ocupación desde finales del siglo XVIII.

El «sistema nacional de producción precapitalista» vasco no fue en modo alguno destruido en su totalidad. Recordemos que no sólo Marx y Engels insistieron en la pervivencia de restos de modos anteriores dentro del capitalismo, sino que el propio Lenin, como hemos visto, estudió a fondo esta pervivencia en la Rusia de entonces, e insistió precisamente en la importancia de esta cuestión en los momentos tan críticos de comienzos de 1918. Recordemos que también Mariátegi, Mao Tse Tung, Diego Rivera, Ho Chi Ming, y otros marxistas, estudiaron a fondo este problema. La razón es muy sencilla ya que nos remite a la capacidad de los pueblos no totalmente o tardíamente alienados por la dictadura mercantil del capitalismo para rescatar, re-crear y desarrollar creativamente partes de los medios precapitalistas de cohesión, de autodefensa, de autocentralidad, de ayuda y apoyo mutuo, de defensa a ultranza de la propiedad comunal, de asambleísmo de base y crítico, etc.

La mentalidad eurooccidental del grueso de los socialismos y de la totalidad del pensamiento democrático-burgués, ha despreciado muy profunda e irracionalmente esta realidad histórica innegable. El llamado «marxismo estatalista», español y francés, también. Son incapaces de comprender que fuera de la lógica de Estado que les encarcela y encadena, existan movimientos revolucionarios de liberación nacional capaces de tender un puente entre el pasado y el futuro. Su estatalismo no es accidental, cosmético y transitorio sino causal, profundo y permanente. En ningún momento cuestionan su Estado como lo que realmente es, una cárcel de pueblos y naciones y el espacio material y simbólico de acumulación capitalista. Atrapados en este agujero negro de egoísmo estatalista, conciben como un peligro reaccionario e irracional, milenarista y primitivo, el avance independentista de las naciones que su Estado oprime. Los derechos democráticos que dicen defender acaban donde comienzas las atribuciones burocráticas de su Estado y de su economía. Fuera de eso solo cabe represión, tortura y cárcel, o la muerte.

El «sistema nacional de producción precapitalista» vasco sí mantuvo mal que bien viejas formas de autoorganización y autodefensa del pueblo trabajador, como hemos visto. Y cuando estuvieron a punto de entrar en definitiva descomposición, la reacción recuperadora provino de una mezcla de clases que vivían en el interior mismo del horno a presión máxima en el que bullían todas las contradicciones causadas por la ley del desarrollo desigual y combinado del capitalismo. Por desarrollo desigual entendemos el hecho cierto de que fuera en el pueblo más antiguo del Estado español, en donde primero surgió el movimiento obrero más activo. Por desarrollo combinado entendemos el hecho de que ese movimiento aprendió muy rápidamente lo mejor de las teorías revolucionarias. Por desarrollo desigual y combinado, en síntesis, entendemos la dialéctica histórica capaz de fusionar lo más particular, específico e identitario de la única cultura preindoeuropea existente en Europa con lo más general, global y universal del capitalismo mundial.

La dialéctica de lo desigual y combinado permitió que la memoria autoorganizativa y de autodefensa del pueblo trabajador, mayoritariamente campesino hasta el final de la década de 1881 en Euskal Herria, pudiera adaptarse muy rápidamente, aunque con tremendos traumas y desgarros, y responder con una impresionante oleada de luchas de todo tipo, con sus altibajos, pero tendencialmente ascendente hasta que la cortó con sangre el franquismo en 1937. Hablamos de la larga fase de luchas ascendentes de entre 1891-1937, fases con sus subfases, con sus picos de auge y sus valles de derrotas. Del mismo modo, desde 1947 y especialmente desde 1966, se puso en marcha otra oleada ascendente que, esta vez, sólo pudo ser contenida aunque no derrotada definitivamente gracias al colaboracionismo sistemático del «marxismo estatalista» con la represión judicial, administrativa y policial, a partir de 1977-84.

Una característica de ambas fases fue la creciente importancia de la autoorganización, de la imbricación de los movimientos populares y sociales con y en el movimiento obrero, de la expansión de las movilizaciones muchas veces más allá de los estrictos límites fabriles, de taller y de empresa. Contra esta tendencia en ascenso intervinieron todas las represiones y, desde 1977 todas las fuerzas reformistas políticas, sindicales, culturales, institucionales, mediáticas, sin olvidar a la propia Iglesia. La historia del cooperativismo obrero y de los movimientos consejistas, que tuvieron apreciable fuerza, es inseparable de estos condicionamientos.

El «sistema nacional de producción precapitalista» vasco estuvo aleteando y palpitando por debajo de las nuevas fuerzas capitalistas dominantes en aspectos decisivos para entender los procesos vistos como son, uno, la incapacidad de las represiones y de los sistemas de absorción/ desintegración del reformismo y de las instituciones en todo lo que concierne al decisivo universo de la autoorganización popular en lucha por la re-creación de la identidad nacional, y otra, la conquista de la mayoría electoral por el sindicalismo abertzale en sus dos ramas, y la fuerza relativa pero apreciable si la comparamos con la existente en otros sitios, del sindicalismo no reformista y muy sensible a las reivindicaciones nacionales vascas. Ambos casos, que en sí mismos se ramifican en múltiples temas que no podemos analizar, son definitivamente demostrativos de la presencia de componentes profundos de las relaciones de solidaridad, de apoyo mutuo, de autoorganización, etc., precapitalistas.

Actualmente y en general a lo largo de la década última del siglo XX, asistimos a una nueva fase y como las anteriores, contradictoria y limitada en sus inicios. Pero, como hemos visto antes, esta nueva fase debe enfrentarse a una mezcla de aspectos nuevos, de viejas constantes modernizadas por la burguesía, de un sabotaje sistemático por parte del reformismo político-sindical, etc. En movimiento obrero y popular, sus organizaciones y sindicatos más concienciados, no parte de la nada, no carecen de memoria y de teoría válida, tienen experiencias de lucha muy valiosas y enriquecedoras, y de entre ellas debemos destacar la dialéctica de re-creación de la identidad popular y trabajadora precapitalista pero, sobre todo por los años transcurridos y los cambios estructurales habidos, debemos insistir en la capacidad de crear nuevas dinámicas aprovechando las bases logradas con la re-creación anterior.

10.3. Autoorganización, autogestión y autodeterminación

El sistema nacional de producción precapitalista vasco ha dejado en nuestra praxis no sólo las palabras que hemos visto anteriormente y que denotan la fuerza de lo colectivo en el complejo lingüístico-cultural euskaldun y, por tanto, en nuestra forma de entender el mundo, sino también una forma precisa de valorar mediante la acción colectiva y autoorganizada lo que nosotros mismos hacemos y lo que hacen los demás. De un modo u otros, con muchos problemas y dificultades, hemos logrado contra todo pronóstico mantener vivos componentes vitales que, ubicados, contextualizados y enriquecidos por las nuevas estructuras capitalistas, permiten re-crear viejos modelos del proceso global que va desde el apoyo mutuo hasta la autogestión social generalizada y generar otras nuevas.

Todo sujeto individual y colectivo que sufra explotación, opresión y dominación tiende tarde o temprano a iniciar una resistencia, una oposición. Tardará mucho tiempo e incluso su resistencia será meramente ideal, utópica, pasiva, escapista y religiosa, pero aún así en el interior de esa débil y hasta silenciosa protesta siempre palpita un pequeñito germen que, si crece, puede llegar a ser un brote autoorganizativo. Los poderes siempre han sido conscientes de esta peligrosa tendencia que de la nada puede avanzar a lo posible y de ahí, a lo probable para culminar, si todo sale bien, en la liberación. Pues bien, en y por nuestra historia nacional hemos acumulado ya una masa crítica de brotes de autoorganización popular que sólo pueden ser aplastados por la fuerza brutal, y eso transitoriamente.

Hay que tener en cuenta que partes cualitativas y mayoritarias de nuestro pueblo han asumido ya que si disponemos de una muy poca capacidad de recuperación nacional y de creación de nuevas posibilidades, si hemos logrado eso, no ha sido gracias a la generosidad española y francesa sino precisamente gracias a la lucha contra esos Estados y contra sus agentes internos. Y esta es una lección que no se olvida nunca porque ha costado mucho construir lo poco realmente nuestro que tenemos. Sectores decisivos saben y conocer por experiencia propia que solamente la autoorganización propia ha permitido llegar a donde hemos llegado. Pero la autoorganización no se conquista para siempre, de una vez por todas, sino que es un esfuerzo permanente que necesita crecer y expandirse.

La autoorganización se caracteriza por ser la capacidad de las masas oprimidas de organizarse a sí mismas. Pueden perfectamente admitir e incluso buscar ayudas exteriores, institucionales. Pueden también exigir esas ayudas, luchar porque se establezcan por ley democrática toda una serie de discriminaciones positivas para los sectores más aplastados. Pueden luchar por esto y mucho más, pero en el fondo, la autoorganización es tal cuando defiende ferozmente su derecho/necesidad a controlar ella misma los recursos decisivos de la organización de que se trata. Mientras que la dependencia consiste en ser organizado por, desde y para el poder opresor, aunque esté camuflado con la piel de cordero, por el lado opuesto a autoorganización consiste en conservar y ampliar el autocontrol, la posesión exclusiva de las palancas prácticas y reales que garantizan que la autoorganización continuará existiendo aunque el poder opresor haya cerrado todas las ayudas, haya prohibido todo lo prohibible y haya golpeado con toda su furia. No existe autoorganización cuando el otro el que te organiza.

Por esto mismo, la autoorganización sólo puede sobrevivir cuando ella misma empieza a autogobernarse, a autoadministrar ella misma sus recursos, sus fuerzas y sus proyectos. O sea, la autoorganización puede sentirse con una cierta seguridad cara al futuro en un mundo de incertidumbre cuando empieza a autogestionarse, a gestionar ella misma su propia organización mirando al futuro. Y autogestionar quiere decir empezar a controlar y a reducir la dependencia del exterior, a controlar y reducir la presencia de la incertidumbre y la amenaza, el azar y el desorden exteriores. Es verdad que en la autoorganización ya está presente una cierta capacidad de control de lo exterior incierto y peligroso, pues toda autoorganización es en sí misma una conquista de libertad operativa y de libertad de decisión y opción entre posibilidades. Nada de ello se lograría sin medios informativos propios capaces de poner a disposición los conocimientos imprescindibles.

Esta lógica explica porqué se ascienda con relativa facilidad de la autooganización de base a la autogestión del colectivo que se organiza a sí mismo. Más temprano que tarde, cualquier sujeto o colectivo que quiera seguir existiendo como tal debe dar el salto al nivel correspondiente de autogestión, al que mejor convenga a sus planes de existencia como colectivo o como sujeto. La autogestión aparece por tanto como una necesidad de supervivencia antes que como un simple derecho abstracto. Una necesidad impuesta por la lógica misma de ruptura con el orden de sumisión, dirigismo y control del poder dominante.

La autogestión no puede darse donde no existe una previa autoorganización. Allí donde exista una gestión delegada y teledirigida pero tolerada por el poder dominante, allí sólo puede existir una humillante gestión parcial y pobremente autónoma, cuando no simple descentralización, concedida e incluso impuesta por el poder dominante. Son simples gestores más o menos ineficaces pero siempre útiles. Y cuando dejan de ser útiles y devienen en una traba burocrática e inepta, desaparece la tolerancia del poder y se impone otra gestión. Esta dinámica se desarrolla en todos los órdenes de la existencia capitalista, desde los más privados e individuales, íntimos, hasta los grandes y decisivos conflictos entre las naciones, las clases y los géneros. También se dieron en todas las grandes estructuras burocráticas precapitalistas, de cuyas experiencias el Capital ha extraído muchos conocimientos disciplinadores contra y del Trabajo.

La autogestión significa la capacidad consciente de los autoorganizados para no sólo administrar su presente sino sobre todo preparar la navegación entre las olas de posibilidades e incertidumbres, de peligros existentes ya en el presente y que se proyectan hacia el futuro. Si esta capacidad de prever y proyectar ninguna autogestión durará en el tiempo. Es decir, la autogestión requiere una dosis de poder de elección a medio plazo. Y en la medida en que aumentan los colectivos autogestionados aumentan sus interrelaciones y conexiones con lo que aumenta la necesidad del debate colectivo, de la solidaridad y del apoyo mutuo, de la cooperación para que ningún colectivo autogestionado engorde a costa del enflaquecimiento de los demás. Quiere decir esto que sin democracia colectiva no existe autogestión social. Por tanto, algo tan antidemocrático por su identidad esencial como es el mercado capitalista, es incompatible con la autogestión.

De la autogestión local y parcial de un colectivo a la autogestión más amplia hay un proceso no sólo cuantitativo, sino que llega a un punto de no retorno, a acumular una masa crítica de la que emerge un punto y momento de bifurcación. Momento y punto en el que se presenta la necesidad de dar el salto impulsor a la emergencia de lo nuevo, de lo cualitativo, de lo que ya se desarrolla con una complejidad superior a la alcanzada antes de la bifurcación. Estamos ante el proceso autodeterminativo en cuanto proceso que en un momento preciso significa y exige la opción por un proceso nuevo. Momento de bifurcación significa momento de autodeterminación. Ningún colectivo autogestionado puede seguir siéndolo largo tiempo y cabalmente si tarde o temprano no se enfrenta al problema crucial de optar por vías cualitativamente superiores, más complejas y ricas en conexiones con el resto, de desarrollo.

La autodeterminación aparece así como la prueba vital, de fuego, a la que tarde o temprano cualquier individuo o colectivo que ascienda en su emancipación ha de enfrentarse. Opta y salta, o se retira, retrocede y es derrotado. Por esto, la autodeterminación, para llegar a ser efectiva, es decir, para poder plantear las posibilidades genéticamente dadas y no señuelos tramposos, debe previamente desarrollar la totalidad de opciones básica que se presentarán en el momento optativo. Ocultar alguna de ellas es vaciar y castrar la riqueza de lo complejo emergente. Comprendemos así la decisiva importancia que tiene para cualquier momento autodeterminativo la previa riqueza en autogestión y autoorganización. Sin estas dos condiciones previas, caracterizadas por multiplicar lo instrumentos de conocimiento, debate, decisión y práctica autocrítica , la autodeterminación será una trampa.

Existe una malla interna que cohesiona la autodeterminación, la autogestión y la autoorganización de las masas oprimidas, y no es otra que la decisión emancipadora que surge de la conciencia de la necesidad y de la libertad. Libertad como conciencia teórica de la superación práctica de la necesidad. Esta visión recorre internamente y vertebra el proceso global entero que va de la autooganización a la autodeterminación, y ella misma también explica porqué esa autodeterminación será fallida si no opta decididamente por la independencia.

La independencia es la capacidad de autogestionar la reducción de las objetivas relaciones de dependencia para con el entorno exterior, buscando siempre reducir los umbrales de incertidumbre, oscuridad informativa e incapacidad de respuesta o simplemente excesiva lentitud de respuesta ante lo novedoso. La independencia es la capacidad adaptativa de mejorar las soluciones viejas a problemas nuevos y la capacidad de crear de otras soluciones nuevas para esos problemas, capacidad de un individuo o un colectivo ante la incertidumbre, el azar y la contingencia con que inicialmente irrumpe lo desconocido, lo novedoso. La independencia es la multiplicación consciente de las posibilidades en enriquecimiento evolutivo que se obtienen mediante el aumento de la complejidad del sistema independiente. Independencia y autogestión de la complejidad del sistema propio, e independencia y autoorganización de las bases de mayor complejización enriquecedora, ambas relaciones forman una unidad dialéctica.

Ahora bien, por su misma naturaleza, y al margen del colectivo o individuo de que se trate, siempre la decisión independentista comporta un riesgo, un peligro, porque siempre optar por reducir las dependencias objetivas arrastra unas dosis más o menos altas de riesgo, sobre todo cuando ese ejercicio de libertad conlleva una merma de los privilegios del poder dominante. Por eso la independencia de acto produce nerviosismo, ansiedad, angustia y, frecuentemente, miedo.

Con demasiada frecuencia, las gentes, las clases y hasta las naciones se pliegan al miedo que produce la libertad, retroceden bajo la presión de la angustia anterior al momento de optar libremente. Visto así el problema, aislada y estáticamente, apenas hay solución posible y todo parece indicar que más que ante una opción libre y consciente, estamos ante un arriesgado capricho carente de toda seriedad y seguridad, o ante una irracional pulsión rayana con el suicidio. Pero visto el problema en su historicidad material, como un proceso ascendente que acumula fuerzas y confianza según avanza de la autoorganización a la autogestión y de aquí opta por la independencia mediante la autodeterminación, comprendido así el entero proceso, la cosa cambia radicalmente.

El secreto de este cambio de perspectiva no es otro que el efecto beneficioso que produce en el ánimo y moral de lucha el constatar que a cada avance aumenta el poder propio, la capacidad de optar por más conquistas, optar con más alternativas y disponiendo de más conocimiento e información. Desde siempre se ha sabido que, como dijera Marx, «un avance práctico vale más que cien programas«, y también se ha sabido que, como dijera el Che, «la mejor pedagogía es el ejemplo de la práctica«. El proceso que va de la autoorganización a la autodeterminación es una irrebatible confirmación de dicha experiencia histórica. Las conquistas concretas y palpables de un pequeño derecho antes negado, de una reducción del tiempo de trabajo alienante, de aumento del tiempo libre y emancipador, de mejoras sociales y cotidianas, estas conquistas aumentan y refuerzan la voluntad de lucha, de seguir adelante y de atreverse a optar en cada momento de bifurcación, de salto y apertura a lo nuevo.

Por último, el efecto beneficioso no sólo multiplica los ánimos en la propia lucha, en el enfrentamiento concreto que se mantiene, sino además tiende a generalizar y comunicar a los demás lo positivo de la lucha. Queremos decir que, mientras la concepción burguesa sólo admite la pobre mejora individualista y egoísta, la concepción obrera y popular de la autogestión social insiste precisamente en esto último, que es una práctica que tiende a socializarse, a divulgarse y extenderse porque, dado que todo está relacionado con todo, la más pequeña autoorganización es un ejemplo para los problemas de alrededor, y la más pequeña autogestión es un ejemplo para las gentes de alrededor. O en otras palabras, los procesos de emancipación práctica tienden, si no son abortados, a multiplicarse e impulsarse mutuamente, creando espirales particulares de emancipación que se acercan al centro donde radica el problema decisivo del poder y, a la vez pero a otra escala, creando universos, rizomas, densos bosques repletos de complejas diversidades siempre estructuradas por la dialéctica de la lucha entre el Capital y el Trabajo.

Tomando en cuenta estas tendencias, desde organizaciones como el FRENAPO se impulsa el proyecto de «presupuesto participativo» que ya votó el municipio de Rosario siguiendo el ejemplo de Porto Allegre. Este es propuesto a las asambleas populares para subordinar a las mismas en los organismos estatales y permitirles «decidir» sobre el reparto del presupuesto en algunas áreas menores.

La tendencia de los trabajadores, desocupados y vecinos a tomar en sus propias manos la resolución de sus problemas es un gran paso adelante después de tantos años de pasividad o esperar que las soluciones vinieran de otro lado. Sin embargo, la discusión planteada es si hay que resignarse con autogestionar la crisis o apuntar al disfrute del conjunto de las riquezas sociales por las mayorías.

En el caso de muchas cooperativas, como explicamos antes, los trabajadores terminan esclavizándose más de 12 hs diarias, o reduciendo sus propios salarios para poder subsistir. En el ejemplo de los emprendimientos de los desocupados en base a planes trabajar, no reciben más que la miseria de 150 Lecop. Y mientras tanto son millones los trabajadores y desocupados que siguen padeciendo la agonía de la crisis capitalista.

Solamente apuntando a tomar el control del conjunto de la economía, para autogestionar la totalidad de la producción y distribución es posible pensar un futuro digno para esos millones de hombres y mujeres.

Las salidas autogestionarias que no cuestionan el conjunto de las relaciones sociales capitalistas, y pretenden instalar enclaves «alternativos» en medio de la miseria y la explotación capitalista no pueden ser más que ilusiones momentáneas destinadas a sucumbir.

Una gran contradicción del sistema capitalista se encuentra en la que surge entre la planificación capitalista dentro de la fábrica y la anarquía de la producción tomada de conjunto.

La planificación capitalista al interior de la fábrica es puro despotismo y explotación sobre los trabajadores. El control obrero enfrenta este poder patronal al interior del establecimiento. Pero la anarquía capitalista que nace de que los capitalistas individuales producen en función de su ansia de ganancia y no de las necesidades sociales, produce en un polo la miseria y en el otro la sobreproducción. En un polo las hambrunas de millones y en el otro la apropiación privada de enormes riquezas producidas socialmente. Solamente cuestionando el conjunto de las relaciones capitalistas como totalidad económica y política, se abre la esperanza de un futuro digno para millones, con el horizonte de una sociedad de productores libres asociados, el comunismo«.

Pedimos perdón por esta larga cita, e insistimos en que debemos entender este proceso como contradictorio en sí mismo, como no lineal ni automático, sino como muy complejo y tendencial, afectado por las mismas derrotas y ataques del Capital y que a su vez él mismo afecta a la capacidad del Capital. Un proceso inmerso en una complejidad de fuerzas que se contraponen y chocan mutuamente. Por ejemplo, es perfectamente lógico, desde la lógica dialéctica por supuesto, que coexistan los opuestos de, por un lado, la tendencia al alza en la autoorganización ofensiva del movimiento obrero, o de algunas de sus fracciones más fuertes, y, por otro lado, la tendencia al alza del voto conservador que se sustenta en la movilización electoral de sectores sociales atemorizados, alienados o conscientemente reaccionarios.

Pero también hay que tener en cuenta la intervención contraria del reformismo. A lo largo de las páginas hasta aquí leías, hemos constatado con amargura cómo el reformismo, al margen ahora de sus siglas y diferencias secundarias, ha frenado y boicoteado hasta hacer fracasar muchas de estas experiencias, facilitando las victorias burguesas, desuniendo y desanimando a las amasa trabajadoras. Pues bien, esta misma situación se está padeciendo actualmente en la Argentina, en donde un bloque reformista formado por partidos como el ARI y potros, entre los que destaca la coalición Izquierda Unida vertebrada por el PC argentino –recordemos que los criminales militares argentinos no ilegalizaron al PC y permitieron su acción pública mientras exterminaban a 30.000 «desaparecidos»– ha presentado en julio del 2002 una «declaración» de proyecto de «Recuperación de unidades productivas» respondiendo a la tendencia al aumento de las ocupaciones obreras de fábricas en crisis o abandonadas por los propietarios legales según las leyes capitalistas.

Vamos a resumir aquí lo esencial de un texto de Pablo Heller en «El ARI y la izquierda contra la gestión obrera«, no sólo por el análisis concreto que hace de la situación actual en la Argentina, sino además porque saca a la luz la continuidad de la práctica histórica del reformismo.La primera crítica consiste en que la «declaración» se mueve sólo dentro de la legalidad vigente, o sea, que sirve sólo para empresas «cuya quiebra sea decretada por autoridad judicial«, lo que supone que muchas empresas abandonadas y en crisis no pueden ser recuperadas por los trabajadores porque aún no han sido oficialmente declaradas como tales. La segunda crítica es que esta espera a recibir el visto bueno del poder vigente supone dar un tiempo de oro a la patronal para que vacíen la empresa, se lleven las máquinas y/o tomen las medidas que deseen. La tercera es que, además, la propuesta reformista prevé un tiempo de esperar, de «estudio» y de negociación entre el empresario y los trabajadores antes de que se pueda decretar su quiebra. La cuarta es que se obliga a los trabajadores a comprar la empresa o a alquilarla a su propietario, y mientras tanto los trabajadores utilizarán las máquinas en calidad de «préstamo«. La quinta, se trata sólo de una «declaración» de proyecto, que debe ser debatida. La sexta, que se busca «rescatar» a las empresas mediante el resarcimiento económico de sus propietarios, pero no se dice quién ha de abonar esa cantidad. La séptima, que el proyecto debería iniciase en el 2003 y la octava, que mientras tanto deben detenerse las ocupaciones de fábricas.

No hace falta un mayor esfuerzo para comprender que se trata de una «declaración» destinada a beneficiar a la burguesía, a reforzar el poder decisiorio del Estado burgués, a dar tiempo de recuperación y/o de manipulación empresarial, a desorientar y confundir a los trabajadores con trámites burocráticos, a dividirlos y enfrentarlos entre sí en el momento de decidir saltarse o no la legalidad y ocupar la empresa directamente, y, por último y sobre todo, a paralizar ahora mismo la práctica de recuperación de empresas por el Trabajo a la espera del prometido 2003. En realidad, la «declaración» sintetiza maravillosamente una constante histórica mantenida por el reformismo a lo largo de décadas de oposición sistemática a la independencia de clase de las masas trabajadoras.

Esta larga experiencia es generalmente seguida, en cada período concreto, por su correspondiente reflexión teórica realizada desde la izquierda aunque lo entrecortado, complejo y contradictorio del proceso en su globalidad dificulta dicha investigación. Pero también la dificulta el hecho de que, en primer lugar y excepto muy minoritarios casos, el grueso de la sociología burguesa no sólo olvida o silencia esta abrumadora experiencia histórica sino que, además, una buena parte de ella está elaborada para negar su existencia y presentar una imagen de la realidad histórica totalmente desconectada de la lucha de clases.

Y en segundo lugar, como ya lo hemos indicado varias veces, sobre todo la dificulta el que prácticamente la inmensa totalidad de la izquierda reformista es abiertamente contraria a aceptar esta realidad, no sólo a teorizarla sino a aceptarla. Así, en muchos períodos históricos incluso suele ser muy difícil acceder a textos e investigaciones válidas. La censura, en todas sus formas, también intervienen contra la lucha del pueblo trabajador. Pero cuando gracias a la lucha el movimiento obrero supera estos obstaculos, entonces podemos asistir a una lecciones maravillosa como la expresada en en «Planteo de los trabajadores de Brukman» en asamblea del 3 de octubre del 2002:

«Es por ello que exigimos:

  1. La expropiación, sin pago, inmediata y definitiva de inmuebles, maquinaria y marcas de Brukman Confecciones, para que los trabajadores continuemos con la producción bajo gestión obrera.
  2. Que el Estado garantice los salarios, como mínimo los de convenio.
  3. Nos otorgue subsidios no reintegrables por 150.000 pesos, para ampliar y diversificar la producción e incorporar más trabajadores actualmente desocupados, mediante la implementación de una escuela de oficios.
  4. Que el Estado nos compre la producción en función de las necesidades de hospitales y otras instituciones, así como de la población carenciada, que requieran indumentaria que podamos producir.
  5. En estas condiciones, estamos dispuestos a discutir la forma legal con la cual organizarnos, pero donde los trabajadores decidamos en nuestra asamblea soberana quiénes forman parte de la fábrica bajo gestión obrera«.

Hay que recordar aquí que en Argentina no se asiste todavía a un proceso revolucionario triunfante que hasta, por un lado, tomado el poder del Estado y que, por otro, haya avanzado en la construcción desde fuera del Estado burgués de un poder popular alternativo y antagónico al de la clase dominante. Aunque esta segunda necesidad imperiosa se esta realizando, todavía no se ha producido el salto revolucionario cualitativo que define el cambio drástico de situación social. Es por esto que los obreros de Brukman planteaban esas reivindicaciones a comienzos de octubre del 2002.

10.4. PODER PROPIO Y AUTOGESTIÓN SOCIAL PRACTICA

Toda autoorganización implica un mínimo poder propio del colectivo o individuo que se organiza a sí mismo. Otro tanto ocurre con la autogestión y la autodeterminación pero a escalas crecientemente más amplias e importantes. Si no se consiguiese el mínimo pero necesario poder propio, el colectivo que se autoorganiza camina a su muy próxima autodisolución o a ser disuelto por el poder dominante. El secreto está en conquistar en el mismo proceso emancipador dosis correspondientes de poder propio. Sea la escala que sea, el problema o la situación que queramos escoger, siempre e indefectiblemente el proceso autogestionario llega al núcleo duro del problema, el del poder, es decir el de la construcción de un poder propio de ese colectivo o persona que se opone, que se resiste al poder dominante ante el que ha tenido que autoorganizarse para no seguir siendo manipulado, guiado, dirigido, dominado y oprimido.

Miremos por donde miremos, cualquier pequeño colectivo, grupo social, mujer que inicia la emancipación de su familia o de su marido, estudiantes en sus escuelas, creyentes en sus burocracias eclesiásticas, jóvenes en sus barrios, emigrantes ante el rechazo dominante, etc., lo que en definitiva palpita dentro de cada una de estas experiencias no es otra cosa que la conquista de esa imprescindible libertad de opción consciente que va unida a la correspondiente posesión de un poder propio de decisión practica. Recordemos que aquí hay, de entre muchos, dos grandes garantías previas como son, una, la suficiente independencia de recursos de subsistencia, de no dependencia del exterior, de independencia de opción porque no se depende de lo básico, de la economía en sentido fuerte; y, otra, la suficiente independencia informativa, no sólo el libre acceso al conocimiento de los problemas sino esencialmente la posesión de medios propios de elaboración de conocimiento.

Por poder propio hay que entender la capacidad de practicar, como mínimo, esos dos requisitos objetivos. Hay otros pero, aunque importantes, dependen de esos dos ya que sin capacidad de libre elección y superación de las necesidades, y sin capacidad de libre decisión en base a la posesión de información veraz, contrastable y elaborada por instrumentos no dependientes del poder dominante, sin ambos, es materialmente imposible practicar la independencia ante la incertidumbre. Ahora bien, esta definición quedaría coja si no se extendiese a la otra parte, al hecho también objetivo de que existe una dialéctica de pugna antagónica de poderes, entre el poder dominante que nos remite al Capital y el dominado que nos remite al Trabajo. Podríamos hablar de contrapoder por parte de los dominados, como se hace muy frecuentemente en la literatura teórica revolucionaria, pero preferimos el concepto de poder propio porque el del contrapoder siempre deja un regusto defensivo, de respuesta, y no ofensivo, creativo, de avance.

Dado que el poder dominante se centraliza en el Capital y en sus aparatos, sobre todo en el Estado como centralizador estratégico de los sistemas represivos, tenemos que, en la materialidad social, el poder dominante y los múltiples subpoderes que de él emergen, nos remiten siempre a la centralidad estratégica de los Estados español y francés. No puede ser de otro modo. Por en contrario, dado que el poder propio se centraliza en el Trabajo y en sus sistemas de lucha, sobre todo en el poder popular como centralizador estratégico de los movimientos autoorganizados, tenemos que, en la materialidad social, el poder propio nos remite siempre a la centralidad estratégica de la independencia de Euskal Herria asegurada por un Estado propio en proceso de autodisolución consciente.

Desde esta perspectiva podemos plantear cuatro grandes bloques en los que se puede avanzar hacia la autogestión social, potenciando a la vez sus respectivos poderes concretos. La base de su elección ha sido la síntesis de las experiencias descritas en las páginas anteriores y, a nuestro entender, designan cuatro puntos críticos a lo largo de la lucha de clases en general y más especialmente de la lucha de liberación nacional de los pueblos trabajadores.

El primero concierne a las relaciones entre el área de la producción y el área de la reproducción de la fuerza de trabajo social, punto crítico que afecta a tres grandes problemáticas que siempre han causado grandes quebraderos de cabeza al movimiento obrero internacional: uno, la relación entre la producción y la explotación sexo-económica de la mujer; dos, la relación de la producción con el sistema educativo que forma a la futura fuerza de trabajo, y, tercero, la relación de la producción con la vida extralaboral, con la tercera edad, con los parados, con el precariado, con los sistemas sociales en su generalidad.

Desde una perspectiva reformista y electoralista, estas relaciones son totalmente secundarias, carentes de importancia porque no afectan apenas a la mecánica institucional más que en contadas situaciones. Pero para el movimiento obrero, son problemas que se arrastran desde hace siglo y medio y cuya irresolución hace imposible el logro de la unidad de clase del Trabajo, la unidad de la clase-que-vive-del-trabajo. Más aún, una de las obsesiones del Capital es la de impedir por todos los medios que esas tres áreas no se fusionen en una totalidad autoorganizada en base al poder consejista y sovietista, sino incluso impedir que se relaciones con alguna efecto práctico.

Históricamente, como hemos visto, el poder consejista se ha caracterizado por buscar además de la fusión de esos tres niveles, también darles voz y acción, facilitar sus sistemas autoorganizativos específicos y, simultáneamente, coordinarlos en los soviets, consejos, asambleas, batzarras o como queramos llamarlos, locales, regionales y nacionales. Un esquema así, que no es nuevo ni original, requiere, por un lado, de la libertad autoorganizativa de cada nivel y dentro de cada uno de ellos de los colectivos existentes; y, por otro lado, requiere de la respetuosa pero coherente acción interna de las organizaciones revolucionarias que militan en el seno del pueblo.

Se trata de potenciar que en estas áreas se creen cuantas autoorganizaciones de base sean necesarias o simplemente puedan surgir. Formalmente, todos estamos de acuerdo con esta intención, hasta los más dirigistas, pero en la práctica no sucede así, y menos aún en cuestiones claves como la emancipación de la mujer, la adaptación de las organizaciones, sindicatos y movimientos para que no sólo den respuestas a los problemas sociales, sino para que se abran a la presencia de esos grupos en su interior. Todos conocemos ejemplos de sobra que demuestran qué difícil es en la práctica organizativa diaria impulsar la autyogestión de las mujeres, de los estudiantes, de las personas mayores, de lo usuarios de los servicios sociales, etc; y más aún sabemos lo difícil que es estrechar los lazos entre esos colectivos, sin llegan a existir, y el movimiento obrero.

Sin embargo, la experiencia histórica al respecto muestra que, de un lado, se ha conseguido hacerlo; de otro lado, el Capital es muy consciente de los efectos multiplicadores de la lucha que ello supone; además, periódicamente se han repetido los esfuerzos por recuperar esas relaciones vitales, y, por último, que allí en donde se han despreciado no ha sido posible avanzar en la emancipación.

El segundo concierne a las relaciones entre el territorio social de la reproducción de la fuerza de trabajo y el territorio de la producción difusa y flexible. Este es un problema que surge periódicamente, cuando el Capital introduce innovaciones profundas en la explotación, desindustrializa y empobrece las viejas barriadas obreras y populares, e implanta la producción desperdigada, difusa, desterritorializada en base a talleres esparcidos y distantes de las barriadas populares. Grosso modo, actualmente nos encontramos ante el tercer momento de cambio profundo en este problema crucial. El primero fue la destrucción de la unidad entre producción campesina y pequeños talleres para imponer las primeras fábricas; el segundo fue la destrucción de estas ya obsoletas fábricas y la implantación del taylorismo con su correspondiente nueva instalación urbano-fabril y, el tercero, el actual, está siendo la flexibilización, la desertización industrial de barrios y pueblos, etc.

Grosso modo, cada cambio ha ido unido a cambios en la composición interna del Trabajo, en sus diferentes fracciones viejas y nuevas. Y ante esos cambios desestructuradores el Trabajo ha respondido adaptando sus formas de lucha y creando otras, pero nunca ha abandonado el recurso al consejismo, a la cooperación, a la autogestión sino que al contrario. Por esto, en la actualidad es más importante que nunca antes potenciar las correspondientes formas autoorganizativas que garanticen la continuidad de las relaciones entre la producción y el territorio.

Es cierto que ya en el punto anterior, al hablar de las relaciones entre la producción y la reproducción de la fuerza de trabajo, aparecía implícitamente este segundo punto, pero adquiere su importancia propia debido a las transformaciones introducidas por el Capital. De todos modos, tenemos ya una pista de por donde van parte de las soluciones. Otras dos partes restantes van por el camino de, uno, potenciar todas las luchas que reivindiquen conquistas radicales en el acortamiento de las distancias, en la reducción de los tiempos de transporte, en la planificación alternativa de un nuevo espacio social, etc. Comprendemos que esto suene ininteligible para muchas organizaciones, pero es una cuestión crítica impedir que el Capital separe e incomunique el espacio de la producción del territorio cotidiano.

Y el otro camino es el de potenciar el uso horizontal y democrático de las nuevas tecnologías de la comunicación para, mediante la conexión en red, volver a unir las partes que el Capital ha separado. Este camino no es nada nuevo, y ya fue resuelto bien que mal en las fases anteriores y aunque ahora parezca que no tenemos apenas futuro, no es cierto. Al contrario, todo indica que el poder de autoorganización, autogestión y autodeterminación subyacente en bastantes de estas tecnologías inquieta sobremanera al poder dominante, y por eso busca cómo someterlo al control fiscalizador y represivo.

El tercero concierne al punto crítico de la imbricación del cooperativismo en el proceso autogestionario, teniendo en cuenta la fuerte presencia de formas colectivas de ayuda mutua, comunalismo y auzolana, que ha mantenido y actualizado nuestro pueblo partiendo de los restos del sistema nacional de producción precapitalista vasco. Hemos visto a lo largo de estas páginas el punto crítico que surge cuando no se relacionan ágilmente el cooperativismo con la autogestión social.

Es necesario, por tanto, «comunalizar» propiedades, recuperando la memoria histórica en el sentido de que el pueblo vasco está formado por los «últimos indígenas» de Europa. Estas propiedades socializadas en forma de nuevos comunales, vendrían a conformar un fondo de propiedad social.

Sobre esta base material de fondos recuperados para el poder popular con su correspondientes relaciones colectivas de uso, establecer un sistema socioeconómico alternativo al capitalismo, mediante la cesión usufructuaria de las propiedades sociales a sistemas autogestionarios-cooperativos.

Desde la perspectiva usada en este texto y partiendo del poder propio conquistado por la autogestión de las cooperativas, es necesario controlar y fiscalizar la gestión empresarial cooperativa a posteriori, sin intervenir en el proceso empresarial. Para ello es preciso crear una organización centralizada supracooperativa.

Naturalmente, esta libertad otorgada conscientemente por el poder popular exige controlar en la práctica la contradicción que se establece entre, la necesaria autonomía empresarial cooperativa y la precisa centralización administrativa. Todo ello considerando que el concepto de autogestión y el concepto de centralización no constituyen una contradicción antagónica.

Para conectar prácticamente el cooperativismo con el proceso socialista general, es necesario, por un lado, destinar una parte de las plusvalías obtenidas por el sistema cooperativo para incentivar económicamente a las cooperativas, y, por otro lado, destinar otra parte de las plusvalías para ser redistribuida al resto de la sociedad vasca a través del organismo administrativo centralizado creado. De este modo, el sentimiento de propiedad se establece en el producto elaborado y no en la privatización del medio de producción.

Una autogestión cooperativa de esta magnitud requiere de medidas precisas de apoyo e incentivación destinado a adecuar y aplicar un plan formativo de la autogestión a todos los niveles; consensuando entre el organismo administrativo centralizado, la coordinadora de las cooperativas usufructuarias adscritas y los estamentos intelectuales interesados.

El cuarto y último concierne a la concienciación previa sistemática realizada por el sindicalismo sociopolíticos, organizaciones, movimientos, etc., sobre la necesidad de que la clase trabajadora de pasos hacia el control obrero y los comités de fábrica, mentalizando y formando a los trabajadores en la necesidad de llegar a la autogestión social generalizada mediante, en su momento, la creación de consejos obreros en las grandes y medianas empresas.

Una lección permanente es que el consejismo surge en los momentos de crisis pero tiende a extinguirse cuando la situación se debilita o se «normaliza». Hasta el presente, ha resultado problemático y difícil mantener la vida real del consejismo más allá de un período relativamente corto pero intenso y vibrante. Para garantizar la continuidad de ese instrumento decisivo de la democracia socialista, es importante, además de la formación teórico-política y de la masificación de su legitimidad, también desarrollar los niveles de interrelación de los consejos existentes con las cooperativas obreras, y de ambas con la autogestión social generalizada.

Surge aquí el problema candente de la necesidad de desarrollar instrumentos de intervención democrática de aquellos sectores sociales que no intervienen en la producción por múltiples razones, y por ello, se plantea el problema de desarrollar una democracia socialista que permita los foros de debate y decisión no sólo del pueblo trabajador, sino también de la pequeña burguesía vieja y nueva, de eso que la propaganda burguesa define como «clases medias» –técnicos, ejecutivos, autoempleados, profesiones liberales, etc.,– y hasta de la mediana burguesía una vez debilitada estructuralmente al haberse comunalizado el grueso de la propiedad privada.

10.5. AUTOGESTIÓN Y TRANSICIÓN AL SOCIALISMO

La experiencia acumulada muestra que la transición al socialismo es mucho más que la nacionalización de las grandes empresas y que el desarrollo de medidas sociales avanzadas. Ciertamente, es otra cosa. Es un proceso complejo y largo durante el cual el pueblo trabajador va cercenando la dictadura del mercado, del valor de cambio, de la mercancía, y va desarrollando el valor de uso y la autogestión social generalizada. No podemos extendernos aquí en un debate prolijo sobre las formas de extinción de la ley del valor-trabajo y de extinción del dinero, y por tanto del mercado, en la sociedad socialista vasca. Ese uno de tantos debates colectivos que deben incluirse en los cursillos de formación teórico-política.

Sí podemos sintetizar cuatro grandes cuestiones imprescindibles que ya se pueden ir practicando dentro mismo del capitalismo realmente existente siempre que, primero, exista voluntad política para ello y, segundo, siempre que esa voluntad refleje la existencia de un poder popular impulsor de esas medidas y a la vez garante de su profundización.

Lo primero que hay que garantizar es que la extensión de la posibilidad del trabajo para toda la población en condiciones de trabajar sea, además de sin destruir otros trabajo, sobre todo ampliando yacimientos de trabajo social, de trabajo de ayuda y de apoyo, etc. La sociedad burguesa sólo genera el trabajo que el capitalismo necesita y destruye y abandona grandes yacimientos de trabajo socialmente útil pero que no pueden ser introducidos en la producción de valor y plusvalor, o que siéndolo generan poco beneficio. Por el contrario, un poder socialista puede y debe multiplicar exponencialmente las clases de trabajo socialmente útil precisamente porque son trabajos que no entran en la explotación o que rinden poco beneficio.

A la vez de la multiplicación de las posibilidades de trabajo, hay que garantizar la libre rotación de los puestos de trabajo, conservando el derecho al trabajo, pero viendo como normal que se cambie de un puesto a otro, en la misma zona de residencia. Para ello es necesaria una formación pluridimensional, multiproductiva y global, con un desarrollo impresionante de las tecnologías descentralizadas, blandas y horizontales, y con derechos claros de meses o años sabáticos, de ciclos de reciclaje, de reserva de puestos de trabajo tras una rotación voluntaria. Naturalmente, en esta concepción, el trabajo es un derecho pero también una necesidad, estando prohibido el despido.

Simultáneamente, mediante la permanente innovación tecnológica se premiará la reducción del tiempo de trabajo, potenciando la ampliación del tiempo libre y propio. Y dentro del tiempo de trabajo socialmente necesario, que deberá reducirse a lo estrictamente necesario, se aplicarán todos los derechos sociales, todas las medidas de higiene y seguridad en un sistema social tendente a primar la cualidad de vida colectiva sobre la acumulación privada individual de grandes fuerzas productivas. Naturalmente, el derecho de herencia quedará restringido a la media socialmente establecida según criterios democráticamente decididos respetando siempre el medioambiente y el carácter finito de los recursos energéticos.

Que se limite el derecho de herencia no quiere decir que se prohiba toda propiedad. De hecho la inmensa masa del pueblo trabajador no tiene otra «propiedad» que sus hipotecas, deudas y tarjetas de crédito, y algunos bienes de media duración en sus casas, exceptuando el coche. Nos referimos a la propiedad social de pequeños talleres, de ramas productivas con bajos beneficios, de propiedades comunales y municipales, etc. Estas propiedades sólo son viables sin existe la autogestión social y el cooperativismo de consumo, producción y ahorro. La autogestión deberá ir extendiéndose por entre el tejido social como garantía del control popular y de sus decisiones democrático-socialistas.

A la vez, el pueblo trabajador, la pequeña burguesía y sectores de la estructuralmente debilitada media burguesía, además de política y culturalmente derrotada, tendrá el derecho y la necesidad de potenciar múltiples colectivos de usuarios, de consumidores, de enfermos, de artistas, de deportistas, etc., que utilizando la libertad de prensa –en el sentido real del término y no del burgués– más los instrumentos político-institucionales existentes, intervengan mediante consultan concretas o generales, referéndum y debates-decisorios en la vida pública.

Lo segundo que hay que garantizar es la ágil dialéctica entre la creatividad de la autogestión social, y la necesaria planificación en cuestiones estratégicas. La experiencia histórica es aplastante en este sentido, y aconseja tener confianza en las iniciativas, en la creatividad y en la naturaleza solidaria y de cooperación del pueblo. Desde esta perspectiva, hay que planificar centralmente sólo los problemas estratégicos de vital subsistencia nacional, como la energía y materias primas vitales, las reservas alimenticias y de sanidad, la política financiera y económica relacionada con la defensa de los intereses de la independencia nacional, y, por no extendernos, la política defensiva en sus instrumentos fuertes, armando al pueblo en sus centros de vida y trabajo.

Lógicamente, para todo esto es requisito elemental que la democracia socialista sea lo más operativa y crítica posible. Sólo así se puede asegurar que se interrelaciones eficazmente los fondos sociales de inversión territorial, los fondos públicos específicos, la intervención de los bancos cooperativos y de los recursos de las empresas autogestionadas, y los presupuestos públicos del Estado obrero. Lubricar estos y otros niveles secundarios para que, por una parte, no surjan fricciones egoístas, corporativistas y de castas que acumulen privilegios y luego poder, primer paso para sus deseos posteriores en dar el salto contrarrevolucionario a constituirs ene nueva burguesía renacida de sus cenizas; y, por otra parte, para que no degenere todo ello en un caos incontrolable que termine implosionando, lograrlo, repetimos exige de la intervención rectora de la mayoría del pueblo.

Una medida necesaria para evitar que los técnicos y especialistas que tienden a sustituir al pueblo con sus conocimientos especializados, es la de instaurar los colectivos de contraespecialistas y contratécnicos, es decir, colectivos con superior formación técnica o al menos la misma, pero con una muy superior formación teórico-política. Estos colectivos militantes deben actuar estructuralmente dentro del pueblo trabajador, de sus organizaciones y deben elaborar contrainformes alternativos a los informes de los técnicos despolitizados, que desgraciadamente seguirán existiendo durante un tiempo.

De nuevo, aquí juegan especial papel las conquistas en la reducción drástica del tiempo de trabajo socialmente necesario y el aumento correspondiente del tiempo propio, libre; también de los poderes populares; también de los sistemas educativos y de reciclaje permanente y, en este sentido, de un sistema universitario cualitativamente superior. Dentro de toda esta red autogestionada de intervención del Trabajo, las nuevas tecnologías públicas, descentralizad y horizontales de la información son decisivas, como es obvio, porque permite a cualquier asociación de vecinos, por ejemplo, conocer de inmediato el estado de cuentas del ayuntamiento, y a cualquier persona acceder a la última información sobre los precios reales de las sardinas o del vino, que no de los precios ficticios.

Lo tercero que tenemos que garantizar es el control creciente del «socialismo de mercado», cuestión ya implícita en los puntos anteriores y que ya en este grado de avance al socialismo aparece como una necesidad imperiosa en la extinción paulatina y colectivamente consciente del mercado. Es cierto que durante un período histórico más o menos largo, habrá que torear al mercado, vigilando sus tropelías en la regulación de empresas privadas, y en algunas, que no todas, las transacciones internacionales.

Otra vez más, tenemos que volver a la contundente experiencia histórica y reafirmar los elementales principios de los clásicos marxistas, silenciados primero por la socialdemocracia y luego falsificados por el stalinismo. En el largo tránsito al socialismo, la potenciación de la cualidad de vida en base a la potenciación de valor de uso de los bienes producidos, que no sólo de las mercancías producidas, en este tránsito, el dinero debe ser rápidamente desmitificado, desinfectado y depurado de toda su esencia alienadora y convertido en un mal instrumento cada vez menos necesario. Esto no contradice la pervivencia durante un tiempo de la pequeña producción de bienes y equipos, pero no se debe decretar burocráticamente su drástica expropiación sino potenciar con medidas socialistas la demostración diaria de la superioridad del cooperativismo, de la autogestión, y de la eficacia del consejismo en las grandes empresas devueltas al pueblo mediante la comunalización de la propiedad.

Aquí tenemos que volver de nuevo a las sabias costumbres de «propiedad prestada» existentes en las comunidades antiguas, propietarias colectivas de los bienes decisivos y que «prestaban» rotativamente su uso a las comunidades más pequeñas, o a los sistemas familiares entonces existentes. Estas sabias y efectivas prácticas son perfectamente aplicables en la actualidad gracias, primero, a la enorme capacidad productiva existente, que reduce drásticamente le tiempo de trabajo necesario; segundo, gracias a las nuevas tecnologías de la información en una democracia socialista y, tercero, gracias precisamente al conocimiento práctico acumulado por el Trabajo en su larga lucha emancipadora.

Siguiendo con esta concepción, hay que desarrollar los sistemas de autoconsumo, autoproducción limpia y ecologista, de bricolaje, reciclaje, creatividad ahorradora, comercio justo, economía de trueque, potenciación de una nueva dialéctica de lo individual y de los colectivo, etc. Estas cosas pueden sonar a sueños imposibles, utópico y ucrónicos, pero solamente la más crasa ignorancia o la peor mala fe contrarrevolucionaria e inhumana pueden afirmar que no se pueden realizar porque nunca han existido en la práctica. Lo que nunca ha existido es la justicia dentro de una economía basada en la propiedad privada de los medios de producción y en la apropiación privada por una minoría del excedente colectivo producido por la explotación de la fuerza de trabajo de la mayoría.

Concluyendo, lo cuarto y último que tenemos que garantizar es que el pueblo desarrolle toda su enorme capacidad creativa polivalente, policroma y polifacética de multiplicar sus necesidades no reducibles a mercancías, a dinero y al mercado. Hay que abrir la creatividad colectiva al universo impactante por su belleza ética de lo cualitativo, de lo no reducible a relaciones monetarias. Todos los procesos emancipadores generan expectativas iniciales que confirman la posibilidad real de estos logros impresionantes.

Verdaderamente, ahora podemos decir bastante poco de esta capacidad humana porque es la más aplastada por la alienación capitalista. Pero todo se andará, y cuando hayamos llegado a esa fase sólo habremos entreabierto un poco la puerta que nos introduzca en la historia humana, en el comunismo, porque ahora estamos simplemente en la prehistoria.

Iñaki GIl de San Vicente
Euskal Herria, 16 de diciembre de 2002

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