Las sociologías y la liberación vasca

1. Introducción

Uno de los problemas más agudos al que se enfrentan l@s oprimid@s es el de producir ell@s su propio pensamiento. Pensar por sí y para sí mism@s, sin depender de lo que dicen amos, señores, burgueses, curas, maridos, padres, militares, ocupantes, periodistas, catedráticos, invasores… hacerlo así, es uno de los logros más difíciles, y una de las primeras y urgentes necesidades de cualquier proceso emancipador, sea individual o colectivo, de género, nacional o de clase, insignificante o importante. No es sencillo ni fácil ser independiente en lo que se piensa y dotarse de los recursos intelectuales que sustentan ese pensamiento. Es una tarea inacabable porque la realidad siempre está en movimiento expansivo y por ello todo pensamiento estancado es un pensamiento fosilizado, y porque, además, el pensamiento independiente es objeto de especial vigilancia, acoso, cerco, atosigamiento, denigración y, llegado el caso, ataque represivo, de modo que siempre ha de estar en movimiento de avance como mejor forma de defenderse de esas presiones oficiales en contra.

Estas dos características elementales, además de otras que no podemos reseñar, son inseparables de la materialidad de la existencia humana. Son componente internos de esa materialidad, y muy especialmente de las formas histórico-concretas en las que las colectividades humanas, las formaciones económico-sociales, generan, estructuran, practican y expresan sus diversas contradicciones. No se entiende nada, absolutamente nada, de la historia conocida del pensamiento humano, al margen de la pugna unas veces soterrada y latente, otras veces abierta y visible entre los mecanismos de control del pensamiento y las ansias de independencia de pensamiento. Y conforma las colectividades humanas han ido aumentando en complejidad, también se ha complejizado y ampliado esa pugna. Como veremos, desde mediados del siglo XIX su amplitud, virulencia y ferocidad no han hecho sino multiplicarse. Las sociologías no se han librado de esta tendencia sino que, a la contra, muchas de ellas han sido directamente ideadas con el objetivo de afianzar el sistema dominante y sus mecanismos de control. El resto, las menos, han intentado con desigual voluntad y fortuna ayudar a la emancipación humana.

La pugna entre el pensamiento de orden, opresivo y autoritario en última instancia, y el emancipado y crítico, se libra actualmente en Euskal Herria con intensidad inusitada. Por un lado, la maquinaria de inculturización, dogmatización y tergiversación que poseen los Estados español y francés, tiene sus calderas a plena potencia para detener la emancipación vasca. Por otro lado, ésta, que ha dado un salto cualitativo en primavera-verano de 1998, avanza hacia nuevos horizontes de libertad nacional, conquistas sociales y superación de opresiones históricas. Las sociologías que se practican hoy en Euskal Herria viven inmersas en esa pugna, optando por un bando u otro, por la opresión o por la emancipación. Nunca es viable eso que llaman «neutralidad científica» en las prácticas sociológicas, y menos aún en la actualidad. Por tanto, es imprescindible posicionarse.

Debe, además, ser un posicionamiento que se sustente no sólo en la denuncia de la práctica liberticida del poder sociológico dominante, con sus diversas caretas, sino que además ha de bucear hasta las raíces históricas del conflicto para, así, descubrir sus constantes y elaborar una alternativa precisa. En la lucha de ideas, que es una parte esencial de la lucha de prácticas, hay que valorar con especial insistencia todo lo relacionado con las constantes que se arrastran desde hace tiempo porque no puede existir pensamiento propio de l@s oprimid@s si a la vez no éstos no construyen su propia historia de acción y de pensamiento. En el caso vasco, semejante necesidad es innegable y urgente.

2. La primera fase y la primera crisis

Aunque algunos autores retroceden hasta la Grecia clásica para rastrear allí los albores de la sociología, o más estrictamente, del estudio para el conocimiento de la sociedad, en realidad la datación más antigua de la palabra «sociología» es de 1824, en una carta de Comte a un amigo suyo, aunque su uso se sistematiza sólo desde 1839. Hasta entonces e incluso durante un tiempo después, no era infrecuente usar el término de «física social», que reflejaba, por un lado, la dependencia de fondo hacia el mecanicismo establecido por los avances científicos del siglo XVII, y por otro lado y unido a lo anterior, la concepción sociopolítica jerárquica, cerrada y ordenancista del matematicismo, sobre todo el de W.Petty entre los siglos XVII-XVIII y su «matemática política», y el de Condorcet (1743-1794) y su «matemática social». Los efectos ideológicos que ambas visiones causan sobre las prácticas sociológicas son innegables, apareciendo muy frecuentemente con diversas envolturas pero siempre en defensa abierta o encubierta del poder establecido.

De cualquier modo, incluso aún retrocediendo hasta Aristóteles, tenido como un protosociólogo, comprobamos la permanente virulencia de la pugna entre poderes e intereses opuestos en lo relacionado con la producción del conocimiento de lo social, que en el caso del estagirita llega a condicionar dramáticamente su vida personal al ser rechazado por los demócratas atenienses por su colaboracionismo con el ocupante macedonio. Si analizamos esta época desde una perspectiva más general, vemos cómo la contrarrevolución idealista de Sócrates y Platón, y el conservadurismo de Aristóteles, crean el pensamiento reaccionario que justificó la destrucción del saber jónico. Y si avanzamos algo más en el tiempo hasta llegar a la explosión filosófica y científica musulmana, vemos cómo el agotamiento socioeconómico creó las bases para el rechazo del pensamiento crítico e investigador, volviéndose claramente reaccionario de modo que ya el más grande pensador de todos ellos, Avicena, tuvo problemas en el primer tercio del siglo XI, y el no menos grande Averroes los tuvo en el XII. Pero el caso de Ibn Khaldun en el siglo XIV es el más ilustrativo, porque este autor adelanta ideas que hoy mismo pueden reivindicarse desde el materialismo histórico y desde algunas corrientes sociológicas.

Este breve repaso por algunas constantes del pensamiento protosociológico nos hace comprender fácilmente el gran impacto que causó la irrupción de las contradicciones capitalistas en los proyectos económicos, políticos, culturales, educativos, etc, existentes en la sociedad burguesa desde finales del siglo XVIII. Las pugnas entre demócratas y oligarcas en el caso griego, y artesano-comerciantes y terratenientes parasitarios en el caso musulmán, no cuestionaban pese a su virulencia sus intereses comunes en cuanto minorías ricas enfrentadas antagónicamente a mayorías pobres, a esclav@s, mujeres, extranjer@s, campesin@s… O sea, no estaba aún en cuestión la propiedad privada de los medios de producción y la apropiación por esa minoría del grueso del excedente colectivo producido por el trabajo social de esa mayoría. Ni Aristóteles ni Ibn Khaldun pensaron en destruir esos pilares tan hondos, aunque sí profundizaron en el estudio de la economía y, sobre todo el segundo, se acercaron mucho a la teoría del valor-trabajo; ni tampoco se les pasó por la imaginación denunciar la explotación de género, ni defender los derechos de l@s extranjer@s y trbajador@s en general. Sin embargo, desde finales del siglo XVIII se multiplica la crítica revolucionaria del monopolio por una minoría de la propiedad de los medios de producción, y de su supuesto derecho a quedarse con la mayor y mejor parte del excedente social.

Significativamente, la sociología irrumpe cuando esa crítica avanza de ser una denuncia humanista, idealista y utópica a una crítica rigurosa y materialista con un programa de expropiación de los expropiadores, sean amos, nobles, terratenientes o capitalistas. El conocimiento de qué es la economía, de cómo funciona, de a quien beneficia, de qué efectos negativos tienen para las masas mayoritarias y positivos para las minorías ricas las diferentes políticas económicas, esta parte vital del conocimiento teórico de la sociedad humana en general y burguesa en concreto fue desarrollada durante el siglo XIX. La primera sociología burguesa se despreocupó de la economía y cuando los sociólogos posteriores no tuvieron más remedio que estudiar ese asunto decisivo, lo hicieron en su inmensa mayoría usando la teoría económica burguesa más militantemente antisocialista, antimarxista y antiobrea, la llamada teoría neoclásica, marginalista o del equilibrio general, que empezó a formarse en la misma época que la sociología y que comparte con ésta una sustantiva identidad ontológica, epistemológica, axiológica e ideológica. Más adelante, con la teoría reformista de Keynes, otros sociólogos tendrán la otra base no tan abiertamente antisocialista.

Si en 1848 Marx escribe que el fantasma del comunismo recorre Europa, es porque para entonces estaba claro que la oposición al capitalismo disponía de una solidez teórica y práctica muy superior a la que existía en, por ejemplo, 1770 cuando ya los empresarios británicos debían escoger con cuidado los emplazamientos de sus industrias para evitar las zonas de radicalidad social y resistencia popular a la explotación asalariada. Desde entonces el miedo se va transformando en pánico de forma creciente conforme esas resistencias se multiplican y recurren a todos los métodos de lucha, pasivas, no violentas, huelgas, abstencionismo, sabotaje, manifestaciones, clandestinidad, lucha armada. Miedo de clase que ve cómo las masas insurrectas están a punto de desbordar los diques democrático-burgueses de la revolución francesa de 1789; cómo las luchas sociales se organizan y crecen dentro mismo de Gran Bretaña desde inicios del siglo XIX; cómo en el malestar se desencadena en 1830-34 en muchos lugares; cómo en Alemania la brutal sobreexplotación es contestada con luchas masivas a comienzos de la década de 1840… Durante estos decenios decisivos, la burguesía como clase internacional abandona definitivamente sus anteriores ideas e intereses progresistas y hasta revolucionarios, y pasa a defender soluciones represivas.

La sociología se forma en la última parte de este período, cuando los datos sobre la extrema gravedad del peligro proletario son tan apabullantes que los anticuados paradigmas de la «física social» y «matemática política» no explican ya qué está pasando. En esa misma época sucede también que dentro del complejo universo de las ideas progresistas, el compuesto por el magma de los socialismos varios, se produce una diferenciación nítida entre dos grandes bloques como son, por un lado, el formado por el socialismo utópico que camina hacia su extinción y, por otro, el formado por el anarquismo y marxismo que todavía no se han separado mucho entre ellos. Es decir, a mediados del siglo XIX podemos dividir en tres grandes bloques teóricos el panorama intelectual: la sociología como expresión del miedo burgués, el socialismo utópico y el socialismo revolucionario. Ahora sólo estamos analizando el primero de ellos, y veremos cómo va entrando en sucesivas crisis de existencia cuando la realidad social que dice querer comprender desde una metodología científica, se le escapa del todo por su velocidad y complejidad.

Es en este contexto cuando Comte (1798-1857), un reaccionario de pies a cabeza, afectado por las secuelas de una esquizofrenia cuando tenía 28 años de edad, funda la sociología en el Estado francés. Su teoría de los tres estadios evolutivos, -teológico, metafísico y positivo-, no era nada original y servía perfectamente al capital francés en un momento en el que tenía que recuperar su legitimidad interna y externa. Pero según aumentaban las luchas clasistas, de género, populares, etc, Comte exigía más represión militar y defendía la necesidad de que una casta de «nuevos sacerdotes» y «científicos sociales», los de la «religión positiva», que dirigiesen al pueblo inculto e ingobernable. Spencer (1820-1903) creó una sociología organicista, biologicista, según la cual terminaban imponiéndose los más aptos y preparados. La sociedad ascendía de una etapa militarista y guerrera, en la que mandaba la violencia, a otra económica en la que mandaba la industria. El imperialismo británico, más avanzado que el francés, encontró en Spencer el ideólogo por excelencia de su expansión «civilizadora». Situado entre Comte y Spencer, el conservador francés Le Play (1806-1882), consejero del dictador Napoleón III, perfeccionó los métodos monográficos para descubrir los problemas sociales y poder así aconsejar al Estado para prevenir el descontento popular y desactivar sus reivindicaciones sociales.

Esta primera irrupción de la sociología burguesa entró en crisis cuando el capitalismo agotó su fase colonialista iniciando su fase imperialista. Hasta ese momento, las ideas de Comte, Le Play y Spencer, entre los más brillantes de la masa de estudiosos, reformadores y consejeros que pululaban en las organizaciones sociales, periódicos, universidades, iglesias, sindicatos y partidos reformistas, habían servido bien que mal para que sus respectivas burguesías dispusieran de propuestas y justificaciones. Aunque frecuentemente el poder no hacía demasiado caso o también se adelantaba a ellas, tomando medidas integradoras y desactivadoras de las tensiones con anterioridad a lo que después propondría la sociología, no por ello desatendía esos consejos sino que los utilizaba generalmente como recursos propagandísticos en la lucha teórico-ideológica y política con las clases oprimidas. Pero conforme se agotaba en siglo XIX esta primera fase sociológica mostraba todas sus deficiencias y limitaciones.

3. La segunda fase y la segunda crisis

La alternativa a esta primera crisis la dieron Durkheim (1858-1917) y Weber (1864-1920) en un esfuerzo sistemático que analizaremos luego. Ahora nos interesa resaltar la diferencia de época capitalista entre esta «segunda creación» y la de Comte, Le Play y Spencer. Mientras que estos tres primeros, sobre todo los dos franceses, elaboraron sus sociologías en el capitalismo preimperialista, los dos segundos tuvieron que enfrentarse a problemas nuevos, en especial Weber, que tuvo que responder a las necesidades del imperialismo alemán en plena expansión sin contar con bases sociológicas nacionales anteriores, limitación que Durkheim no padeció. El imperialismo agudizó las luchas clasistas en el interior de los Estados europeos; agudizó las contradicciones entre ellos mismos en la carrera por la expoliación del planeta; agudizó la opresión de las colonias y encendió sus protestas, resistencias y guerras de liberación; agudizó la conciencia feminista y de género; agudizó los problemas nacionales dentro de los Estados europeos… Durkheim y Weber tuvieron que responder a esos retos nuevos, y por eso sus sociologías son más completas, más desarrolladas y ricas que las de sus predecesores.

¿Por qué el Estado francés desarrolló más la sociología hasta el punto que Durkheim afirmó que era una creación francesa? Porque era el Estado más acuciado por debilidades estructurales internas: la fuerza de sus clases trabajadoras, su debilidad nacional-burguesa y la pervivencia de culturas e identidades nacionales no francesas -Euskal Herria, Córsica, Bretaña, Occitania, Alsacia y Lorena-, el retraso de su industrialización, las exigencias de un imperialismo exterior, etc. Todo ello, en el marco de su feroz competencia externa primero con Gran Bretaña y después con Alemania, explica, grosso modo, que fuera su intelectualidad conservadora o reformista francesa la que más impulsara la sociología burguesa. Durkheim partía pues desde bases apreciables aunque tuvo que esforzarse mucho sobre todo en cuatro problemas decisivos: una, la relativamente débil unidad nacional del Estado francés comparada con sus dos mortales enemigos imperialistas: Gran Bretaña y sobre todo Alemania; otra, la fuerza del movimiento obrero y de sus organizaciones propias comparada con el bloque de clases dominante; además, las exigencias de orden e integración que imponía la tardía industrialización francesa que destrozaba los viejos cimientos preindustriales y último, las claras deficiencias de las sociologías anteriores, desbordadas por los celéricos cambios estructurales que se amontonaban unos sobre otros.

La teoría durkheimiana puede resumirse en su obsesión por dotar a su amada «Francia» de las soluciones adecuadas para esas cuatro simas estructurales en un contexto de hipercompetencia interimperialista y agudas tensiciones internas. En lo nacional, se esforzó por destrozar las culturas y lenguas nacionales no francesas mediante un sistema educativo estatalizado, francófono y extremadamente reaccionario y autoritario, así como por ampliar la legitimidad del ejército francés y su eficacia afrancesadora. Durkheim fue terriblemente dañino para la identidad nacional vasca cuando se encargó desde Burdeos del sistema educativo que padecieron los vascos continentales; en lo clasista, fue cada vez más directamente antimarxista, luchando contra el socialismo revolucionario; en lo social se preocupó por que el Estado aplicara políticas coorporativistas y de control social en unos años de sistemática represión de las resistencias pasivas y desvertebradas de las masas campesinas y artesanas obligadas a abandonar sus tradicionales formas de vida y trabajo y entrar a los infiernos de la explotación fabril y último, en lo estríctamente teórico, sintetizó lo anterior en la tesis idealista del «hecho social», en el funcionalismo de sus célebres «reglas del método sociológico», y en la recuperación transitoria del concepto de «anomia», concepto que no sirve apenas como el mismo Durkheim debió entender al emplearlo sólo entre 1893 cuando escribión «La división del trabajo social» y lo abandonó definitivamente en 1903.

La muy superior compacticidad nacional alemana, la solidez de su bloque de clases dominante, su fuerte y eficaz burocracia estatal semimilitarizada, el peso simbólico-material de su ejército, la astucia sociopolítica del equipo de gobierno del canciller Bismarck, la fuerza del reformismo lassalleano y después socialdemócrata, la forma de industrialización alemana, estas y otras características explican que sus poderes no tuvieran tanta urgencia como los franceses para desarrollar la sociología como alternativa al socialismo revolucionario. Sin embargo, cuando el imperialismo desencadenado y lanzado como una locomotora agudizó todas las contradicciones, entonces los poderes pusieron a disposición de Weber todos los recursos necesarios para que elaborase la teoría necesaria. Las diferencias tan apreciables entre Durkheim y Weber han de ubicarse en primer lugar en las diferentes tradiciones y necesidades de sus imperialismos estatales y en segundo lugar, en sus respectivas personalidades y aportaciones individuales.

Weber fue un nacionalista alemán de opciones políticas centro-liberales, monárquico de corazón durante toda su vida y republicano de cerebro desde la crisis de 1918, cuando el bloque de clases dominante y las potencias capitalistas anteriormente enemigas defenestran al Kaiser e instauran la República de Weimar para reprimir el proceso revolucionario. Obsesionado por ayudar a la burguesía industrial y liberal para dirigir el imperialismo de forma menos aventurerista que los toscos junkers terratenientes, su esfuerzo sociológico se volcó en modernizar la burocracia, agilizar su control sobre el movimiento obrero, aumentar la productividad del trabajo para la competitividad mundial, apoyar incondicionalmente al ejército siempre pero sobre todo en la «grande y maravillosa guerra» de 1914-18 como él mismo la definió y, al final, oponorse frontalmente al socialismos revolucionario, asumir tesis presidencialistas basadas en el poder carismático, en un parlamento alejado de la injerencia popular, en un Estado fuerte asentado en un pacto plebiscitario entre las fracciones burguesas. Desde estas posturas últimas, se comprende su afirmación de que los dirigentes marxistas K.Liebknecht y Rosa Luxemburg debían ser recluídos él en un psiquiátrico y ella en un zoológico. Pero la extrema derecha prenazi no le hizo caso y asesinó a ambos.

La sociología teórica de Weber es inseparable de su sociología práctica, aunque se mueve en un plano abstracto que oculta su contenido burgués, pangermanista y conservador. Weber no ataca al socialismo revolucionario con la virulencia de Durkheim, aunque como éste tampoco dedicó un esfuerzo sistemático a su estudio. Su conocimiento es bastante superficial; su visión económica tiene determinantes contenidos marginalistas y su filosofía es neokantiana. Su concepción de fondo es eminentemente individualista, siendo los sujetos quienes mediante sus interrelaciones -racionales, relacionales, afectivas y tradicionales-, dan cuerpo a muy diferentes formas societales. Sobre estas bases teóricas, su sociología es pangermanista y la tesis de los «tipos ideales» es incomprensible sin el concurso de esa teoría y filosofía y de su nacionalismo alemán. También a partir de ahí se entiende su idea sobre el protestantismo como «espíritu» del capitalismo y su concepción desvertebrada del capitalismo defendida en sus escritos sobre sociedad y economía. Por último, su conservadurismo aparece prácticamente en sus primeros escritos y se vuelve más virulento conforme pasan los años. Un conservadurismo que tiene en la racionalización del poder burocrático una constante en ascenso desde casi sus primeras investigaciones.

Pero esta segunda fase de la sociología no nace sólo con Durkheim y Weber, sino que tiene en Pareto (1848-1923) otro de sus fundadores más sólidos, aunque luego arrinconado publicitariamente -como le sucedió a Comte- pero no olvidado teóricamente por la intelectualidad burguesa, muy interesada en silenciar su profundo reaccionarismo. Mussolini fue sincero y agradecido al reconocer públicamente que Pareto era uno de los ideólogos del fascismo. Pareto era decididamente marginalista en economía y, consiguientemente, su concepción filosófica era elitista e individualista. Sus ideas han constituído una de las bases de partida de diversas sociologías menores, secundarias, como veremos más adelante.

La evolución del imperialismo agudizó a escala planetaria todas las contradicciones capitalistas. Las sociologías cimentadas teóricamente, como las europeas y en concreto la alemana, francesa, italiana y en menor medida la británica, sufrieron una quiebra total por su impotencia no ya para adelantarse a los acontecimientos sino ni siquiera para explicarlos después de ocurridos. Por su parte, las sociologías norteamericanas, fundamentalmente la primera Escuela de Chicago en la que no nos podemos extender, se movían en un empirismo absoluto, sin prestar atención a encuadres teóricos que sirvieran de esqueleto a sus minuciosos trabajos analíticos de modo que, por esa debilidad, eran los burgueses los exclusivamente beneficiados por los conocimientos obtenidos.

4. La tercera fase y la tercera crisis

La crisis del capitalismo imperialista que forzó como inútil solución la guerra mundial de 1914-18, que se agravó posteriormente con la debacle financiero-económica de 1929 y que culminó en los preparativos de la que sería pavorosa guerra mundial de 1939-45, esta crisis explica el fracaso de la segunda fase de la sociología burguesa y el nacimiento de su tercera. Desde luego que existieron otras escuelas sociológicas que durante esos años intentaron explicar qué estaba sucediendo y por qué, sobre todo la Escuela de Frankfurt desde perspectivas marxistas, y desde posiciones burguesas diferentes el Círculo de Viena, la fenomenología, la escuela de los Webb en Gran Bretaña, entre los más importantes, pero la solución al agotamiento vino de EEUU, aunque tras integrar el grueso de la teoría durkheimiana y paretiana, y en menor medida la weberiana. Del mismo modo en que la primera fase del pensamiento social burgués fue resuelta en el Estado francés con Comte porque era allí donde las contradicciones eran más agudas, e igualmente en que la segunda se abrió con las aportaciones alemanas e italianas, porque ambos Estados también sufrieron problemas estructurales, ahora, la tercera fase tomaba impulso de nuevo allí en donde el capitalismo expansivo chocaba con mayores urgencia, o sea en los EEUU.

Fue Sorokin (1889-1968), ministro del menchevique Karensky, detenido por los bolcheviques por su reaccionarismo y exiliado en EEUU tras ser puesto en libertad por decisión directa de Lenin, quien dotó de coherencia teórica al grueso de la sociología yanki. Sorokin fue recibido con los brazos abiertos por la intelectualidad oficial yanki, que le puso al mando de la cátedra de sociología de la universidad de Minnesota y más tarde, en 1930, de la de Harvard desde donde el contrarrevolucionario procedió al invertir de cabeza a los pies el materialismo histórico, colocando como fuerzas rectoras de la historia humana no la dialéctica entre las fuerzas productivas y las relaciones sociales de producción, dialéctica que se materializa en y mediante la lucha de clases, sino la tesis idealista del evolucionismo cíclico de las culturas e ideas, dentro de una tesis organicista que se remonta a Santo Tomás de Aquino y que no desmerecía nada de la filosofía de Pareto. La deriva idealista de Sorokin culminó en 1946 al fundar el esperpéntico «Centro de Altruísmo Creador», destinado a demostrar científicamente la importancia del «amor» en la evolución humana y, lógicamente, a impulsarlo. La influencia de Sorokin fue decisiva en la sociología norteamericana al insistir en la necesidad de encuadrar teóricamente la masa de datos estadísticos, listados, encuestas y estudios de todas clases. Sorokin denominó «quantofrenia» a la obsesión por los datos fríos, huérfanos de vertebración teórica. También insistió en dos cuestiones muy importantes para la burguesía, como son, una, la tesis de la movilidad social vertical e interclasista y, otra, la tesis de la autonomía institucional de la ciencia.

De todos sus discípulos, sobresale Parsons (1902-1979) que durante cuarenta años, desde su primera obra importante en 1937 «La estructura de la acción social», comenzó a ser la vaca sagrada de la sociología yanki, la hegemónica dentro de la sociología burguesa mundial. Parsons no renegó de Sorokin ni de sus bases paretianas, sino que las amplió recurriendo a Durkheim y a Weber, y más tarde al segundo Freud. Así condimentó una sopa ecléctica que terminó denominando estructural-funcionalismo, heredera del organicismo originario y esencialmente unida al funcionalismo avanzado por Durkheim. Sus recursos a Weber, a Freud y hasta al sistemismo biologicista, respondían a la facilidad con la que su eclecticismo le permitía utilizar diversos autores para parchear los boquetes de agua que en su nave teórica abrían las críticas de otros sociólogos más progresista, en especial los que denunciaban su abandono de la objetividad del conflicto social como Dahrendorf en 1959, o las críticas más generales contra la burocratización elitista y conservadora de la sociología yanki por Mills tres años antes, en 1956, o el claro agotamiento de su modelo por su incapacidad de explicar la sociedad capitalista como una totalidad concreta en movimiento contradictorio.

Parsons no podía hacerlo en realidad, porque su visión de la economía era estricta y pobremente marginalista, copiada casi literalmente de las ideas de A.Marshall (1842-1924). Al final de su vida, Parsons era tan consciente del fracaso de su sociología que se lanzó sin paracaídas teórico al vacío intelectual proponiendo la tesis idealista transcendental y neokantiana del llamado «sistema télico» o mundo «metaanalítico y transcendental» que desde el exterior ilumina la existencia humana.

En síntesis, la corriente funcionalista en sociología, que adquirió tantas variantes, corrientes y añadidos como autores con ganas de fama y necesidad de ascender en la selva corporativista, se caracteriza por llevar al extremo el originario proyecto integrador de Comte y de Durkheim mediante propuestas reformistas al Estado y a los poderes extraestatales afectados. El funcionalismo sostiene, en resumen, que la sociedad funciona como un todo en el que cada una de sus partes sólo se explica y se mueve dentro del orden general establecido, respondiendo al fin que la totalidad superior determina. De este modo, las partes pueden incluso funcionar con algunas contradicciones y problemas de ritmo y hasta de orientación autónoma pero, a la larga, tarde o temprano, se impondrá indefectiblemente el orden establecido e inherente. Si por lo que fuera, ese orden tarda en llegar, o no llega, entonces nos encontramos ante un fenómeno de anomia, ante una disfunción que debe ser tratada y corregida por los métodos convenientes hasta restaurar el equilibrio general del sistema. Los métodos para restaurar el equilibrio general varían según las preferencias de los sociólogos funcionalistas, pero la identidad de fondo permanece inalterable: se trata de mantener el orden.

Durante finales de los treinta y finales de los setenta, en esos cuarenta años de dominación yanki incontestada en medio mundo, el funcionalismo como teoría general abarcadora de múltiples variantes, rindió inestimables servicios a la burguesía yanki y al capitalismo en general. Primero frente al totalitarismo nazi, pero fundamentalmente después contra el «peligro comunista» en general, el funcionalismo fue uno de los armazones teóricos decisivos del imperialismo. En la Europa capitalista destrozada por la guerra, en los regímenes dictatoriales burgueses, en los países colonizados o dominados por el imperialismo, en centros políticos, universidades y focos intelectuales, en su prensa, en todas partes, la dominación teórica de la sociología funcionalista fue abrumadora. Ello no quiere decir que no existieran otras sociologías no funcionalistas, e incluso progresistas. Sí las hubo. Pero fueron minoritarias y no tuvieron ni remotamente las ayudas institucionales y la influencia práctica del funcionalismo.

Dentro del funcionalismo hubo, a grandes rasgos, dos bloques alternativos que presentaron algunas propuestas de su mejora y adaptación ante los cambios que se aceleraban desde comienzos de los años sesenta del siglo XX. En primer lugar, la vertiente conflictivista representada por Dahrendorf, Rex, Touraine y otros autores, planteó desde mediados de los cincuenta que los conflictos, abandonados en general por la sociología burguesa desde los años veinte, debían ser integrados en la tesis funcionalista dado que su existencia y resolucíón servía para mejorar la capacidad integradora de la sociedad, o cuando menos, en el peor de los casos, para alertarle de sus problemas más agudos: son como una especie de alarma roja que debe ser atendida y resuelta. Surgió en esa época porque el movimiento obrero se había repuesto ya de la represión antisindical y anticomunista en EEUU y muchas partes de Europa occidental y comenzaba a plantear nuevas reivindicaciones.

En segundo lugar, aproximadamente una década más tarde, surgió el individualismo que se centraba en los comportamientos de los sujetos para responder o adecuarse en su vida cotidiana. Surgió en esa época porque ya se había desarrollado el capitalismo de consumo de masas y surgieron nuevos problemas de comportamiento social. Sociólogos como Homans, claramente reaccionario y antimarxista, Garfinkel y Blumer, entre otros, insistieron en que era en el comportamiento individual en donde se decidían las cuestiones básicas de la sociedad. El funcionalismo debía comprender que la individualisdad era la que decidía en los momentos claves, en las compras, en las elecciones políticas, en los trabajos, en la casa, en todo, de modo que conocer bien esas situaciones mejoraría mucho la teoría general funcionalista.

La crisis que estalló a finales de los años sesenta no era una crisis cíclica de corta duración, sino una crisis estructural y global, que afectaba a la totalidad del Modo de Producción Capitalista. Ahora se admite que era el final de una larga fase histórica y el comienzo de otra fase en la historia capitalista. La sociología burguesa, que no se había olido nada de nada de lo que se avecinaba, fue cogida por sorpresa. El funcionalismo cayó en picado en una década porque su entero edificio conceptual, ideado por y para la fase expansiva anterior, no podía explicar qué sucedía, por qué y hacia dónde se dirigía la crisis que azotaba a la totalidad del sistema. Pero una de las características de esta crisis era que ahora no existía una propuesta sociológica capaz de emerger casi inmediatamente como la solución definitiva al desastre funcionalista. Sí hay sociólogos burgueses que en su soberbia -Luhmann- han afirmado ser los salvadores de la teoría, pero lo veremos después.

5. Situación actual

Mientras el funcionalismo dominaba omnipotente, pocas, como hemos dicho, eran las corrientes críticas en teoría social no abiertamente promarxistas. En Europa occidental, sobre todo, dos fueron las alternativas al dominio yanki -dominio apoyado sin tapujos desde las instituciones y aparatos de producción de saber oficial-, de un lado, la Teoría Crítica, heredera de la Escuela de Frankfurt, y el estructuralismo. Una vez más volvemos a encontrarnos con el muy importante papel de la cultura nacional propia como basamento de las concepciones sociales. La Teoría Crítica provenía de la cultura alemana y el estructuralismo de la del Estado francés. Carecemos de espacio para extendernos en estas cuestiones tan poco estudiadas por la sociología oficial, e incluso por la etnometodología que, en contra de lo que su nombre pudiera indicar, no presta apenas atención a las influencias que tienen las raíces etno-nacionales en el surgimiento y evolución del conocimiento humano.

La respuesta de la sociología burguesa a la crisis del funcionalismo es con más y mejor funcionalismo. Nos explicamos: en vez de replantearse de arriba abajo la totalidad de la teoría, lo que se ha hecho ha sido intentar descubrir qué ha fallado, cómo hay que corregirlo y qué cosas nuevas hay que añadir pero sin abandonar el paradigma establecido. Muy resumidamente, esta ha sido la tarea de Luhmann, alemán nacido en 1927. Este autor, discípulo de Parsons desde 1960 hasta casi final de esa década, ha criticado a su maestro precisamente ser «poco funcionalista», de escaso desarollo de las capacidades de esta teoría, y las dos decisivas innovaciones que introduce Luhmann amplían sus capacidades en las relaciones intersubjetivas mediante la comunicación y una mejora sustancial del sistemismo. De este modo, la sociología burguesa actual intenta responder con los viejos criterios anteriores al endurecimiento de la tendencia ultraautoriataria, hipercentralizadora y policontroladora que crece bajo el impulso de la nueva fase histórica capitalista que, entre otras cosas, se caracteriza por exacerbar la omnipotencia y omnipresencia de la búsqueda del máximo beneficio en el menor tiempo posible.

Luhmann sostiene, muy resumidamente, que la sociedad carece de centralidad y de vertebración material interna, que es una especie de nebulosa invertebrada que ha evolucionado históricamente de la segmentación a la estratificación para llegar a la fase actual que define como «diferenciación funcional». Que es la comunicación la que, en su desenvolvimiento, interrelaciona a las múltiples partes sociales que tienden a diferenciarse indefinidamente. Sostiene que ese proceso es autopoiético, es decir, se alimenta así mismo entre otras cosas mediante la permanente delimitación interior-exterior, inclusión-exclusión. Ahora bien, reconoce que debido a «contradicciones en la comunicación» estallan conflictos que son «sistemas sociales tipo parásito», que deben ser resueltos con mejores comunicaciones. Aquí actúa la teoría luhmanniana del poder, judicatura, Estado, democracia, etc, teoría que no cuestiona una coma de la ideología burguesa más conservadora.

Luhmann rezuma soberbia intelectual por todas partes, y su posicionamiento antisocialista es más nítido y público que el de Parsons. Ya muy temprano mantuvo una áspera discusión con Habermas, teórico centrista y reformista de la Teoría Crítica, pero que comparado con el sociólogo funcionalista parece de extrema izquierda. Su entera concepción teórica ha rendido grandes servicios en el pasado a la burguesía alemana en su evolución autoritaria hacia el Estado-policía iniciada desde el final de los años cuarenta y profundizada imparablemente luego. Posteriormente, desde finales de los ochenta, cuando la descomposición del stalinismo era imparable y el imperialismo necesitaba llenar el nuevo vacío con otra explicación, la teoría de Luhmann de la comunicación, de la diferenciación funcional y de la ausencia de vertebración material de la sociedad, sirve maravillosamente para ocultar la plomiza materialidad que intenta controlar a la humanidad entera, hipercentralizada en los núcleos de decisión estratégica del capitalismo tripolar en lo económico o monopolar en lo bélico como es la OTAN. No por algo, Luhmann ha sido galardonado, halagado y premiado una y mil veces por esa misma burguesía que él nunca nombra en su larga obra teórica.

Pero la crisis de la sociología burguesa coincidió a su vez con la emergencia de otras teorías que con diversa suerte pudieron escapar de las limitaciones de la Teoría Crítica y del estructuralismo, sobre los que no podemos extendernos aquí. O sea, desde finales de los setenta la dominación de la sociología burguesa no era, ni remotamente, tan apabullante como lo había sido antes. Las razones son obvias y se pueden resumir en la profundidad y globalidad del tránsito de una fase a otra del modo de producción capitalista. Si tuviéramos que sintetizar lo que tienen de común el grueso de estas teorías dejando de lado sus diferencias, diríamos que esa coincidencia es la tesis constructivista, según la cual los seres humanos somos capaces de influir decisivamente con nuestra praxis en la evolución de la sociedad y en el resultado de la historia. Esto que nos puede parecer a algunos una obviedad, sin embargo ha sido frecuentemente negado y rechazado por otras corrientes sociológicas, muy próximas a los poderes dominantes o simples apéndice suyos, como el funcionalismo y sus diversas variables.

El constructivismo reivindica, por debajo de sus diferencias, que existe una dialéctica individuo-colectivo, subjetivo-objetivo, ideal-material, teórico-práctico de modo que, como resultado, la sociedad se transforma por la presión de esas fuerzas en acción. Y conocer lo básico de esta dialéctica es muy importante en las condiciones en las que vivimos. Saber que podemos construir con nuestra acción consciente un futuro en libertad y justicia, es algo importante. La sociedad es cognoscible porque la verdad científica es efectiva pese a sus límites espaciotemporales, ya que se mueve en ámbitos de validez, estabilidad temporal y grados de objetivación; partiendo de aquí, la gente puede transformar la sociedad y superar las injusticias; todo lo cual nos lleva a asumir la importancia de los valores éticos y políticos, pues intervienen también en la efectividad práctica de la construcción de la libertad y, acabando, esta corriente teórica, niega el fatalismo, el determinismo férreo y critica el orden social dominante, abriendo los horizontes de posibilidad de lucha y emancipación. Autores como Norbert Elias, Passeron, Giddens, Berger y Luckmann, Cicourel, Latour, Elster, Thompson, Boltanski, Pizzorno, Goffman y varios más, pese a sus diferencias, sí coinciden con diversas intensidades en lo anterior.

6. Las constantes de las crisis

El sociólogo José Felix Tezanos decía en su libro «La explicación sociológica: introducción a la sociología» (1996), que la sociología es una ciencia muy reciente, que se remonta a Comte, Durkheim y Weber, que no ha tenido tiempo a desarrollar y poder ofrecer resultados suficientemente concretos y suficientemente claros. Y que, además, no siempre es fácil comprender qué es la sociología porque su objeto es algo sutil, a veces casi imperceptible, casi misterioso y difícil de captar, como es «lo social». Pensamos que estas palabras expresan las tribulaciones de un sociólogo que sólo ve el problema desde fuera de su evolución histórica, práctica. Mientras es frecuentísimo afirmar dogmáticamente el «fracaso absoluto» del socialismo revolucionario en todas sus expresiones y en concreto, del marxismo, que prácticamente tiene la misma edad que la sociología burguesa, el autor citado sostiene que, sin embargo, ésta es una «ciencia muy reciente» y por ello no ha tenido tiempo para demostrar su valía.

Pero, visto el problema sin apriorismos dogmáticos, comprendemos que la sociología burguesa sí ha tenido el tiempo suficiente para demostrar su valía, es decir, para servir fielmente al capital tanto en los períodos de escasa conflictividad social como en las situaciones prerrevolucionarias o revolucionarias. La sociología burguesa ha rendido muy buenos servicios al capitalismo porque para eso fue creada, y lo seguirá rindiendo porque siempre, tras cada una de sus crisis, habrá uno o varios grupos de intelectuales orgánicos, de centros universitarios públicos o privados, que reelaborarán sus bases, las adaptarán y les dotarán de nuevos argumentos teórico-ideológicos. Cuando se certifique el fracaso del neofuncionalismo de Luhmann, o incluso antes, surgirán una o varias propuestas de solución a la nueva crisis. Por eso, la lucha teórica contra la sociología burguesa no concluirá nunca. Y precisamente por eso es tan importante profundizar en las constantes que reaparecen una y otra vez en todas las crisis del pensamiento social burgués, aunque con diferencias de forma exterior e incluso con matices más o menos importantes en sus características identitarias comunes. Desde esta perspectiva podemos entrever cinco constantes básicas desde Comte hasta Luhmann, por citar al autor más reciente.

La primera es el carácter patriarcal de la sociología burguesa, y de hecho, de todo el conocimiento en el que se sustenta. Desde las iniciales ideas griegas y musulmanas hasta las más recientes, pasando por el mecanicismo y el matematicismo sociopolítico de los siglos XVII-XVIII, el pensamiento social dominante ha sido patriarcalista, defensor de la explotación global de las mujeres. Sólo muy recientemente en la historia de la producción sociológica se ha empezado a estudiar con alguna sistematicidad esta explotación y sus consecuencias. Aunque las luchas de las mujeres han existido de forma latente desde hace siglos, y de forma pública desde el final de la Edad Media en Europa, y a pesar de que esas luchas han crecido imparablemente con grandes avances teóricos desde mediados del siglo XIX, pese a todo ello, la sociología oficial sólo se ha empezado a preocupar con alguna seriedad desde finales de los años setenta de este siglo XX o incluso después. Semejante vacío ontológico, epistemológico y axiológico, que excluye y oprime a mucho más de la mitad de la población incluyendo a niñ@s y ancian@s, tiene efectos demoledores sobre la capacidad de la sociología oficial para comprender la realidad patriarcal y, por su generalidad, humana.

La segunda es el carácter idealista o al menos agnóstico de la sociología burguesa. La inmensa mayoría de los sociólogos oficiales o incluso progresistas han sido y son abierta o soterradamente idealistas, agnósticos, kantianos o neokantianos. Muchos, muchísimos de ellos, como hemos visto brevemente, han sustentado las raíces filosóficas de sus concepciones en bases deístas, religiosas e idealistas. La importancia de esta cuestión es doble porque, de un lado, aunque bastantes de ellos y el entero funcionalismo, reniegan de la filosofía mediante el rechazo positivista de los juicios de valor, en la práctica hacen lo contrario aplicando precisamente aquellas filosofías que más han ayudado a los opresores a lo largo de la historia; y, de otro lado, porque utilizando esas bases la realidad social que se estudia y sus movimientos y contradicciones, queda reducida a una porción de lo que realmente es, concluyendo en una visión mecánica, sectorial, estática y formalista. Las consecuencias globales son desastrosas porque las formas de salir del agujero son típicas que hemos visto: sobrevalorar el individualismo, el lenguaje y la comunicación, la quietud de las cosas, la ausencia de contradicciones, minusvaloración del proceso productivo y sobrevaloración del mercado, etc.

La tercera es el carácter estatalista de la sociología burguesa. Como hemos visto, desde sus inicios la sociología burguesa ha andado de la mano del Estado burgués. Esta dependencia ha sido y es cuádruple pues, en primer lugar, los sociólogos se alimentan de las producciones estadísticas, datos, listados y proyectos de investigación, así como de los sistemas conceptuales dominantes, que han creado las burocracias estatales durante décadas; en segundo lugar, los sociólogos dependen diracta o indirectamente de las burocracias estatales para trabajar y para vivir, para ser reconocidos, ascender y no ser postergados, y sólo una reducidísima y digna minoría se independiza radicalmente de esos tentáculos asfixiantes; en tercer lugar, las decisiones estratégicas del Estado, sus presupuestos anuales y de larga duración, determinan el grueso del desarrollo sociológico por múltiples vías, sobre todo por sus relaciones con la economía en todas sus expresiones, la política interna y externa, el control social, la educación y la cultura, la prensa… y, en cuarto lugar, como síntesis de lo anterior, la sociología dominante es una pieza clave en la solidez interna de los Estados burgueses, sobre todo cuando tienen problemas de unidad al ser plurinacionales y oprimir internamente a otros pueblos.

La cuarta es el carácter empresarial de la sociología burguesa. Mientras los grandes escritos teóricos de los sociólogos clásicos apenas se dignan hablar de lo concreto del proceso económico y de la explotación de la fuerza de trabajo, de la producción capitalista en sí, en su práctica cotidiana la sociología dedica inmensos esfuerzos para facilitar la buena marcha de la explotación de l@s trabajador@s y el aumento del beneficio. Lo hace empleando disciplinas sociológicas específicas como la sociología del trabajo que ha integrado en gran medida a la sociología industrial, y también con estudios sobre márketing, ventas, etc, y en menor medida con la sociología del sindicalismo, muy unida a la de las relaciones laborales y a la optimización económica de las decisiones empresariales. Y aunque en éstas y en otras también hay sociólogos progresistas y revolucionarios, la dominación empresarial en abrumadoramente mayoritaria, sobre todo cuando se trata de aplicar esa sociología en las empresas privadas y siempre dentro del orden jurídico impuesto por el capital.

La quinta es el carácter occidentalista de la sociología burguesa. El pensamiento social griego era eminentemente racista y aunque el musulmán lo era menos, también tenía cierto desprecio hacia los «infieles». Pero será el pensamiento social europeo y después estadounidense los que marcarán indeleblemente el occidentalismo racista de la sociología mediante la sociobiología y la antropología, sobre todo. El tránsito de la fase colonial a la fase imperialista exigió el desarrollo simultáneo de ambas disciplinas para controlar internamente a las masas trabajadoras de otras naciones, etnias y culturas, y para dominar externamente a los pueblos que resistían a la expoliación imperialista. Sólo muy recientemente y a partir de las críticas internas y de las heroicas guerras de liberación nacional, han surgido teorías que pretenden romper con el racismo occidentalista de la sociología burguesa. Esta característica se adapta a las necesidades del orden estatal allí en donde la lucha de liberación de un pueblo oprimidos cuestiona la unidad de ese Estado, aunque sea del centro imperialista, al «primer mundo» o Norte.


7. ¿Nos sirve la sociología oficial?

Una de las diferencias sustanciales entre el socialismo revolucionario y el pensamiento burgués en general, y muy en concreto entre el marxismo y la sociología dominante, ha consistido y consiste en la decidida voluntad del primero para aprender de otras teorías y culturas, aunque fueran opresoras y contrarrevolucionarias. Semejante diferencia tiene, entre varias, dos causas directas, una, la necesidad de l@s oprimid@s para producir su propio pensamiento analizando críticamente e integrando selectivamente todo aquello que ayude efectivamente a la emancipación humana; y otra, la teoría dialéctica del conocimiento que insiste en que en toda tesis contraria a la nuestra siempre existe una parte de razón que hay que descubrir, y que en todo error o ignorancia existe parte de verdad o de conocimiento elemental que hay que integrar en el proceso inacabable de ampliación concreta del pensamiento humano.

En el caso de la sociología burguesa, las características comunes que la identifican como tal hacen que, a diferencia de otras partes específicas del pensamiento capitalista, como su economía política, su historia o su filosofía, por ejemplo, la tarea de separar el polvo de la paja sea más compleja. La razón es muy simple. Mientras que en esas disciplinas el objeto de estudio está relativamente fijado, en la sociología es mucho más borroso y difuso, abarcando muchísimos campos y espacios, tantos como los caprichos volubles de los sociólogos de turno. El debate sobre qué es el «hecho social» ha corroído a la sociología burguesa desde sus orígenes, y su evolución no ha sido inseparable de las necesidades de orden y control social y de ampliación del beneficio económico. Por ejemplo, una conocidísima empresa editorial española incluye en su catálogo de ofertas de abril-mayo de 1999 dos títulos en el capítulo de sociología: uno titulado «Sociedad Tecnocrática» y otro ¡¡»Kama Sutra»!!. No negamos el interés de la historia de la sujeción de la sexualidad de la mujer a la del hombre entre las castas y clases ricas de la India antigua, lo que sí nos parece rizar el rizo es ofertar el Kama Sutra en el apartado de sociología. Pero el desbarajuste interno de la sociología burguesa es tal que se comprende perfectamente la inclusión de esta por demás necesaria obra en ese apartado. Cosas peores se ven…

Partiendo de aquí, como pueblo oprimido que carece de sus elementales e imprescindibles recursos de producción de un pensamiento propio, debemos considerar cuatro cosas antes de plantearnos utilizar crítica y selectivamente partes de la sociología dominante.

La primera es que carecemos de instituciones nacionales vascas con recursos suficientes para potenciar esta tarea crítica. Mientras que la sociología burguesa dispuso de esos recursos, y en general todo el pensamiento burgués desde el Renacimiento con sus universidades, a l@s oporimid@s se nos ha negado siempre esa posibilidad. Podríamos hacer aquí una breve historia de la deliberada represión por los Estados español y francés de todos los intentos vascos por dotarnos de instituciones nacionales de producción de pensamiento propio. Y las pocas entidades que han permitido han sido siempre muy vigiladas y controladas desde dentro y desde fuera. Y ningún esfuerzo ni avance intelectual democrático puede sostenerse largo tiempo si carece de una sustentación sólida por parte de las instituciones públicas, igualmente democráticas. Pero la democracia es un dulce que apenas se nos ha dejado saborear.

La segunda es que la sociología que actualmente se hace en Euskal Herria está condicionada por los Estados ocupantes y la de sus fuerzas político-culturales afincadas aquí. En Iparralde, Nafarroa y Vascongadas, abundan los poderes estatales, paraestatales y extraestatales españoles y franceses que directa e indirectamente imponen determinados programas y planes de estudio, presionan contra los que no les interesan y utilizan del modo que les conviene lo que se produce fuera de Euskal Herria. También está condicionada por los intereses específicos de los regionalismos y autonomismos, para mantener su poder parcial. No podemos olvidar tampoco la mezcla de temor, impotencia, desidia, indiferencia o conservadurismo sociológico de muchos profesionales de esta carrera, generalmente trabajadores asalariados carentes de independencia material y personal, subjetiva, para pensar por sí mismos.

La tercera es que, sobre todo, esa sociología está pensada desde y para visiones e intereses extranjeros, con culturas y lenguas extranjeras, en inglés, francés y castellano, siendo la producción en euskara prácticamente inexistente. Los efectos de esta imposición son considerables dado que es muy fuerte la pugna entre la identidad vasca que mantiene raíces preindoeuropeas apreciables en determinadas pautas de comportamiento colectivo, y las identidades exteriores, que piensan y construyen sus modelos referenciales y proyectos de futuro con instrumentos lingüísticos no vascos. Cualquier intento de conocimiento de la realidad vasca que olvide tanto esa pugna como la pervivencia de raíces preindoerupeas, está condenada a la pobreza o al fracaso. Peor aún, partes básicas de la producción sociológica exterior están pensadas para dominar la voluntad vasca dentro de unos límites tolerados, o incluso exterminarla en amplias y fundamentales zonas, como Nafarroa e Iparralde, con lo que la situación se agrava desde todos los puntos de vista.

La cuarta es que, además, esa sociología tiene en momentos y problemas decisivos un contenido abierta y explícitamente antiindependentista, antiabertzale. O sea, no sólo se trata de su presión teórica, política ordinaria, cultural, social, educativa, etc, que a diario ejerce, sino que en todas aquellas cuestiones de transcendencia para los estatalistas franco-españoles, la sociología oficial actúa directamente como medio de dominación, falsificación y manipulación planificadas por los aparatos represivos. Tod@s sabemos cómo se utilizan las encuestas, cómo existen grupos de estudio sociológico que realizan trabajos «científicos» para mejorar y ampliar la represión de los sectores más combativos y concienciados. Los altos niveles de mentira y falsificación permanentes que sufre nuestro pueblo serían muy dificiles de mantener, por no decir imposible, de no existir una maquinaria de manipulación de masas dotada de instrumentos sociológicos adecuados.

Después, o simultáneamente al proceso de superación de estas dificultades, topamos con las que nacen de la naturaleza burguesa de la sociología oficial arriba vista, y las resistencias que ella ofrece al uso emancipador de algunas de sus partes. Antes de intentar resumir cuáles son estas, debemos saber que desde mediados del siglo XIX, los movimientos revolucionarios también han aplicado técnicas y métodos de análisis de la realidad social que aparecen en la sociología burguesa. Lo que ocurre es que lo han hecho desde dentro de una concepción global opuesta, y para objetivos también opuestos. Esta utilización se ha ido ampliando en la medida de lo posible en los decenios posteriores, pero siempre buscando mantener la especificidad y los objetivos independientes de l@s oprimid@s. No hace falta decir que sobre todo se han aplicado los descubrimientos y avances de todas las escuelas sociológicas progresistas y no descaradamente burguesas.

No es este sitio ni momento para extendernos en lo que podríamos utilizar de la sociología oficial para nuestros intereses, aunque, en resumen, sí debemos ser conscientes de tres precauciones decisivas como son, primera, que esta sociología es patriarcal, idealista, estatalista, burguesa y racista, con las consecuencias teóricas que ello acarrea; segunda, que además, en Euskal Herria su funcionamiento práctico es inseparable de la opresión nacional que padecemos y, tercero, que consiguientemente todo esfuerzo por utilizar alguna de sus aportaciones debe partir de una especial insistencia anterior en los problemas y reivindicaciones antipatriarcales, materialistas, populares, trabajadoras e internacionalistas, de modo que las técnicas analíticas, encuestas, monografías, entrevistas individualizadas, métodos de elección de las preguntas y de las zonas y horarios, sistemas de cualificación de los resultados cuantitativos, grupos de discusión y debate, relaciones con otras disciplinas, etc, etc, semejante esfuerzo posible y necesario ha de estar siempre dentro de las precauciones vistas y, fundamentalmente, dentro de los intereses de la emancipación humana.

Una tarea que podemos y debemos realizar.

Iñaki Gil de San Vicente
Euskal Herria, 5 de mayo de 1999

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