Presentación
Comprendo que muchos de ustedes, querido público asistente a estos debates sobre el cuarto de siglo de vida de IPES, sean sorprendidos cuando escuchen la tesis que voy a exponer aquí sobre la vigencia del marxismo tras los últimos cinco lustros. ¿Qué dice mi tesis? Pues algo tan simple como que lo que ha ocurrido en estos últimos años sólo es comprensible desde las categorías marxistas. Más aún, dice que ha sido la práctica popular la que ha destrozado el plan estratégico ideado e impuesto entre 1975 y 1978 por el bloque de clases dominante español. ¿Qué tiene que ver la práctica popular, la de los trabajadores, la del pueblo trabajador y sectores de la pequeña burguesía, con la teoría marxista, teniendo en cuenta que la inmensa mayoría de ese amplísimo y mayoritario sector poblacional desconoce prácticamente todo sobre el marxismo, excepto las tergiversaciones, falsedades y degeneraciones burocráticas que está sufriendo permanentemente? Tiene que ver mucho.
Por un lado, en el plano de la práctica, las masas se mueven dentro de unos cauces objetivos impuestos por las contradicciones sociales e históricas existentes con anterioridad a sus decisiones subjetivas, preexistentes a ellas, de modo que éstas, las decisiones en defensa de lo que quieren y necesitan, inciden sobre esas condiciones objetivas ya dadas intentando transformarlas. Por otro lado, en el plano de la teoría, aunque la práctica de las masas frecuentemente carece de una depurada concepción estratégica y táctica de los problemas que necesitan solucionar, no por ello se puede afirmar que la teoría marxista esté definitivamente ausente en la realidad social, a pesar de ser muy poco conocida. Los colectivos e individuos más conscientes y preparados imbricados en el interior de las masas como componente suyos, como organizaciones que se mueven y palpitan dentro mismo de la dialéctica entre lo organizado y lo espontáneo, generalmente marxistas o con un determinante conocimiento del marxismo, intervienen y hasta pueden llegar a orientar a las masas en sus luchas más duras y decisivas.
Esto es lo que, grosso modo expuesto, ha sucedido en Euskal Herria en este último cuarto de siglo. Pero, se me objetará, ¿de qué masas hablas si sólo una pequeña parte de ellas, aun suponiendo que todas hayan participado en las luchas habidas durante este tiempo, se han integrado en el proyecto de la izquierda abertzale?. Incluso más, ¿no es una demostración del fracaso del marxismo, además de la desaparición de la URSS también y sobre todo la estabilización de la democracia burguesa y la incapacidad de las fuerzas revolucionarias, sobre todo de la izquierda abertzale, para conquistar los objetivos por los que luchaba hace 25 años, que entonces parecían tan cercanos y alcanzables y que ahora parecen inalcanzables? ¿Acaso no confirma esto la victoria del pensamiento burgués sobre el marxismo?
La verdad es que las preguntas aquí planteadas no son en modo alguno extraordinarias sino tópicas, comunes y corrientes a nada que debatamos con un defensor del orden establecido. Y lo son precisamente por eso, porque están realizadas desde la lógica formal, desde la metafísica, desde el individualismo metodológico, desde el inmovilismo y ahistoricismo de la ideología burguesa. Se limitan a pretender describir lo que existe, como si fuera siempre igual, sin explicarlo, sin analizar sus contradicciones internas y sus cambios permanentes, sin intentar encontrar una tendencia social, y por ello mismo, por ser tendencia, sin asumir que el presente social, humano, es el resultado de las pugnas que siempre existen en el interior de las tendencias, es decir, de las luchas entre contratendencias sociales. Al excluir la lucha y el cambio, las transformaciones, se excluyen de la pretensión descriptiva la existencia objetiva de fuerzas materiales innegables como el Estado español y todos sus instrumentos de poder, o también los intereses de las diversas fracciones de la burguesía, de la mediana y de la pequeña burguesía, con sus recursos de presión sobre el pueblo trabajador. Pero fundamentalmente se oculta la existencia de un sistema económico, el capitalista, objetiva, fiera y necesariamente interesado en mantener la opresión nacional de Euskal Herria.
Precisamente, como veremos, la ventaja cualitativa y decisiva del marxismo sobre la forma ideológica burguesa de interpretar la realidad, radica en que el marxismo explica las razones de evolución de los procesos sociales, e insiste en la primordial importancia de factor subjetivo organizado para hacer que de las crisis de bifurcación salga triunfante la línea evolutiva acorde con los intereses de las clases trabajadoras. Sin esta acción consciente de las masas, o bien triunfará la continuidad burguesa o bien la sociedad se hundirá en una degeneración autodestructora. Pero para entender esto, hay que explicar qué es el marxismo.
1. El marxismo como praxis revolucionaria
La praxis es el proceso dialéctico por el que la teoría, el conocimiento y hasta el pensamiento, para llegar al núcleo del problema, surge de la intervención practica humana y esta totalidad formada por teoría, conocimiento y pensamiento, es a su vez enriquecida luego por la teoría, estableciéndose un continuo en espiral ascendente. Se trata de un proceso permanente e interactivo en el que la mano y el cerebro, por decirlo en su forma esencial, interpenetran continuamente pero en la que, en definitiva e históricamente hablando, es la mano y no el cerebro, la acción y no el verbo, quien dicta en el mismo proceso material de producción de la vida el criterio concreto de verdad. Recordemos que el filósofo griego Anaxagoras (500-428 adne) ya había afirmado que el hombre piensa porque tiene manos, dando forma sintáctica a una corriente de pensamiento materialista primitivo que intuitivamente defendía esa misma tesis. Desde entonces, con altibajos y retrocesos, esta opinión ha estado en abierta confrontación con la contraria, la que sostiene que el origen está en el verbo, en la idea, en dios o en cualquier otra manera de definir el dogma de que la especie humana es secundaria, dependiente y está supeditada no a la Naturaleza objetiva, de la que forma parte constituyente, sino a y de una fuerza exterior, inalcanzable e inaprehensible.
La importancia de esta cuestión radica en que pone al descubierto el tema crucial de saber si la especie humana es capaz o no de transformar y mejorar sus condiciones de vida por ella misma, sin depender de fuerzas extrañas. Si es capaz de hacerlo, puede ocurrir que las limitaciones y problemas que imposibilitan o frenan esa capacidad de autogobierno colectivo sean superados y resueltos mediante la mejora de los métodos, recursos, sistemas y formas de acción social colectiva. Son obstáculos sociales e históricos, materiales, que pueden ser resueltos o no según las circunstancias pero que siempre son susceptibles de intentar ser resueltos por los colectivos afectados y, en general, por la propia especie humana. Pero si ésta no es capaz de lograrlo porque depende ontológicamente de fuerzas externas creadoras, es decir, por su propia supeditación originaria como especie sujeta a la voluntad de una fuerza superior, entonces ha de pedir ayuda a esas fuerzas exteriores. Históricamente, en este segundo caso, las fuerzas decisorias pueden ser de dos tipos, o bien se trata de fuerzas ideales, como dioses o espíritus, o simplemente la Idea, o bien de fuerzas materiales y sociales como una minoría dirigente formada por sabios, una elite o casta o clase de seres especialmente dotados por su extraordinaria inteligencia y dotes de mando y presciencia, etc.
Pero, volviendo a la constatación histórica, desde Confucio (551-478 adne) y desde Platon (427-347 adne), por remitirnos a una época precisa, hasta nuestros días, ambas líneas interpretativas se han fusionado tan estrechamente en la realidad practica que resulta imposible separar los intereses materiales de los sacerdotes que defendían las ideas estrictamente religiosas, de las justificaciones espirituales de las minorías que defendían sus intereses económicos. En la realidad social concreta, desde el surgimiento de las castas económico-sacerdotales y militares del Creciente Fértil y de los iniciales modos tributarios de producción, denominados por Marx modos de producción asiáticos, desde entonces y hasta nuestros días, una minoría dominante se ha atribuido no solo el derecho de mandar a la mayoría, sino también ha sostenido el mito de su superioridad bien por delegación divina, bien por su innata superioridad de cualquier tipo. El desprecio a las masas, al vulgo, al populacho y al proletariado, ha sido una contante en estas minorías.
Por su propia naturaleza, la praxis, o si se quiere, para ser más exactos, la filosofía de la praxis, niega de cuajo esta creencia de superioridad innata de una minoría rectora sobre una mayoría dependiente y tonta, cuando no abúlica. El marxismo, que es la filosofía de la praxis, niega también radicalmente la creencia de una fuerza, espíritu o ser transcendente e inaccesible a la especie humana. En el tema que tratamos, existe coherencia absoluta y necesaria conexión entre ambas negaciones. Una exige la otra y viceversa. Dado que la mano y la acción se imponen a la larga sobre y al cerebro y al verbo, por ello mismo, son cualidades ontológicas comunes y obligatorias a toda la especie humana, y no es propiedad exclusiva de una reducida parte suya. Del mismo modo, dado que es la materialidad de la practica colectiva la que determina la evolución de la conciencia social, por ello mismo, la creencia en seres exteriores está siempre explicada por las contradicciones de las condiciones materiales de existencia. Es el ser social el que determina la conciencia social, y no viceversa. A su vez, en esta compleja dialéctica, la interacción entre la miseria material y el falso consuelo y calor ilusorio de las explicaciones ideales, sean religiosas o de cualquier otro tipo, explica que históricamente muchas masas explotadas hayan visto alternativas a su desesperación en partes de los dogmas religiosos, en las tradiciones y mitos de los paraísos terrenales y edades de oro, épocas pasadas en las que la justicia, la igualdad y la relativa abundancia –medida según las condiciones del contexto–, aseguraban una relativamente suficiente calidad de vida posteriormente rota y, lo que es peor, negada e impedida a la mayoría por la perversidad de la minoría.
La superación de ambas limitaciones nace de la unicidad que la praxis lleva en si misma entre la defensa radical de la capacidad humana para transformar la realidad y la defensa radical de la capacidad humana para conocer ella misma, sin depender de sabidurías externas, los problemas que ha de transformar y superar. Son dos polos de una dialéctica que en su devenir solamente puede entenderse como un proceso totalizador en cuanto praxis humana definida como auto-génesis. Durante la construcción de sí y para sí misma, nuestra especie ha sufrido impresionants derrotas y retrocesos, también estancamientos que le han llevado a la extinción completa de líneas evolutivas enteras, no solo en su larga evolución filogenetica, sino también en su evolución social reciente, en la que sociedades y culturas enteras, también naciones, han desaparecido sin dejar apenas rastros. Sin poder retroceder mucho en la historia, la evolución de la burguesía, por ejemplo, está surcada por una larga lista de fracasos e intentonas fallidas, pero también de traiciones y de pactos con la clase social enemiga, la nobleza, prefiriendo abandonar sus criterios ideológicos e intereses políticos, para salvar sus intereses económicos.
Desde que resurgió la economía dineraria en los siglos XII-XIII, con los primeros balbuceos de una burguesía en formación, hasta que el capitalismo dio sus primeras muestras de poder político en los siglos XV-XVI, en este primer periodo, la burguesía no se caracterizó por defender sus nuevos valores incluso cuando las luchas campesinas y de los artesanos urbanos le dieron bazas para presionar a la nobleza, incluso entonces, prefirió plegarse a las condiciones del mas fuerte. Solamente desde finales el siglo XVI y en contados sitios, como los Países Bajos, esta clase inicio una resistencia creciente al feudalismo, que llegaría a su primer punto álgido en la segunda mitad del siglo XVII. Desde entonces y durante casi un siglo y medio, hasta finales del siglo XVIII, asistimos a otra oleada de heroísmo burgués –siempre empujado por el previo heroísmo de las masas campesinas, artesanales y preproletarias– que sin embargo se agotó irremisiblemente para mediados del siglo XIX. Desde entonces, exceptuando casos muy aislados, esta clase social ha sido y es esencialmente conservadora y reaccionaria.
Esta muy breve referencia histórica es necesaria para poder evaluar correctamente la formación del socialismo utópico y luego del marxismo. Hablamos de un proceso en el que la praxis de las masas oprimidas es cortada, suspendida, derrotada y hasta hecha retroceder con el refortalecimiento del feudalismo y de su servidumbre inhumana en grandes zonas europeas. En otros sitios, como en Euskal Herria sin ir muy lejos, el capitalismo solamente puede asentarse como modo de producción dominante también en lo político y militar, que no exclusivamente en lo económico, gracias a invasiones de los ejércitos franceses y españoles por este orden cronológico, con la simultanea imposición de lenguas y culturas también extranjeras. La violencia burguesa ha sido una practica imprescindible para asegurar el triunfo histórico del capitalismo sobre las masas trabajadoras y en menor escala sobre el feudalismo. Esta constatación histórica será crucial para entender la diferencia cualitativa entre el marxismo y el socialismo utópico, con todas sus variantes. La razón de la importancia clave de la violencia radica en dos cuestiones como son, una, la necesidad de asegurar la explotación y, dos, la necesidad de generalizar la producción de valor. Ambas nos conducen forzosamente al problema de la plusvalía. Llegamos así al núcleo del marxismo. Núcleo que no se constituyó de un única vez, como una especie de inspiración divina, sino tras un largo proceso de formación inicial, un periodo de síntesis y una ultima fase de enriquecimiento y mejora.
Inicialmente, el marxismo aprendió, en primer lugar y antes que nada de la lucha de clases real, práctica, de las huelgas y de los conflictos sociales que estaban endureciéndose desde el ultimo tercio del siglo XVIII en Gran Bretaña y posteriormente en todo Europa. En segundo lugar, del estudio critico de la dialéctica hegeliana y del grueso de la filosofía alemana, la más desarrollada de su época. En tercer lugar, de la practica política clandestina mantenida durante largos años y del exilio sufrido posteriormente. En cuarto lugar, del estudio sistemático de la economía política inglesa, la más desarrollada de su época. En quinto lugar, del estudio del socialismo político francés, el más desarrollado de su época. En sexto lugar, del estudio analítico de las grandes masas de estadísticas, estudios e investigaciones oficiales del parlamento y de los gobiernos británicos sobre la realidad social del capitalismo mas desarrollado del momento. En séptimo y ultimo lugar, del estudio de los avances más recientes en la etnografía del momento.
A lo largo de estos años, el marxismo en formación siguió al milímetro los avances científicos de todo signo; del mismo modo defendió lo más radical del feminismo obrero y popular, como la obra de Flora Tristán; también estudiaron las cada vez más alarmantes noticias acerca de las primeras consecuencias de la intervención humana y del capitalismo contra la Naturaleza. De estas y otras muchas cosas, como por ejemplo, el hecho de que Marx aun habiendo ideado un plan de seis libros sobre El Capital, solamente pudo editar personalmente el primero, y Engels los dos siguientes, quedando otros tres sin empezar, ambos amigos dejaron abundantes y voluminosos apuntes, algunos de los cuales se han publicado muy recientemente y otros siguen sin conocerse. De todos modos, cuestiones fundamentales como la ética y la estética emergen periódicamente en sus obras como puntas que sobresalen por encima de la mar, porque en la realidad están macizamente presentes en el interior de las obras, bajo su línea de flotación, como los icebergs.
Podemos decir, por tanto, que el marxismo apareció como la síntesis de lo mejor del pensamiento humano occidental. Síntesis realizada tras minuciosas y prolongadas lecturas y estudios analíticos de dichas corrientes, sometiéndolas a la contratación con los hechos sociales y a las comparaciones entre todas ellas. Como resultado, surgió una nueva forma de intervención en la historia humana que bien pronto definió unas diferencias cualitativas insalvables para e irreconciliables con la forma burguesa de interpretar la realidad tal cual esta aparece a simple vista. Las diferencias son estas: una, la critica de la economía política burguesa basada en la explotación, en el máximo beneficio y en la irracionalidad del mercado, critica marxista centrada en la teoría de la plusvalía, en la ley del valor trabajo y en la ley de la caída tendencial de la tasa de beneficio; dos, la critica de la teoría burguesa del Estado y de la democracia capitalista, centrada en la teoría del Estado en auto-extinción, en la necesidad transitoria de la dictadura del proletariado y en la necesidad de acabar con el mercado y la producción de valor para asegurar el triunfo del comunismo; tres, la critica de la metafísica y del idealismo, en cualquiera de sus formas de expresión, realizada desde la dialéctica y el materialismo, y cuatro, la critica de la ética capitalista realizada desde la practica ética del movimiento revolucionario, que anuncia la futura ética socialista y apunta algunos aspectos cruciales de la ética comunista.
Los cuatro puntos característicos del marxismo forman el núcleo de un método general de interpretación científico-critica, el materialismo histórico y dialéctico, de la realidad considerada como una totalidad en permanente movimiento contradictorio. Este método es capaz de integrar, absorber e incluir, enriqueciéndose con ello a sí mismo, lo mejor de todas las corrientes teóricas posteriores, tras haberlas depurado en la medida de lo posible de sus contenidos reaccionarios, pero en bastantes casos no es posible; y sobre todo es capaz de explicar mediante la integración en su teoría central las razones históricas de luchas sociales aparecidas posteriormente al marxismo, o que cobraron importancia más tarde. Así, por ejemplo, las reivindicaciones antipatriarcales, las luchas de liberación étnica y nacional, las luchas ecologistas, las nuevas fracciones y componentes de las clases trabajadoras, los llamados nuevos movimientos sociales, la antipsiquiatría y muchos componentes del psicoanálisis, las innovaciones de las ciencias y las criticas al poder tecnocientífico burgués, y un largo etcétera, encuentran su razón de existencia en las tesis básicas del materialismo histórico.
Desde su aparición como método ya suficientemente coherente, a comienzos de la segunda mitad del siglo XIX, el materialismo histórico ha sido cuestionado y combatido además de con la propaganda y la ideología burguesa, sobre todo prácticamente, con la represión y la contrarrevolución, con las dictaduras y regímenes militares, con intervenciones armadas cortas y/o con prolongadas guerras de exterminio. Originariamente, el cuestionamiento teórico surgió desde dentro del propio movimiento socialista, por parte de sus miembros con menos formación marxista y mucha formación democrático-burguesa, socialista utópica y socialista burocrática, y solamente más tarde por la intelectualidad burguesa. Esta clase tuvo al comienzo más miedo práctico que teórico, porque comprendió que las masas trabajadoras tardaban bastantes años en aprender a utilizar partes del materialismo histórico, y casi siempre bajo las restricciones oportunistas y reformistas impuestas por las direcciones socialdemócratas. Que fueran los intelectuales reformistas los primeros críticos mostraba ya desde entonces la distancia insalvable entre el marxismo y el reformismo, en cualquiera de sus formas de expresión. La burguesía no perdía el tiempo con debates teoricistas, sino que prefería o bien la represión pura y dura, o bien la vía de la integración con medidas sociales, iniciada por Bismarck no sin esfuerzo para convencer a un belicoso capitalismo alemán. Solamente cuando las contradicciones sociales se desarrollaron tal cual las había anunciado teóricamente el marxismo, sólo entonces, la intelectualidad burguesa comenzó a leer a Marx para demostrar sus limitaciones, pero diciendo en voz bien alta que despreciaban al marxismo y que lo estudiaban para combatirlo mejor.
El tenso, complicado y siempre obstruido por el poder burgués –basta leer cualquier biografía de ambos amigos para cerciorarse– proceso de elaboración del marxismo ha facilitado múltiples maniobras en su contra y, a la vez, han dificultado su fácil comprensión por el movimiento obrero. Una de las virtudes que primeramente fue amputada del marxismo, fue su esencial entronque con la practica revolucionaria en el más estricto sentido de la palabra, es decir, el fundamental aporte critico y de coherencia radical obtenido de la militancia clandestina, del exilio, de los años de pobreza, de la coherencia revolucionaria –por ejemplo, gastar todos los ahorros para comprar armas para los revolucionarios, o enviar pasaportes británicos para falsificarlos en el Estado francés en ayuda de la clandestinidad comunera, o mantener siempre permanentes y necesarios sistemas de seguridad e información para evitar detenciones y contra provocadores, infiltrados, policías, espías, etcétera– practicada siempre que fuera necesario. Se ha amputado así un componente definitorio y consustancial al marxismo, sin el cual este pierde su esencia de practica radical enfrentada a la explotación capitalista, y queda reducido a una pobre interpretación de la historia. Se ha querido reducir el marxismo a la obra acabada de un personaje curioso y hasta excéntrico como Marx, muy docto pero visionario.
Otra amputación ha consistido en arrancarle su contenido autooganizativo, consejista, sovietista. El marxismo es incomprensible si se olvida o se niega el principio axiomático según el cual la emancipación de los trabajadores será obra de los trabajadores mismos, o no será. Por el contrario, el marxismo oficial y tenido como único, ha sido reducido a un dogma burocrático y dirigista que desde la altura inaccesible de una cúpula dirigente sabia y docta –se recupera así la escisión entre dirigentes y dirigidos– dirige e ilumina al pueblo sin consultarle ni tenerle en cuenta. Aunque hay que reconocer que esta corriente era premarxista proveniente del socialismo utópico, y también, desde el lado del lassalleanismo, paralela al marxismo; si bien esto es cierto, no lo es menos que la pequeña y muy poco conocida teoría marxista no pudo detener la influencia de estas y otras corrientes dentro de la socialdemocracia europea y, mas tarde, dentro del stalinismo. Por estas razones, y también por la permanente intervención burguesa en contra, factor que se menosprecia o se niega, el esencial componente autoorganizativo y autogestionario del marxismo fue conocido y defendido por una reducida minoría.
Ahora bien, tampoco podemos olvidar que los propios Marx y Engels presionados por las urgencias del combate teórico tuvieron que sobrevalorar en bastantes obras el componente económico de su teoría en detrimento de una correcta explicación dialéctica de la interacción de factores. Siendo verdad que en todas sus obras histórico-políticas hay una demostración sorprendente de la dialéctica de factores, con predominancia ultima de la infraestructura socioeconómica, no es menos cierto que en muchas obras teóricas se escoraron hacia el economicismo. Los esfuerzos titánicos realizados para recuperar el tiempo perdido, reinstaurar la importancia clave de la dialéctica de factores y mostrar la importancia de lo subjetivo en su interacción con lo objetivo, estos esfuerzos para corregir el escoramiento explícitamente reconocido por la autocrítica de Engels, no pudieron detener la tergiversación del marxismo como determinismo economicista realizada por la socialdemocracia y después por el stalinismo.
Por último, coherente con lo anterior por necesidades internas del stalinismo y de la aceptación del sistema estatal por la socialdemocracia, el marxismo oficial terminó aceptando la razón de Estado, es decir, aceptando el marco y hasta el contenido del Estado capitalista como el lugar obligado de su intervención política. Y allí en donde ese Estado oprimía a otros pueblos, las izquierdas de las naciones oprimidas debían supeditar su proceso de liberación nacional al proceso estatalistas. De este modo, en primer lugar, se negó toda la teoría marxista del Estado; en segundo lugar, la izquierda –por llamarla de algún modo– se convirtió en defensora de los intereses capitalistas de dicho Estado en el exterior y en el interior y, en tercer lugar, en los Estados que oprimían nacionalmente a otros pueblos, la mayor parte de las izquierdas se convirtieron en defensoras de la opresión nacional de otros pueblos bien directamente, al exigirles la continuidad dentro de su «democracia», bien indirectamente al hacerles esperar a tiempos mejores para recobrar su libertad nacional.
Hace un cuarto de siglo, esta era la imagen mayoritaria que se tenía del marxismo en Europa y en amplios sectores de Euskal Herria. Recordemos, siendo breves, la fuerza y la fama del marxismo estructuralista en los medios intelectuales, así como la práctica reformista del eurocomunismo en cuanto hijo del stalinismo, que seguía teniendo partidos fieles en, por ejemplo, el Estado francés. Este marxismo no se parecía en nada al de Marx y Engels. Este marxismo tan licuado y desnaturalizado, iba a ser puesto a prueba en tres crisis tremendas, cosechando tres fracasos definitivos que lo llevaron a su extinción. Vamos a analizar esa desaparición práctica y teórica, y el proceso de recuperación de otro marxismo, ahora ya continuador del de hace siglo y medio, caracterizado por su praxis revolucionaria.
2. La crisis mundial
Desde finales de la década de 1960-1969 el capitalismo mundial se encontraba en una grave crisis socioeconómica que empeoró en 1973 con la llamada «crisis del petróleo». Una crisis de acumulación que expresaba sintéticamente todas las crisis parciales y particulares que el imperialismo había acumulado a lo largo de los años, desde las estrictamente endógenas internas, estrictamente económicas, crisis cíclicas del sistema, hasta las crisis políticas y de orden impuestas por las luchas de clases, las luchas de liberación nacional, las luchas antipatriarcales, etc., sin olvidar las crisis especificas causadas por la interacción de ambos extremos como es, básicamente, el agotamiento del Estado keynesiano y del sistema de control taylor-fordista de la fuerza social de trabajo. Estas crisis diferentes pero interrelacionadas cada vez más por la propia naturaleza del capitalismo como totalidad concreta de relaciones sociales de producción y explotación, nos remiten, en última instancia, a los problemas crecientes de la acumulación del capital como efecto de la vigencia de la ley de la caída tendencial de la tasa de beneficio.
Las crisis estructurales, históricas y realmente críticas, es decir, que cuestionan el futuro del sistema y abren una bifurcación, una alternativa de desarrollo revolucionario, esta crisis se produjo de forma impresionante entre 1968 cuando todas las contradicciones anteriores estallaron en múltiples luchas que recorrieron medio mundo, y comienzos de la década de 1981 cuando la contraofensiva capitalista llamada neoliberal, consiguió derrotar parcialmente al movimiento obrero internacional. Realmente, la crisis estrictamente económica no se ralentizó a escala general sino hasta comienzos de la década de 1991, cuando los EEUU sobre todo iniciaron un típico ciclo corto de recuperación facilitada por su poder mundial, pero el neoliberalismo sí había logrado derrotar relativamente al movimiento obrero en lo social y en lo político, y especialmente, había agudizado todas las crisis internas de la URSS, precipitándola al desastre. De este modo, aunque el contexto objetivo seguía presionando a la baja contra las condiciones de vida y trabajo en el ámbito mundial, la relativa derrota sociopolítica de la fuerza social de trabajo no permitió que la humanidad trabajadora se lanzase contra el capitalismo. Tenemos que extendernos en la explicación de varias cuestiones de este párrafo porque nos permiten comprender la superioridad del marxismo sobre las formas burguesas de interpretación de la realidad.
En primer lugar, hay que tener en cuenta la interacción de lo sociopolítico sobre lo económico. Por ejemplo, la docilidad de los sindicatos mayoritarios y el reformismo socialdemócrata y stalinista, dio un tiempo vital a la burguesía para preparar la estrategia de salida de la crisis que, entre otros instrumentos, tuvo en la Trilateral uno de sus más efectivos cuarteles generales. En segundo lugar, hay que tener en cuenta las presiones y «consejos» de la URSS a los partidos comunistas de dogma stalinista para supeditar las luchas en sus países a unos acuerdos con sus burguesías y/o con el imperialismo. En tercer lugar, la misma decisión independiente del capitalismo para imponer medidas anticrisis que aumentaban la fuerza y los beneficios de la clase dominante y, de otro lado, debilitaban y desunían a las clases trabajadoras, como el toyotismo y el posfordismo, la desregulación, la precariedad, la movilidad, etcétera. En cuarto lugar, sobre este suelo, el imperialismo relanzó una ofensiva general tras las derrotas en el Sudeste Asiático y Africa, buscando un abaratamiento de los productos energéticos y un desmantelamiento de las defensas político-económicas de los pueblos. En quinto lugar, los EEUU, con la ayuda de Gran Bretaña, lanzaron una ofensiva para recuperar su poder mundial anterior, con especial atención al ejército, a las NTC (Nuevas Tecnologías de la Comunicación) y a la financierización de la economía para absorber una creciente masa de capitales flotantes e improductivos, acelerando así las nuevas características externas del capitalismo, lo que luego sería denominado como globalización. En sexto lugar, y último, simultáneamente se lanzó una ofensiva ideológica destinada a fortalecer el individualismo burgués más reaccionario, el machismo más sexista y el racismo más fanático.
Producto de lo visto y de otras causas que no podemos analizar, se expandió el hambre y la explotación en el planeta; se agudizó la crisis ecológica; se hundió el llamado «socialismo real»; se lanzó el ataque a Irak, se endureció al extremo la desregulación mundial y la indefensión de los pueblos bajo las presiones del GATT-OMC y del FMI-BM, y ante la indiferencia de la ONU. Pero la lógica última de semejante involución histórica hay que buscarla en algo tan simple como la ciega necesidad del capitalismo para salir de la crisis histórica que arrastraba y que se materializaba en toda su crudeza en una crisis de acumulación. La dureza, amplitud, diversidad y totalidad de las medidas tomadas para salir de ella indica la gravedad con la que el imperialismo analizaba la situación mundial. Sin embargo, ahora, en este momento histórico, el capitalismo no pudo aplicar directa y sanguinariamente su método por excelencia para salir de la crisis. Tengamos en cuenta que en todas las crisis capitalistas anteriores similares en su gravedad, la burguesía había encontrado la solución mediante el expeditivo método de la guerra, en concreto de la guerra mundial. Sin entrar ahora al debate sobre si realmente la primera conflagración mundial fue la que enfrentó a las potencias europeas en la segunda mitad del siglo XVII, sí hay que certificar que la guerra ha sido la llave que ha permitido abrir fases históricas nuevas tras una anterior crisis de extrema gravedad. Sin embargo, a finales del siglo XX no existía la posibilidad de otra guerra a escala planetaria. ¿Por qué? Por cuatro razones básicas, además de otras secundarias.
Primera, porque al margen de la desaparición de la URSS, la nueva Rusia seguía manteniendo el poder de destruir varias veces a los EEUU, lo que enfriaba mucho el espíritu belicista de los sectores yankis más expansionistas, que los había. Segunda, porque el movimiento obrero en los países centrales del capitalismo no estaba definitivamente derrotado y tampoco suficientemente embrutecido y alienado como para poderlo conducir al matadero. Tercera, porque el imperialismo mostraba una falta de disciplina interna bastante grande, mayor que la lograda en las crisis de comienzos y mediados del siglo XX, y cuarta, que ahora el enemigo de clase del imperialismo estaba esparcido por todo el planeta y no ubicado mayoritariamente en zonas muy concretas como en 1914 y 1940. No podemos analizar aquí los cuatro motivos, sino los dos que ahora son más importantes para mi objetivo en esta charla. Por un lado, la desaparición de la URSS y por otro lado, la relativa derrota del movimiento obrero.
Una interpretación superficial afirma que la URSS se hundió al no poder sostener la «nueva guerra mundial económica» lanzada por el imperialismo desde la llegada de Reagan a la Casa Blanca. Es la tesis de la segunda guerra fría como detonante de la quiebra económica y tecnológica de la URSS, incapaz de mantener los gigantescos gastos defensivos necesarios para responder, entre otras, a la famosa «guerra de las galaxias». Es una interpretación correcta pues la URSS se fue asfixiando y colapsando cada día más, pero no es una explicación teórica porque no llega al fondo del problema. Este no es otro que el hecho de que desde comienzos de la década de 1971, en la URSS se agudizaba la crisis sistémica que se arrastraba con altibajos desde mediados de los años veinte. Dicha crisis sistémica integraba cinco subcrisis parciales que al interrelacionarse más estrechamente aceleraban el caos sistémico. Por un lado, la crisis económica periódica al no solucionar el problema crucial de la mercantilización y de la progresiva extinción de la ley del valor; por otro lado, la desaparición de la democracia socialista y la aparición de un poder burocrático cada vez más corrupto; además, el aumento de las tensiones nacionales internas a la URSS al no resolverse la llamada «cuestión nacional»; también, la política internacional de la URSS, dirigida por y para esa burocracia, que le aisló progresivamente de las naciones, clases y masas oprimidas del planeta, y, por último y como síntesis, la profunda e imparable perdida de legitimidad del socialismo en la URSS junto a un aumento explosivo de los peores vicios burgueses.
La segunda guerra fría lanzada por el imperialismo desde finales de la década de 1971 añadió leña al fuego de la crisis sistémica formada por esas cinco subcrisis que se arrastraban desde hacia años. Toda la historia interna de la URSS desde sus primeros meses de existencia, cuando ya aparecieron embrionaria pero muy inquietantemente algunos de esos problemas estructurales, esta historia debe ser vista como los sucesivos esfuerzos –empezando por los del mismo Lenin– prácticos y teóricos para resolverlos. Incluso algunos de esos problemas ya estaban enunciados teóricamente por debates marxistas muy anteriores a 1917, por ejemplo lo relacionado con la irreconciliabilidad entre la ley del valor-trabajo y el socialismo, y entre la democracia socialista de los consejos y soviets y la burocratización, la forma de resolver las secuelas de la opresión nacional, etc., y estos mismos problemas tal cual se materializaron tras 1917 y los restantes, fueron debatidos con extrema riqueza y creatividad teórica por las izquierdas revolucionarias dentro y fuera de la URSS hasta finales de los años veinte, momento en el que la burocracia ya férreamente establecida segó de raíz toda posibilidad de enriquecimiento del marxismo.
Desde luego que las presiones y agresiones imperialistas junto a las derrotas revolucionarias en Europa, así como el atraso campesino de la URSS, condicionaron externa e internamente este desenlace, posteriormente agudizado por la invasión nazi-fascita y la primera guerra fría iniciada inmediatamente en 1945. Pero el método marxista exige analizar el impacto de los condicionantes negativos externos en función de las crisis internas, endógenas, que son las decisivas al fin y a la postre, y no a la inversa. Si precisamente la URSS pudo resistir tanto tiempo pese a la feroz agresión imperialista, fue gracias a la fuerza decreciente pero todavía activa de sus iniciales y grandiosos logros revolucionarios internos, y cuando estos se agotaron, se apagaron, ya no hubo capacidad artificial alguna para seguir resistiendo al imperialismo. Peor aun, fue la misma burocracia la que desde mediados de los años ochenta, que no antes, aceleró sus esfuerzos para convertirse en clase burguesa cuando anteriormente solo era una casta burocrática.
Existe también una relación más estrecha de lo que creemos entre el declive y el desprestigio creciente de la URSS dentro del movimiento obrero europeo e internacional, y la capacidad de la burguesía para resolver relativamente la crisis estructural. Además de otras causas, la fuerza de la socialdemocracia también se explica por la astucia de la burguesía para aprovechar en su beneficio el deterioro interno de la URSS, cosa que comprendieron los eurocomunismos en su momento. Es verdad que la existencia de la URSS también garantizaba una referencia y un ideal práctico que facilitaba las presiones obreras, pero esa referencia fue apagándose hasta desaparecer. Pero el movimiento obrero no desapareció con la URSS pese a los golpes que venia sufriendo a manos de la burguesía.
Si bien desde mediados de los años 80 la capacidad de lucha fue claramente inferior a la de las décadas anteriores, y si bien en la primera mitad de la década de 1991 fue de una pasividad defensiva desalentadora, no es menos cierto que, por un lado, desde aproximadamente 1995 comenzó una lenta pero sostenida recuperación de las movilizaciones; por otro lado, esta nueva fase pese a nacer con un desconcierto enorme frente a problemas graves como el precariado, el pobretariado, la flexibilizaron, etc., pese a ello, ha ido avanzando práctica y teóricamente hasta la situación actual que, comparada con la de hace cinco lustros, tienen claros signos de avance y de capacidad de conocer el capitalismo en su forma actual, y, por último, tal recuperación innegable ha frenado la euforia arrasadora de muchas burguesías obligándoles a atenuar sus planes iniciales consistentes en un destrucción total de las conquistas sociales. Incluso aunque una degeneración procapitalista tan bochornosa como la llamada «tercera vía» consiguió al principio alguna credibilidad en las masas trabajadoras, ahora ya no es tan efectiva.
Me explico para que no se interprete mal lo que estoy diciendo. No afirmo que la revolución socialista está a la vuelta de la esquina, ni mucho menos. Solamente afirmo que el movimiento obrero que llegó en una situación de fuerza considerable a la crisis de 1968-1973, siendo su lucha una de las detonantes de esa crisis y desde luego una de las causas de su larga duración, este movimiento obrero no ha sido estratégica ni totalmente derrotado como lo fue en otras crisis similares, y como era la voluntad decidida de la clase dominante capitalista. Esta afirmación puede parecer excesivamente optimista y hasta irreal, pero personalmente aconsejo al publico que no piense en base a las versiones de la prensa burguesa sino utilizando las categorías marxistas que, entre otras cosas, muestran cómo pese a que ha habido un aumento de las ganancias burguesas y un retroceso de las condiciones de vida del proletariado, pese a ser cierto esto, no se puede hablar de una derrota absoluta y prolongada, y menos definitiva, de la población trabajadora.
Es muy importante precisar las diferencias entre retroceso severo e incluso derrotas tácticas y derrota estratégica. Las primeras corresponden a batallas parciales y secundarias, y afectan a porciones más o menos amplias de las masas pero no a su totalidad, y si bien una continuada serie de fracasos debilita la combatividad general, ésta puede ser recuperada si cambian determinadas circunstancias. Las luchas de clases, y sobre todo las luchas de liberación nacional y de sexo-genero se caracterizan por estos altibajos evolutivos, con sus retrocesos pero también con sus avances. Por el contrario, la derrota estratégica hace retroceder súbitamente al movimiento obrero en su totalidad, a toda la lucha nacional y de género a condiciones anteriores cualitativamente peores que las que había conquistado, manteniéndolo en la postración derrotista e indefensa durante mucho tiempo y permitiendo a la clase dominante, a la nación opresora y al patriarcado aplicar las medidas que se le antojen sin ninguna resistencia. Cuesta mucho más salir de una derrota estratégica e iniciar una nueva oleada de luchas que de una táctica.
Evaluar correctamente esta diferencia es importante para poder hacer un análisis correcto del estado de las contradicciones capitalistas. Análisis destinado a elaborar una estrategia acertada y no errónea. Según la propaganda burguesa no solamente estaríamos ante la derrota definitiva de la fuerza social de trabajo sino más todavía, estaríamos ante la definitiva desaparición del proletariado como clase social opuesta irreconciliablemente a la clase burguesa. Las tesis de la «sociedad postindustrial», «desaparición del trabajo», «nueva economía», «economía de la inteligencia» y «economía informacional», por citar algunas, dicen esto, y las burguesas y reformistas sobre la globalización, también. También nos encontraríamos ante la aparición de «múltiples sujetos sociales» incomunicados entre ellos al no existir ya una realidad de explotación que recorre la sociedad capitalista de abajo arriba. Cada colectivo aislado debe luchar por su cuenta, pero como tampoco existe una cohesión explotadora última y definitiva, incluso esos colectivos tienden a disolverse en sus sujetos individuales. Llegamos así a la originaria interpretación individualista burguesa de los siglos XVII-XVIII, en la que no existen las clases sociales y por tanto tampoco la explotación humana.
Sin embargo, la realidad es tozuda y basta estudiarla con un poco de seriedad para demostrar lo infundado de la propaganda capitalista. Que la clase trabajadora no ha sido derrotada se confirma no solo por la permanencia de la lucha de clases, sino además por el hecho de que todos los ataques de desvertebración del Trabajo mediante la proliferación de escalas, movilidad, multicontratación, subcontratación, flexibilidad, descentralización productiva, etc., no han conseguido el objetivo buscado de suplir a los efectos destructores de una guerra. Hay que tener en cuenta que a falta de una guerra y/o de varias dictaduras que debilitasen estructuralmente a las clases oprimidas y que facilitasen al Capital un endurecimiento brutal de las condiciones de explotación, a falta de estas soluciones clásicas y atroces pero tan eficaces, la burguesía internacional ha optado desde finales de los años ’70 por un inmisericorde ataque a las condiciones de vida y trabajo de las clases oprimidas. Otro ejemplo del fracaso de la ofensiva lo tenemos en el ataque a buena parte de las libertades legalmente admitidas por la democracia burguesa, que son practicadas especialmente por las fracciones más explotadas del Trabajo y por las más organizadas, desde los colectivos revolucionarios hasta los pueblos en lucha por su emancipación pasando por los sistemas de defensa de la fuerza de trabajo inmigrante. No nos engañemos, ya antes de Schengen, que no solamente después del 11 de septiembre del 2001, el capitalismo europeo y mundial se dirigía a toda velocidad hacia un sistema de control social generalizado, de control flexible de las poblaciones, de represiones múltiples adecuadas a las nuevas condiciones de vida, resistencia y recomposición de la lucha del Trabajo.
Para terminar, otra de las demostraciones del fracaso capitalista en derrotar estratégicamente al Trabajo, lo tenemos en el impulso dado al fortalecimiento de los tres bloques imperialistas mundiales. Ya que no ha habido una guerra mundial que reordenase la nueva jerarquía mundial imperialista, cada bloque imperialista ha procedido a, primero, reordenarse internamente, y segundo, empezar a delimitar sus áreas de influencia frente a los otros dos bloques. El proceso de la Unión Europea debe verse desde esa perspectiva, o sea, como la cuarta reordenación de la jerarquía imperialista dentro de Europa, aunque sin guerras como en 1648, 1815 y 1945. Cada reordenación ha supuesto además de una nueva burguesía dominante –excepto la excepción de la URSS en 1945 compensada por la victoria de los EEUU– también y sobre todo una derrota del movimiento obrero y la apertura de una nueva fase histórica del capitalismo europeo. La reordenación actual tiene como objetivos elementales asegurar la hegemonía de Alemania en el continente y derrotar a la fuerza de trabajo europea sin tener que recurrir a dictaduras y a guerras como en los años ’30. La reordenación europea en curso tiene que ser así, a la fuerza, un recorte sistemático de las libertades y derechos del Trabajo en todas sus formas de acción, desde las mujeres hasta las clases trabajadoras pasando por las naciones oprimidas. La propaganda sobre le emigración, la delincuencia social, el llamado «terrorismo», las luchas sociales «incontroladas», etc., va destinada a justificar el diluvio de restricciones de las libertades y derechos del Trabajo y el aumento de los derechos y de las libertades del Capital.
Nada de este proceso de crisis capitalista es comprensible si no usamos las categorías marxistas, que nos explican que todo el comportamiento capitalista en estos últimos veinticinco años se resume en algo muy simple y muy brutal como es aumentar la tasa de beneficio en el centro imperialista a costa de la humanidad entera, también de las clases oprimidas de y en ese centro. Incrementar la tasa de beneficio exige, entre otras cosas, aumentar la tasa de explotación y la plusvalía. Cualquier otra explicación de este cuarto de siglo que olvide o niegue esta base previa, marxista, deja de ser una explicación y se degrada hasta quedar en una interpretación interesada. ¿Interesada para quien? Para el Capital.
3. La crisis española
La dictadura franquista tuvo como origen detener la desintegración de «España» como espacio material y simbólico de acumulación de capital. Desde finales del siglo XIX avanzaba la desintegración del Estado español corroído por problemas irresolubles que nos remiten, como mínimo, hasta comienzos del siglo XVI cuando la clase dominante castellano-alemana destroza la sublevación comunera en Castilla y endurece la ocupación militar del Estado vasco de Nafarroa invadido anteriormente. A partir de aquí, el Imperio de los Habsburgo arrastra una serie de problemas internos que son pospuestos y disimulados gracias a las sobreganancias obtenidas con la expoliación genocida de las Américas, básicamente, y también a la deliberada potenciación de la ganadería y de la agricultura, por este orden, en detrimento de una incipiente pero decisiva acumulación originaria de capital y desarrollo de unas raíces burguesas. Sin embargo, a mediados del siglo XVII los problemas internos son mayores que las soluciones externas y el Imperio va perdiendo fuerza y posiciones en la violenta carrera por una nueva jerarquía mundial, ahora ya capitalista comercial. La derrota de los Habsburgo y victoria de los Borbones a comienzos del siglo XVIII, que expresan intereses de bloques de clases dominantes diferentes, cierra un periodo y abre otro en el cual el nuevo poder intentar detener la caída centralizando y uniformizando el Estado con métodos absolutistas, usando las guerras y las presiones económicas, e imponiendo la cultura y la lengua de la administración centralista.
A diferencia de lo ocurrido en el Estado francés, en donde el absolutismo borbónico si logró mal que bien sentar las bases de una acumulación originaria de capital y de una burguesía ascendente que, con todos sus problemas internos plasmados en brutales guerras internas y externas, fue dando cuerpo a un Estado cada vez más controlado por esa burguesía en ascenso y progresivamente perdido por una nobleza en descomposición imparable, hasta rematarla con la revolución burguesa de 1789; a diferencia de este proceso, como digo, en el Estado español el poder socioeconómico y militar, además de cultural y sobre todo religioso, de la nobleza ahogó una y otra vez hasta el siglo XX los tímidos intentos de una burguesía débil y atemorizada por acceder al poder estatal. Los esporádicos esfuerzos de algunos monarcas absolutistas por suplantar con su voluntarismo la iniciativa que le faltaba a la burguesía, estos esfuerzos solamente detuvieron poco tiempo la caída, que se acelero en el siglo XIX. Naturalmente, el derrumbe español debe estudiarse a su vez como parte interna de la evolución del capitalismo mundial, derrumbe forzado por las presiones externas de capitalismos ascendentes como el holandés, el francés, el británico, el estadounidense y el alemán, quienes a pesar de sus marcadas diferencias tienen un denominador común que les distancia claramente del capitalismo español, que no es otro que la formación de burguesías nacionales que vertebran mas o menos sólidamente el Estado-nación que construyen, aunque todos estos países también tengan «problemas nacionales» en su seno.
El franquismo no hizo sino confirmar esta constante histórica, el obstinado rechazo del bloque de clases dominante en el Estado a cualquier intento de revolución burguesa. ¿Por qué? Porque esa minoría sabía y sabe que su poder de clase se debilitaría y hasta desaparecería sin un férreo control centralista ejercido por un duro Estado antidemocrático sobre los problemas irresolubles que arrastra desde comienzos del siglo XVI. Aunque la segunda república española de 1931-39, no fue, ni quiso serlo, un intento de revolución burguesa, tanto la extrema gravedad de la crisis estatal como el contexto mundial facilitaron el golpe franquista y ayudaron a la masacre de la república. ¿Cuáles fueron esas crisis? Una, la debilidad nacional de la burguesía moderna española al no haber podido constituirse en clase dominante no dependiente del egoísmo caprichoso de las viejas clases. Otra, el atraso económico estructural del capitalismo español en comparación al europeo y al mundial, atraso obvio que no podemos detallar aquí. Además, la resistencia de las naciones oprimidas de las cuales, dos de ellas, la catalana y la vasca, desarrollaron sendos capitalismos que si bien están sólidamente unidos al estatal, también han agudizado la identidad de esas naciones oprimidas; y, por último, una profunda deslegitimación del nacionalismo tradicional español por parte de amplias masas.
Aunque las cuatro crisis se forman en sucesivos períodos desde el siglo XVI hasta la actualidad, y aunque según la dialéctica entre la coyuntura y el contexto, cada una de ellas pasa a ser la importante en un momento preciso, siendo esto cierto, es más importante aún saber, primero, que las cuatro interactúan cada vez más hasta generar una crisis total del Estado y, segundo, que en el fondo de esa interacción que confirma la naturaleza sistémica de la «crisis nacional española», actúa como determinante material y simbólico la propiedad capitalista de las fuerzas productivas en el marco estatal.
Que el franquismo no resolvió definitivamente ninguno de esos problemas, sino que los agravó, es una cosa sabida amargamente por la propia UCD, PSOE y PCE, y también por el imperialismo hace más de veinticinco años. No puedo extenderme ahora en el análisis de los intentos franquistas por resolver a su modo esos problemas conforme pasaban los años y la dictadura se mantenía únicamente gracias al apoyo externo de los EEUU, al terror interno y a la resistencia lentamente adaptativa de fracciones tecnocráticas de la burguesía. Me interesa más explicar por qué y cómo existe una continuidad esencial desde la UCD hasta el PP actual, pasando por el PSOE y contando con el decisivo apoyo del PCE, destinada a resolver esas cuatro crisis siempre respetando los intereses estratégicos del capitalismo español. Continuidad mantenida durante un cuarto de siglo y reforzada cada vez que los poderes reales, los que realmente mandan, exigían su endurecimiento y ampliación para responder con nuevas medidas a las luchas de las naciones y clases oprimidas.
Antes de seguir, hay que empezar por el principio, por la piedra angular o basal, como se quiera, de todo el edificio que no es otra que esa «monarquía democrática» impuesta por el franquismo y aceptada por la llamada oposición. Todos sabemos que la burguesía es suficientemente astuta y oportunista como para, según las circunstancias y necesidades, dominar mediante una dictadura atroz, o mediante el excepcional caso de un parlamento democrático burgués al estilo británico, capaz por otra parte de los peores crímenes para mantener su poder. Lo fundamental es acelerar la acumulación ampliada de capital y si para ello, en las actuales condiciones, hay que aceptar una «monarquía democrática», aunque contradiga toda lógica y toda la inicial historia revolucionaria burguesa, pues se acepta y ya está. No hay problema ético-político alguno porque lo decisivo es mantener la propiedad privada de las fuerzas productivas y multiplicar el beneficio.
No debemos escandalizarnos porque la burguesía aceptara al rey que Franco nombró. Pero tampoco porque lo hiciera la oposición autodenominada socialista, comunista, y hasta una parte del maoísmo. Era una oposición caracterizada por su españolismo y falta de internacionalismo; su antifranquismo estricto y su ausencia de anticapitalismo, y su dependencia dogmática hacia estrategias reformistas exteriores. Su españolismo quedó bien pronto patente al negar cualquier posibilidad de independencia a las naciones oprimidas por el Estado y al aceptar la Constitución. Su estricto antifranquismo quedó satisfecho al morir Franco y al limitarse las reformas a la Constitución monárquica, y su anticapitalismo mostró sus limites con los desastrosos Pactos de la Moncloa de 1977. Su obediencia internacional hacia la socialdemocracia y el stalinismo les llevó a cumplir las directrices de estos poderes, que en modo alguno deseaban un proceso revolucionario en la península teniendo en cuenta la situación en Portugal. Pese a todo, la ayuda inestimable que recibió el capitalismo español con esta rendición incondicional fue únicamente el comienzo de una sistemática defensa de sus intereses, acrecentada con ciega obediencia, por ejemplo, a raíz del golpe de Estado del 23 de Febrero de 1981.
Si tuviéramos tiempo veríamos partido a partido cómo han cumplido su parte correspondiente en el intento de solución de la crisis sistémica del Estado español, pero nos excederíamos en demasía, así que resumiré las soluciones aplicadas a cada una de las crisis concretas de esa crisis general. El orden utilizado es el cronológico, es decir, el seguido históricamente por la aplicación de las medidas resolutivas aplicadas a cada crisis particular.
Lo primero y lo que más preocupó al capitalismo fue salvar la «unidad nacional española», o sea, mantener intocable el marco estatal de acumulación. Franco en persona se había preocupado por dejas las cosas «atadas y bien atadas», y ya antes de su muerte se ponía en marcha el sistema sucesorio que no era otra cosa que garantizar al bloque de clases dominante que mantendría su propiedad privada de las fuerzas productivas y el control relativo –teniendo en cuenta que ya para entonces los EEUU mandaban mucho– del territorio y del mercado estatal. La «nación española» siguió siendo esencialmente la misma antes y después de morir Franco, pese a los ligeros cambios de forma y de imagen externa que se hicieron. Los aparatos de Estados, sus burocracias ministeriales, siguieron siendo los mismos, y sus fuerzas represivas también.
Conviene insistir en que las primeras medidas tomadas fueron las destinadas a mantener el poder del bloque de clases dominante en cuanto «poder nacional», en cuanto «clase nacional» propietaria del capital y por ello del Estado y de «España». No se empezó a maquillar el postfranquismo por el tejado sino que se reafirmaron sus pilares, y se hizo al poco de fusilar a cinco militantes revolucionarios y endurecer al máximo la represión de las luchas nacionales, sobre todo la vasca. El periodo del Gobierno Arias fue decisivo para asegurar este proceso y preparar el siguiente porque mostró a la burguesía española que podía atreverse a algunos retoques estéticos más. Para ello se nombró el Gobierno de Suárez y se creó de la nada a la UCD. Por esto fue tan importante la aceptación por el PCE de la bandera monárquica franquista y de la simbología españolista. Porque suponía la autoderrota de uno de los dos sectores más odiados y temidos por «España». El otro era el independentismo vasco. Desde entonces, cada vez que ha hecho falta, el Estado ha incrementado la producción de «identidad nacional española», lo que nos lleva a otra de las soluciones estratégicas, como veremos en su momento.
La segunda medida fue la de derrotar sin piedad al movimiento obrero con los Pactos de la Moncloa para demostrar quién mandaba realmente en la decisiva esfera socioeconómica. Sin embargo, el movimiento obrero mantenía fuerza suficiente para seguir resistiendo un tiempo. Hizo falta que llegara al Gobierno el PSOE para que la ofensiva capitalista en lo socioeconómico se redoblara con una intensidad nunca vista, aprovechando la legitimidad que tenia el PSOE y la UGT. Los objetivos centrales del ataque eran, primero, recuperar la competitividad del capitalismo español para aumentar el beneficio empresarial; segundo, regalar a la burguesía española grandes masas de capitales públicos; tercero, sanear con dinero publico las perdidas privadas, los desastres causados por las corrupciones, despilfarros e ineptitudes empresariales en industria, banca, energía, construcción e infraestructuras, etc.; cuarto, abrir el mercado estatal a las inversiones exteriores e introducir al Estado en el mercado mundial y europeo; quinto, echar marcha atrás en la reivindicación popular de reforma agraria, engañándola con promesas; sexto, racionalizar en lo posible la política en I+D, y séptimo, iniciar el proceso de desertización económica de las naciones oprimidas concentrando el poder socioeconómico en Madrid, política estratégica que se aceleraría desde comienzos de los años ’90 y sobre todo con el PP, excepto cambios secundarios y de prioridades tácticas impuestas por urgencias súbitas.
La tercera medida consistió en oficializar de manera inamovible los pilares del nuevo régimen mediante un referéndum condicionado por el miedo a un golpe militar y el chantaje del caos económico, también con promesas de un futuro brillante, sobre la Constitución. Se trataba de dar por definitivas las dos «reformas» anteriores y, a la vez, marcar los límites del futuro en lo que toca a la «España de las Autonomías» que era la forma de dar por cumplidas las reivindicaciones de las naciones oprimidas, especialmente la vasca. El objetivo de esta medida era, de un lado, comprar la fidelidad de las burguesías periféricas con un flaco plato de lentejas podridas, y, de otro, ganar con ello legitimidad para poder reprimir a las izquierdas independentistas. Ambos objetivos se plasmaron en el referéndum por el Estatuto de Autonomía en el tercio vascongado como ejemplo supremo de la aplicación del plan en todo el Estado, aunque con diferencias claras pero secundarias desde la perspectiva española ya que, de inmediato, el flaco plato de lentejas fue aun más vaciado de contenido para engordar la cazuela madrileña. Después, toda la política estatal, al margen de los gobiernos de turno, ha seguido esta línea estratégica de atar cada vez más en corto a las burguesías periféricas, reprimir con creciente brutalidad a las naciones trabajadoras y aumentar la concentración y centralización de poder en Madrid.
La cuarta y ultima medida fue la de intentar crear otra imagen del nacionalismo español de aquel momento, totalmente franquista y muy rechazado incluso por amplios sectores españoles. Pero eran muy limitadas las posibilidades de reforma porque el sistema sabía del importante valor simbólico de la ideología nacionalista española para el espinazo de su poder, para el ejército, sobre todo tras la humillación impuesta por Marruecos al forzar la retirada española del Sahara. El maquillaje se limitó a lo mínimo imprescindible como retocar un poquito la bandera pero manteniendo el himno, por ejemplo. Incluso se pactó a todo correr un acuerdo preconstitucional con un poder como la Iglesia católica para mantener bien sólidos los pilares tradicionales de «España». La prensa llamada «democrática» tuvo aquí una función decisiva ya que disponía de un plus de credibilidad fundamental para comenzar la tarea de modernización del nacionalismo españolista. Pero el papel crucial en este asunto, como en otros, lo jugaron las organizaciones políticas, sindicales y culturales controladas por el reformismo estatal, que desde el primer día apostaron en la práctica por convencer a la gente de las bondades de la «democracia española» y, por tanto, de una nueva forma de ser español. Desde entonces, periódicamente, estas fuerzas han renovado sus esfuerzos por adecuar el nacionalismo españolista a las necesidades de la acumulación de capital. Actualmente, por ejemplo, el llamado «patriotismo constitucional» del PSOE y del PP es un esfuerzo en este sentido.
Durante veinticinco años estas cuatro líneas de trabajo han condicionado y marcado todas las decisiones puntuales y tácticas del Estado español. Los gobiernos sucesivos han procedido a adaptarlas y mejorarlas, pero nunca las han negado porque son necesarias para el capitalismo español, para que al menos controle, ya que no puede resolverlos definitivamente, los dos problemas esenciales en los que se resumen las cuatro crisis vistas, a saber, el problema de la inexistencia de una «nación española», y el problema de la lucha de clases dentro del Estado. Ambos problemas se manifiestan con especial crudeza en Hego Euskal Herria, en donde el pueblo trabajador vasco sintetiza y representa las alternativas radicales al problema que tratamos. Por ello mismo, es contra Hego Euskal Herria cuando las cuatro líneas se fusionan en una sola que adquiere su forma más siniestra en los sucesivos sistemas y paradigmas represivos aplicados por los gobiernos de Madrid contra el pueblo vasco. Es muy significativo el que conforme se agota la «reforma» y Hego Euskal Herria avanza hacia su liberación, los sistemas y paradigmas represivos van ampliando sus contenidos socioeconómicos, lingüístico-culturales, identitarios españolistas, simbólicos y hasta deportivos, que no solamente represivos, torturadores y propagandísticos.
La razón hay que buscarla en un hecho tan sencillo para el marxismo como que la burguesía española necesita oprimir nacionalmente al pueblo vasco y a otros más, para aumentar su tasa de beneficio. La opresión nacional tiene, antes que nada, un origen e interés económico y luego, sobre este interés, se establece una ideología justificadora y un nacionalismo correspondiente. La opresión nacional viene de lejos y la interacción de factores ha hecho que se entremezcle lo ideológico con lo económico formando una unidad en la que, a simple vista, lo ideológico, el nacionalismo imperialista español, aparezca como la causa primera del problema, pero es a la inversa, lo cual no niega la importante autonomía relativa de lo ideológico y de lo simbólico con respecto a lo material. Sin embargo, siendo esto cierto, y siendo verdad también que en periodos determinados lo ideológico condiciona a lo económico, empero, a largo plazo y sobre todo en los momentos de crisis y de cambios importantes, en momentos de bifurcación, aparece realmente el poder decisorio y definitivo de la infraestructura económica y de los intereses clasistas y patriarcales, que dan cuerpo y coherencia al nacionalismo imperialista del Estado opresor de otros pueblos. Pues bien, ahora se vive una situación así y el Estado español está remodelando las cuatro líneas de intervención.
A lo largo de la década de 1991 el Estado español ha sido sometido a dos tensiones crecientes como son, una, la interna agudización de su crisis sistémica por razones que no podemos detallar pero entre las que destaca la lucha de liberación nacional vasca, y, otra, la externa agudización de las presiones capitalistas mundiales y sobre todo europeas por los cambios que se están produciendo. La dialéctica entre las presiones externas y la crisis interna, que tampoco podemos exponer, exacerba los problemas y crea otros nuevos que siempre nos remiten a las debilidades estructurales que minan a «España». La desesperada furia con la que el Estado español arremete contra todo lo vasco, comprensible desde su fanatismo ideológico, es sobre todo más comprensible si bajamos a los intereses de débil clase nacional de la burguesía española y comprendemos que se enfrenta a tres retos vitales para su futuro: uno, resolver urgentemente sus problemas estatales internos para, dos, no perder comba en la carrera por un puesto importante en la jerarquía imperialista europea y mundial y, al amparo de lo logrado, asegurar otra fase de «unidad española» y de acumulación de capital, que es lo decisivo.
Tal como se ha iniciado el siglo XXI, el panorama se está poniendo cada ver peor para el Estado español. La competitividad de su economía decrece mientras aumentan por el lado opuesto otros indicadores que confirman el distanciamiento entre la velocidad europea y la española, sobre todo en aspectos decisivos como son los tecnocientíficos, los educativos, los infraestructurales y otros. La coherencia nacional interna tampoco se españoliza a la velocidad necesaria como para asegurar la docilidad de la fuerza social de trabajo, mientras aumentan por el lado opuesto otros indicadores que confirman el incremento de las identidades de las naciones oprimidas. La clase trabajadora, pese a todos los cambios sufridos, no ha sido derrotada como se demuestra en la pasada huelga general y en los problemas que tiene el sindicalismo reformista para controlar la aparición de sindicatos y colectivos radicales. La evolución del capitalismo mundial no permite asegurar una rápida y segura recuperación del beneficio sino una muy lenta y angustiosa, y la expansión hacia el este de la UE incrementa el peligro real de periferización española. Estas y otras dificultades nos remiten, insistimos, a los problemas de fondo que arrastra «España» desde hace tiempo y que tienden a recrudecerse por la dialéctica de las contradicciones sociales objetivas.
Aplicando el método marxista comprendemos tanto la evolución de los problemas estructurales como, por debajo, su permanencia esencial a lo largo de los cambios formales. E igualmente comprendemos el papel clave que juega la intervención humana subjetivamente organizada como fuerza de impacto objetivo, de las masas oprimidas, de las naciones aplastadas, de las mujeres, etc., presionando e interviniendo en los problemas para solucionarlos según sus necesidades y no según los de la minoría explotadora. Hace cinco lustros, tanto las izquierdas como las derechas españolas creían que aplicando determinadas soluciones a los problemas de fondo histórico que el franquismo no había resuelto, sino al contrario, haciéndolo, resolverían para siempre los miedos y temores pensados por la llamada «generación del ‘98» del siglo XIX, grupo de intelectuales españoles desbordados y apabullados por la derrota definitiva de su Imperio. A los pocos años, en la primera década del siglo XX, la burguesía estatal desarrolló las medidas imprescindibles para poder hablar de un Estado-nación equiparable en lo fundamental a otros Estados burgueses occidentales. Pero un siglo después, los problemas siguen siendo los mismos, justo cuando el capitalismo avanza a otra fase histórica –que agudiza al máximo todas las características del imperialismo que se inició aproximadamente entonces– y cuando internamente vuelven a tomar cuerpo los fantasmas de otra «decadencia nacional». Hace veinticinco años, tras el fracaso franquista, creyeron poder resolver esos problemas, y ahora vemos que no.
4. La crisis vasca
Si en algún sitio el marxismo ha demostrado su capacidad para recuperarse de sus limitaciones iniciales, de las degeneraciones sufridas y para demostrar su valía, ese sitio es Euskal Herria. También lo ha hecho en el resto del planeta pero en nuestro país se concitan los ejemplos más esclarecedores al respecto. Hay que empezar diciendo que, desde una interpretación parcial, nuestra lucha de liberación nacional contradice abiertamente al marxismo ya que este, en boca de Engels, «profetizó» a mediados del siglo XIX que los vascos y otros pueblos, estabamos condenados a la extinción nacional al ser «pueblos sin historia». Los hechos posteriores han demostrado el erróneo de esta afirmación, No hace falta recordar que semejante error ha sido usado en luchas teórico-políticas como argumento para invalidar el marxismo en cuanto tal, sin tener en cuenta no solamente otras muchas cuestiones sino el hecho de que aquella afirmación fue realizada en la fase inicial de formación de esta teoría, siendo rápidamente olvidada y hasta negada su argumentación de fondo por enriquecimientos posteriores que sí expresan la lógica del materialismo histórico en lo concerniente al llamado «problema nacional».
Esta capacidad de autocrítica y corrección quedo demostrada definitivamente a lo largo de las reflexiones sobre cuatro aspectos que tienen una directa relación con la experiencia vasca, y que fueron desarrollados hasta comienzos de los años ’20 del siglo XX. En primer lugar, me refiero al reconocimiento que Marx y Engels hacen de la importancia de los factores nacionales y culturales para la evolución concreta del capitalismo, desde los años ’60 del siglo XIX, preocupación que no se extinguiría con los años sino que se acrecentaría imparablemente. Nos ofrecen una explicación evolutiva de las formaciones sociales concretas capitalistas que valora la importancia de las tradiciones étnicas y nacionales, de la cultura de los pueblos, de sus costumbres, etc., como fuerzas no pasivas sino activas en el desarrollo de los capitalismos concretos. No imponen un modelo único y obligado, el modelo de la nación dominante y de su Estado, sino que exigen analizar las historias particulares para comprender las diferencias evolutivas. Desde esta perspectiva, que se plasma en el concepto de «formaciones nacionales de producción precapitalista», es perfectamente comprensible que naciones con identidades tan singulares y propias como la vasca, puedan desarrollar una sociedad capitalista propia diferenciada nacionalmente de otra sociedad capitalista como la española.
En segundo lugar, sobre esta base que reafirma la dialéctica de la interacción de factores, se produjo luego el esclarecedor estudio de las potencialidades revolucionarias implícitas en la propiedad comunal de la tierra, estadio no solo precapitalistas sino incluso preclasistas, o a lo sumo coexistente con el clasismo aunque en retroceso. Los estudios sobre la comuna campesina rusa son excepcionalmente esclarecedores al respecto, y sus derivaciones y aperturas conceptuales se extendieron en forma de manuscritos a la existencia de modos de producción como el germánico y el asiático que planteaban reflexiones cortadas de cuajo por el stalinismo en los años ’30. Lo esencial de este marxismo radica en que, de un lado, afirma que la vía capitalista al socialismo no es ni la única y la obligada sino que en determinadas circunstancias se puede saltar del «atraso» al socialismo, ahorrándose los pueblos «sufrimientos sin par»; y, de otro lado, que es fundamental que los pueblos que intentan este salto conserven activos los recursos comunalistas y presocialistas inherentes a la propiedad colectiva de la tierra de manera que ya están acostumbrados a autoorganizarse y defenderse colectivamente. Esta tesis que Marx y Engels estudiaron sistemáticamente fue recogida y ampliada con experiencias de otros pueblos en los cuatro primeros congresos de la Internacional Comunista, y luego por las guerras de liberación nacional de los pueblos oprimidos.
Pues bien, en Euskal Herria la propiedad comunal sobrevivió largo tiempo y fue uno de los derechos y una de las necesidades populares defendidas con las armas por nuestro pueblo. Luego, tras las derrotas militares del siglo XIX, las costumbres societarias y comunitaristas inherentes a la propiedad comunal sobrevivieron y se plasmaron en el movimiento cooperativista y en otras muchas expresiones practicas de los movimientos populares, sindicales, asamblearios, sovietistas, etc., del pueblo trabajador. Quiero destacar tres características de nuestra cultura e identidad popular esencialmente unidas a la cotidianeidad de las masas vascas en el Antiguo Régimen, cuando era un sistema nacional de producción precapitalista en el que lo comunal tenia su importancia pese a los esfuerzos burgueses por imponer definitivamente la propiedad privada. Una es la persistencia del euskara, del complejo lingüístico-cultural euskaldun, en el que lo colectivo juega un rol decisivo. Otra es la persistencia del derecho de las gentes vascas a llevar armas para su autodefensa, derecho que se extiende al de no participar en ejércitos extranjeros, etc.; y la última es la persistencia de los comunales y de las costumbres populares de trabajo colectivo, ayuda mutua, colaboración, etcétera.
Estas tres características de la identidad popular vasca activas hasta no hace mucho tiempo, se mantuvieron luego subterráneas y clandestinamente, o abiertamente en las luchas contra las agresiones extranjeras y contra la clase dominante vasca, aliada y colaboradora de y con esas invasiones. Sin estas costumbres tan arraigadas en nuestra identidad –y tan perseguidas por los poderes extranjeros e internos– habríamos dejado de existir como pueblo. Y las tres, además de otras, solamente son comprensibles desde la teoría marxista tal cual se formo definitivamente de los años ’60 del siglo XIX en adelante.
En tercer lugar, mientras que el marxismo avanzaba en esta comprensión materialista de las identidades colectivas, también avanzaba en el estudio del capitalismo como sistema mundial, que abarcaba al planeta entero mediante la mundialización del mercado, algo en lo que se insiste machaconamente ya en 1848 en el Manifiesto Comunista, y que ridiculiza toda la fraseología actual sobre la globalización. Pues bien, lo que quiero resaltar ahora en que junto a la importancia dada a la expansión mundial del mercado, se daba también creciente importancia a las luchas por las identidades nacionales, que no solamente a las luchas de clases. ¿Cómo solucionar esta contradicción creciente entre lo más grande y desarrollado, como el mercado mundializado, y lo más pequeño y tradicional como las naciones oprimidas? Mediante la ley del desarrollo desigual y combinado que venia a decir que los pueblos más «atrasados» podían desarrollar los más adelantados logros humanos de manera que, además de evitarse en largo sufrimiento capitalista intermedio, también podían avanzar a gran velocidad igualando y superando logros de otros pueblos. La ley del desarrollo desigual y combinado, confirmada por toda la historia del siglo XX ha sido un instrumento crucial no solo en la explicación de los acontecimientos mundiales sino sobre todo para idear estrategias de liberación nacional de pueblos que, en apariencia, carecían de toda oportunidad de futuro.
De hecho, esto es lo que ocurrió en Euskal Herria pues aunque ya disponía de un capitalismo comercial y hasta con sólidas bases de producción de hierro, armas, barcos, etc., en los siglos XVI y XVII, entró en crisis. De todos modos, lo fundamental de esta ley estriba en que un pueblo preindoeuropeo «condenado a la extinción», como hemos visto, pudo sin embargo desarrollar una impresionante guerra de resistencia nacional en los años ’70 del siglo XIX y una no menos impresionante lucha de clases desde la última década de ese siglo, lucha que bien pronto fue también nacionalizadora e independentista, y más tarde, de liberación nacional y social, también antipatriarcal en su momento. Otras naciones oprimidas por el Estado español como Andalucía y Catalunya, incluso en determinados momentos Castilla, vivieron fases igualmente gloriosas de luchas de clases y de liberación nacional, pero decayeron y hasta algunas de ellas retrocedieron. Tenemos el caso de Asturies, por ejemplo, con su movimiento minero, radical y duro, pero prácticamente derrotado desde los años ’80 del siglo XX, o la agudización de la conciencia social y nacional en Galiza antes de la terrible represión de 1936, y su evolución posterior. Podríamos poner, a otra escala, ejemplos extraídos en el Estado francés y hasta las diferencias de ritmo e intensidad de las luchas entre las partes de Euskal Herria oprimidas por los Estados español y francés.
La ley del desarrollo desigual y combinado sirve como herramienta para explicar por qué se producen estos altibajos en la escala de lucha en periodos y espacios relativamente amplios, recomendando utilizar siempre los instrumentos adecuados para realizar los análisis concretos y no caer en generalizaciones abstractas. Esta ley explica sobre todo la importancia del factor subjetivo, de la conciencia organizada para intervenir objetivamente como fuerza social, como elemento que puede llegar a ser decisivo en los momentos críticos en los que se juega el futuro de un pueblo, de una clase social, de un colectivo explotado, etc., porque entonces esa subjetividad organizada puede determinar con su fuerza material consciente que resulte triunfante tal o cual línea evolutiva inserta en las potencialidades de la bifurcación existente. Si en esos momentos cruciales no existe esa fuerza consciente revolucionaria, las fuerzas reaccionarias y conservadoras, los factores irracionales, las cadenas del pasado y de lo más primitivo, se impondrán sobre lo nuevo y lo progresista. Quiere esto decir ni más ni menos que los pueblos que llevan la antorcha de la lucha pueden dormirse en sus logros, pueden perder impulso y quedarse relegados y hasta ser vencidos por el opresor.
La importancia del factor subjetivo organizado, ya puesto en relieve antes del marxismo por el blanquismo, y luego reafirmado por la insistencia organizativa del marxismo, desde la lucha clandestina hasta las grandes organizaciones de masas, según las circunstancias y necesidades, ha sido decisiva en todos los procesos de liberación de los pueblos oprimidos y especialmente crucial en Euskal Herria. La historia de la izquierda abertzale en este tema confirma precisamente el proceso de elaboración de un sistema organizativo propio y adecuado para las peculiaridades del proceso vasco. Uno de los puntos de fricción definitivamente irresolubles entre el «marxismo estatal» y el marxismo abertzale precisamente radica en esta cuestión. Desde el «marxismo estatal» se quería imponer una forma organizativa acorde con una estrategia que hacia del Estado español el continente y el contenido de la lucha vasca, supeditándola a los intereses estatales siempre interpretados por un partido exterior, extraño y extranjero.
La izquierda abertzale superó rápidamente esa contradicción irresoluble desde el dogmatismo estatalista, y tenemos como ejemplo las fricciones que permanentemente estallan en un colectivo tan inofensivo y de orden como IU en el tercio vascongado con respecto a IU estatal. Pero el sistema organizativo abertzale no hubiera resistido un único día de represión de no haberse enraizado con y en las practicas organizativas del pueblo vasco arriba vistas, además de haber aprendido de las mejores experiencias organizativas de otros procesos revolucionarios. Esta capacidad para integrar lo propio y lo ajeno, lo clásico y lo nuevo, ha dado pie a que se acusara de todo a la izquierda abertzale por su supuesta herejía y heterodoxia. Y esto me lleva al cuarto y último punto.
En cuarto lugar, una constante en la formación del marxismo ha sido la de avanzar siempre a los sones de las tensiones revolucionarias. Marx y Engels rastrearon el avance de las posibilidades revolucionarias desde las escasamente iniciales en el Estado francés hasta la Rusia zarista a finales de los años ’80, pasando por Gran Bretaña y Alemania, y reconociendo la creciente importancia de los EEUU en la economía capitalista mundial. Luego, la preocupación por el futuro inmediato de las luchas se centro, hasta 1918-1920, en Europa aunque no faltaron los estudios sobre la acumulación de contradicciones en los pueblos colonizados, unido a una creciente reflexión sobre los problemas nacionales. Desde 1920 hasta 1927, en este periodo fue dominante la preocupación por las luchas de liberación nacional. Pero, desde 1927 con la represión de la revolución china y el giro de la burocracia stalinista rompiendo la dialéctica entre la revolución rusa y la mundial, con este cambio, las luchas de liberación fueron supeditadas a los intereses de la «construcción del socialismo en un sólo país».
Desde entonces, todas las revoluciones triunfantes se han caracterizado, primero, por contradecir directamente la teoría stalinista; segundo por ser luchas de liberación nacional y, tercero, por haber engarzado con las formas societarias de autoorganizacion relacionadas con los restos de propiedad colectiva de la tierra. Esto no quiere decir que no se produjeron otras revoluciones, sino que éstas, en la medida en que no prestaron apenas o ninguna atención a los profundos problemas de la identidad colectiva y/o de la opresión nacional, dejaron este importante universo de lo subjetivo en manos de la burguesía. Más todavía, esta clase supo manipular mediante la pequeña burguesía ese universo subjetivo y todo lo relacionado con la estructura psíquica de masas, logrando relativos apoyos de masas al nazi-fascismo y a la contrarrevolución. Es significativo que durante la II Guerra Mundial resurgieran las luchas armadas de liberación contra la ocupación nazi en casi todos los piases, aunque con diferentes intensidades. Y también es significativo que apenas tuvieran apoyo de sus burguesías y que, por el contrario, fueran movimientos mayoritariamente obreros y populares.
A la fuerza, esta larga experiencia tenía que influir en la formación inicial de la izquierda abertzale. Desde el «marxismo estatal» se ha definido como «tercermundismo» este fenómeno cuando en realidad es el desarrollo de las contradicciones sociales a escala planetaria y el estallido de conflictos, guerrillas y guerras de liberación allí en donde se rompían los eslabones más débiles del imperialismo. El que una y otra vez estas luchas sorprendieran a las izquierdas europeas indica, por un lado, lo alejadas que estaban de la riqueza teórica marxista al haber caído en un etapismo reformista, eurocéntrico y estatalista cegatos; y, por otro lado, confirmaban que el marxismo, pese a todas sus limitaciones, era el sistema teórico que menos se equivocaba y que mejor explicaba qué estaba sucediendo, qué iba a suceder y cómo y para qué había que intervenir en esos momentos. Naturalmente siempre según las circunstancias y necesidades de su propia nación, nunca desde la imposición de estrategias pensadas en el exterior y menos en la nación opresora.
Sin embargo, la historia teórica de la izquierda abertzale puede resumirse en una lucha permanente de superación de las modas teoricistas exteriores, copiadas dogmáticamente por grupos vascos, simultánea a la elaboración de una concepción propia. El hecho de que muchos independentistas abertzales no dispongan de un conocimiento profundo del marxismo no cuestiona la validez de esta teoría para explicar la lógica de las contradicciones, solamente aclara que tanto por la influencia del «marxismo» de la URSS, como por el efecto de la represión franquista sobre la posibilidad de estudio como por el lógico rechazo a las interpretaciones estatalistas y españolistas, por todo ello, muchos independentistas eran marxistas sin saberlo. Una demostración de ello lo tenemos en que la izquierda abertzale, a diferencia de otras, siempre ha insistido con machaconería en la prioridad absoluta del análisis concreto de nuestra realidad concreta, antes que el estudio memorístico de abstrusas y abstractas recetas exteriores e inaplicables aquí. Con todas sus deficiencias, la actual militancia independentista tiene un conocimiento concreto y detallado, materialista y dialéctico, de los problemas y necesidades reales de su nación muy superior y mucho más rico en interrelaciones que el que tenían y tienen los doctos sabios de las izquierdas estatalistas que recitaban de corrida y sin tartamudear paginas enteras de los textos sagrados, pero desconocían el país que pisaban y sobre todo su lengua y su cultura. Sin esta profundización y ampliación del conocimiento real de su propia lucha y necesidades –exigencia básica del marxismo– la izquierda abertzale habría sido derrotada hace tiempo.
Derrotada no solamente por la represión sistemática ejercida por los Estados español y francés, sino también derrotada por la política del PNV en cuanto partido representante de los intereses clasistas de un bloque social liderado por la burguesía autonomista en el tercio vascongado, y por la de otros partidos regionalistas que juegan el mismo papel en Nafarroa e Ipar Euskal Herria. Hay que empezar diciendo que todos los procesos de liberación nacional se han enfrentado al comportamiento colaboracionistas y/o cobarde de sus respectivas burguesías. Tenemos que volver a emplear aquí la herramienta teórica de la ley del desarrollo desigual y combinado para comprender las diferencias pero a la vez la identidad de fondo del comportamiento de las muy diferentes burguesías cogidas entre la lucha de sus pueblos y la ganancia que obtienen con su colaboracionismo o pasividad con el ocupante. Las burguesías se han comportado de manera desigual entre ellas según una amplia gama de posibilidades pues unas han apoyando durante un tiempo a su pueblo para traicionarlo después y otras han apoyando abiertamente al ocupante desde el principio, existiendo entre ambos extremos una extensa variación que se debe comprender estudiando la historia desigual de cada país y según la lucha de clases interna en esa nación. Hasta aquí lo desigual en el comportamiento. Lo combinado sale a la luz cuando observamos que por debajo de tanta diferencia existe una misma unidad e intereses de clase social esencialmente unida a la propiedad privada de los medios de producción en su país. Propiedad privada que, por serlo, necesita tanto de la maquinaria económica, financiera, legal, administrativa, diplomática, educativa, etc., del Estado ocupante, como de sus fuerzas represivas para garantizar en ultima instancia que las clases oprimidas de su nación no le expropien esa propiedad privada y la socialicen y colectivicen.
Hay que seguir diciendo que esas burguesías han dispuesto de correspondientes bloques sociales de apoyo y obediencia, campesinos, trabajadores y pequeño burgueses, que les han seguido o les han abandonado en un momento critico. Todo depende del grado de desarrollo del capitalismo en la nación oprimida, si es un pueblo con predominancia campesina aunque bajo el mercado capitalista o con clara y hasta total implantación capitalista. No podemos hacer ahora un análisis de cada caso, pero sí hay que decir que la lucha por ganarse a esos bloques sociales de apoyo ha sido uno de los secretos de las victorias o derrotas de los procesos de liberación. Naturalmente que es fundamental conocer con detalle la composición de clase del país, las fracciones internas de su pueblo trabajador y el papel que juega en su interior la clase obrera y/o el campesinado pobre, además de la pequeña burguesía, trabajadores autónomos y profesiones liberales, etc., pero dando esto por realizado –exigencia marxista ineludible que no se cumple siempre– sigue siendo cierto que es una prioridad aislar a la burguesía o debilitar mucho su influencia social. En esta cuestión suele ser importante el nivel de desarrollo de los movimientos obreros, populares, culturales, sociales, identitarios y culturales porque su fuerza de atracción y su ejemplo en la creación de propuestas de todo tipo funcionan como un imán para sectores intelectuales y de la mediana y pequeña burguesía. La ampliación de la identidad nacional reprimida por el ocupante y abandonada o descuidada por la burguesía autóctona, esta dinámica sirve como polo de atracción y legitimación del proceso. En casos excepcionales, la burguesía puede jugar a dos o tres bandas para frenar o desbaratar el monopolio por la izquierda independentista del sentimiento nacional, presentando falsas salidas y hasta algunas medidas tímidas y tramposas. Este es el caso del PNV en el tercio vascongado, pero no así de UPN en Nafarroa.
Hay que continuar diciendo que estas medidas deben ser analizadas no tanto en su inmediatez sino en cuanto a su ubicación en una larga práctica que permite estudiar con más amplitud si comportamiento histórico. Durante los altibajos y vaivenes de un proceso de liberación la burguesía autonomista puede dar dos o más giros oportunistas, tácticos y de vuelo muy corto, según sus necesidades electorales u otros factores como cambios transitorios en su cúpula política. Pero la desorientación y hasta falsas esperanzas que mucha gente puede hacerse por estos actos cínicos puede ser superada si se estudian sus actos durante un tiempo largo. Muchos procesos de liberación han visto llamativos y sorprendentes cambios de táctica en su burguesía, para volver al poco tiempo a su colaboracionismo. Peor, mientras se producen esas fugaces declaraciones en el interior de la vida social, que apenas es vista por el pueblo, se sigue colaborando con el ocupante en un sinfín de medidas imprescindibles para la perpetuación del orden establecido. Esto es lo que el PNV lleva haciendo durante el último cuarto de siglo.
Hay que terminar diciendo que el Estado ocupante puede, según los casos, impulsar descentralizaciones administrativas, concesiones aparentes de poder local e incluso ceder determinadas atribuciones como una parte de la policía y otras, pero reservándose los instrumentos decisivos, obteniendo una mayor fidelidad colaboracionista de la burguesía de la nación ocupada que puede así presentar a su pueblo determinados logros y hacer algunas promesas para el futuro, siempre que se respete el orden establecido. Incluso el Estado puede llegar hasta la concesión de ausentarse, de dominar y controlar a distancia, de permanecer vigilante a lo lejos esperando que el poder colaboracionista del pueblo vigilado pague regularmente los impuestos y tributos o el convenio establecido para aplacar la furia del Estado, a la vez que reprime a los independentistas y los sacrifica para no molestar al monstruo distante pero atento. Este sistema de control y opresión a distancia ha sido calificado por los ignorantes como el más reciente, pero es tan viejo como el funcionamiento de los primeros poderes expoliadores. La razón no es otra que racionalizar y aplicar el método óptimo y efectivo de expoliación permanente de un pueblo. No se debe olvidar tampoco que en muchos casos el Estado ha potenciado directa o indirectamente el establecimiento de colonos o de emigrantes propios en el país ocupado. Surge así un sector de población claramente manipulable por el Estado como grupo de presión interno, a favor del orden establecido. Esta es una táctica muy vieja que se refuerza mediante las maniobras de captación de los sectores cultos, ricos y egoístas del pueblo invadido. De uno u otro modo, o por ambos a la vez, el Estado consigue así disponer de uno o dos bloques de apoyo directo o indirecto, pero de apoyo a su presencia.
No hace falta decir que la historia de la burguesía vasca se resume en su voluntad descarada de mantenerse dentro de la protección de los Estados español y francés. Protección que puede obtenerse de dos modos para satisfacer dos necesidades especificas y en absoluto antagónicas que surgen de la propia diferencia interna de esta clase entre alta y media burguesía. La alta burguesía vasca no ha dudado en españolizarse y afrancesarse porque sus intereses de propiedad así lo aconsejan. Al tener una mayor propiedad que defender y administrar en el mercado estatal y mundial, la necesidad de un Estado protector es mayor. Por eso la alta burguesía es ahora del PP-UPN como lo fue de la UCD y del franquismo, y en mucha menor medida del PNV y nada en absoluto del PSOE, aunque use a este partido con cínica hipocresía. La mediana burguesía también necesita al Estado, pero de otra forma porque esta fracción burguesa depende algo más de su mercado cercano, de las relaciones de dominación a pie de taller y de fabrica, y sus conexiones financieras y tecnológicas no son tan complejas como las de la alta burguesía, por lo que puede bandearse en espacios más cortos y directos con lo que la necesidad del Estado central se modifica un poco pero no desaparece. A la vez, necesita de un poco más de presencia administrativa en su propio territorio, para facilitar los tramites y para mantener una relativa presencia en el mercado propio pues no puede permitirse tantos lujos exportadores como la alta burguesía. Aunque la alta burguesía es mucho más reducida en número que la mediana, lo compensa con su clara superioridad en la propiedad de capital y de control del Estado.
La mediana burguesía autonomista sí puede mendigar al Estado un cumplimiento total de las concesiones que este le hizo hace veintitrés años, el Estatuto, y hasta una adaptación a las necesidades surgidas del proceso de Unión Europea, como mayor presencia en sus instituciones. Esto es cierto, pero hay que tener en cuenta que siguen existiendo cuatro ataduras con el Estado.
Una, que esa mediana burguesía perdería un apoyo económico, administrativo, diplomático, etc., fundamental para sus negocios internacionales si el Estado español iniciase un bloqueo obstruccionista y saboteador total. La mediana patronal lo sabe porque el propio Estado es un mercado muy apetecible y hasta necesario. Dos, que esa burguesía necesita contar con los votos de amplios sectores sociales y populares entre los que también hay votantes de origen no vasco o descendientes de emigrantes, que siguen sin adquirir una conciencia vasca nítida. Esa burguesía necesita esos votos para mantener el control del aparato autonómico, que le es imprescindible para sus negocios materiales y para sus necesidades identitarias y simbólicas vascas, por muy autonomistas que sean en lo político. No podemos cometer el error de minusvalorar estos factores subjetivos de identidad nacionalista burguesa. Por otra parte, esa burguesía también tiene que asegurar los sueldos de la burocracia autonómica, de la policía vasca, de sus familiares, es decir, tiene que mantener llenos los estómagos y los bolsillos de bastantes miles de siervos relativamente fieles pero egoístas y acomodaticios. Tres, la existencia de una pequeña burguesa vieja y nueva, engordada ideológicamente por el alto numero de trabajadores autónomos existentes en Euskal Herria, este bloque social es una tentación para la mediana burguesía, que la utiliza material y propagandisticamente como ejemplo de interclasismo, pero, a la vez, este bloque requiere de protecciones administrativas que remiten, en el marco actual, al Estado español. Y cuatro, esa burguesía sigue y seguiría necesitando la última protección armada de las fuerzas represivas del Estado ante la posibilidad de una agudización de la lucha de clases en su país. Recordemos que el pueblo trabajador vasco ha demostrado poseer una gran capacidad de lucha y autoorganizacion consejista y sovietista, y si bien estamos ante una posibilidad remota solo con nombrarla se produce el pánico.
Las cuatro ataduras aquí vistas exigen, obviamente, precisiones que no podemos hacer ahora pero, a pesar de todo, son características de un capitalismo altamente desarrollado. Una vez más debemos recurrir a la ley del desarrollo desigual y combinado para comprender cómo ha sido posible que en el corazón mismo de Europa surja un proceso de liberación nacional así, bastante más complejo que otros del llamado Tercer Mundo en donde la evolución capitalista no está tan avanzada. Y aquí aparece una reflexión que el marxismo ha planteado siempre por ser decisiva. Me refiero a la teoría del eslabón débil de la cadena imperialista. Sin caer en la trampa del debate sobre qué es la globalización, sí hay que decir que en el interior del imperialismo europeo, de la UE, uno de los eslabones más débiles es el de la explotación de la nación trabajadora vasca. No digo que sea el más débil sino uno de los más débiles. Esto, como todo, tiene sus aspectos negativos pero también positivos, y pienso que los positivos superan ampliamente a los negativos.
En primer lugar, porque cuando un eslabón se debilita es porque el pueblo trabajador y su núcleo más consciente están fortaleciéndose lo suficiente como para minar desde dentro la solidez de la cadena. En segundo lugar, porque si en esas condiciones el núcleo organizado sabe acumular fuerzas y mantener claros los objetivos, el eslabón tiende a debilitarse más todavía. En tercer lugar, porque la interacción de factores a escala estatal y europea, tiende a propagar las movilizaciones a otras naciones y clases oprimidas, obligando al Estado a multiplicar sus intervenciones. En cuarto lugar, porque ante ese avance la burguesía autonomista debe optar o bien por un repliegue notorio hacia el Estado o bien por una ambigüedad que por muy calculada que esté solamente puede acarrearle mayores problemas posteriores. En quinto y último lugar, porque aumenta la repercusión internacional del proceso y eso siempre es malo para el Estado y la burguesía autonomista. Frente a ello, estas fuerzas solamente tienen dos opciones, o inician un proceso tramposo de reformas, reiniciando el debate sobre la «segunda transición» cuando no hubo ni siquiera una primera, o endurecen al máximo la represión. La primera opción no dice que la represión desaparezca, al contrario, sería aplicada con igual dureza pero con la zanahoria de la «segunda transición» al lado.
La importancia de la teoría del eslabón débil consiste en que saca a la luz la crudeza extrema de la lucha de clases y/o de liberación nacional porque pone el dedo en la llaga del problema decisivo, que no es otro que el del poder, otra de las características definitorias del marxismo. Durante estos pasados veinticinco años, la burguesía autonomista y su máximo representante, el PNV, ha sido una pieza clave en lo tocante al poder efectivo en todas sus formas de plasmación. Las presiones a las que ahora le somete el Estado y no solo el PP, no provienen del independentismo del PNV sino de la consciencia española de que el PNV ha fracasado en su papel de bombero contra la izquierda abertzale, y de que incluso sectores de sus bases populares, que las tiene, son progresivamente permeables a la tarea concienciadora de los movimientos democráticos y populares vascos. Es este proceso de fondo el que preocupa cada vez más a Madrid porque incide en todas y cada una de las cuatro crisis estructurales que minan a «España» en sus propias raíces, aunque de forma diferente en cada una de ellas. El capitalismo español es muy consciente de que el eslabón débil de su poder lo tiene en la parte vasca que él domina, y que si pierde su control sobre ella, o es debilitado en grado sumo, lo más probable es que se produzca el «efecto dominó» sobre el resto de la península inherente a las oleadas emancipadoras.
5. Resumen
Por tanto, para acabar, el método marxista nos explica no solamente por qué hemos llegado hasta donde hemos llegado, sino también y sobre todo, cuales son las tendencias fuertes que han surgido a lo largo de este cuarto de siglo. No lo ha hecho recurriendo a interpretaciones sobre la maldad, los instintos, el odio, el afán de consumo, el individualismo, etc., típicos de la ideología burguesa. Lo ha hecho analizando las fuerzas materiales en conflicto, las contradicciones irreconciliables que surgen de la propiedad privada de los medios de producción y del hecho de que los Estados opresores quieren convertir a las naciones oprimidas en simple fuerza de trabajo nacionalmente explotada. Igualmente, ha hecho insistencia en la lucha de clase dentro del pueblo ocupado, mostrando cómo su burguesía traiciona voluntariamente el ideal independentista por un plato de lentejas.
La fuerza de este método, pese a todo su potencial, no radica en su contrastada capacidad de explicación sino en la demostración que ofrece de la necesidad de la praxis revolucionaria. El marxismo no se limita a explicar lo sucedido, sino que lo hace para mostrar cómo hay que intervenir dentro mismo de las contradicciones que han quedado al descubierto. Es, por tanto, una exigencia razonada sobre la necesidad urgente de la praxis revolucionaria. La urgencia nace del concepto de tiempo inherente a la dialéctica materialista. El tiempo no es visto como algo neutro y lineal, ajeno a los actos humanos, sino como una tensión apremiante que envuelve a esos actos, que se acelera al pudrirse las contradicciones, que empeora al avanzar las crisis, que añade más problemas a resolver en la medida en que no se interviene cuando es necesario e imprescindible hacerlo. Perder el tiempo, desde esta perspectiva dialéctica materialista, no solamente es dejar que las cosas se pudran más sino también perder fuerzas emancipadoras en el espacio material, en la sociedad misma. La praxis revolucionaria fusiona el tiempo con el espacio porque plantea el combate por la liberación como una totalidad radical que afecta a lo esencial, a la propiedad privada de los medios de producción de valor y de mercancía mediante la explotación de la fuerza de trabajo humana. Explotación que exige exprimir el tiempo humano y el espacio social porque el capitalismo es simplemente economía del tiempo de explotación de la fuerza de trabajo humano. La desestructuración de la clase trabajadora realizada por el capitalismo no ha anulado esta realidad, la ha agudizado al máximo porque ahora el tiempo de trabajo se encamina a ser tiempo vital porque la burguesía nos conduce, si se lo permitimos, a la mercantilización absoluta de la vida misma.
Quiere esto decir, ya en Euskal Herria, que según las categorías de la praxis revolucionaria marxista, no puede haber verdadera liberación nacional mientras que el pueblo trabajador no sea dueño de su misma temporalidad vital, es decir, de la totalidad de instrumentos y recursos que le permitan superar la peor de las alienaciones, la que destruye la identidad nacional, colectiva e individual, de un pueblo reducida a simple mercancía expuesta en el mercado mundial capitalista para el enriquecimiento de la minoría burguesa. El capitalismo contemporáneo, acuciado por la necesidad de contener la ley de la caída tendencial de la tasa de beneficio, busca y necesita mercantilizarlo todo. Las identidades nacionales, los pueblos que las construyen, son deshumanizados y desnacionalizados hasta convertirlos en simples «factores de producción» que introducidos en la maquinaria trituradora capitalista terminan siendo vulgar mercancía con «alto valor añadido», por utilizar la terminología burguesa, que debe generar una suculenta plusvalía para el imperialismo. Si no la produce, si no es rentable, simplemente es exterminado por improductivo, por inservible. La independencia nacional, desde esta perspectiva marxista, es la única forma de vida que le queda a un pueblo si no quiere ser deshumanizado, destruido y convertido en dinero o en recuerdo de antropólogos, o muchas veces ni en eso. En nada.
Iñaki Gil de San Vicente
Euskal Herria, 24 de octubre de 2002