Maastricht: ¿Cuarta reordenación?

Elaborado en octubre de 1992 y publicado dentro del libro colectivo: Carlos Taibo et alii: Maastricht. La polémica de Europa, Ediciones VOSA, Madrid, 1992. 200 páginas.

Maastricht: ¿cuarta reordenación?

Los recientes resultados del referéndum francés para la aprobación o rechazo de las etapas fijadas en Maastricht sobre la culminación de la unidad europea, han supuesto una duda más que se suma a las muchas existentes. Anteriormente, el referéndum en Irlanda, con resultados que si bien positivos para el proyecto oficial encubrían empero significativos datos sobre la fuerza del no o cuando menos de la indecisión, pareció haber servido de revulsivo al justo y pelado triunfo del no danés emitido igualmente en referéndum.
Resulta significativo que tanto los tres referéndums habidos como las encuestas y sondeos de opinión al respecto en otros Estados denoten dos constantes comunes: una, lo apretado de la victoria de una u otra tesis, del sí o del no a los plazos fijados en Maastricht y al proyecto encuadrado en esos plazos y otra, el miedo de los Estados y de las clases dominantes que impulsan ese proyecto a los referéndums. Naturalmente, según los Estados, esos datos varían substancialmente, como es el caso inglés. Pero las constantes están ahí.
¿A qué responden esos miedos e indecisiones? Aquí radica en gran medida el secreto de la cuestión. Debemos preguntarnos sobre las causas de las debilidades de los en apariencia omnipotentes medios propagandísticos de los Estados y clases dominantes que optan por el proyecto de Maastricht. Debilidades en el sentido manifiesto de ser incapaces de asegurar un sí suficientemente elevado como para legitimar durante un tiempo relativamente largo la puesta en práctica del modelo-Maastricht. Debilidades también en el sentido de conseguir la aceptación de la no realización de referéndum en aquellos Estados que como el español se niegan a realizarlo. Debilidades, por último, en el sentido de no asegurar la unanimidad de todas las clases dominantes al respecto y del bloque social homogéneo que crearían a su alrededor, de lograrse dicha unanimidad.
Esas debilidades producen miedos en los Estados que temen además de no suscitar el apoyo o al menos indiferencia suficiente que les diera cobertura de manipulación encubierta o descarada según los casos, aparte de eso, temen también introducirse en una dinámica de recelos y desconfianzas internas y externas a consecuencia de lo dicho. Como resultado de ello, todo indica que los Estados más poderosos proferirán marchar por su cuenta en una velocidad propia, arrastrando a los demás, a quienes impondrán indefectiblemente sus condiciones debido a lo ventajoso de su condición de grupo líder y dominante. Pero con ello se azuzan las inquietudes y hasta rechazos de los pueblos pertenecientes a los Estados más lentos, de segunda o tercera velocidad.
Pero todo lo dicho nos remite de nuevo a la pregunta anterior:
¿cuáles son las causas históricas de las dudas y temores? O si se quiere: ¿qué recelos suscitan en amplias masas europeas el proyecto-Maastricht y a qué se deben? O expuesto en otros términos: ¿qué temores históricos renacen o se revuelven en lo profundo de la conciencia actual, presente, de amplias masas de europeos, de modo que la masiva propaganda pro-Maastricht no logra erradicarlos plenamente? Desde luego que al invocar al pasado, a los recuerdos constituidos a lo largo de décadas convulsas y violentas como los de la historia europea, también estamos abriendo la puerta de entrada a los demonios de las añoranzas expansionistas, de los sueños imperiales y de los odios nacionales.
Se quiere decir, en suma, que la actual situación europea es incomprensible al margen de las sucesivas fases capitalistas de readecuación de los ejes de desarrollo, de remodelación de los espacios productivos con consecuencias venturosas para muy pocos pueblos y generalmente dramáticas para muchos. Se quiere decir que para reconocer la importancia del presente hay que ubicar el hoy en la compleja historia de expansión del capital desde el XVII con sus guerras y crisis demoledoras, cambios en las naciones y Estados, etc. Se quiere decir que todo este pasado lleno de sangre y conflictos, pero también de una mejora notable de las condiciones de vida y trabajado lograda mediante luchas y resistencias empecinadas de las/os oprimidas/os, revive en la actualidad.

No nos debe extrañar este fenómeno. Es recurrente en las situaciones de crisis abierta, de bi o trifurcación de caminos y de alternativas de futuro. Y es tanto más comprensible cuanto que se produce el momento de decisión en plena situación de crisis estructural del capitalismo, como nunca habida hasta el presente. Por ello y para entender más correctamente la situación actual y las líneas tendenciales evolutivas, vamos a analizar con rapidez los siguientes puntos:

  1. Fases precedentes.
  2. Constantes históricas.
  3. Situación actual.
  4. ¿Cuarta reordenación?

Fases precedentes

Si titulábamos este breve texto como «Maastricht: ¿cuarta reordenación?», era porque sostenemos la tesis de que Europa se encuentra ante una previsible cuarta fase de su evolución consistente en el inicio convulso y extremadamente tenso de una nueva reordenación del marco geopolítico inherente a la nueva forma de acumulación que debe sustituir a la precedente. Esta entró en quiebra total a comienzos de los setenta y aún no ha generado todos los mecanismos económicos, políticos, socioculturales y axiológicos adecuados para relanzar durante un período de tiempo suficientemente largo la tasa media de ganancia. Sin tal relanzamiento sostenido es extremadamente problemático el que la enorme cantidad de capital excedentario que navega a la deriva se reinvierta en el sector primario, de producción de bienes de producción, decisivo para la reproducción ampliada del valor.
Pero es la especial complejidad de la actual crisis, que analizaremos en su momento, la que explica tanto la importancia de la memoria histórica contradictoria de los pueblos y clases sociales como de la colaboración o al menos su pasividad tolerante e interesada para dejar vía libre a las duras reformas que las burguesías deben acometer urgentemente. Por tanto, para lograrlo, el bloque de fracciones de clases dominantes que optan por el modelo-Maastricht deben antes que nada fabricar ese consenso activo o pasivo. Así se comprende el oscurantismo y precipitación con la que se ha negociado y tramitado el proceso. Se intentaba evitar el conocimiento público no solo de la gravedad de la situación, sino también de la extrema dureza de las medidas capitalistas destinadas a abrir otra onda larga expansiva que sustituya a la concluida a finales de los sesenta.
Consiguientemente, tanto para el Capital como para el Trabajo, la historia de las fases precedentes, condicionantes de la actual situación, es vital. De ahí toda la campaña mentirosa y falsificadora del pasado europeo y de ahí la importancia que damos a las fases anteriores, pues nos permiten extraer determinadas constantes que pueden iluminarnos en la actualidad. Y si sostenemos que estamos a las puertas de una cuarta fase es porque las tres precedentes nos enseñan lecciones muy inquietantes que nos aconsejan oponernos a la estrategia que hoy aplica la fracción dominante de las clases dominantes.
La primera ordenación de los espacios geopolíticos y productivos europeos gira alrededor del Tratado de Westfalia de 1648. La crisis tardofeudal de los s. XIV-XV y la expansión del XVI marcan las duras contiendas del XVII, especialmente la Guerra de los Treinta Años en el continente en la que los Países Bajos se independizan del Estado español y se reestructura todo el mapa geopolítico. En Inglaterra la revolución de 164O/88 supone la confirmación de la tendencia a escala europea.
Esta primera ordenación se caracteriza por la pérdida irreversible de poder del Estado español y Portugal, de la Alemania central y meridional, del norte de Italia y del comercio mediterráneo en beneficio del eje noroccidental representado por los Países Bajos e Inglaterra y en menor medida por el Estado francés y Suecia. El fracaso del capital mercantil para dar el salto manufacturero es el secreto de que gran parte del continente tenga que quedarse rezagado e incluso con refeudalizaciones brutales en el Este y reforzamiento del absolutismo en el Estado francés. También sale derrotado definitivamente el Vaticano y sus pretensiones teocráticas.
El ordenamiento resultante del Tratado de Westfalia perduraría sin grandes cambios durante 165 años hasta el Congreso de Viena de 1815, que es la segunda reordenación europea. Durante el tiempo transcurrido entre ambos hitos, Europa asiste al desarrollo del capital manufacturero y de la burguesía como clase dispuesta a desbancar al absolutismo. Los principales Estados que decidirán la suerte del continente durante dos siglos, hasta la segunda mitad del XIX, se consolidan entonces —Inglaterra, Holanda, Francia, Rusia, Austria, etc.— mientras que los fundamentales problemas nacionales toman cuerpo definitivo dentro de dichos Estados —Irlanda, etc, en Inglaterra; Bélgica en Holanda; vascos, bretones, etc, en Francia, eslavos bálticos en Rusia, Austria y Prusia; eslavos balcánicos en Austria, Rusia y Turquía; vascos y catalanes en España; etc.— y por último se establecen definitivamente los puntos básicos de una ideología burguesa euroccidental que renace periódicamente compuesta por tres fobias chauvinistas: antieslavismo, antiislamismo y antisemitismo.
La reordenación europea del Congreso de Viena de 1815 es el resultado de la victoria de las dos facciones más distanciadas de los Estados europeos: Inglaterra que avanza ya en la primera etapa de la revolución industrial y los Estados anclados en el absolutismo dinástico que empero han intentado reformas verticales pro burguesas. Esta alianza se opone a muerte al Estado francés que ha logrado la revolución burguesa de 1789 y representa a un heterogéneo y débil campo jacobino-liberal burgués que no logra afianzarse en ningún Estado debido tanto al retraso socioeconómico como a la política imperialista y expoliadora napoleónica que activa rechazos nacionales contradictorios.
El Congreso de Viena refleja en sus decisiones de reordenación la alianza entre ambos extremos de Estados: mientras que Inglaterra asegura su expansionismo mundial mediante la libertad de comercio elemental para su crecimiento industrial que ya no manufacturero, Austria, Prusia y Rusia estabilizan su poder a la vieja usanza. Solo Prusia toma medidas verticales tajantes de modernización mediante una fusión considerable estato-militar-capitalista. Las reivindicaciones nacionales de los pueblos no son satisfechas en ningún momento y tampoco las sociales. Más incluso, el Congreso de Viena interviene centralizadamente en las brutales represiones de las tres sucesivas oleadas revolucionarias que sacuden al continente en 182O, 183O y 1848; oleadas en las que las exigencias nacionales van inseparablemente unidas a las sociales con claros contenidos progresistas y democráticos.
Pero no puede detener la paulatina transformación del capital manufacturero en industrial. Proceso que se acelera mediante el giro de 1848/49 que marca el posicionamiento definitivo de las burguesías por el orden establecido mediante alianzas con la aristocracia y contra las clases, naciones y sexo-género oprimidos. Simultáneamente, a ese giro e impulsado sociopolíticamente por él, se inicia la fase expansiva de 1848/73 en la que se asienta el núcleo metal mecánico y motor de vapor y combustión externa de carbón. Sin el Congreso de Viena y su celosa vigilancia del orden social, nacional y estatal europeo hubiera sido muy difícil esa expansión.
De todos modos se produce una reordenación de los ejes de desarrollo y de los espacios productivos con decisivas implicaciones nacionales, internacionales e interestatales futuras: mientras Inglaterra sigue como primera potencia, Holanda se retrasa algo, Francia avanza lentamente, Prusia se acelera y unifica Alemania, Piamonte unifica Italia, pero con dificultades para el futuro, Austria se alía con Hungría para sobrevivir agudizando el problema balcánico, el sur europeo —Grecia, Estado español, Portugal e Italia meridional— se atrasan definitivamente. Las represiones coaligadas de 1848/49 y de 1871 demuestran que el capital europeo no está dispuesto a dejar a las clases y naciones oprimidas vía libre.
La solidez de la reordenación geopolítica establecida por el Congreso de Viena se demuestra además de su efectividad represiva y de incentivación económica de 1848/73, también en la capacidad de resistir durante la fase económica descendente de 1873/93 en la que las contradicciones interestatales, internacionales y sociales van creciendo pese a la relativa mejora de las condiciones de vida y trabajo, a los mecanismos de integración social y a las medidas hipercentralizadoras de los estado-nación existentes.
Para 1893, antes de que se inicie otra fase expansiva del capital que va en directo al imperialismo, existe ya una «Europa de tres velocidades»: primera, Alemania en disputa con Inglaterra, después el Estado francés, actual Benelux, norte de Italia, etc; segunda, Austria-Hungría, norte del Estado español, zonas de Rusia, Dinamarca, Suecia, partes de Rumania, etc, y tercera, todo el sur europeo —Balcanes, Italia meridional, península ibérica, Grecia— casi toda Rusia, Europa septentrional, etc. Pero sobre las «velocidades» ya hablaremos más adelante debido a la trampa que encierra esa terminología.

Aunque para la primera década del XX están dadas las bases de la Primera Guerra Mundial, esta no estalla por el sofisticado sistema legado por el Congreso de Viena y la posterior modernización bismarckiana que permite que las tensiones se canalicen mediante pactos internos y expansionismos imperialistas. Para entonces los tres puntos nodales de la ideología euro occidental descritos arriba y que provienen de la primera reordenación —antieslavismo, antiislamismo y antisemitismo— se han concretado amenazadoramente en el pangermanismo, en el imperialismo contra Turquía y toda el área en general y contra el sionismo en todo Europa.
Esa ideología euro occidental se perfecciona con el aporte del social darwinismo y de la sociobiología. Por último, en la medida en que las contradicciones interimperialista intraeuropeas no logran canalizarse hacia el exterior revirtiendo en el interior, aparece la hostilidad franca entre Alemania e Inglaterra expresada en el choque entre pangermanismo y pan anglicanismo quedando la tradicional disputa franco-germana a corta distancia de la anterior.
La Primera Guerra Mundial es el resultado de tres fuerzas confluyentes: conflictos interimperialistas, conflictos interestatales concretos heredados del pasado y reactivados con el imperialismo y conflictos internacionales permanentes azuzados por las disparidades de desarrollo centro-semiperiferia-periferia y por los dos conflictos previamente citados. La Primera Guerra Mundial es el resultado del anacronismo del modelo del Congreso de Viena en las nuevas contradicciones imperialistas, al igual que las guerras napoleónicas fueron el resultado del anacronismo del Tratado de Westfalia frente a la contradicción irreconciliable entre los intereses del capital manufacturero francés y el capital inglés en tránsito a la industrialización, siendo los grandes Estados absolutistas dinásticos agentes de segundo orden aunque aparentaran lo contrario.
Pero la Primera Guerra Mundial tuvo consecuencias cualitativamente novedosas sobre el modo de producción capitalista y sobre Europa: creación de la URSS y apertura de dos períodos revolucionarios intraeuropeos durísimos; declinar definitivo inglés frente a EE.UU.; profundos cambios internacionales e interestatales que urgían una nueva reordenación europea; endurecimiento de las guerras de liberación nacional extraeuropeas, etc. Como efecto de las innovaciones endógenas y exógenas se inicia una fase descendente del capital que conducirá tras su agudización a partir del 29 a la Segunda Guerra Mundial. A diferencia de las guerras napoleónicas, que inician un período completo del capital, sociopolítico y económico, la Primera Guerra Mundial es solo la primera parte del asentamiento de la nueva fase expansiva que necesitará para despegar plenamente los terribles efectos de la Segunda Guerra Mundial.
La tercera reordenación europea se produce al estabilizarse la jerarquía interimperialista mundial con el dominio yankee y al concluirse la repartición de esferas de influencia con la URSS no solo a escala europea sino mundial. Los acuerdos de 192O de Versalles, que pretendían resolver el caos del momento, no lo lograron por la propia incapacidad del capital para derrotar a la URSS y a las clases y naciones oprimidas. No pudo imponerse un orden estable por la existencia de un polo revolucionario y de unas contradicciones intracapitalistas mundiales desestabilizadoras de toda estrategia clásica. A partir de 1914 y pese al período de ascenso de 1945/68, el capitalismo ya no será el mismo ni Europa será ya el centro imperialista.
Se necesitaban una serie de condiciones objetivas y subjetivas elementales: aplastar a la URSS y vencer a las clases y naciones oprimidas; recomponer el modelo sociopolítico de intervención en la economía, o sea reestructurar la forma-Estado; imponer una nueva forma de explotación de la fuerza de trabajo social ya introducida antes de la Primera Guerra Mundial pero aún no vigente del todo: el taylor-fordismo. La crisis del 29 agrava las dificultades de reordenación. La tendencia a los movimientos nazi-fascistas iniciada en Italia se refuerza con la crisis, creciendo además debido a la desastrosa política interestatal e internacional de la URSS que ha entrado ya en un proceso de degeneración burocrática muy beneficiosa para el capitalismo.
Como esas condiciones no se lograron en su totalidad al haberse interrelacionado las diferentes crisis o subcrisis parciales, y al mundializarse el capitalismo y sus contradicciones, estalló la Segunda Guerra Mundial. Esta reflejaba el fracaso del capital en estabilizar las condiciones surgidas de la guerra anterior más las nuevas contradicciones surgidas en esas dos cortas e intensas décadas en las que, una vez más, el pangermanismo era el andamiaje ideológico del capitalismo alemán ya definitivamente grueso para su estrecho marco estatal y euro occidental. Los Estados francés e inglés tampoco podían ya permitir mayores avances nazis —Austria, Checoslovaquia, Polonia, Pacto con Mussolini, Noruega— pues su potencial económico y militar sería incontenible.
La Segunda Guerra Mundial tiene además otra característica cuantitativamente diferente a la Primera Guerra Mundial: el ataque a la URSS, que en sí era el objetivo central del capitalismo alemán y del nazismo. Sin caer en la historia ficción, es más que probable que Francia e Inglaterra no hubieran movido un dedo en auxilio a la URSS si la guerra se hubiera librado exclusivamente en el frente Este. La necesidad de exterminar a la «amenaza bolchevique» provenía para Alemania de dos causas: su proximidad y sentido de referencia y los mercados e inmensos territorios. De ambas podía nacer un peligroso contrincante muy superior al francés e inglés. La política timorata y apaciguadora estalinista no convencía al capital alemán por la sencilla razón de que veía más provechosa su expansión hacia el Este que hacia el Oeste.
La tercera reordenación se asienta sobre un panorama totalmente nuevo que empero conserva conexiones subterráneas con históricos enfrentamientos geopolíticos y socioeconómicos que se remontan a la transición al feudalismo en la Europa occidental y en la tardía feudalización de Europa oriental. Partiendo de la diferencia de ritmos y con base en la vigencia del desarrollo desigual y combinado, las sucesivas revoluciones industriales y la dialéctica centro-semiperiferia-periferia determinan desde entonces periódicos conflictos interestatales e internacionales que ideológica y culturalmente adquieren la forma de enfrentamiento permanente pangermanismo-paneslavismo.

Mientras que las contradicciones franco-germanas y anglo-germanas se resolvieron por y mediante la disciplina intracapitalista de la división interestatal del trabajo, con crisis resueltas por los mecanismos internos, las existentes entre Alemania y los Estados y pueblos eslavos y euro orientales —con alianzas y bloque mutuos por uno y otro bando— son de gravedad muy superior por la magnitud de la diferencia económica y cuantía de las transferencias de valor e intercambio desigual que se establecen exasperando las reivindicaciones eslavas frente a la dominación del capitalismo alemán.
En la medida en que la burocracia estalinista contenía las aspiraciones nacionales eslavas a pesar de la Guerra Fría, en esa medida el orden resultante de la tercera reordenación se veía asegurado en ese permanente foco de tensiones históricas. A la vez, el auge económico de onda larga de 1945/68, la relativa integración clasista del Estado keynesiano, el colaboracionismo de los PC oficiales y sus sindicatos, las sobreganancias del imperialismo, el descrédito creciente de la corrompida burocracia estalinista en las clases trabajadoras, etc, todo ello permitió una expansión burguesa sostenida. Ahora bien, tampoco se hubiera logrado sin fuertes mecanismos intraestatales de vigilancia y control social, sobre todo en Alemania Federal y en el sur del capitalismo europeo, con las dictaduras de Franco y Salazar que permitieron largos años de sobreexplotación.

Pero todo este modelo empieza a entrar en quiebra sociopolítica de integración y subsunción de la fuerza de trabajo social, de las naciones oprimidas y de la legitimidad del patriarcalismo a mediados de los sesenta, llegando a una situación compleja de crisis sociopolítica a finales de esa década. Ello repercute en cuanto impacto exógeno, pero inherente a la totalidad concreta del capitalismo como sistema europeo, en la capacidad burguesa para detener las crisis endógenas que se acumulan emergiendo a comienzos de los setenta.

Constantes históricas

Podemos constatar la recurrencia de cuatro constantes que reaparecen a lo largo de las crisis precedentes a las reordenaciones vistas. Son constantes que adquieren formas específicas respondiendo a los cambios histórico-genéticos del capitalismo, pero que, en su naturaleza profunda y en el hecho de su recurrencia, demuestran su concatenación genético-estructural con ese modo de producción. Conviene detenernos en ellas precisamente por su recurrencia, es decir, porque al presentarse siempre denuncian la existencia de necesidades objetivas no ya solo de presente inmediato de las burguesías, sino de la propia continuidad del capital en sus dificultades de reproducción ampliada. Recordemos que la reproducción sintetiza la producción y la circulación de las mercancías, su realización en beneficio. Por ello, la circulación tiene una importancia singular —creciente además— que adquiere pleno sentido en la perfecta conjunción de los factores sociopolíticos, burocrático-administrativos, etc, que influyen positiva o negativamente en la marcha general de la economía.

O dicho en otros términos, el conocimiento de las dificultades del proyecto de unidad europea expresado en Maastricht se logra más cabalmente penetrando en la delicada interrelación de los factores sociopolíticos con los escuetamente económicos. La recurrencia de cuatro constantes problemáticas en todas las crisis —a las que hay que añadir una más en la actual— nos permite conocer la hondura y trascendencia de las reformas estructurales que deben acometer las burguesías para lograr un relanzamiento económico de fase larga.
Podemos así desmontar la propaganda pro-Maastricht con argumentos que atacan al corazón mismo de la naturaleza genético-estructural del capitalismo y no solo a formas histórico-genéticas aisladas, superficiales y pasajeras. Por último, nos permite cerciorarnos de la innegable novedad de la actual crisis de onda larga con respecto a las precedentes que tiene su raíz en la especificidad propia de la fase expansiva de 1945/68 con respecto a anteriores.
Las cuatro constantes recurrentes son estas: crisis de la disciplina y forma de trabajo; crisis de la forma-Estado; crisis de la hegemonía y de la división interestatal del trabajo capitalista y, por último, crisis de la legitimidad del sistema en esa fase concreta. Veamos una a una a lo largo de las reordenaciones sucesivas. No hace falta insistir en que esas crisis están siempre dentro de los contextos geoculturales en los que se desarrolla la lucha de clases concreta: nunca se dan en un espacio impoluto y descontaminado de herencias, tradiciones, costumbres y hábitos etnonacionales, de lo que se denomina capital simbólico acumulado y también activo nacional.
La crisis de la disciplina y forma de trabajo es patente a lo largo del período tardofeudal expresándose en las guerras campesinas del XVI y en las luchas intragremiales que adquirieron gran virulencia. El esfuerzo de los XVI y XVII por disciplinar a los trabajadores en las nuevas manufacturas se relanzan con posterioridad al Tratado de Westfallia. El protestantismo y su rigor metódico expresan la reacción del capital ante la indolencia de las masas trabajadoras católicas que rechazan la dictadura espacio-temporal del salario.
Al final del XVIII la descomposición es manifiesta: los «talleres nacionales» absolutistas franceses no sirven y hace falta un gran salto en la disciplinarización. La burguesía francesa no duda en atacar duramente con el Código Napoleónico a clases, naciones y sexo-género oprimidos como lo hicieron holandeses e ingleses. La introducción del taylor-fordismo busca redisciplinar al Trabajo en el inicio del imperialismo para destruir sus resistencias y saber obrero desarrollados en las primeras fases de la industrialización. Hoy, a otra escala, se presenta el mismo problema.
La crisis de la forma-Estado es igualmente patente. La primera revolución burguesa, la de la actual Holanda, no hubiera triunfado o le hubiera costado mucho más sin las sucesivas quiebras financiero-burocráticas del Estado español de los Habsburgo como tampoco la segunda revolución burguesa, la de 1640/88 en Inglaterra, sin la quiebra de la monarquía estatal. La cuarta revolución burguesa, la de 1789 en Francia, —la tercera es la de las Colonias inglesas en Norteamérica— tampoco hubiera triunfado sin la podredumbre del absolutismo borbónico y la era napoleónica, decisiva para estabilizar esencialmente pese a la derrota los logros burgueses, no se hubiera sostenido tanto tiempo sin las debilidades de los Estados absolutistas dinásticos.
Por último, sin el agotamiento de los Estados burgueses de entre guerras el nazi-fascismo hubiera sido otro o no hubiera sido, la continuidad de la URSS hubiera sido más cuestionada, las políticas de salida de la crisis de 1929/33 especialmente hubiera sido más rápida, etc, y la guerra, de haberse dado, hubiera tomado otro rumbo. La aplicación del keynesianismo tuvo la finalidad de restablecer la efectividad del Estado como instrumento decisivo en la vida social. Hoy, a otra escala, existe el mismo problema.
La crisis de la hegemonía interestatal de la división del trabajo se vio claramente en el hundimiento del poder hegemónico de la Casa de los Habsburgo certificada oficialmente en Westfalia y el traslado de la hegemonía a Holanda e Inglaterra fundamentalmente; hegemonía que se mantuvo durante el XVII hasta la derrota holandesa a manos inglesas. El peligro de perder esa hegemonía debido a la política expansionista del capital francés en 1801/04 en concreto y de toda la era napoleónica en general, explican, además de otros factores, el empecinamiento desesperado de Inglaterra por vencer a Francia. El auge alemán y la debilidad inglesa muestran la rotura de la hegemonía intraeuropea y la agudización de las contradicciones que justo se resuelven parcialmente y durante poco tiempo con la Primera Guerra Mundial.
Los planes nazis, consensuados y aprobados siempre por el capital alemán, aceleran el despegue y vuelven a cuestionar la superioridad inglesa. Pero la existencia de la URSS añade un ingrediente nuevo a esa crisis que cambia cualitativamente el panorama europeo y mundial. Además, por si fuera poco, la guerra en el océano pacífico con la entrada de Japón indica la aparición de un tercero en discordia dentro del imperialismo capitalista. Hoy, a otra escala, existe el mismo problema.
La crisis de los valores y normas legitimadoras del sistema se dio agudamente a mediados y finales del XVI, adquiriendo caracteres extremos en el XVII. Ya hemos hablado del protestantismo como reacción. Hay que decir que fue un proceso interactivo en el que la autonomía específica de lo ideológico-cultural jugó su papel, pero que, sin embargo, visto en problema desde perspectiva larga, la determinación en última instancia correspondió al capitalismo. El enciclopedismo fue la respuesta burguesa a la decadencia de los valores tardofeudales absolutistas: modernizó la concepción originaria de la burguesía revolucionaria holandesa e inglesa.
Una de las obsesiones del Congreso de Viena durante veinte años es la de cuidar la «buena moral». Frenar el ascenso de las reivindicaciones sociales, nacionales y feministas en el último cuarto del s. XIX, las burguesías responden con una exacerbación nacionalista-chauvinista que crece al unísono del imperialismo. La situación de entreguerras en el s. XX tiene en el irracionalismo y el racismo uno de sus muros contenedores. Hoy, a otra escala, existe el mismo problema.
Estas cuatro crisis recurrentes influencian y a su vez son influenciadas por los movimientos de lucha y de resistencia. Las reordenaciones sucesivas de Europa son incomprensible fuera de las presiones de las masas: se debe insistir en que existe una clara línea ascendente que va desde la época revolucionaria de la burguesía —siempre predispuesta al pacto con el anterior poder clasista para impedir previsibles desbordamientos por la izquierda de las masas populares—, en la que las dos reordenaciones habidas entonces tienen contenidos relativamente progresistas —Holanda e Inglaterra contra el Imperio de los Habsburgo y la fuerza del Vaticano y, después, Francia contra el absolutismo dinástico y la reacción clerical—, hasta la tercera reordenación ya clara y manifiestamente contrarrevolucionaria pese a la demagogia democraticista de lucha contra el nazi-fascismo. Esta línea contrarrevolucionaria ascendente llega a su más alto grado de expresión en la fase actual.
Por razones de espacio nos vamos a detener solo en una de las cuatro expresiones más conocidas de las luchas sociales: la de las naciones oprimidas que engloban en sus marcos a las tres anteriores. La lucha de clases en sentido tradicional ya ha sido superficialmente expuesta en activo y pasivo. Carecemos de espacio para extendernos en las luchas feministas y las luchas de los movimientos sectoriales son en gran parte recientes. La presencia elemental de las reivindicaciones nacionales como detonantes de las reordenaciones se comprueba a simple vista. Al definirlas como detonantes se dice eso, que actúan como la mecha, la chispa o simplemente detonante de un compuesto explosivo integrado por todas las contradicciones históricas y presentes que explosiona —ha explosionado siempre hasta ahora en las reordenaciones anteriores— al activarse el detonante nacional.

Las reivindicaciones nacionales tienen ese contenido definitorio debido a su capacidad de absorción, integración y sistematización de las diversas contradicciones que existen en su encuadre geocultural y geopolítico. Incluso hay que decir que la historia nacional, el pasado, las tradiciones, las condiciones objetivas y subjetivas en las que las nuevas generaciones han de librar sus batallas sociales influencian y delimitan subjetiva y objetivamente el continente y el contenido de dichas batallas con base en una doble interacción sincrónico-diacrónica: el desarrollo desigual y combinado de todos los procesos y las jerarquías centro-semiperiferia-periferia. En vez de extendernos teóricamente, ahora vamos a utilizar el espacio en una mirada histórica del problema.
No es casualidad que la primera reordenación europea específicamente post-feudal tuviera como detonante directo la doble mecha nacional de las reivindicaciones de Bohemia y Provincias Unidas o Países Bajos, y como detonante indirecto por cuanto algo pretérito, pero fundamental, las guerras campesinas y religiosas alemanas del XVI, guerras en las que el contenido nacional es innegable. Más incluso, la reivindicación nacional de Bohemia es la continuación de la resistencia nacional y social checa guiada por el movimiento husita a comienzos del XV. La identidad nacional neerlandesa frente a la mezcla internacional de los «tercios españoles» —mercenarios alemanes, castellanos, italianos, franceses, etc.— es incuestionable. Por último, la revolución puritana inglesa estuvo facilitada por la independización nacional del anglicanismo con respecto al papismo.
En la segunda reordenación las problemáticas nacionales son si cabe más patentes. La invasión de Francia por potencias extranjeras para abortar la revolución y restaurar al aún vivo Luis XVI suscita un fervor nacional en las masas de ascendencia etnonacional franco-galo-romana. Las reacciones antifrancesas como el pietismo prusiano-alemán, el tradicionalismo hispano y el metodismo inglés tienen claros contenidos nacionales, aparte de su orientación conservadora. Los mismos Estados coaligados contra Francia se aúpan sobre los sentimientos nacionales que en esa época se expresan con formas mixtas en las que los componentes del pasado tardofeudal se mezclan con irrupciones liberales y democráticas. Tal ambigüedad lógica inquieta a los Estados coaligados contra Napoleón que utilizan esos sentimientos para luego traicionarlos. El Congreso de Viena reprimirá después sistemáticamente las cada vez más numerosas reivindicaciones de los pueblos.

En la tercera reordenación las problemáticas nacionales se presentan ya en su forma netamente explosiva. No se trata solo de la llamada «cuestión balcánica» —detonante formal de la Primera Guerra Mundial— ni de las minorías alemanas en Checoslovaquia y Polonia que unido a la «unificación germana» y la expansión hacia el Este se presentan como el detonante oficial de la Segunda Guerra Mundial. Estos conflictos son una parte de un problema muy superior que no podemos analizar en profundidad aquí.
En los treinta existen ya repartidos entre la URSS y los Estados capitalistas cinco de los seis bloques de problemáticas nacionales que hoy se dan también: nacionalismos chauvinistas de los grandes Estados hipercentralizados y que en la URSS estalinista se disfrazaba con el rótulo de «internacionalismo proletario»; nacionalismos eslavos del Báltico y Centroeuropa; nacionalismos de los pueblos oprimidos por los Estados burgueses semiperiféricos; nacionalismos de los pueblos oprimidos por los Estados periféricos y último, nacionalismos eslavos balcánicos e islámicos periféricos. El sionismo, que se había formado como nacionalismo, se esparcía entre los cinco bloques.

La tercera reordenación concluida en 1945 no resolvió ninguna de las problemáticas a largo plazo. Logró congelarlas en unos casos como en los Balcanes; en otros las reprimió con extrema brutalidad como en la URSS y sus dominios del Este, Estado español, etc; en otros aparentó cierta mejoría como en Irlanda del Sur a comienzos de los veinte pero dejando la herida gangrenada de Irlanda del Norte; etc.
Las heridas morales y espirituales de la guerra dejaron posos de recelos y temores entre los pueblos que padecieron las barbaridades nazi-fascistas que todavía se perciben en las generaciones maduras como es el caso del campesinado francés adulto, que ha votado masivamente No en el referéndum pro-Maastricht, siendo el caso de las generaciones adultas danesas. Otro tanto hay que decir del recelo creciente entre la mayoría de los pueblos eslavos al auge del pangermanismo económico, que si bien no va todavía unido a su correlato ideológico-racista, sí suscita temores en ese sentido. El crecimiento de 1945/68 añade un sexto problema las masas emigrantes extraeuropeas e intraeuropeas que analizaremos en su momento.

Según se aprecia, las cuatro características recurrentes de las crisis globales que han originado las reordenaciones de los espacios europeos son inseparables a su vez de problemáticas sociales y nacionales irresueltas a la larga. Todo ello da forma a una pesada historia más o menos interiorizada, conscientemente, pero activa en el subconsciente colectivo de los pueblos. Que los temores, angustias o ira que se crean al reverdecer en una época de crisis estructural de larga duración y de pérdida de los referentes y valores clásicos, que esas reacciones sean progresistas o reaccionarias es un problema de primera magnitud que no se resuelve negando el problema, es decir, condenando y reprimiendo toda reivindicación y lucha nacional, sino todo lo contrario, estudiándola en detalle, en su historia particular, reconociendo su urgencia y la de las soluciones a tomar, que pasan inevitablemente por el reconocimiento del básico e imprescindible derecho/necesidad al autogobierno.

Situación actual

La existencia de estas constantes y características recurrentes no debe llevarnos al error de la visión cíclica de la historia. La actual crisis se diferencia de las anteriores en aspectos novedosos que se han imbricado en el corazón mismo del capitalismo y que no existían antes. Por tanto, las soluciones burguesas para una cuarta reordenación del espacio europeo deben contener alternativas no contempladas en las precedentes. Tampoco debemos caer en el error opuesto: el desprecio a los componentes centrales e inevitables del capitalismo en cuanto modo de producción cognoscible teóricamente en su naturaleza genético-estructural.
La diferencia novedosa que separa a la situación actual de las anteriores se remonta a los mecanismos de salida a la crisis global generada por la Primera Guerra Mundial más el tremendo varapalo socioeconómico de 1929/32 más, por último, los efectos de la Segunda Guerra Mundial como un conflicto total. Las burguesías comprendieron en estos años que la salida a las crisis estructurales ya no dependía exclusivamente de las capacidades endógenas, internas y propias de la economía capitalista, aunque esta siempre estaba ayudada y apoyada por factores «externos».
Se dieron cuenta de que la interrelación sociopolítica, económica y represivo-militar se había perfeccionado de un modo tal que ya no resultaba posible recomponer el sistema sin su concurso. Es así como surge además del keynesianismo en lo teórico, la inflación como nueva característica esencial, el rearme y el complejo industrial-militar, el intervencionismo estatal, la contradicción entre la transnacionalización y mundialización de la economía y el reforzamiento simultáneo de los Estado-nación burgueses, la deuda pública, la financiarización, etc.
Estos mecanismos de intervención permanente más las condiciones ya descritas anteriormente sobre la situación posterior a la Segunda Guerra Mundial, así como la introducción masiva de las nuevas tecnologías desarrolladas, permitieron un auge económico de una veintena de años. Pero las mismas causas de ascenso dificultan ahora sobremanera las posibilidades de reconducción. Hasta el presente, las soluciones burguesas de salida de las crisis pasaban por la triple vía de ataque a los trabajadores, incremento de la sobreexplotación del llamado Tercer Mundo y en caso absolutamente extremo, recurso a la guerra. Se lograba así debilitar a los trabajadores, destruir capacidad productiva excedentaria, reducir costos energéticos y de materias primas, invertir exteriormente, imponer condiciones al vencido, etc, y como resultado de ello recuperar la tasa de ganancia tras haber aumentado la tasa de plusvalor.
Pero las medidas introducidas para recuperarse de la terrible crisis de 1914/45, dificultan esas clásicas soluciones debido a las nuevas dependencias internas y externas del capitalismo a escala mundial. A partir de inicios de 1970 el capitalismo se encuentra en otra fase descendente que ha adquirido ya una «nueva gravedad», es decir, no es comparable a las anteriores precisamente por tres factores: crisis de sobrevivencia planetaria que agrava cualitativamente el problema, crisis simultánea de los cuatro aspectos citados que como veremos tiene efectos sinérgicos y, por último, la imposibilidad, ¡por ahora!, de una Tercera Guerra Mundial —es pueril decir que ya ha estallado «pero es solo económica»— que tenga los efectos reactivadores de las anteriores.
Dejando por obvia la crisis de sobrevivencia y para más adelante la posibilidad de una o varias guerras, analizaremos ahora y en el plano europeo las soluciones a las cuatro crisis descritas. Antes que nada, digamos que su efecto sinérgico se complica al haberse terminado el débil y excepcional repunte económico habido en 1983/89 con desigual desarrollo en Estados y ramas productivas. El carácter excepcional del repunte ha sido debido a la conjunción de tres factores: uno, la superficial expansión yankee lograda con base en un déficit exterior suicida hizo de locomotora interestatal; dos, la intervención permanente y sistemática de los Estados para suavizar los riesgos crecientes de crack financiero-bursátiles y tres, la baratura de las materias primas y productos energéticos. Las tres nos remiten a dos de las cuatro facetas que vamos a analizar: la decisiva intervención del Estado y el contexto interestatal.
Al acabarse esa especie de respiro transitorio, la situación ha vuelto a su plena crudeza. El agotamiento del taylor-fordismo es ya patente. Desde mediados de los sesenta, antes en centros especialmente combativos de las fábricas, este modelo empezó a entrar en quiebra al no ser capaz de asegurar la disciplina laboral. El auge sostenido de luchas obreras y populares en todo Europa, que se destapó públicamente en el 68, renaciendo después con diversas intensidades hasta mediados de los ochenta en las feroces huelgas inglesas, etc, lo demuestra. Aunque el colaboracionismo sindical reformista ha paralizado y desunido muchas luchas, el movimiento obrero no ha sido derrotado totalmente y menos si tenemos en cuenta su situación a finales de los treinta, poco antes de la Segunda Guerra Mundial en todo el continente, por poner un ejemplo. Desde luego no tiene ya la consistencia de los sesenta y setenta, pero aún es capaz de responder con inquietante peligro.
Para derrotarlo de manera irreversible que permita la introducción masiva de la llamada «austeridad», las burguesías recurren además de a las nuevas formas disciplinarias y de trabajo como el toyotismo, flexibilidad, etc, además de eso, a un ataque generalizado a la centralidad espaciotemporal del obrero colectivo simultaneando medidas restrictivas extrafabriles, cambios de todas clases, traslaciones espaciales de las ramas productivas, etc. La causa de que no exista ni tenga visos de existir la célebre «carta social europea» es facilitar ese ataque desde dos ejes: a nivel presente en los Estados y a nivel presente/futuro inmediato en toda Europa. La Europa de Maastricht es, pues, la Europa del cambio de un modelo disciplinario laboral caduco por otro nuevo, más duro y expoliador.

La crisis de la forma-Estado actual también era patente a mitades de los sesenta al ser incapaz de contener esas luchas. A mediados de los setenta, cuando la crisis económica agravaba el efecto de las luchas obreras y populares, las burguesías entraron decididamente a teorizar y aplicar en la medida de lo posible la destrucción paulatina del Estado keynesiano, eufemísticamente denominado «Estado del Bienestar» (¿?), aplicando la renacida mitología liberal y mercantilista que, sin embargo, solo se aplicaba contra las clases oprimidas, pues el Estado aumentaba masivamente su intervención socioeconómica y política en beneficio exclusivo del capital. Las burguesías querían y quieren que el grueso del presupuesto destinado a los llamados «gastos sociales» —sanidad, educación, etc.— sean reducidos al máximo para potenciar el beneficio privado capitalista, reinvirtiéndolo en otras áreas y dejando el campo a la voracidad y rapiña privada.

La Europa de Maastricht es así la Europa de la reducción de las asistencias sociales, de la relativa protección sanitaria, de la educación relativamente igualitaria, etc. Todos los Estados están aplicando ya medidas en ese sentido y se acelerarán conforme avance la unificación burguesa. Naturalmente, no pueden ni tampoco les interesa reducir totalmente esas prestaciones y dejar en el absoluto desamparo a la fuerza de trabajo social. Si lo hicieran así, además de las repercusiones sociopolíticas y electorales previsibles, se produciría antes que tarde un deterioro sensible en la cualificación y aptitud de la fuerza de trabajo, con efectos negativos en los beneficios al disminuir la calidad de las mercancías. Existe, pues, un campo de batalla que está agudizándose en todas partes y que puede afectar a la legitimidad misma del orden establecido, como veremos luego.
La crisis de la jerarquía interestatal y de la hegemonía en el imperialismo se ha agravado como efecto de las necesidades individuales de los tres bloques actuales —EE.UU. y su patio trasero, la «Euroalemania» y Japón-Asia— que deben cuidar de sus intereses en un contexto de retroceso económico generalizado y de agudización de las contradicciones mundiales pese a la desaparición de la URSS y de sus satélites. Ya no existe la jerarquía interestatal que estabilizaba en buena medida la economía tras las reordenaciones vistas.
Es más, es difícil que a corto plazo se imponga una de ellas sobre las otras dos de forma clara como para ser obedecida. Anteriormente, Holanda, Inglaterra y EE.UU. dictaron mal que bien los grandes ejes de las recuperaciones de las crisis cíclicas y pelearon hasta la muerte para imponer las grandes reordenaciones que resolvieran las crisis estructurales y totales. Ahora no. Incluso más, el ya manifiesto parón japonés, pese a que mantiene grandes potencialidades cara al futuro, añade leña al fuego.
La función histórica de la guerra para el capitalismo aparece aquí con pleno sentido. La guerra ha jugado el fundamental papel de facilitar brutalmente las reordenaciones cuando habían fallado ya los instrumentos económicos y políticos. La guerra, que ha estado presente decisivamente en las tres anteriores, no puede, sin embargo, aparecer en estos momentos, al menos y durante bastante tiempo entre los grandes Estados burgueses céntricos y semiperiféricos. Ello dificulta sobremanera esta cuarta reordenación al exigir otras tácticas que, salvando las distancias, fracasaron en las reordenaciones precedentes.
Los Estados más débiles deberán plegarse a las presiones económicas en vez a las amenazas militares. Más adelante nos detendremos en el cuento de las «velocidades» que oculta el mecanismo de dominación que se está reordenando para todo un período posterior. Ahora dicen que los Estados que no puedan seguir el ritmo marcado por el eje Berlín-París quedará relegado. Es más, los plazos del proyecto-Maastricht pueden ralentizarse según las dificultades socioeconómicas, pero quien a la larga no pueda cumplir las metas fijadas por el centro pagará su retraso. Sin agresiones ni chantajes militares, pero con tremendas presiones económicas, se está imponiendo la cuarta reordenación.
La muy correctamente denominada «Euroalemania» busca centralizar a los capitales estatales europeos alrededor del más fuerte para encontrar una eurojerarquía capaz de responder mundialmente a los otros dos bloques. Pero existe un problema de fondo consistente en que la mundialización económica es tal que la eurojerarquía debe inscribirse en una tríada siempre móvil: contexto mundial-contexto europeo-coyuntura estatal. Véase que en el tercer y último polo de la tríada se habla de coyuntura y no de contexto. Se debe a que las exigencias transitorias pesan más en los Estados concretos, que deben lidiar todavía durante bastante tiempo con sus respectivas clases y naciones oprimidas, que las necesidades relativamente estables impuestas por los contextos, que siempre tardan más tiempo en variar, pero que exigen medidas resolutivas más profundas y permanentes. Pues bien, esa tríada dificulta sobremanera a la vez que exige con urgencia que se avance en la eurojerarquía.
La crisis de legitimidad y de valores ya fue diagnosticada oficialmente por la Trilateral a mediados de los setenta tras las contestaciones masivas de los sesenta y posteriores. Desde entonces y como respondiendo a un plan prefijado, asistimos a una contraofensiva relegitimadora profundamente reaccionaria y autoritaria en la que intervienen todas las fuerzas políticas, culturales, religiosas, etc. Lo cierto es que a finales de los sesenta y durante todos los setenta la sociedad burguesa se vio sacudida por una profunda revisión crítica de sus postulados y normativas.
Las luchas sociales, obreras y populares, las modas y corrientes teórico-artísticas, la solidaridad internacionalista, etc, se añadieron a las crisis del taylor-fordismo, del keynesianismo y del dominio imperialista yankee. Los esfuerzos canalizadores y desinfladores del reformismo surtieron poco efecto por su desarraigo y distanciamiento de las bases sociales. La pérdida de prestigio de la corrupta burocracia breshneviana ayudó a la búsqueda de nuevas utopías.
Para finales de los setenta la neocontrarreforma estaba en marcha. Tenía tres valedores que se desplegaron gradualmente: el Vaticano y su nueva Cruzada, el reagan-thacherismo y la socialdemocracia. Luego vinieron en su ayuda las burocracias del Este y su apología del capitalismo. El clima de aculturización autoritaria y de justificación de los recortes democráticos actuales hubiera sido imposible sin la neocontrarreforma. Igualmente el auge del racismo, xenofobia, chauvinismo eurocéntrico y del pangermanismo, también.
En suma, la actual Europa de Maastricht recoge y multiplica este retorno al oscurantismo y la irracionalidad, que siempre han sido elementos sustentadores de poderes autoritarios y reaccionarios. Naturalmente, la resistencia es considerable, pero ya pasaron los años en los que la relativa abundancia permitía al espíritu crítico y creativo desplegar sus alas para el combate Ahora el ataque total del capitalismo en todas las facetas cotidianas obliga a la inteligencia a repensar la estrategia y a escoger más sabiamente el campo de batalla y las tácticas a seguir.
El efecto sinérgico de las cuatro crisis y de las medidas burguesas es innegable. Una nueva forma de explotación del Trabajo por el Capital requiere de una nueva forma-Estado que la reglamente y defienda de las resistencias del trabajador colectivo. A su vez, ambas transformaciones son imposibles sin una jerarquía que organice el caos interestatal e internacional facilitando la cada vez más costosa y arriesgada dinámica de realización de la mercancía, de pacificación para asegurar la ingente inversión de capital constante necesario para la nueva tecnología —cada vez más rápidamente obsoleta— y de control inmediato del peligro inherente a la extrema financiarización del capitalismo contemporánea.
Estas medidas son inaplicables sin una relegitimación autoritaria de sus costos sociales enormes. Relegitimación que se está buscando azuzando el egoísmo eurooccidental para justificar el expolio del llamado «Sur», así como la extensión y permanentización de las ya considerables bolsas de pobreza absoluta y relativa que irán creciendo dentro mismo del «Norte», posibilitando tanto la intervención revolucionaria como la contrarrevolucionaria y de extrema derecha.
Es más, ninguna de estas soluciones parciales es aplicable al margen de las otras y sin su ayuda. Aquí debemos remitirnos a lo dicho arriba sobre las características genético-estructurales del capitalismo. La Europa de Maastricht es, por tanto, el intento más acabado y coherente de todos los que tiene a su disposición la burguesía europea. Se ha ido decantando por él durante un largo proceso que en lo material se remonta a la década de los cincuenta y que desde entonces ha sido guiado más por el pragmatismo sabedor de las limitaciones que nacen de la pugna entre los polos expansivo/contractivos de la contradicción inherente a la definición simple de capital, y que es el secreto de la debilidad y de la fuerza de los Estados burgueses, que por un plan claro y precisado al mínimo detalle.
Pero la inversión ideológica, en cuanto falsa conciencia necesaria de la contradicción material y objetiva descrita, existió latentemente o en forma de múltiples alianzas y pactos desde que en el XVII el capitalismo logró su asentamiento. Incluso en los modos precapitalistas de producción también existió la tendencia, y muy fuerte, a la unificación imperial, dinástica o absolutista.
Tales tendencias nos introducen en el decisivo apartado de las problemáticas nacionales existentes con anterioridad a las reordenaciones vistas y que han ido evolucionando en estrecha relación defensivo/ofensiva con ellas. Quiere esto decir que —ya se ha hablado al respecto antes— los seis bloques de problemáticas nacionales actualmente existentes solo se explican recurriendo a la interacción histórica de los pueblos con/contra los poderes centralizadores siempre dentro de la acción objetiva del desarrollo desigual y combinado y de las relaciones centro-semiperiferia-periferia.
En este sentido, la Europa de Maastricht supone la entrada en una nueva fase de opresiones nacionales mucho más destructoras y desnacionalizadoras que las anteriores, ya que la que se abre conlleva una mayor implantación y penetración de la ley del valor-trabajo y de la abstracción intercambio unida a ella. Como sabemos, ambas fuerzas son terriblemente desnacionalizadoras al destruir la base productivo-reproductiva de los pueblos aniquilando indefectiblemente a la larga su conciencia productiva si estos no toman las precauciones imprescindibles de autogobierno e independencia que en sí mismas contradicen esencialmente el proyecto-Maastricht.
El poder mortífero desnacionalizador de la ley del valor-trabajo y de la abstracción intercambio se introduce en los pueblos mediante las cuatro medidas descritas. Una a una y todas a la vez desestructuran la autoidentidad colectiva y la reestructuran como mera agregación amorfa y atomizada —que ni siquiera individualizada— que se añade pasivamente y a título de simple objeto-mercancía en el gran mercado capitalista centralizado en la forma-Estado que con lentitud, pero sin pausas irá absorbiendo a los Estados burgueses actuales, respetando, sin embargo, algunas de sus tareas como vulgares descentralizaciones burocrático-administrativas.
Lógicamente, los pueblos que ya disponen de poderes suficientes —poderes propiedad de sus clases dominantes— que se sitúen con cierta ventaja en el nuevo reordenamiento podrán resistir con más tranquilidad el proceso. Se demuestra así la urgencia de una lucha nacionalista democrática coordinada de los más débiles y carentes de instrumentos propios. A lo sumo que puede quedar de las autoidentidades de los menos centrados son restos folklóricos, pintoresquismo regional integrado en la industria turística y utilizado transitoriamente como soporte electoral de clientelas comarcales. Pero, aun así, y según el grado con agresión centralista y resistencia propia, siempre será posible que se produzca el avance de ese pintoresquismo a sentimientos nacionales, sobre todo si se produce una crisis estructural prolongada que deslegitime el mito europeísta.

Cuarta reordenación

Hemos visto cómo las reordenaciones precedentes respondían a las nuevas necesidades del capital en sus fases históricas. No debemos entender «necesidad» como determinismo economicista absoluto, totalmente libre de connotaciones e influencias sociales, culturales, nacionales, es decir, políticas en sentido global. Las reordenaciones anteriores respondían a esa «necesidad política» del capital consistente en desbloquear los obstáculos globales que frenaban nuevas expansiones. Las guerras fueron la llave y la cerradura de los cambios y las prolongadas consecuencias se mantuvieron en gran medida debido al establecimiento de organizaciones o alianzas interestatales que supervisaban los acuerdos y velaban por el orden establecido. Quiere eso decir que siempre ha existido en Europa una pulsión contradictoria hacia un supra-Estado.
En cada fase dicha pulsión se concretaba en el sistema interestatal adecuado a las necesidades contradictorias y dispares de las partes del conjunto, siendo casi siempre uno de ellos el Estado regulador y dirigente. La entrada en crisis del sistema interestatal, simultánea grosso modo a la agudización de la crisis global que exigía otra reordenación espacial, no podía ser resuelta al margen de otras soluciones interrelacionadas: por eso cada reordenación conllevaba nuevos sistemas interestatales.
Pero en la situación actual del capitalismo la cuarta fase debe resolver la agudización de una contradicción clásica que ha llegado a ser un verdadero bloqueo: la incapacitación acelerada de la forma-Estado clásica, del Estado-nación burgués integrado en las organizaciones interestatales mundiales o regionales. Incapacidad para controlar e incidir en beneficio de su burguesía estato-nacional dentro de la economía mundializada. Y es que la fijación de los precios y la realización de la mercancía en beneficio dependen ya casi plenamente de la economía mundial, antes que de la continental y sobre todo estatal. Aún más, la integración transnacional en los costosos proyectos de investigación tecno-productiva programada supera a las capacidades estatales del mismo modo que las fusiones continentales del complejo industrial-militar están bordeando ya, cuando no lo han hecho definitivamente, esos límites continentales.
La progresiva integración lograda hasta la actualidad ha llegado, pues, a su momento decisivo: intentar resolver la contradicción cada vez más insufrible entre la mundialización económica y las limitaciones de la forma-Estado siempre desde los intereses geopolíticos de las burguesías euro occidentales. Han avanzado mucho, justo hasta tener la solución al alcance de la mano, pero ello mismo les plantea una cuestión clave: ¿y si por lo que fuera fracasa el proyecto en este momento crucial?, dicho de otro modo, ¿qué precio tienen que pagar las burguesías para desunir todo lo que han unido y desandar todo lo andado?

Esta pregunta ha sido obsesiva a lo largo de las tres tensas semanas de septiembre en las que la «tormenta financiera» ha demostrado las fragilidades económicas y políticas de la CEE. Dicha «tormenta», que es la espuma superficial de las contradicciones de fondo del capitalismo actual, ha demostrado la inseguridad causada por la gran cantidad de capitales flotantes que navegan a la deriva por un océano de deudas. También ha demostrado la interrelación de las economías, de sus angustias y temores mutuos.
Su respuesta es solo una: el precio sería la agudización exponencial de la actual crisis al retroceder cada Estado a etapas aislacionistas y proteccionistas pertenecientes a una fase ya caducada del capitalismo, en concreto la que en 1945/6O permitió la recapitalización de los Estados impulsando a los más poderosos a firmar el Tratado de Roma en 1959, habiendo firmado años antes la Unión Europea del Carbón y del Acero, y teniendo que firmar poco después la creación del Mercado Común Europeo.
Peor, el precio sería el caos, el desastre: es imposible hacer retroceder toda la intrincada e interrelacionada estructura burocrático-administrativa, jurídico-legal y prospectivo-planificadora a épocas de hace treinta años. El mismo tejido productivo y la conformación espacio-temporal de la valoración capitalista estallarían al poco tiempo o forzarían a las burguesías a imponer manu militari y sin consideración alguna para con su propia legitimidad oficial-democrática la reordenación necesaria.

El miedo pánico a los referéndums y a los rechazos populares viene de aquí. Las angustias y sudores fríos que quitan el sueño a las fracciones más unionistas al ver la obstinación de las viejas fracciones del capitalismo agrario —la «Europa verde»— y de las ramas productivas que pasan a segunda fila cuando no son liquidadas como siderometalurgia, minería, petroquímica, etc, vienen también de ahí. Ese cierto nerviosismo contenido aún por las muestras de viejo nacionalismo chauvinista en posible alianza con las extremas derechas, que representaría a esas fracciones en declive más aparte de los temores populares, es curado mediante la intensa campaña pro-Maastricht.

Tengamos en cuenta que si bien toda reordenación capitalista beneficia a la burguesía en su conjunto, primero lo hace a favor de sus fracciones más modernas, más avanzadas en productividad e interesadas por ello mismo en desbloquear los obstáculos a su expansión. Las fracciones más débiles, que controlan las ramas productivas poco rentables y ya obsoletas, por lo general se resisten o presionan fuertemente para que «su» Estado les siga prestando la ayuda necesaria.

Toda reorganización capitalista conlleva una lucha no contradictoria entre esas fracciones que no tiene por qué concluir en la victoria de la más avanzada y lúcida: existen concluyentes ejemplos de cómo la incapacidad de esas fracciones avanzadas para convencer a las retrasadas, pero más poderosas por diversas razones, termina en derrota conduciendo a la formación social correspondiente al retroceso y estancamiento. Ahora bien, gane que gane siempre pierde el pueblo trabajador.

Visto lo visto debemos analizar cinco problemas serios que se presentan en esta cuarta reordenación teniendo en cuenta que las medidas de solución de las cuatro crisis vistas deben ser complementarias: una, la obtención de un consenso suficiente tras los resultados de los referéndums y los datos de las encuestas y sondeos de opinión; dos, la imposición de una jerarquía interna que estabilice el proceso; tres, la evolución hacia un proto-Estado europeo y sus fronteras euroorientales y sureuropeas; cuatro, las problemáticas nacionales y cinco, el sistema represor, defensivo interno y externo.

Queda todo el bloque de problemáticas económicas que en lo substancial han sido expuestas brevemente y que no vamos a desarrollar por entender que ya han sido tratadas en otros textos de este volumen. Además, pensamos que una de las lecciones de la crisis monetaria ha sido la de demostrar la estrecha conexión político-económica tanto del capitalismo actual como del proyecto-Maastricht.

Pocas veces la historia continental ha sido testigo de una campaña propagandística tan intensa y reforzada al son de los últimos acontecimientos. Sabemos que las Cruzadas fueron precedidas y sostenidas por una impresionante propaganda mentirosa sobre inexistentes atrocidades musulmanas contra peregrinos. Las Cruzadas contra eslavos, bálticos, cátaros y husitas también se apoyaron en intensas propagandas. El peligro turco sobre Viena no suscitó empero una campaña similar y tendría que llagar la Guerra Fría para asistir a otra, pero con medios infinitamente superiores. Ahora, y sobre todo tras el batacazo danés, la advertencia irlandesa y los temores franceses, la campaña llega al paroxismo. El justo y pelado Si francés y el enorme revuelo por la crisis monetaria, así como las resistencias obreras y populares que crecen en varios Estados contra los recortes y la austeridad, han llevado ese paroxismo a cotas increíbles.

La propaganda pro-Maastricht activa o refuerza las más bajas pasiones eurocéntricas mantenidas desde la Plena Edad Media. Todos los fantasmas irracionales hacia el «peligro exterior», hacia el «Sur» y las «hordas asiáticas» son revividas por una prensa sibilina o soez, sensacionalista o analítica que no duda en manipular las guerras balcánicas, el caos de la extinta URSS, el hambre africano, los fundamentalismos islámicos, la crisis ecológica y la sobrepoblación extraeuropea para convencernos no solo de las ventajas de Maastricht sino de su necesidad como solución de sobrevivencia de la «civilización occidental».

Junto al egoísmo de las supuestas ganancias económicas se cita la «misión histórica» de preservar desde el «milagro griego» hasta el Gernika de Picasso. El racismo, xenofobia y chauvinismo interno a la campaña y sentimientos que suscita o refuerza, que siempre van unidos a autoritarismos y represiones, refuerzan a su vez las tendencias a la unificación militar defensiva hacia el interior y exterior; defensa que exige y conlleva la consolidación paralela de un proto-Estado y una maquinaria que analizaremos en su momento.

Pero junto a la campaña propagandística se mantiene una sorda y tenaz negociación interna encaminada a atraer al proyecto a las fracciones del capital que a la fuerza tienen que perder algo de sus posiciones. Se extrae al conocimiento público además de las marrullerías y chantajes, los costos y efectos globales que siempre pagan los trabajadores, pues lo que se juega no es otra cosa que el cierre o transformación de áreas de desarrollo enteras, con consecuencias nefastas para pueblos en su futuro al menos hasta que no se inicie una nueva forma y fase de acumulación y valorización capitalista, eso con un poco de suerte de que les beneficie en algo, posibilidad remota debido a que, como se sabe, la desconexión transitoria del eje y ritmo de desarrollo es acumulativa, multiplicadora.

Con la búsqueda del consenso llegamos al problema de la jerarquía interna que estabilice el proceso. Dependen mutuamente ya que si bien el eje Berlín-París puede imponer a medio plazo su dominio, le interesa disponer del consenso por las razones aludidas. Ahora bien, todos los Estados saben que deben ceder en relación inversamente proporcional a su peso económico. Es una mentira propagandística la afirmación de que los Estados débiles sacarán más beneficio que los fuertes: todo lo contrario.

Un ejemplo concluyente lo tenemos en cómo Alemania está utilizando impunemente su posición de poder para absorber un flujo de fondos considerable con el que sufragar parte de la costosa, por cuanto errónea y precipitada, absorción de la RDA. La llamada «tormenta monetaria» de septiembre también ha beneficiado a Alemania. El ejemplo, confirmado por otros muchos, no es sino un dato más de la experiencia objetiva de las tres reordenaciones anteriores en las que, siempre dentro de sus contextos, se impuso la hegemonía de uno o dos Estados sobre el resto. Ahora sucede exactamente lo mismo, pero en el contexto actual.

La obtención de una disciplina es vital no solo para controlar previsibles nuevas crisis financiero-bursátiles y asegurar la Unidad Económica Monetaria, sino también para racionalizar mínimamente el peligroso desorden de planificación interna al sustituir obsoletas ramas productivas por otras más modernas, y a la vez, por la mundialización económica, la integración ventajosa de esa planificación en la división intercontinental del trabajo.

Al hablar de disciplina se trata de estructurar el tejido industrial europeo con base en los intereses generales del capital y de los particulares de sus fracciones dominantes y más importantes. Dicha estructuración debe considerar el grado alcanzado de cohesión intraeuropea que tiene ya cuatro niveles de mayor a menor: uno, aeroespacial, banca, seguros, energías, etc; dos, transportes y ferrocarril, etc; tres, automóvil y cuatro, microelectrónica y nuevas tecnologías. Los dos últimos exigen urgentemente medidas ante la superioridad japonesa y yanqui. Teniendo en cuenta su importancia presente y futura, la disciplinarización en estas dos ramas es uno de los retos fundamentales que tienen las burguesías europeas.

Llegamos así al núcleo de este segundo problema: Alemania es a todas luces el Estado capaz de, con la ayuda del francés y del Benelux, imponer los criterios centrales, llevándose la tajada mayor. Esto no lo cuestiona nadie. Las peleas surgen a la hora de designar el orden posterior. De hecho, hay que denunciar la otra mentira propagandística consistente en afirmar que no se impondrá la «Europa de las dos velocidades», es decir, uno bloque se homogeneizará antes y mejor que otro. La misma tesis de las «dos velocidades», si bien gráficamente vale algo, teórica y analíticamente es una trampa.

El capitalismo siempre ha avanzado o retrocedido con base en la doble dialéctica centro-semiperiferia-periferia y desarrollo desigual y combinado. Si quisiéramos incluso podríamos hablar de la Europa de las tres velocidades, pero es más real y crudo hablar de la disciplina impuesta por el centro —eje Berlín-París— a la semiperiferia —Inglaterra, Italia, etc.— y a la periferia —sur de Europa—. Comparado el potencial poblacional y socioeconómico del centro sobre el semiperiférico, comprendemos las distancias. Distancias que se acrecientan sobremanera comparando centro y periferia.

La imposición de un centro hegemónico viene dada por la clara superioridad anterior incluso al proyecto-Maastricht. Vamos a comparar rápidamente las capacidades de Alemania-Francia, Italia-Inglaterra y Estado español-Portugal-Grecia como Estados referenciales del centro, semiperiferia y periferia. Definimos a Italia e Inglaterra como semiperiferia no solo por el retraso que ya tenían en 1988, fecha de las estadísticas usadas, sino también porque esa distancia crece en favor del centro. En 1988, Alemania (RFA+RDA)-Estado francés —centro— tenía 133 millones de habitantes; Italia-Inglaterra —semiperiferia— 114 millones, y Estado español-Portugal-Grecia —periferia— 59 millones. En ese año el centro tenía un PNB en millones de dólares de 2.169.936; la semiperiferia, 1.495.318, la periferia, 387.129. Por último, en 1988, el centro tenía un PNB per cápita de 21.505, $; la semiperiferia de 13.060 y la periferia de 5.400.

Como se aprecia, las dificultades del centro para imponer su hegemonía y disciplina no son excesivas. Partía ya en 1988 con ventaja manifiesta que ha aumentado durante estos últimos cuatro años, pues Italia e Inglaterra no han podido seguir el ritmo germano-francés y el sur europeo mucho menos.

Los dos problemas expresan en su evolución temporal un relativo grado de unidad de decisión en cuestiones básicas. También la aplicación simultánea en todos los Estados burgueses de las soluciones a las cuatro crisis recurrentes analizadas indican una coherencia de fondo. Ambas prácticas sientan las bases para la lenta y problemática evolución hacia un proto-Estado eurooccidental con mercado interno unificado, tejido industrial relativamente a salvo de la voracidad exterior mediante su adecuada integración en la división continental del trabajo, moneda y sello postal únicos, creciente centralidad jurídico-legal y fuerte unidad defensiva interna y externa.

Pero todavía estamos a mucha distancia del grado suficiente de centralización y homogeneización euroestatal que requieren las contradicciones objetivas del capitalismo europeo, en contra de esa afirmación propagandística según la cual dicho Estado estaría a la vuelta de la esquina. Para desgracia del capital y suerte para las/os oprimidas/os, no es verdad.

Sin embargo, no podemos menospreciar la tendencia inevitable inscrita en la misma naturaleza de la ley del valor-trabajo y de la abstracción intercambio que impulsa a la centralización estatal de los espacios productivos y geopolíticos bajo su dictadura. Es un impulso que nace de la necesidad material en sentido lato. Lo que ocurre es que en su interior existe una vía doble que expresa el antagonismo entre el Capital y Trabajo. Las clases dominantes imponen su vía, modelo y proyecto, cortando de raíz y reprimiendo el de las clases, naciones y sexo-género oprimidas. Aquí también interviene internamente a la totalidad concreta la lucha política, la capacidad subjetiva.

Por tanto, el desarrollo de un euroestado no se impone obligatoriamente, sino que es el resultado de la compleja interacción de fuerzas enfrentadas. Hay que recordar que históricamente la demarcación espacio-temporal del mercado ha ido unida a la uniformización del dinero como equivalente universal de intercambio y, desde un cierto nivel de integración económica, a la centralización informativa y simbólica mediante el sello de correo. La consolidación del Estado ha sido simultánea a ese proceso que siempre ha creado resistencias internas a la asimilación más o menos fuertes.

El proyecto burgués de euroestado reactiva las viejas fobias y límites categoriales de endo y exogrupalidad de la edad media como el antieslavismo, antiislamismo y antisemitismo. Existen, pues, ventajas dentro del imaginario colectivo europeo a favor del capital. Las fronteras materiales de su proyecto de euroestado —sin perfilar del todo— son las mismas que las fronteras simbólicas endo y exoeuropeas. Por el este, «hordas asiáticas», «paganos eslavos» brutalmente cristianizados por la Orden Teutónica y Bizancio, siempre vigilados por el pangermanismo. Hoy son cientos de millones de «ex-rojos bolcheviques» hambrientos e inquietos.

Por el sur, «el moro» que se infiltra siempre, no reniega de su fe islámica e identidad nacional, procrea más rápidamente que el europeo y también está muerto de hambre. Dentro, los millones de emigrantes «legales» e ilegales, sin derechos, que absorben sobre ellos la antigua función sublimadora del antisemitismo. Por último, el euroestado regenera la vieja clasificación medieval de «cristiano viejo» ahora con el apelativo de «ciudadano de origen», de primera, con derechos y privilegios sobre los excluidos.

Vemos, pues, que ese euroestado en lenta formación reacondiciona a la vivencialidad capitalista los viejos tópicos. Pero sobre todo permanentiza y relegitima las problemáticas nacionales ya descritas. Entramos así en el cuarto problema. El proto-Estado en formación se asentará en la regionalización fuerte de los actuales sentimientos estato-nacionales dominantes, pertenecientes a los grandes Estados al igual que los Estados absolutistas tardofeudales y los Estados burgueses iniciales se desarrollaron sobre la imposición de la identidad nacional dominante sobre otras más débiles, alejadas del centro estatal que se integraron forzosamente como regionalismos decadentes.

El caso francés nos sirve como ejemplo: las pequeñas naciones alejadas del centro parisino fueron sometidas a la dominación estatal que se expresaba mediante la cultura franco-galorromana. El caso español es idéntico, jugando la función central Castilla. El caso inglés otro tanto con respecto a Escocia y Gales y más claramente con respecto a Irlanda. Los casos alemán e italiano varían por la pertenencia a un mismo tronco nacional, pero la función de Prusia y Piamonte es similar a la de los franco-galorromanos, castellanos e ingleses.

A otra escala y en otro contexto, pero impulsado por la centralidad de la ley del valor-trabajo y de la abstracción intercambio, el euroestado en lenta constitución se asentará —si no lo impedimos— muy probablemente en una progresiva mixtura germano franco-anglosajona en la que cada una de las tres identidades actuarán como regionalismos fuertes y dominantes, al estilo de los anteriormente citados dentro de los Estado-nación actuales que, sin embargo, oficialmente, asumen también otras presencias regionales. De este modo, en estrecha relación con las diferencias socioeconómicas establecidas, existirán regionalismos de segunda y tercera que en realidad ocultarán sentimientos más o menos nacionales según la fuerza de su memoria histórica.

Podemos recurrir de nuevo a los ejemplos actuales: al igual que el regionalismo gallego se expresa en crecientes sectores juveniles como nacionalismo, también es muy probable que en el futuro euroestado muchos sentimientos nacionales burgueses de hoy se expresen como sentimientos regionales dentro de la identidad pannacional europea. Pero tampoco podemos hacer una traslación mecánica del actual encuadre y coordenadas espaciotemporales y simbólico-materiales que delimitan los sentimientos regionalistas y nacionalistas, a un futuro aún muy impreciso.

Esta probabilidad no anula ni remotamente otra probabilidad: la persistencia de sentimientos nacionales de los pueblos que se han negado a licuarse, a regionalizarse en el proyecto-Maastricht y siguen reafirmándose nacionalmente. Tal probabilidad es muy verosímil y factible por la complejidad de las problemáticas nacionales hoy existentes. Sobre todo es factible porque la centralidad de la ley del valor-trabajo reactiva las reafirmaciones de los pueblos que ya han alcanzado un punto crítico de autoidentidad, un punto de no retorno a partir del cual desnacionalizarse es muy difícil, aunque sí se puede integrar ese nacionalismo en un pannacionalismo superior dependiendo de la correlación interna de fuerzas y de la hegemonía del bloque social que lidere la nación.

Nos encontramos, pues, ante un dilema para el que el capital carece de solución considerando que el aumento del poder del centro sobre el resto agudizará reacciones nacionales defensivas siempre en pugna interna más o menos fuerte con sus burguesías respectivas que apuestan por la desnacionalización inherente a Maastricht. Las fuerzas desnacionalizadoras pugnan con las renacionalizadoras y las posibilidades de retroceso al pintoresquismo folklórico y turístico, reales y tendenciales, son contrarrestadas por los efectos reactivos de la sobreexplotación

Si hacemos un rápido repaso de los seis bloques de problemas nacionales, vemos que el primero y principal, el nacionalismo burgués y expansionista de los grandes Estados, pervivirá pese a los retoques que pueda tener en su integración lejana dentro de un pannacionalismo europeo. Pervivirá porque es un instrumento importante del capital en su expansión y un medio legitimador del autoritarismo chauvinista y racista. El segundo bloque por importancia poblacional, el de los pueblos eslavos bálticos y rusos, junto al cuarto, el de los pueblos eslavos balcánicos e islámicos de los Estados surorientales, también pervivirá y se agudizará en gran medida como respuesta a la sobreexplotación o abandono por parte del capitalismo eurooccidental. El durísimo futuro que les aguarda unido a la profundidad de sus sentimientos nacionales no erradicados por más de medio siglo de estalinismo así lo sugiere.

El sentimiento nacional de los pueblos oprimidos por los Estados del centro y semiperiferia, como Irlanda, Escocia, Gales, Occitania, Bretaña, Córcega, etc, que forman en tercer bloque, dependerá de las fuerzas en pugna, debiendo reorientar su lucha hacia un mayor internacionalismo anti-Maastricht. El quinto bloque formado por los pueblos oprimidos por Estados periféricos del sur europeo, sobre todo el Estado español, tienen empero mejores condiciones para su radicalización debido a las peores condiciones de integración y a la expoliación que ya están padeciendo.

Mientras que los pueblos bajo el centro y semiperiferia pueden verse beneficiados parcialmente por las ganancias socioeconómicas, aunque con diferencias notables como es el caso del sur italiano, los pueblos de la periferia y muy especialmente los que ven su tejido industrial clásico arrasado y desertizado como Euskal Herria, las posibilidades de radicalización son mayores. Claro que hablamos de posibilidades: hace falta la consiguiente intervención de la subjetividad nacional autoorganizada por y para una estrategia de construcción nacional. La dialectización de lo objetivo y posible con lo subjetivo y orientado es aquí tan imprescindible como en cualquier otro conflicto humano. Precisamente el proyecto-Maastricht está pensado para impedir o reducir grandemente dicha dialéctica.

En cuanto al sexto bloque formado por los trabajadores emigrantes, hay que distinguir a tres subloques internos: uno, los emigrantes latinos de los cincuenta y sesenta que, o bien, se afincaron ya en los Estados, o han vuelto con la edad y la crisis. Este grupo padece un racismo y segregación activos, pero algo menores que los del segundo sub bloque, el formado por emigrantes islámicos de esas mismas décadas, cada vez más agredidos pese a la relativa integración en ghettos y suburbios. El tercero está formado por los emigrantes del «Sur» y euroorientales de reciente llegada que padecen condiciones extremadamente duras de racismo y sobreexplotación en todos los aspectos.

El futuro de los dos últimos es terrible. Puedan librarse tal vez algo las generaciones nacidas en Europa del segundo grupo y que tienen ya ciudadanía. Pero incluso estos sufren racismo encubierto y latente que se torna muro segregador infranqueable para acceder a puestos importantes o integrarse en las clases dominantes. Del descontento e ira justas que nacen en su interior pueden producirse nacionalismos radicales que activen respuestas idénticas en sus países de origen y reivindicaciones sociopolíticas y culturales democráticas en Europa que, a su vez, serán respondidas con un mayor racismo mientras no se desarrolle otra onda económica expansiva que posibilite procesos integradores y democráticos, o mientras la izquierda europea no asuma como propias esas reivindicaciones.

Vemos cómo el panorama internacional intraeuropeo es extremadamente tenso y conflictivo. De ello son consciente los Estados que están desarrollando un sistema represivo adecuado a cuatro objetivos: controlar el orden clasista e internacional interno a la Comunidad Europea; vigilar las fronteras este y sur; disponer de un euroejército para intervenir en un futuro en zonas vitales para el capital europeo y, mantener durante un tiempo las relaciones con la OTAN. Naturalmente, este proceso ni está prefijado al detalle ni está libre de los vaivenes sociopolíticos y económicos. Una vez más, el pragmatismo y la intuición van unidos a la consciencia de que hay que avanzar en ese sentido.

Pero los pasos dados son en cierta forma irreversibles y con efectos estabilizadores. El Grupo de Trevi y los acuerdos de Schengen sientan bases irreversibles por la importancia de los temas que abordan y la interrelación ejecutiva y legislativa que suponen, a las que seguirán las judiciales. El dotar a la OTAN de capacidad para intervenir dentro de Europa para mantener el orden establecido refuerza lo anterior e indica la preocupación de EE.UU. ante la evidencia de que el euroejército es una cosa ya imparable en sus grandes líneas, pero sobre la que se puede incidir para controlarlo en parte.

El avance concreto en el ejército europeo, capaz ya de disponer operativamente de más de 1OO mil soldados que pueden ser ampliados sin dificultades, es un paso significativo. Un ejército exige un mando unificado que a su vez exige una estructura cohesionada y dotada de un fin preciso. Ese fin debe tener una legitimidad material y moral que dote de sentido profundo a la simbología interna, sin la cual la cadena de mando se disolvería. Aparecen aquí todos los problemas del pannacionalismo europeo, o lo que se ha llamado la «europatria» y sus dificultades de desarrollo. Pero las fuerzas que impulsan a la consolidación del ejército no son tanto ideológicas como socioeconómicas: los intereses del complejo industrial-militar y de la incentivación intraeuropea de las nuevas tecnologías, las necesidades burguesas de represión y control interno y externo, la racionalización y el ahorro mediante la unión de los inmensos gastos defensivos, etc.

No tiene sentido divagar aquí sobre las formas que irá tomando ese ejército. Sí parece claro que tendrá una composición altamente profesional, selectiva y de intervención rápida, como corresponde en la evolución actual de la estrategia militar. Hay que decir, además, que dicho ejército incrementará el dominio del centro y en menor medida de la semiperiferia sobre el resto de Estados. Francia usa su superioridad nuclear como contrapeso del poder alemán. Inglaterra no puede hacer lo mismo con su ya débil escuadra. El resto de Estados a obedecer.

Las indecisiones y falta de unidad durante la guerra contra Irak solo indicaban el nivel inicial del proceso complejísimo de conjunción de un euroejército. La no intervención en la guerra yugoslava solo indica lo enrevesado de ese conflicto y la escasa o nula ganancia que se extraería de una intervención; incluso debemos preguntarnos sobre si lo que realmente interesa al capital europeo es la desertización industrial y económica de los pueblos balcánicos al igual que están presionando directa o indirectamente a lo mismo a todos los Estados «ex-comunistas».

Concluyendo, los problemas tratados reflejan cuestiones centrales del proyecto-Maastricht, aunque, insistimos, los económicos no están analizados al detalle. Hay otros menores que no podemos tratar aquí. Por último, resta el decisivo asunto de la resistencia, del proyecto alternativo, presentar, o si es necesario hacerlo. Es un debate que por su urgencia e importancia debe hacerse con más calma.

Ideia Zabaldu – Difunde la idea