Publicado en Emilio López Adán et alii: Conciencia social y desarrollo personal. IPES ikastaroak. Cuadernos de Formación, n.º 22, Bilbao, octubre 1996, páginas 91-134.
«La teoría materialista de que los hombres son producto de las circunstancias y de la educación, y de que, por tanto, los hombres modificados son producto de circunstancias distintas y de una educación modificada, olvida que son los hombres, precisamente, los que hacen que cambien las circunstancias y que el propio educador necesita ser educado. Conduce, pues, forzosamente, a la división de la sociedad en dos partes, una de las cuales está por encima de la sociedad (así, por ej., en Robert Owen). La coincidencia de la modificación de las circunstancias y de la actividad humana solo puede concebirse y entenderse racionalmente como práctica revolucionaria»
Karl Marx III Tesis sobre Feuerbac
1. Introducción
Estimado público: estamos aquí para debatir sobre las relaciones entre el desarrollo personal e individual y el colectivo. Un ejemplo práctico de la profunda fuerza humana que nos aconseja sumergirnos en el excitante mundo de lo colectivo e individual, lo tenemos en su asistencia a este debate. Admiro en ustedes su lúcida determinación personal e inalienable para aguantar estoicamente mi exposición. Ustedes podrían estar ahora poteando, o en alguna reunión, deleitándose con Gurido o Usandizaga, leyendo con fruición la «Lógica» de Hegel o siguiendo la preciosa controversia científica sobre la materia oscura del universo. También podrían estar apareándose lascivamente con sus amantes. Pero están aquí. ¿Qué les ha impulsado a escoger esto último? A lo largo de esta charla y del debate posterior intentaremos entre todos, colectivamente, encontrar una respuesta coherente al enigma que, por otra parte, es tan viejo como nuestra especie.
¿Tan viejo? Desde luego que sí: uno de los problemas esenciales que pretende ser resueltos definitivamente por las primeras epopeyas, narraciones mitológico-religiosas y reglamentaciones sociales es precisamente este, el de las relaciones del individuo con y dentro del colectivo. Esa cuestión recorre subrepticia o abiertamente la doble tensión mítico-religiosa y político-económica entre, de un lado, la dependencia de la especie humana hacia el dios concreto del texto concreto y, de otro, las relaciones específicas entre los seres humanos. En la Epopeya de Gilgamesh dicha tensión es palpable, apareciendo claramente en el Código de Hammurabi y en los Proverbios Asirios, en el Génesis aparece entremezclada al igual que en el Corán. ¿Y para qué hablar del zoroastrismo, de Buda, Confucio y Lao Tse?. Una cuestión vieja, es cierto, pero permanente y, por tanto, siempre actual, siempre nueva. Lo viejo y lo nuevo: una contradicción que solo se comprende desde el materialismo histórico, como veremos.
Una cuestión permanente porque durante los miles de años transcurridos desde aquellos textos está irresuelta una situación opresiva estructurante que determina y condiciona esencialmente todo el problema de las relaciones de lo colectivo con lo individual: la opresión, explotación, dominación y alienación del sexo-género femenino por el masculino. Es más, los textos citados y otros muchos, todos los restantes, no son, no fueron neutrales en dicha cuestión. Fueron, son instrumentos fundamentales de legitimación, reforzamiento y endurecimiento de la opresión de un sexo-género por otro. Por tanto, el mismo enunciado y exposición global del tema que pretendemos analizar aquí está viciado y condicionado de origen: lleva el sello patriarcal.
Aquellos textos se limitaron a escriturar lo que ya era en su tiempo más que una realidad material: una definición de la ontología social de la especie humana existente desde el musteriense. La paleoantropología ha descubierto que todos los enterramientos musteriense marcan una clara división marginalizadora —¿opresiva ya entonces?— entre mujeres y hombres, en beneficio de 2 a 1 a favor del hombre, práctica constante en los enterramientos neandertaloides y cromañonoides. La paleontología también ha confirmado una clara marginación alimentaria, ahora ya podemos hablar taxativamente de opresión global, en detrimento de la mujer y en beneficio del hombre. Todo el impresionante arte rupestre enseña y refleja el proceso de marginación y opresión de la mujer, llegando a su culmen con la imaginería escultórica centrada en la subsunción de la capacidad procreadora de la mujer en el orden patriarcal.
Desde entonces, todo debate sobre lo individual y lo colectivo, con sus innumerables ramificaciones analíticas, choca con lo innominable que decía E.A. Poe. Parafraseando a este autor, que con su bella prosa terrorífica sólo comparable con la de Lowecraft, algunos trozos del Apocalipsis y el Libro de los Muertos, me ayuda a dormir en las noches de insomnio, podríamos decir que la llamada peyorativamente «cuestión femenina» en verdad es lo innominable, lo que no se puede nombrar, como hacen algunos judíos con respecto a Jehová, en cualquier debate sobre el tema que nos trae aquí. Hablando de mujeres, vacíos supersticiosos y silencios tergiversadores, tenemos el mito judaico de Lilith, la mujer que no se humilló ante dios. La primera rebelión fue, pues, la de la mujer. Si aceptásemos la tesis jungiana del inconsciente colectivo de la Humanidad, encontraríamos que aquella rebelión primera impactó tanto en el orden patriarcal que desde entonces todo lo relacionado con la mujer causa pánico verdadero, ese miedo paralizador que el dios Pan genera en los humanos. Pan es el dios de lo innombrable, de lo que causa pavor y aterra a los humanos simplemente con insinuar lo que está más allá de lo que se ve y se palpa. Para el orden patriarcal que se ha mantenido en esencia durante milenios, adecuándose a los cambios de y en las formaciones sociales históricas, todo lo relacionado con la Otra es tabú.
Es innegable la actualidad del tema. Una actualidad tanto más cierta cuanto que ustedes están aquí para discutir sobre ella: me atrevo a pensar que una de las razones que les trae es precisamente comprender no solo la permanencia del problema durante tanto tiempo, también su actualidad cuando, en apariencia y oficialmente, tendría que haber desaparecido ya, muerto y sepultado. Basta mirar superficialmente la prensa del poder, o sea, la inmensa mayoría de ella, para ver dos cosas: una, que desde comienzos de los 80 con la ofensiva contrarrevolucionaria neoliberal del reagan-thatcherismo y otra, que desde finales de los años 80 y sobre todo a raíz de la implosión y desaparición de la URSS, sufrimos un plomizo diluvio ultraindividualista en el peor reaccionarismo imaginable. Una apología del ultraindividualismo aislacionista más fanático que, estoy seguro, hace las delicias de Friedrich von Hayek y Murray Rothbard, por citar sólo dos teóricos actuales de esta corriente. Bajo la catarata, ahogados por ella, es muy difícil, casi imposible, ver que sucede fuera, en la calle, en la sociedad. Pero algo debe pasar, algo debe resistir, latir siquiera, para que semejante campaña propagandística no consiga empero triunfar.
Tengo el convencimiento de que si hubiera triunfado el aplastante ultraindividualismo oficial, hoy no estarían ustedes aquí para debatir ni más ni menos que sobre eso. Nuestra especie, que es la más animal de todas y ello dicho en el mejor sentido ético y científico, solo se plantea los problemas que están ya anunciados germinalmente como resolubles. Se habrán dado cuenta que he parafraseado a Marx, al que volveremos dentro de poco. Quiero decir que ahora mismo debatimos una realidad palpitante, un intrincado y multifacético campo cotidiano de batalla, de lucha entre ese ultraindividualismo autoritario, que se remite en definitiva a un colectivismo gregario y alienado, y un conjunto de prácticas resistentes, conscientes y orgullosas de sí mismas que reivindican una ágil dialéctica de lo individual dentro de lo colectivo y de esto, lo colectivo, como constituyente de lo individual. Lo sometemos a debate porque es un tema vivo, candente y permanente: no ha desaparecido y todos los que aquí estamos sabemos que no desaparecerá ya que, si así ocurriera, nosotros mismos, uno a uno y todos a la vez, desapareceríamos de inmediato.
Por eso, porque queremos vivir y, encima, vivir mejor, por eso y para eso nos planteamos el debate actual. Admito que en esta última andanada he introducido el factor de la consciente voluntad de ser algo, contraviniendo abiertamente los dogmas positivistas y neopositivistas; pero han de convenir conmigo que la voluntad, al fusionarse con la esperanza, es una fuerza material, un factor impulsor de la historia. Tenía razón Dante cuando dijo que el peor y más insufrible castigo de su infierno no era otro que la definitiva pérdida de la esperanza. Y es que la esperanza anida en la voluntad de ser individual y colectivamente. En este sentido y punto de discusión, es obvio que prefiero a Dante que a Nietzsche. En el frontispicio de algunos campos de exterminio nazis estaba escrito: «el trabajo os hará libres». Frase de claras resonancias bíblicas —«ganarás el pan con el sudor de tu frente»— y desde luego típicamente calvinista. Todos sabemos que intramuros del frontispicio desaparecía toda libertad, el individuo era aniquilado aunque sobreviviera un tiempo como ente físico, la colectividad era reducida a su expresión más alienante y la esperanza, exterminada. Ahora bien, ¿toda esperanza y toda dialéctica colectivo-individual? No. Sabemos que en esas atroces condiciones se formaron, resistieron y crecieron organizaciones clandestinas armadas: la vida dentro de la muerte. Ernst Bloch ha hablado muy bien sobre la esperanza como uno de los principios fundantes de la praxis.
A buen seguro que entre ustedes hay familiares o amigos de los prisioneros vascos sometidos a rigurosos y científicamente planificados sistemas de exterminio lento en las cárceles españolas y francesas. Soy de los que piensa —y en el debate posterior espero demostrarlo— que la praxis revolucionaria y militante de los abertzales prisioneros muestra de forma inequívoca la capacidad humana para elevar la dialéctica de lo individual-colectivo a uno de sus niveles más grandiosos y bellos. En sí, esa dialéctica es operativa dentro mismo de los eternos instantes y de los densamente duros días de la tortura, práctica común en nuestra historia y cotidiana en nuestro presente. Entre otros muchos, J. Jervis y M. Foucault han profundizado sobre el particular y entre nosotros tenemos a J.M. Biurrun. Pero antes de la tortura, antes de la detención, en la praxis revolucionaria abertzale clandestina, semilegal o legal, en la lucha diaria, el y la militante desarrollan la, para mí, como marxista que soy, forma y contenido más rico y totalizante de la dialéctica colectivo-individual: la militancia revolucionaria.
V. Serge tiene escrito un pequeño texto que debiéramos publicar y divulgar masivamente: «Lo que todo revolucionario debe saber acerca de la represión». Es un libro típicamente marxista: la dialéctica como método genético-estructural de análisis sistémico y la propuesta práctica como síntesis histórico-genética resultante. No es una obra filosófica en el sentido oficial, pero es profundamente filosófica en la decisiva cuestión del comportamiento individual que asume consciente y libremente los peores riesgos en aras de ampliar las impresionantes potencialidades omnilaterales y pluridimensionales de nuestra especie. Al fin y al cabo hacia eso va encaminada la praxis revolucionaria. Leonardo da Vinci, un revolucionario renacentista, tenía como modelo aquel uomo totale tan bien pintado por Miguel Ángel en la Capilla Sixtina cuando inmortaliza a la mano humana independizándose de la garra divina. Eso y no otro es la finalidad de la praxis revolucionaria. El hombre total, mejor decir la nueva especie humana, empezará a desarrollarse con el comunismo, algo que es mucho más que una utopía y ucronía, es una necesidad.
Para llegar a él, como estación de tránsito y acopio de fuerzas, la obtención de una Euskal Herria independiente, euskaldun, reunificada, socialista y no patriarcal es un logro ineludible. Vemos así la continuidad en el tiempo de las aspiraciones y necesidades humanas. En este sentido, para un servidor, ETA es más que una organización política: es una muestra más de la dialéctica ascendente del desarrollo individual dentro del desarrollo colectivo, y de lo colectivo como fuerza objetiva -subjetivizada- impulsora de la individualidad. Al poner a ETA como ejemplo introduzco el vital problema de la función de la organización militante que engloba a los revolucionarios. Gramsci habló del partido como intelectual orgánico y en muchas cosas tenía razón.
Pero muchas veces por razones que no podemos exponer ahora, ese partido genera una militancia que diluye su individualidad creativa y solidaria en una masa obediente y sumisa. La dirección usurpa el poder a la militancia, se burocratiza e impone una línea claudicacionista, o sencillamente, con la excusa de los golpes represivos y de la repetida tesis de la «inexistencia de condiciones objetivas», liquida la organización aceptando el orden de cosas existente. La dirección ha ido desmoralizando, desmotivando y desorientando a la militancia, de modo que el grueso, o una parte de ella le sigue, le secunda en la claudicación. Durante el proceso la dirección ha cuidado con especial atención que la militancia no se autoorganizase, que desapareciera toda iniciativa individual y colectiva de crítica, que la militancia se convirtiera en mera masa informe y obediente. Aun así y todo, siempre hay militantes que resisten, que se enfrentan plantando cara.
Pero también hay que ver el tema desde el lado opuesto, cuando los militantes sometidos a durísimas situaciones carcelarias, de clandestinidad y exilio, viviendo bajo un diluvio desinformativo avasallador, mantienen la coherencia estratégica, asumen en su individualidad más esencial todos los costos y sacrificios personales. Si hacemos bien en valorar el criterio propio en las situaciones de desviación derechista y burocratización interna, también hemos de valorar ese criterio propio cuando decide seguir dentro de la organización en las peores condiciones imaginables. La individualidad creativa, libre y solidaria se despliega en ambos momentos: para criticar y oponerse al amansamiento y para continuar sin doblegarse en la brecha reforzando la organización.
En ambos casos, la dialéctica individuo-colectivo opera plenamente. En el primero esa individualidad se opone a la rendición en nombre de sí misma y de los derechos y necesidades colectivas, que siempre están por encima de los privilegios de la burocracia claudicacionista. En el segundo, se reafirma en el valor de su colectivo organizado y lo impulsa y refuerza mediante su militancia personal. En ambos la individualidad militante es decisiva para levantar y reestructurar la organización dañada por los golpes represivos y/o por el abandono de una parte de su dirección que ha arrastrado a una parte de la militancia.
Como en otros muchos aspectos, en el del desarrollo personal y colectivo los marxistas y los revolucionarios en general han preferido hablar con su práctica antes que escribir con su pluma. Por eso, y sin discutir ahora lo acertado o no de semejante proceder, nos vemos en la necesidad de una larga investigación de una práctica sistemática que desde Marx hasta cualquier marxista de hoy mantiene las mismas consantes. Lo que sigue es eso, rastrear a partir de mediados del siglo XIX comportamientos prácticos muchas veces no escritos y generalmente desconocidos y sumergidos en el olvido. Sí dispondremos de algunos textos, pero nunca serán lo que se dice «acabados».
Iñaki Gil de San Vicente
Euskal Herria, octubre de 1996